Jovellanos y España, El Catoblepas 71:13, 2008 (original) (raw)
El Catoblepas • número 71 • enero 2008 • página 13
Soberanía y supremacía
doscientos años después: Jovellanos y España
Silverio Sánchez Corredera
Al comenzar 2008, ante bicentenarios de acontecimientos determinantes de la historia hispana, conviene recordar la apenas distinguida diferencia entre la soberanía y la supremacía en Jovellanos, y su pertinencia en el presente
1. Jovellanos en prisión hace doscientos años
Jovellanos vivió 67 años, de enero de 1744 a noviembre de 1811. Retrocedamos justo doscientos años, hasta 1807: faltaba un año para que Fernando VII depusiera a su padre Carlos IV, para que, inmediatamente, Napoleón invadiera España y para que, entre un acontecimiento y otro, consecuencia del cambio de monarca, se liberara a Jovellanos de una prisión de siete años sin cargos ni juicio.
En 1807 Jovino se encontraba muy disminuido de salud y muy afectada la vista tras siete años leyendo y trabajando en lugares mal iluminados e insanos y haciendo demasiado poco ejercicio, aquél que había recorrido varias veces de arriba abajo España en su montura. Redactaba clandestinamente las Memorias del castillo de Bellver, se ocupaba en su testamento y escribía algunas cartas a sus amistades, que iban firmadas por Manuel Martínez Marina, su amanuense o secretario. Entre las cartas escritas, ésta firmada a su nombre, una del 20 de febrero de 1807 dirigida a Manuel Godoy, quien recientemente había sido nombrado decano del Supremo Consejo de Estado y Generalísimo Almirante de España e Indias. El asturiano aprovecha el momento para felicitar a su antiguo compañero y jefe en el consejo de ministros pero, claro está, para implorar una vez más que se le ponga en libertad, si no en España, sí en la isla de Mallorca o en el continente.
No será liberado, finalmente, a resultas de este ruego sino, paradójicamente, a causa del triunfo de la facción contraria a Godoy, que como una verdadera conjura Fernando VII venía preparando, envalentonado, seguramente, por la mala fama y el odio que el valido había ido acumulando entre las clases populares y el partido palaciego adverso.
Una vez liberado en 1808, este hombre perseguido y mermado va a disponer todavía de fuerzas para desplegar en la última etapa de su vida una intensa actividad de una trascendencia política que llega todavía a nosotros. Va a ser el principal promotor en la Junta Central de las futuras Cortes de Cádiz que situarían a España en su plena contemporaneidad, va a escribir una de sus obras más fecundas y probablemente la más vibrante: la Memoria en defensa de la Junta Central; además decenas de escritos menores en esos sus cuatro últimos años de vida, entre los cuales las Bases para la formación de un plan general de instrucción pública, la Instrucción a la Junta de Real Hacienda y Legislación y su correspondencia, de manera notoria la que mantuvo con lord Holland.
Hoy en día Gaspar Melchor de Jovellanos es un clásico. En el diccionario de la RAE se le menciona repetidamente como argumento de autoridad. Los clásicos son importantes en nuestra vida, no por inclinación inercial alguna a sacralizar el presente desde el pasado, sino porque nos hacen ganar perspectiva. Un clásico es aquel que ha solucionado modélicamente una situación dramática o paradigmática, que tiende a repetirse en las generaciones futuras y del que se puede tomar un punto de referencia para no perderse.
2. Jovellanos como perspectiva: su teoría política
Las palabras de Gaspar Melchor han sufrido el desgaste de dos siglos pero sus ideas, muchas, siguen vigentes. El ilustre asturiano, que tanto quiso e hizo por su patria chica, y que supo, a la vez, ser sevillano en Sevilla, madrileño en Madrid y mallorquín en Mallorca, fue uno de los padres de la moderna nación política española, al ser uno de los principales promotores desde 1808 de la convocatoria de Cortes, que felizmente se constituirían en 1810 y darían su fruto constitucional en 1812. Jovellanos participó en el cambio del Antiguo Régimen al nuevo Estado constitucional, que hizo residir la soberanía en la nación.
Marx dijo de él unas décadas más tarde que era la cabeza generalizadora que tenía España, no sin razón, si ahora tenemos en cuenta que el gijonés vio muy bien la compleja semántica que contenía el concepto de soberanía. En ese sentido, distinguió entre «soberanía» y «supremacía», la primera entendida como «soberanía gubernamental» y la segunda como «soberanía nacional». Teoría, por cierto, que no ha sido debidamente estudiada y reivindicada.
Lo que llamaremos «soberanía gubernamental» recoge el concepto de soberanía como poder indivisible del gobierno que ha de residir en el ejecutivo. Sustraer este poder soberano al ejecutivo significaría convertirlo en un poder débil, lo que es contradictorio con el concepto de poder. Esta soberanía gubernamental sólo está condicionada directamente por las leyes y tiene su límite concreto en las atribuciones del poder legislativo, encargado de poner las condiciones formales de todo gobierno. Si bien, por encima de cualquier poder se halla siempre la Ley, no sólo las leyes positivas que ordenan la convivencia sino la Constitución como ley de calado histórico que contiene los derechos ya conseguidos por todas las generaciones que han participado en el asunto común de todo Estado.
De este modo, la «soberanía gubernamental» nos lleva a la «supremacía», que concibe como la original soberanía, independiente y suprema. La «supremacía» tiene el poder de vigilar los límites en los que ha de moverse la «soberanía gubernamental» y es, así, aquella «soberanía nacional» que no puede desaparecer o prescribir, es imprescriptible, dice Jovellanos, y que tiene el poder de limitar o derrocar el ejercicio soberano del poder del gobierno, cuando éste fuere despótico y atentara contra la misma Constitución.
Pero, así como la «soberanía gubernamental» tiene su límite en las leyes y en los derechos imprescriptibles de la nación, la supremacía ¿tiene también sus límites? Siguiendo a Jovellanos, la supremacía y la Constitución vendrían a ser los dos polos de una misma realidad y, por ello, es la Constitución la que pone los límites concretos a los supremos derechos, en cuanto que éstos en su trasfondo histórico pueden estar más indefinidos: una Constitución puede mejorarse y perfeccionarse pero no puede cambiar su naturaleza, no puede destruirse. Las nuevas leyes han de construirse sobre la bondad y legitimidad de las leyes pretéritas y no pueden menguar los derechos legítimos de la nación sino acrecentarlos o al menos mantenerlos; no puede romper los vínculos de la unión social sino mejorarlos. La Constitución puede cambiar en la historia cuanto sea preciso al compás de los mismos cambios de la nación, pero no puede trasmudarse y cambiar su esencia por el influjo de unos pocos, ni siquiera por la prerrogativa de hacer leyes del poder legislativo. Sin olvidar, por otra parte, que las constituciones ilegítimas no serían realmente constituciones.
Vendría a distinguir, así, Jovellanos, entre lo que podríamos denominar una «Constitución nacional histórica», verdadera plataforma de los derechos de la nación, y un desarrollo constitucional («Constitución en ejercicio»), dictada por el poder legislativo, que sólo alcanza la legitimación en cuanto conserva y perfecciona los derechos ya alcanzados, que tienen su depósito en el supremo poder que la nación se reserva. En cualquier presente que sea no se han de construir buenas leyes sobre el vacío, como rechazo de un gobierno despótico anterior, sino contra el déspota y los desmanes despóticos, pero apoyándose en los derechos ya alcanzados de la nación a la que se refieren.
Podríamos aquí reprocharle al ilustrado liberal que no es posible apelar a una nación como si fuera un todo unánime. Veamos.
3. Progreso desde el jovinismo político a los problemas del presente
A la luz de estos análisis, cabe progresar desvelando algunos de los problemas que hoy tiene planteados España, en la medida en que consideremos que esta filosofía política jovinista es en algún grado clarificadora.
Para fundamentar un cambio que se precie solemos recurrir a alguna perspectiva que consideramos progresista. A falta de una idea mejor, que quizá alguien llegará a mostrar, a una mente progresista lo que realmente le guía es el esquema de la igualdad, más concretamente –supuesto que la igualdad no es un rodillo uniforme– de las igualdades convenientes y necesarias. ¿Bajo qué esquema son más viables las relaciones de igualdad entre los ciudadanos del conjunto nacional?:
¿Ha de considerarse un buen orden interior la tensión continua entre los nacionalismos regionales y la corriente nacional conjunta, si se demostrara que esta tensión no tiende a cerrarse y a buscar un equilibrio sino que tiene su finalidad en la independencia política a corto o a largo plazo, si no directamente mediante un rodeo? ¿Mejora esta tensión las igualdades conquistadas o las disuelven?
¿Con qué modelo lingüístico hemos de estar articulados: 1º) con una lengua común, como idioma vehicular básico y general, compartido en las zonas bilingües con su lengua particular (de uso para los bilingües), o, más bien, 2º) hemos de estar amablemente dispersos en cuatro lenguas nacionales con dos claves lingüísticas jerarquizadas en las zonas bilingües (como lengua preferente la particular y como lengua auxiliar la general)? ¿A dónde va a parar la igualdad si los ciudadanos todos dejan de estar igualados por una misma lengua?
Puede resultar insidioso mezclar ahora a Jovellanos con los problemas de nuestro tiempo, sin embargo es una obligación elemental volver a los orígenes cuando quiere comprenderse el sentido de una ruta incierta para algunos. Es necesario tomar perspectiva desde los que fueron «progenitores» del actual modelo constitucional, que históricamente pasa por las Cortes de Cádiz y por el levantamiento de todas las regiones españolas contra la invasión napoleónica. Hay otros muchos referentes, se dirá, y eso nos llevaría a no poder fundamentar nunca nuestras ideas. Sí, pero ahora lo que apuntamos es el valor de una filosofía política, con rigor histórico, que sólo podrá ser sustituida por otra con mejores perspectivas. Vengan otras teorías, que las habrá, pero no parapetadas en fáciles posicionamientos ideológicos partidistas.
Siguiendo la línea argumental de Jovellanos, y sin pretender dogmatizar, la Constitución pertenece a la nación entera. La Constitución de una nación, lo que una nación haya de ser depende en última instancia de ella misma, de ella toda, de ella entera. El poder legislativo puede legislar mejor, y cambiar la Constitución, pero la Constitución no le pertenece. Mucho menos pertenece al poder ejecutivo. El poder judicial, por su parte, es el árbitro o interprete de los intereses de la nación, pero propiamente tampoco le pertenece a él la Constitución. La Constitución puede cambiarse y remodelarse pero siempre que el conjunto nacional dé su supremo consentimiento, calladamente o expresándose en vivo. Si los gobernantes cumplen su función bien, el pueblo no podrá sino respetar esta legalidad y, desde luego, involucrarse en la política activamente en sus mil estratos y mejorar lo presente.
Pero qué pasa cuando la nación misma no está unida. No tendrá otra salida que hacer política, política legítima para sacar adelante con el tiempo sus ideas hasta hacerlas generales. Pero lo que no podrán algunos, en sus intereses, es proclamar una desvinculación partidista, porque para ello habrán de estar de acuerdo todos los demás. Lo que no podrán algunas regiones, en sus intereses económicos, es buscar la secesión del resto, porque para ello tendrán que estar de acuerdo todas las demás. Se puede ir a más y a mejor conjuntamente, pero no se puede ir a menos y a peor porque a una parte del todo le interese. No es suficiente con que a algunos les dé lo mismo, porque hay muchos otros a los que no les da lo mismo porque ellos sí tienen sentido de Estado, es decir, sí entienden que las relaciones políticas internas e internacionales hay que ejercerlas desde alguna plataforma real; cuanto más potente mejor.
La libertad siempre estará salvaguardada: cada uno, cada grupo que obre como crea mejor. Pero esta libertad no podrá ser esgrimida legítimamente para echar a perder conquistas e igualdades ya logradas. Salvo que esa sociedad esté ya moribunda.