1808, las revoluciones hispánicas y el problema americano (1), El Catoblepas 72:4, 2008 (original) (raw)

El Catoblepas, número 72, febrero 2008
El Catoblepasnúmero 72 • febrero 2008 • página 4
Historia del pensamiento latinoamericano

Historia del pensamiento latinoamericano VI

El olvido necesario: 1808, las revoluciones

hispánicas y el problema americano (1)

Ismael Carvallo Robledo

Con motivo del libro de Francois-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas

Escena decimonónica en la Alameda central de la ciudad de México

«España jamás ha adoptado la moderna moda francesa, tan en boga en 1848, de comenzar y llevar a cabo una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados.» Carlos Marx, La revolución en España

«En los dos casos, en España y en América, utilizando criterios surgidos de las interpretaciones clásicas de la Revolución Francesa, se habla como mucho de una revolución burguesa, realizada en España por una burguesía revolucionaria o en América por una burguesía criolla. Pero este tipo de interpretaciones es cada vez más difícil de mantener.» Francois-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas

Señalamiento inicial

1. Los epígrafes que abren este artículo, han sido dispuestos –como en realidad sucede con todo epígrafe– como marcas en donde quede cifrada una perspectiva general que anuncie el sentido de nuestros comentarios, un sentido que puede definirse como sigue: el libro de Francois-Xavier Guerra{1}, que estamos por comentar, y que lleva por título Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (Editorial Mapfre-FCE, México 2001), es, en efecto, un interesantísimo trabajo de revisionismo histórico sobre las revoluciones hispánicas (la revolución de independencia española y las revoluciones de independencia americanas) con el que arroja luz sobre esa dificultad histórica señalada por Marx: las revoluciones en España y en América (iniciadas y detonadas, respectivamente, a partir de 1808, y no antes ni después) comportan esfuerzos mucho más complejos y mucho más prolongados que los que han sido consignados desde historiografías muy determinadas –como las historiografías nacionales y nacionalistas de las repúblicas hispanoamericanas, o como las historiografías de ascendente anglosajón o francés, conectadas mutuamente y atravesadas también, hasta un nivel medular, por la Leyenda Negra–.

El fulcro de nuestros comentarios es el siguiente: esta dificultad histórica eclipsada por tales historiografías americanas nacionalistas, eclipse ideológico que habremos de denominar –siguiendo a Guerra– como el olvido necesario, obedece no ya a un engaño vulgar –aunque a veces los tratamientos de la historia desde un funcionalismo ideológico sí que son, por simplistas, vulgares y ramplones (nos referimos a la ramplonería con la que se cuenta la historia como la lucha entre buenos y malos)– o a una tergiversación gratuita de la historia: se trata más bien de un problema de calado ontológico político de marcada singularidad, y que podría denominarse como el problema político de Platón (La República), un problema que se resume en la divisa filosófica según la cual el Estado se funda en la mentira política.

En efecto, la mentira política se nos ofrece como el núcleo del problema filosófico de la legitimidad histórico política, que se sitúa, a su vez, en el vértice de la dialéctica que, en torno del origen político, se da entre contingencia y necesidad histórica; se trata del problema que atraviesa por entero al pensamiento político occidental (y nosotros hablamos desde coordenadas occidentales) como vector que arrastra en torno suyo tanto a las indagaciones como a la praxis política misma en función de una Idea (antes que de otra y en antagonismo con otras) de la justicia y el orden bueno, sea ya desde coordenadas teológicas (en cuyo caso el problema se plantea, como su hilo conductor mismo, desde la teología política: las doctrinas políticas anudadas en torno de la fe y la revelación), sea ya desde coordenadas filosóficas (en cuyo caso el problema se plantea, aunque filosófico –y por tanto impío, según el principio de la asebeia{2}– como «el problema teológico-político»: las doctrinas anudadas en torno del mito y su racionalidad){3}.

Es el problema que, para Leo Strauss, por ejemplo, abre la dialéctica (una dialéctica que en su más concreta materialidad política –es decir, en el Estado en tanto que cristalización suprema de la razón y como el sistema por excelencia de la historia– se define como una figura trágica) entre el acuerdo político y la lucha política:

«El acuerdo es siempre fundamental para obtener, a través del medio (Mittel), un fin (Zweck) bien determinado con anterioridad, mientras que sobre el fin mismo hay siempre lucha (Streit): combatimos con otros y con nosotros mismos siempre sólo por lo justo (Gerechte) y por lo bueno (Gute): Platón, Eutifrón, 7b-d; Fedro, 263a. Si se quiere acuerdo a toda costa, no hay otro camino que el de liberarse completamente de la cuestión de lo justo y ocuparse sólo del medio […]. El acuerdo a toda costa es posible sólo como acuerdo cuyo precio es el sentido de la vida humana; por tanto, es posible sólo cuando el hombre renuncia a plantear la cuestión de lo justo; y el hombre que renuncia a plantear tal cuestión, renuncia al mismo tiempo a ser hombre. Sin embargo, si plantea seriamente la cuestión de lo justo, se vuelve a encender la lucha respecto de la «problemática insoluble» de tal cuestión, esto es, la lucha por la vida y la muerte: en la seriedad de la cuestión de lo justo (Richtige), lo político –el reagruparse de la humanidad según el parámetro amigo-enemigo- _tiene su fundamento de derecho (Rechtsgrund)._»{4}

2. Ahora bien, esta entrega debe ser consignada como la primera parte de nuestro abordaje al libro de Guerra; una primera parte, que denominaremos histórico crítica, destinada a destacar la efectiva pertinencia de su revisionismo histórico (nos abocaremos a extraer el núcleo de su argumento), en tanto en cuanto con él quedan derribados muros ideológicos que impiden ver realidades históricas materiales concretas (porque la historia es cuestión de entendimiento), como puede ser la de la trabazón orgánica entre los procesos de revolución española y de independencia americanas, iniciados en 1808, como partes dialécticas de una totalidad histórica atributiva, que comporta una complejidad que desborda por todos lados los esquemas de interpretación de la historia en función de la ruptura tácita –y sin conexión orgánica alguna– entre España y América. Esto es a lo que nos referimos al hablar de el olvido (histórico) necesario. Aquí habremos de observar el particular modo en que Guerra entiende a esa formación ideológica, modulada en clave hispanoamericana, que llamaremos modernidad política.

Pero hemos de desarrollar también una segunda parte, emplazada para una entrega futura, que llamaremos filosófico crítica, destinada a destacar las implicaciones filosóficas del análisis de Guerra. Se tratará de desarrollar una crítica (en el sentido platónico de criba y clasificación) de los presupuestos filosóficos desde los que Guerra acomete su revisión histórica, pero ahora intentando señalar, en el terreno filosófico, la posibilidad o imposibilidad de que en España y, por tanto, en América, pudiera y de hecho pueda darse en toda la plenitud de su despliegue, tal y como hoy se le entiende, aquello a lo que podríamos referirnos como modernidad filosófica.

Creemos que es en este terreno donde se dibuja con acusado dramatismo un problema de orden ontológico sobre lo que son y pueden ser España y América a la escala de la historia universal; se trata de un problema que, de momento, delineamos como el problema de la contradicción constitutiva que, a escala ontológico filosófica, opone al racionalismo subjetivo individualista (de cuño cartesiano kantiano y que privilegia a la conciencia libre y auto-referencial) el racionalismo objetivo católico (materialista y que privilegia al cuerpo individual, antes que a la conciencia subjetiva). El dramatismo al que aludimos, no es en modo alguno un dramatismo que revista nuestra circunstancia en un sentido negativo (esta sería la interpretación de los historiadores liberales de ascendente intelectual anglosajón o francés para quienes el lastre del catolicismo es lo que impide nuestro desarrollo y arribo, en efecto, a esa tal Modernidad, con mayúscula), sino precisamente todo lo contrario: se trataría de señalar el dramatismo con el que ese problema constitutivo es lo que, en su más alto grado de significación, nos define como una plataforma –nos referimos a la plataforma hispánica (a hispanoamericana)– de distinto rango que el de todas las demás.

Primera parte: histórico crítica

Bien: con el telón de fondo con el que hemos intentado bosquejar un sentido filosófico en el cual insertar nuestros comentarios (nos referimos al problema político de Platón: el de la mentira política y el olvido necesario), procedemos a consignar ahora el modo en que Guerra, en la introducción de su libro –introducción cuyo título no puede ser más explícito: _Un proceso revolucionario único_–, dispone las coordenadas de su análisis (la cita bien merece la pena ser expuesta en toda su extensión):

«A partir de 1808 se abre en todo el mundo hispánico una época de profundas transformaciones. En España comienza la revolución liberal, en América el proceso que va a llevar a la Independencia. Fenómenos de una importancia fundamental que plantean varios problemas explicativos. El primero es su relación recíproca. En la mayoría de los casos, estas profundas rupturas han sido estudiadas como si se trataran de dos fenómenos independientes. Quizá porque aún contemplamos estos fenómenos con los ojos de los historiadores del siglo XIX, ya fuesen americanos o españoles, para los cuales el marco de referencia era el Estado-nación. Para los primeros, a través de las «revoluciones» de Independencia, se trataba de legitimar la emancipación de las nuevas «naciones» hispanoamericanas y la formación de regímenes políticos modernos. Para los segundos, la revolución liberal era el tema central y suficiente para una España desgarrada por un paso traumatizante a la Modernidad. Todos olvidaron [la mentira necesaria, I.C.] muy pronto la estructura política que había precedido su existencia como Estados separados: esa estructura política del Antiguo Régimen que era la Monarquía hispánica, con –como se decía entonces– sus dos pilares, el español y el americano.»{5}

Y en el comienzo del capítulo I (Revolución francesa y revoluciones hispánicas: una relación compleja), Guerra añade y apuntala:

«Las relaciones entre la Revolución Francesa e Hispanoamérica son uno de los lugares comunes de la historiografía. Durante largo tiempo se consideró que los principios proclamados por la Francia revolucionaria habían provocado, al atravesar el Atlántico, la Independencia de Hispanoamérica. Ésta sería, así, hija de la Revolución Francesa. Esta tesis, ampliamente difundida por los historiadores de principios de siglo –pero no por los de las generaciones inmediatamente posteriores al acontecimiento– es insostenible hoy con esta formulación.»{6}

Este revisionismo de Guerra, que data de 1992 (primera edición del libro), converge en parte con los planteamientos generales con los que Gustavo Bueno tritura también, a juicio nuestro, lo que podría denominarse como el mito de la modernidad, tal como se le entiende hoy en día, es decir, como el mito ilustrado que tendría como médula espinal a la línea cartesiano-kantiana y al racionalismo científico positivista y progresista en virtud del cual la clausura de la teología dogmática (y de la escolástica) le estaría abriendo paso a una suerte de «plenitud de los tiempos» caracterizados por la «autorrealización de la Razón», una autorrealización que cristalizaría políticamente con la Revolución francesa (la parcialidad de esta convergencia es la que analizaremos en la segunda entrega).

Tomemos nota, en todo caso, de la efectiva convergencia a la que hemos hecho alusión, y que es aquella dada en función de la toma de distancia, tanto de Guerra como de Bueno, respecto de las versiones históricas tradicionales para las que, en efecto, la revolución francesa habría sido la partera única de las revoluciones hispánicas (la de España y las de América). Esto lo consigna Bueno en la entrevista reciente de la que ahora damos cuenta:

«—¿Cuál fue la clave de la feroz resistencia española ante el invasor francés?
—Cuando invadió España, Napoleón se enfrentó a un imperio que todavía era una potencia poderosísima. La reacción estaba justificada porque nuestra historia tenía una trayectoria muy distinta de la historia de Francia. No comparto esa idea de que España era un país atrasado, casi del tercer mundo, frente a una Francia que había entrado en la modernidad y el progreso gracias a la Revolución de 1789. Ese razonamiento me parece erróneo y muy simplista.
¿Cómo percibieron los españoles la figura de Napoleón?
—El integrismo español lo vio como una especie de anticristo que iba a destruir las iglesias y las custodias del Corpus Christi. Luego todo el pueblo reaccionó contra Napoleón y su ejército invasor. Pero el levantamiento también fue para defender a una monarquía encarnada por un personaje tan vergonzoso como Carlos IV y posteriormente por su hijo Fernando VII, que representó la culminación de esa gran vergüenza.
¿Cuál es su opinión sobre el emperador de Francia?
—Napoleón fue un personaje realmente admirable. No secuestró ni traicionó la Revolución Francesa, tal y como sostienen el anarquismo y otras corrientes de pensamiento en Francia. Por el contrario, yo creo que Bonaparte trató de extender los valores de la Revolución Francesa por toda Europa porque quería implantar el código francés y ejercer una hegemonía continental al estilo de Carlomagno, algo que todavía pretenden hacer los franceses.
¿Podría decirse que la Constitución de 1812 fue el primer paso de España hacia la modernidad?
—Siempre se ha dicho que con las Cortes de Cádiz entró la Revolución Francesa en España. Hasta cierto punto eso fue verdad y hasta cierto punto no. En cualquier caso, la Constitución de 1812 fue un avance histórico necesario. Pero su inspiración poco tuvo que ver con la que aprobaron nuestros vecinos. Así como la Asamblea francesa fue totalmente utópica, con la Declaración de los Derechos Humanos, la libertad, igualdad y fraternidad, e iba dirigida a aquellos que hablaran francés, la Constitución de 1812 constituyó una peculiar revolución contra el Antiguo Régimen, al situar la soberanía de la nación no en el rey, sino en el pueblo. Y el pueblo estaba constituido por todos los españoles del imperio, tanto los peninsulares como los de ultramar. Por eso la Constitución de Cádiz es más universal que la francesa.»{7}

Argumento

El cuerpo del libro puede ser dividido en tres grandes bloques. El primero está conformado por los capítulos I, II y III. En ellos, Guerra ofrece un análisis del modo en que, por un lado, se da la particular (compleja) relación entre la Revolución francesa y las Revoluciones hispánicas (en España y América) en el marco de la dialéctica dada entre tres grandes procesos histórico-ideológicos desplegados en el siglo XVIII: el absolutismo, la ilustración y la revolución.

Por otro lado, en este primer bloque (en los capítulos II y III) explica también Guerra los dos momentos de lo que él ha llamado Modernidad (la mayúscula es usada por él): el momento de la modernidad absolutista y el así llamado momento de la modernidad alternativa.

En el segundo bloque, conformado por los capítulos IV, V y VI, analiza lo que denomina «los años cruciales», que son los años de 1808 y 1809. Aquí es donde Guerra da cuenta de ese singular proceso de oscurecimiento ideológico referido por él (y que nosotros hemos tomado como clave de nuestro ensayo) como el olvido necesario.

En el tercer bloque, que abarca del capítulo VII al X, se recogen los pormenores de lo que llamaremos un doble proceso de anamórfosis política{8}: por un lado, aquél proceso en función del cual se difunde lo que registramos –siguiendo a Guerra– como modernidad política en América (difusión de la prensa revolucionaria, la alfabetización, el desarrollo de la imprenta y la revolución misma); y aquél otro en virtud del cual, y dándose al compás del primero, se configura en co-determinación política material la trabazón orgánica entre nación política y pueblo soberano, núcleo en función de cuyo cuerpo y curso (al desplegarse históricamente) estaba llamada a darse la dialéctica política material de los estados americanos durante el siglo XIX y el XX.

Revolución francesa y revoluciones hispánicas; absolutismo, ilustración y revolución

El primer capítulo del libro está abocado a organizar las claves de refutación del planteamiento que hemos señalado: las «ideas francesas» (el entrecomillado es de Guerra) están muy lejos de ser, a su juicio, las únicas presentes en la Independencia americana, «y son muchos los historiadores –añade– que han puesto de manifiesto el papel que desempeñó el pensamiento político clásico español en estos acontecimientos»{9}.

Y para tales efectos críticos, la operación ejecutada por Guerra consiste en no separar los procesos de Independencia (americana) y de revolución (en España) como si fuesen procesos de orden lógico distributivo{10} (aislados el uno del otro), como suele suceder en las historiografías nacionales americanas; historiografías que, incurriendo posiblemente en una petición de principio histórico, acaso suponen a las naciones americanas como pre-existentes (como tales naciones políticas), en lucha por «expulsar a los españoles», como si se tratase de una invasión externa a esas naciones «ya existentes en cuanto tales», y no más bien, tal es nuestra tesis, como realidades materiales efectivas (los virreinatos y capitanías, mas no las naciones) que entraban en un proceso de anamórfosis política muy complejo, complejidad dialéctica que podría compendiarse en estos dos momentos: en un primer momento (1808-1812, aproximadamente), tales partes americanas, tras las convocatorias a Cortes, primero, de la Junta Central, y, después, de la Regencia, terminaron formando parte de la nación política española perfilada en la Constitución de Cádiz de 1812; en un segundo momento (1810-1824, aproximadamente: en 1810 se levantan, ya con consignas independentistas, Caracas (abril), Buenos Aires (mayo) y Nueva España (septiembre)), esas partes se replegaron (regresus) para refundirse (progresus), ahora sí, en naciones políticas, en un sentido canónico, e independientes las unas de las otras y respecto de España.

Esta desconexión orgánica entre unas y otras es la que quisieron frenar, primero, desde Venezuela, Simón Bolívar, y, poco después, desde México, Lucas Alamán. Para esto último nos permitimos insertar una idea fundamental de Vasconcelos:

«por el año treinta y tres [1833, I.C.], en el bagaje de uno de estos jefes despistados apareció un hombre de conciencia clara. Se llamaba Alamán. Lo primero que hizo para ubicar a México frente al exterior fue reanudar el esfuerzo roto en Panamá [el Congreso Bolivariano de Panamá, I.C.]. Al efecto, convocó el Congreso de Tacubaya. No mencionan este Congreso las historias elementales de las escuelas de Hispanoamérica. Y eso que se celebró con asistencia de representantes de cada nación iberoamericana y llegó a conclusiones ya no simplemente románticas, como los postulados de Panamá, sino altamente novedosas y trascendentales. […] Lo más importante para el porvenir iberoamericano quedó definido en el Congreso de Tacubaya […] Pero Alamán no tenía ningún compromiso con el monroísmo. No era ya de la generación que se alió con Inglaterra para batir a España. Alamán creía en la raza, creía en el idioma, creía en la comunidad religiosa. En suma, Alamán daba al bolivarismo el contenido que le estaba faltando. Y sin sobresaltos liquidaba el monroísmo. Con Alamán nace el hispanoamericanismo en clara y definida posición frente al hibridismo panamericanista.»{11}

Pero volviendo a los planteamientos de Guerra, decimos entonces que el dispositivo crítico utilizado incorpora a los procesos americanos e ibéricos dentro de una dialéctica mayor, una dialéctica interna a una totalidad de orden lógico atributivo{12}. En palabras de él mismo:

«Tanto si nos referimos a la Independencia como a la revolución es preciso adoptar una perspectiva global [en un sentido atributivo, I.C.] que no separa la Península Ibérica de América [en un sentido distributivo, I.C.], ya que lo característico de ambos procesos –Independencia y revolución– es, precisamente, su simultaneidad y su semejanza. Para explicarlas no bastan las causas locales, ya que, desde este punto de vista, Hispanoamérica es pura diversidad. Es necesario partir de lo que las diferentes regiones tienen en común, es decir, la pertenencia a un único conjunto cultural y político. Considerar el conjunto significa, también, estudiar la España peninsular, no como una causa exterior, sino como un elemento necesario –y en ciertas épocas, central– de estos procesos.»{13}

Por cuanto a la compleja relación entre la revolución francesa y la revolución hispánica, Guerra señala que ambos proceso revolucionarios se incuban en el seno de una contradicción político-ideológica que recorría Europa en el siglo XVIII: la contradicción entre el absolutismo y la ilustración.

La modernidad absolutista no fue otra cosa que el triunfo de las instituciones monárquicas sobre las instituciones en donde se prefiguraba ya la representación política como base del estado moderno (las Cortes en España, los Estados Generales en Francia y el Parlamento en Inglaterra).

La instalación de la dinastía de los Borbones en el trono de España a principios del XVIII, traía consigo la centralización absolutista, la supresión de las Cortes de Aragón y la prohibición de la enseñanza del pactismo neo-tomista español. En Europa, según Guerra, quedaban perfiladas así dos grandes modelos político-ideológicos: el inglés, por un lado, y el modelo «latino» (Francia, España y Portugal), por el otro. Área ésta, la latina, donde anidaría la síntesis del despotismo ilustrado.

El juicio de Guerra es que es ésta la fractura donde habría de radicar la dificultad histórica que retrasaría y ralentizaría el desarrollo de las instituciones modernas (democrático representativas) en el «área de difusión latina», tal como sí se desarrollan en el «área de difusión anglo-británica».

Esta estructura política e ideológica se filtraba en América a través de las ciudades, centro neurálgico de desarrollo civilizatorio por antonomasia. Y fue a partir de las reformas borbónicas, y no antes, es decir, a partir de los planes y programas de re-organización y centralización administrativa, cuando los virreinatos y capitanías americanas –las Indias– comenzaron a ser concebidas como colonias. El modelo de organización imperial de la Casa de Habsburgo era de otra naturaleza{14}.

Pero, al compás de esta modernidad absolutista, también se daba en Europa lo que Guerra denomina como modernidad alternativa, y que no es otra cosa que «la invención del individuo» fruto de la Ilustración. Esta nueva modernidad, desarrollada en función de una nueva forma de sociabilidad, se manifiesta en el mundo hispánico (España y América) –esta es la especificidad que busca destacar Guerra- a través de singulares figuras: las tertulias y las sociedades de amigos del país (o sociedades patrióticas), vinculadas fundamentalmente en las élites:

«En vísperas de la revolución hispánica, las sociedades modernas más importantes se encuentran esencialmente en el mundo de las élites. A éste pertenecen en España, las tertulias de estudiantes y profesores de Salamanca y Zaragoza, de clérigos ilustrados de Sevilla, de nobles y clérigos de Azcoitia y de Vergara, de profesores, estudiantes y profesionales en Murcia; las diversas academias y tertulias literarias y políticas de Madrid, &c. Al mismo medio pertenecen en América las tertulias de estudiantes y clérigos de México, Guadalajara y Chuquisaca; de clérigos, oficiales y «patricios» de Valladolid de Michoacán, Dolores y Querétaro; las sociedades patrióticas de Guatemala y Lima; las tertulias patricias de Caracas, Quito o Santiago de Chile; la de los miembros de la expedición científica de Bogotá; los embriones de sociedades patrióticas que publican algunos de los nuevos diarios americanos, como Mercurio peruano, La Gazeta de Guatemala, Las Primicias de la Cultura de Quito, El Papel periódico de Bogotá o El Telégrafo mercantil de Buenos Aires.»{15}

Una malla de agrupaciones sociales y de panfletos, gacetas y periódicos se desdoblaba por toda el área hispánica, conformando un nutrido y conectado mecanismo de difusión ideológica. El mundo latino, a fines del siglo XVIII -es la tesis de Guerra-, aparecía organizado como una totalidad atributiva histórico ideológica (aquella en la que, en cada una de las partes de la totalidad, se reflejaba la totalidad entera): un primer círculo central: Francia; un segundo círculo: España, Italia y Portugal; y un tercer gran círculo: América hispánica y Brasil{16}.

Los años cruciales (1808-1809) y el olvido necesario

Por extraño que pueda parecer a un lector español, 1808 es un año oculto –que no borrado– dentro de las historiografías generales americanas. Son prácticamente todas las que, por lo menos desde la superficie de su discurso ideológico «de cara al pueblo» (digamos que en el reino de la opinión o del sentido común gramsciano), consignan el año de 1810 como el año en que se detonan las luchas de independencia: en abril se levanta Caracas, en mayo, lo hace Buenos Aires, en septiembre fue el turno de Nueva España{17}.

La crisis que en 1808 estalla en todo el imperio español, el concomitante brote de juntas patrióticas en las capitales americanas más importantes, el planteamiento ideológico respecto de la soberanía del pueblo, hecha de modo paradigmático en el Ayuntamiento de México por boca del Síndico del Común, Francisco Primo de Verdad y Ramos, a mediados de 1808, son hechos –repetimos– desconocidos para la mayoría de la población (se trata tan sólo de temas conocidos por los historiadores y eruditos en la materia).

Pero Guerra, precisamente, señala que esos, y no otros, fueron los años cruciales:

«El período que va de los levantamientos peninsulares de la primavera de 1808 a la disolución de la Junta Central en enero de 1810, es sin duda la época clave de las revoluciones hispánicas, tanto en el tránsito hacia la Modernidad [la mayúscula sigue siendo de Guerra, I.C.], como en la gestación de la Independencia. […] _La formación de las juntas americanas es contemporánea, políticamente –que es lo que cuenta– de la desaparición de la Junta Central._»{18} (El énfasis final es mío, I.C.)

América, no obstante la contemporaneidad política entre las juntas que allí se organizaban a la par que la caída de la Junta Central, pasarían, en más o menos dos años, de 1808 a 1810, de un patriotismo hispánico unánime y exaltado (Guerra) a una explosión de agravios hacia los peninsulares (los gachupines, como se les conoce en México), que eran vistos como la causa de una ruptura prefigurada y que estaba por venir.

Pero Guerra insiste en señalar la necesidad de tener una visión global (una visión atributiva, diríamos nosotros) del proceso general: las coyunturas políticas peninsulares, sobre todo la configuración y el despliegue del constitucionalismo gaditano acuñado en Cádiz (1812), son las que marcan los ritmos de la evolución americana. Las razones que ofrece son de este tenor:

«La primera, porque un estudio de las causas locales, no puede explicar el rasgo más espectacular de este período: la simultaneidad y la semejanza de los procesos de independencia en los diferentes países. Las causalidades internas, sean cuales fueren, no pueden llevar más que a la constatación de una diversidad: diversidad de las estructuras sociales y económicas, de los niveles culturales, de la toma de conciencia de esos sentimientos de singularidad que serán llamados más tarde nacionales…»

Y luego añade, dando, implacablemente, en el blanco:

«[Pero] lo diverso no puede explicar ni lo simultáneo, ni lo semejante: ¿por qué en los mismos momentos, siguiendo procesos muy parecidos, las diferentes regiones de América reaccionan de manera semejante? […] Las gacetas, los bandos, las actas de los cabildos, las correspondencias privadas, muestran sin lugar a dudas que lo que preocupaba ante todo a los americanos de esta época era, por ejemplo, la lucha contra Napoleón, la constitución de la Junta Central en España, la elección de diputados americanos encargados de representarlos en ella, la convocatoria de las futuras Cortes, la reforma del sistema político, &c.»{19}

Enfatizamos el planteamiento central de la última cita en su totalidad, pues cualquier comentario, nos parece, está de más. El problema americano se abría camino como el problema de la representación del pueblo, un pueblo que, a partir de 1808, era considerado, como nunca antes lo había sido, depositario de la soberanía, esto significaba que el curso de los acontecimientos podría tomar el rumbo que el pueblo mismo decidiera.

Ahora bien, al compás del curso de los acontecimientos que tanto en España como en América se dieron a partir de 1810, ¿cuál tendría que ser la figura política dentro de cuyos contornos tendría que cuajar la soberanía de ese pueblo? El olvido histórico, en efecto, hubo de hacerse, precisamente aquí, necesario:

«Sin embargo, la unidad moral del mundo hispánico está ya rota y la política moderna en marcha. Los americanos empiezan, efectivamente, a tomar en mano su destino, aunque tengan todavía que transcurrir bastantes años para que el paso a la política moderna sea total en América y la separación con la España peninsular, definitiva y general. Se olvidarán entonces esos «dos años cruciales», en los que surgieron los agravios políticos que llevaron a la Independencia: los provocados por el fin del absolutismo y la irrupción brusca de una necesaria representación política de los diferentes «pueblos» de la Monarquía. Olvido necesario, puesto que, para construir una explicación histórica de la ruptura, era necesario apelar a «naciones» preexistentes, ya que sólo la nación podía, en un sistema de referencia moderno, justificar la Independencia…»{20}

* * *

Dejamos hasta aquí esta primera aproximación al interesante libro de Francois-Xavier Guerra. Lo que hemos intentado es extraer el núcleo de su argumento, proyectándolo a su vez sobre un fondo de interpretación filosófica muy determinado: el del problema político de Platón.

En una entrega futura completaremos nuestro análisis y crítica, intentando explorar, además, las implicaciones que el problema de la modernidad comporta desde un punto de vista filosófico materialista.

Esperamos que, por lo pronto, estos comentarios sean de cierta utilidad, por mínima que sea, para los lectores de El Catoblepas.

Diego Rivera imagina una escena en la Alameda central de la ciudad de México

Notas

{1} Francois-Xavier Guerra (1942-2002), fue historiador francés e hispanoamericanista. Habiendo nacido en Vigo, España, se nacionalizó francés en 1969. Aún siendo católico militante y miembro del Opus Dei, Guerra se convirtió en un experto sobre historia del movimiento obrero en Europa y la Rusia comunista. Su libro sobre la Revolución mexicana, México, del antiguo régimen a la revolución, que fue su tesis doctoral desarrollada bajo la dirección de Francoise Chevalier, y publicada en 1985, fue objeto de acendrada polémica en México. Además de la influencia de Chevalier, en su ascendencia intelectual figuran también Francoise Furet, Maurice Agulhon, Louis Dumont y Francoise Couzet.

{2} Asebeia: Transcripción del término griego (compuesto de alfa privativa y sebas = cosa sagrada) que se traduce por impiedad. La asebeia, en la Atenas de Sócrates, era un delito castigado con el destierro o con la muerte. Muchos ilustres filósofos griegos fueron acusados de asebeia (Anaxágoras, Sócrates, Protágoras, Diágoras...). No hay que confundir la asebeia o impiedad con el ateísmo: éste no se refiere a la negación (o privación) de la piedad, sino a la privación o negación de Dios (o de los dioses). Pero la asebeia no es necesariamente ateísmo; el deísta puede ser impío pero no es ateo, y el ateísmo no implica la asebeia (un ateo ontológico que niega al Dios monoteísta puede ser piadoso con los dioses del panteón politeísta). La impiedad entendida en un sentido amplio, esto es, como irreligiosidad, caracteriza al racionalismo filosófico por ser éste incompatible con la aceptación de verdades alcanzadas desde fuentes praeterracionales como la fe o la revelación.

{3} Este es un problema abordado con notable profundidad, por ejemplo, por Carl Schmitt y Leo Strauss. Véase La fábrica de la soberanía. Maquiavelo, Hobbes, Spinoza y otros modernos, de Carlo Altini, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2005. Desde el materialismo filosófico, este problema es desarrollado con potencia racional por el profesor Gustavo Bueno en el Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas' y en España frente a Europa.

{4} Comentario de Leo Strauss que en 1932 hizo con motivo del libro de Carl Schmitt, El concepto de lo político, citado en el libro de Altini, Op. cit., en la página 179.

{5} Francois-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Editorial MAPFRE, Fondo de Cultura Económica, México 2001, pág. 11.

{6} Ibid., pág. 19.

{7} Entrevista con Gustavo Bueno del lunes 4 de febrero de 2008 que aparece en la bitácora de Izquierda Hispánica, y que, a su vez, es tomada del sitio electrónico de la revista Muy Interesante.

{8} Anamórfosis: concepto dialéctico utilizado por el materialismo filosófico para referirse a aquellos procesos en los que se constituyen nuevas realidades por recombinación o refundición de otras realidades preexistentes. Desde una perspectiva ontológica, la anamórfosis se opone al emergentismo, puesto que destaca la riqueza de la materia al permitir la configuración de nuevas realidades a partir de procesos de confluencia de corrientes múltiples y heterogéneas (sin que ello suponga la aparición «misteriosa» de nuevas cualidades). Desde una perspectiva gnoseológica, la anamórfosis se opone al reduccionismo, ya que admite la irreductibilidad de las nuevas realidades anamórficamente constituidas. El concepto de anamórfosis puede aplicarse a muchísimos campos: al campo de la biología, de la física, a los campos de las ciencias humanas, &c.

{9} Guerra, Ibid., pág. 19.

{10} Las totalidades distributivas son aquellas cuyas partes son independientes entre sí en el momento de su participación en el todo (por ejemplo, un conjunto de cerillas dispersas sobre una mesa). Dicho de otra forma: las partes de un todo distributivo son homogéneas y mantienen relaciones reflexivas, simétricas y transitivas. Si consideramos a las especies como totalidades distributivas, afirmaremos que los individuos participan unívocamente de la definición de la especie a la que pertenecen.

{11} José Vasconcelos, ‘Bolivarismo y Monroísmo’, Obras Completas, Tomo II, Libreros Mexicanos Unidos, México 1958, págs. 1307 y 1308.

{12} Las totalidades atributivas son aquellas cuyas partes sólo constituyen un todo estando unidas, ya sea simultáneamente, ya sea sucesivamente. Las conexiones atributivas no tienen por qué ser inseparables (como es el caso de las conexiones sinecoides o de los elementos de un compuesto químico, que son disociables) ni indestructibles.

{13} Guerra, Ibid., pág. 20.

{14} Véase, por ejemplo, Carlos V y su imperio, de Federico Chabod, FCE, México 2003.

{15} Guerra, Ibid., págs. 98-99.

{16} Ibid., pág. 110.

{17} En México, por ejemplo, fue instalada en julio de 2007, y bajo la batuta del Dr. Enrique Márquez, la Comisión para organizar los festejos del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución mexicanas en la Ciudad de México. Uno de los propósitos centrales de la Comisión es precisamente el de destacar el protagonismo histórico del Ayuntamiento de la Ciudad de México (y de su Síndico, Francisco Primo de Verdad y Ramos) en ese año crucial de 1808 en el que la invasión napoleónica produjo una crisis mayor en la monarquía hispánica, y en función de la cual se organizaron juntas a ambos lados del Atlántico, postulando, por un lado, la soberanía del pueblo en ausencia de Rey legítimo, y, por el otro, el retorno de Fernando VII. La polémica suscitada fue considerable, debido tanto al desconocimiento generalizado de la cuestión, como al oportunismo tanto de políticos y algunos intelectuales orgánicos que condenaban la supuesta tergiversación de la historia oficial. Conversando también con amigos argentinos sobre lo ocurrido en 1808 en las capitales americanas más importantes, como Buenos Aires, el asombro y desconocimiento fue lapidario; para ellos, todo había comenzado hasta 1810.

{18} Guerra, Ibid., pág. 115.

{19} Ibid., pág. 116.

{20} Ibid., pág. 148.

El Catoblepas
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