José María Laso Prieto, Nepal, El Catoblepas 73:6, 2008 (original) (raw)

El Catoblepas, número 73, marzo 2008
El Catoblepasnúmero 73 • marzo 2008 • página 6
Desde mi atalaya

José María Laso Prieto

De la monarquía feudal a la Revolución maoísta

Mitin del PCN(m) en Katmandú, el 2 de junio de 2006

En la década del noventa, en el curso de mis viajes por el extremo Oriente, realicé con mis habituales amigos un viaje a la India, Nepal y Cachemira. De Nepal recordaba que en aquel país había florecido el movimiento «hipy» con muchas flores e intenciones pacifistas. Nos fue muy difícil llegar a Nepal, debido a que a partir de Kajurao nos quedamos sin aviones a causa de una huelga de controladores aéreos. Tuvimos que realizar un recorrido de casi tres mil kilómetros por carreteras muy estrechas, llenas de curvas y dificultades. El trayecto era paralelo a un río de montaña donde se había realizado uno de los programas de Al filo de lo imposible. Además un autocar había caído al río ahogándose todos los ocupantes. Al final llegamos a Katmandú, la capital del reino nepalí, con una gruesa pátina de polvo y sudor. Katmandú nos produjo la impresión de un lugar muy exótico plagado de estupas budistas pero que en la lejanía se podía vislumbrar la cima del Mundo: el monte Everest con sus 8.884 metros de altura. En el plano social, nos encontrarnos con una sociedad feudal anacrónica donde el rey había recabado plenos poderes autoritarios. Sin embargo, parecía que tal sociedad estaba en víspera de profundos cambios políticos y sociales. Así en 1996, cuando asistí el IV Congreso del Partido Comunista de la Federación Rusa, me sorprendió que uno de los intervinientes extranjeros, justo el que habló antes que yo, era el portavoz del Partido Comunista nepalí que acababa de triunfar en las elecciones parlamentarias y ocupaba el gobierno del Estado.

Desconozco lo que duraría esta etapa pacífica, ya que ahora la situación es muy distinta. Así lo hemos podido comprobar por los datos que proporciona el periodista Mark Aguirre, en un reportaje publicado en la prestigiosa revista El Viejo Topo. Dice: «No hace falta estar muchos días en Nepal para saber que este empobrecido y atrasado reino del Himalaya está marcado por el doble poder y que sus políticos están obligados a navegar en ese turbulento mar. Una monarquía feudal acorralada, que se niega a morir y un poder popular que no puede ganarla militarmente. En medio, una coalición de siete partidos parlamentarios, con base social en los sectores modernos urbanos que quiere mediar entre fuerzas aparentemente irreconciliables. La dinamo de la situación es un profundo movimiento social que se rebela contra la autocracia, la pobreza, los privilegios y el atraso. Un movimiento que ha convertido al maoísmo en la corriente política con más apoyo en la calle, desde que en abril último una huelga general empezara pidiendo la restauración de la democracia –que consiguió– y que acabará exigiendo el fin de la monarquía. Algo que está por ver y que es la principal tarea de esta Revolución. Una reivindicación que los maoístas habían pedido desde que iniciarán la lucha armada en 1996 en las remotas montañas de Rumkun y Golpa y que ahora, diez años después, llegaba hasta el corazón del país.»

Un empleado de la oficina de Ian Martin, el representante del Nepal en la ONU, que ha hecho de mediador para el alto el fuego, asociaba el espectacular avance maoísta en los últimos cuatro años, al desprecio que la élite nepalí tiene de su población. «No podían entender –decía– que la gente de las castas 'corrientes' pudieran generar un movimiento capaz de derribarlos.» Era lo mismo que había sucedido en China, con los asesores de Harward y con el presidente Mao y su Ejército de campesinos pobres e iletrados que se habían propuesto regenerar el país. Sin herramientas conceptuales para explicar un revolución popular, los brahmanes, cehtris... las castas hinduistas que siempre han tenido el poder y los privilegios, se pintaron su propia fantasía de lo que estaba pasando y cuando quisieron reaccionar era ya tarde: los maoístas controlaban la zona rural y empezaban a bajar a las ciudades.

Nepal, casi 28 millones de habitantes, es uno de los países más pobres del mundo. Un país cuyos campesinos viven aplastados por el medioevo: hay pueblos a los que sólo se llega caminando por sendas que suben y bajan los valles de la vertiente sur del Himalaya. A otros, no lejos de la capital, sólo se accede por pistas. Muchos no tienen electricidad y el hospital más cercano está a tres horas. El 40% de la población es analfabeta y pobre. Las mujeres cargan lo que en otros lugares del Tercer Mundo cargan los burros. Según la tradición budista, no heredan. Paren en chozas, a un lado de la casa. Donde paren permanecen aisladas durante diez días. La servidumbre fue abolida hace apenas cuatro años, pero los campesinos pagan onerosas rentas por cultivar la tierra de los latifundistas. Los ingresos «per cápita» son de 240 dólares al año, pero el 10% de la población posee el 65% de la tierra cultivable. Mucha gente, para sobrevivir, trafica con sus hijas para los burdeles de la India. Es contra de estas y otras condiciones miserables que la guerra popular empezó. Los jóvenes se alzaron en los pueblos y las montañas para poner final a la pobreza, a los usureros, a los violadores, y a las humillaciones de las castas altas. Se hicieron militantes a tiempo completo. Hombres y mujeres, en condiciones de igualdad, vestidos de civil, organizaron patrullas armadas, y expulsaron de los pueblos a los policías y funcionarios de la monarquía. Construyeron comités populares, milicias, tribunales del pueblo, en cada comunidad que liberaban. Abrieron espacios para dar poder a las mujeres. Levantaron sus derechos. Castigaron a los violadores. Abolieron las castas. Abandonaron las deudas de los campesinos. La gente comenzó a aceptar las instituciones que crearon porque estaban hartos de la corrupción de los tribunales y la policía de la monarquía, que siempre actuaban contra ellos, en beneficio de los brahmanes u otras castas altas.

Los maoístas empezaron como los Robin Hood del Himalaya, luchando contra los agravios e injusticias, pero después de casi once años de guerra popular, su fuerza ha crecido extraordinariamente. Han formado un Ejército Popular de más de 35.000 combatientes que el Ejército Real nepalí, armado y asesorado por la India, Estados Unidos y Gran Bretaña, no puede derrotar. La monarquía esta desahuciada en la calle, desde las jornadas revolucionarias de abril, cuando las masas paralizaron el país, durante 19 días, bajándola del cielo. Es una monarquía que exhala descomposición por todas partes. Incapaz de modernizarse, ha llegado al siglo XXI, como si viviera en 1769, el año en que el rey Prithi Narayan Shah unificó un mosaico de etnias y castas, para formar Nepal y establecer su dinastía.

Las espadas están en alto. La Policía nacional y el Ejército patrullan Katmandú. La gente dice que su presencia se ha reducido desde que se decretó el alto el fuego. Las milicias maoístas tampoco están quietas. Acabar con la monarquía fue la base de las movilizaciones de abril, y los maoístas saben que van con la corriente. La situación es frágil. El acuerdo no es el fin del conflicto. Las clases medias pueden temer perder sus privilegios, pero no habrá paz hasta que se ponga fin a la miseria.

El Catoblepas
© 2008 nodulo.org