Alfonso Fernández Tresguerres, Del duelo, El Catoblepas 80:3, 2008 (original) (raw)

El Catoblepas, número 80, octubre 2008
El Catoblepasnúmero 80 • octubre 2008 • página 3
Guía de Perplejos

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre la muerte del otro

Hablamos de duelo para referirnos al dolor que provoca la pérdida de un ser querido, cuyo fallecimiento nos sume en un estado de irrealidad, impotencia y sufrimiento agónico y desesperado como nunca pensamos que pudiera llegar a experimentarse. O acaso podría decirse también que el duelo, más que ese estado como tal, es el tiempo que se necesita para superarlo y aprender nuevamente a vivir con esa ausencia ya inevitable. Y creo que no tendremos mayores dificultades para separarlo del luto. La diferencia es clara: en tanto que el duelo es un estado anímico de carácter psicológico-subjetivo, el luto consiste en un diverso y variado conjunto de rituales y ceremonias que tienden más a lo social que a lo estrictamente individual, y tiene siempre un algo de artificioso y postizo frente al sincero, íntimo y profundo dolor. Yo me siento del todo predispuesto a ser enteramente respetuoso con la tradición en este aspecto, pero no dejo de hallar en el formalismo del luto cierta ostentación y hasta cierta falsedad, como si alguien no tuviese suficiente con su sufrir, y necesitase, además, que se vea y que se sepa que sufre. Y esto cuando efectivamente es así, porque no por fuerza tiene que serlo. Quiero decir (y si la diferencia entre el duelo como sentimiento y el luto como actividad social no parece suficiente, ésta lo será sin duda) que se puede estar de duelo sin estar de luto, y se puede estar de luto sin sentir ningún dolor. O mejor aún: de luto, en efecto, se está, y eso significa que uno puede ponerse voluntariamente en tal estado, pero el duelo se siente o no, y ni es posible proponerse sentirlo ni dejar de hacerlo. Se puede guardar luto por muchos, pero el duelo sólo ante el fallecimiento de unos pocos se suscita.

Cierto es que no necesariamente hay que entender el luto como nacido del deseo de hacer una manifestación ostentosa del dolor. Sus orígenes mágicos (mantener apartados de la sociedad y de la vida cotidiana a aquéllos que, por haber sido tocados por la muerte, son vistos como peligrosos e impuros y fuente, asimismo, de contaminación) son bastante plausibles; pero aun así, los elementos, a veces exagerados, con los que, acaso al servicio de esa función originaria y primordial, se ha ido adornando el luto, suenan a menudo a hueco y a poco natural, y, al cabo, más parece el luto una forma de vanidad (la vanidad del dolor, que también la hay) que expresión sincera de dolor auténtico.

El duelo, en cambio (y yo no digo que no pueda sentirlo quien al mismo tiempo está de luto), es el dolor en su explosión más desgarradoramente sincera, absolutamente personal también, y absolutamente intransferible, de tal modo que hasta los mismos deudos que pueden compartir un luto, se ven obligados, en el fondo, a sufrir a solas: yo siento mi dolor, pero no el del otro, por más que la muerte que lloramos sea la misma para los dos.

El duelo, en suma, como sabe perfectamente cualquiera que haya pasado por ello, constituye uno de los dolores más atroces que puede atenazar a un ser humano. Y es una bendición que sólo ante contadas muertes se despierte. El san Agustín cristiano, a quien su fe le permitió soportar valerosamente (o eso dice, al menos) la muerte de su madre, Mónica, pues

«No parecía cosa decente celebrar con quejas lacrimosas y con gemidos flébiles aquel tránsito bienaventurado, porque con tal fúnebre concierto se suele deplorar la miseria de los que mueren y su total apagamiento. Mas ella ni moría miserablemente ni moría totalmente» [Confesiones, IX: 12],

no es ajeno, sin embargo, al

«repentino y reciente desgarro de la acostumbrada, dulcísima, carísima compañía» [Confesiones, IX: 12].

Tal es, en efecto, lo que suscita el dolor característico del duelo: una brusca y desgarradora ausencia que sabemos, ya para siempre, definitiva e irreparable. Mas un dolor, asimismo, en el que confluyen, a su vez, múltiples y variados sentimientos. Y el propio san Agustín (ahora el Agustín pagano, antes, por tanto, de su bautismo y conversión) se hace eco de ellos de forma conmovedora, con ocasión de la muerte de un amigo muy amado:

«¡Con qué dolor quedó mi corazón enlutado! Todo lo que miraba era muerte. Y mi patria era mi suplicio, y la casa paterna una infinita desolación, y todo lo que con él había comunicado, se trocó, sin él, en tormento monstruoso. Buscánle en dondequiera mis ojos, y se les ha negado; y había tomado aborrecimiento de todas las cosas porque estaban vacías de él y no podía ya decirme: "¡Vendrá; helo aquí!", como cuando vivía y estaba ausente. Yo mismo era un gran enigma para mí y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y por qué tan profundamente me turbaba, y no sabía responderme nada [...] Maravillábame que los otros mortales viviesen, porque él, a quien había amado como si no hubiere de morir, había muerto, y maravillábame aún más que siendo muerto él viviera yo, que era otro él [...] Dábanme horror todas las cosas, y aun la misma luz, y todo lo que no era lo que era él me era tedioso y no llevadero, fuera de los gemidos y lágrimas; pues en ellas solas hallaba alguna pequeña porción de respiro. Y cuando del llanto era destetada mi alma, sentíame agobiado de la gran carga de mi miseria [...] No toma vacaciones el tiempo, ni rueda ocioso por nuestros sentidos; antes hace en nuestro espíritu obras maravillosas. He aquí que venía y pasaba de día en día; y al ir y al venir sembraba en mí otras esperanzas y otros recuerdos, y paulatinamente me devolvía a mis prístino deleites, con que mi dolor iba cediendo, y sucedíanle no ciertamente otros dolores, sino gérmenes de otros dolores. Porque, ¿de dónde aquel dolor primero con tanta facilidad había transido lo más íntimo de mi corazón, sino de que había derramado mi alma en la arena, amando a quien había de morir como si no hubiera de morir?» [Confesiones, IV: 4, 6, 7,8].

Se me disculpará (espero) lo excesivo de la cita, puesto que su extensión queda compensada, y justificada, al señalar esas palabras, de manera magistral, algunas de las principales fases por las que, a mi juicio, discurre el duelo, desde su inicio hasta su acabamiento.

Hay, seguramente, un primer momento no sólo de negación del hecho mismo, sino hasta de irrealidad e incredulidad, como si el individuo pensara que aquello no puede estar ocurriendo realmente, que no es posible que la desaparición del ser amado se haya convertido, en sólo un instante, en un hecho absoluto y definitivo por toda la eternidad. No es infrecuente entonces que se produzcan determinadas alteraciones de la conciencia, tales como la disociación del afecto, que genera en el sujeto una especie de sentimiento de desapego, como si un muro se levantara entre él y lo que está aconteciendo, de tal manera que en ocasiones puede que ni siquiera llegue a ser del todo consciente de lo que sucede; o también una suerte de escisión del yo, que le hace sentirse como si estuviese fuera de si mismo, como si se viese y escuchase en tercera persona, como si lo que ocurre, en suma, no fuese más que un simple película.

Más tarde hacen su aparición la impotencia y la rabia; también la culpa. Nos preguntamos por qué para todos los demás, incluidos nosotros, aún no ha llegado la hora y para esa persona que amábamos, sí. Y uno parece resentido contra todo y contra todos, contra el mundo, en general, que sigue su curso, impávido y ajeno a nuestro dolor; y se busca un culpable, porque siempre se busca un culpable para explicar que haya ocurrido algo que de otro modo (nos parece) jamás debería haber ocurrido, y, con mucha frecuencia, el culpable acaba por ser uno mismo: nos culpamos acaso por estar vivos, pero principalmente por no haber hecho o dejado de hacer algo capaz de evitar lo inevitable. Y desesperadamente se anhela entonces poder volver el tiempo atrás para de nuevo sentir el calor de una mano ya fría para siempre, la sonrisa de unos labios ya sellados para siempre, la luz de unos ojos ya velados para siempre por la muerte, esa puta infame a la que desearíamos tener delante para quebrarle los huesos uno a uno.

Después, la angustia y la ansiedad dan paso a un tedio profundo: nada presenta a nuestros ojos el menor interés, nada tiene para nosotros el menor aliciente; cualquier ocupación, cualquier actividad parecen absurdas y sin sentido.

«Desde el día que le perdí –dice Montaigne refiriéndose a su amigo el señor de La Boétie–, no hago más que arrastrarme lánguidamente. Y aun los placeres que se me ofrecen, en lugar de consolarme, redoblan mi dolor por haberlo perdido [...] No hay acción ni imaginación en que no le eche en falta» [Ensayos, I, XXVII].

¿Qué valor, en efecto, tiene nada de lo que hacemos o hemos hecho si no ha servido para evitar la muerte de la persona amada? ¿Qué haremos en el futuro sin ella? El mundo ha quedado vacío y nosotros sin asidero posible, flotando a la deriva y a la espera de un mañana que no imaginamos sin la presencia de quien se ha ido. Y así, quien se ha quedado,

«entre duelos consume sus noches
y entre duelos sus días» [Odisea, XVI: 38-39].

Y

«ni ha vuelto a comer ni beber como antes
ni disfruta de ver sus haciendas: en lloro y gemidos
de dolor se consume y la piel se le seca en los huesos» [Odisea, XVI: 143-145].

Pero, como dice san Agustín, «no toma vacaciones el tiempo», y, de ese modo, al permanente desconsuelo le sigue la progresiva aceptación: las tinieblas que nos cegaban y oprimían el pecho parecen rasgarse paulatinamente y en ellas asoma un rayo de luz que trae consigo nuevas esperanzas y nuevas ilusiones; también preocupaciones y dolores novedosos. Y si bien nunca se cerrará la herida abierta, si bien jamás el vació dejado por ese ser se verá colmado, comenzamos siquiera a saber convivir con ellos. Y aprendemos a vivir de nuevo; cierto que con ese dolor sordo que como un rumor nunca acallado nos acompañará siempre; pero a vivir, al cabo.

Tal es, para decirlo con Freud, «la labor del duelo»: permitir la progresiva y lenta imposición del «mandato de la realidad»:

«La realidad impone a cada uno de los recuerdos y esperanzas, que constituyen puntos de enlace de la libido con el objeto, su veredicto de que dicho objeto no existe ya, y el yo, situado ante la interrogación de si quiere compartir tal destino, se decide, bajo la influencia de las satisfacciones narcisistas de la vida, a cortar su ligamen con el objeto abolido» [Freud, «Duelo y melancolía»].

O dicho de forma más brusca: llega un momento en el que sólo dos opciones se nos presentan: o morir también o seguir viviendo, y nuestro instinto de supervivencia, nuestro egoísmo, incluso, nos recuerda las satisfacciones que aún puede depararnos la vida y nos induce a cortar toda ligadura con el ser amado ya para siempre ido. Se trata, en sentido estricto, de hacer morir por segunda y definitiva vez al difunto, de matar al muerto, que

qui nunc it per itertenebricosum illud, unde negat redire quemquam.
[«ahora sigue el camino de las sombras,
allá de donde, dicen, nadie vuelve», Catulo, Carmina, III].

El duelo conlleva siempre la no resignación y el pensar al difunto como vivo. Sólo cuando comienza a aceptarse que quien ha muerto ha muerto, y a pensarlo como tal, sólo entonces podrá ceder el vivísimo dolor que nos desgarra y ser sustituido por ese otro dolor más tenue, mezcla de nostalgia y de pesar, que durará, no obstante, tanto como en nuestra memoria permanezca el recuerdo de la persona amada que hemos perdido, es decir, que durará tanto como duren nuestros días.

«¡Que me acuerde de ti!... ¡Sí, sombra desventurada, mientras la memoria tenga asiento en este desventurado globo!... » [Hamlet, Acto I, Esc. V].

Freud, que compara el duelo con la melancolía, de la que le separa, sin embargo, el que en ésta se encuentra menguado el amor propio, lo que no sucede en aquél, viene a explicar el proceso del duelo de la siguiente forma: una vez que la realidad ha puesto de manifiesto que el objeto amado ya no existe, exige de la libido que corte sus ligaduras con él; demanda ante la que surge una oposición muy poderosa, y aunque lo normal es que la realidad se imponga, eso no puede suceder sino de una forma paulatina y con un considerable gasto de tiempo y energía. Creo el tiempo es la clave, y bien podemos prescindir del resto del ropaje psicoanalítico. El duelo, en efecto, no tiene más cura que el tiempo. Acaso otras cosas ayuden. Se ha dicho, por ejemplo, que una de las funciones de todo el ceremonial instituido en torno a la muerte es la de ayudar a los allegados del difunto a superar el trauma provocado por el fallecimiento de éste, acompañándolos –como se dice– en el sentimiento. Adler ha llegado incluso a afirmar que

«El duelo es como un argumento que trata de ser comprometedor e irresistible para los otros que se tienen que inclinar ante él» [Conocimiento del hombre, V, A: 2].

No lo sé. Ni entro ni salgo. Pero sí diré que en lo que a mi atañe, las veces que he tenido que pasar por tal trance, lo que más me habría ayudado es que todo a mi alrededor continuara igual, y más hubiera agradecido que todo el mundo prosiguiera con sus ocupaciones habituales, como si nada hubiera sucedido, que el que se me convirtiera en protagonista de una desgracia y se me mirara con conmiseración. Mi dolor y yo nos las hubiéramos arreglado muy bien solos, algo que, después de todo, es lo que tuvimos que hacer. No se trata de orgullo pueril ni de ser desagradecido: cuando uno es tocado por la muerte no queda lugar para tonterías, y, por lo demás, me sentí sinceramente agradecido a quienes en tales ocasiones me trasmitieron sus condolencias y me manifestaron su pesar. Pero si he de ser sincero, he de decir que con ello antes contribuyeron a acrecentar el mío que a atenuarlo. Imagino que cada cual tiene su forma de hacer frente a esas situaciones, y la mía es la que es, y quiero creer que ni más ejemplar ni más extravagante que otras. E incluso añadiré –aunque supongo que se sobreentiende– que si de mí hubiera dependido, habría agilizado todo lo posible la despedida del ser querido, reduciéndola a lo mínimo exigible para respetar su dignidad. Lo mismo que pido para mí.

QVANDOCVMQVE igitur nostros mors claudet ocellos accipe quae serues funeris acta mei. nec mea tunc longa spatietur imagine pompa, nec tuba sic fati uana querela mei
[«Cuando sea que la muerte cierre mis ojos,
toma las instrucciones que has de observar en mis funerales.
No alargue mi séquito la profusión de iconos,
ni emita la tuba vanas quejas por mi hado», Propercio, Elegías, II, XIII, B].

Nada hay capaz de proporcionar consuelo a quien la muerte, de un zarpazo, le ha arrancado una parte de sí mismo: solo cabe esperar que el duelo haga su labor y el tiempo la suya. Mas tal vez ayude pensar que amamos seres mortales y que inútil es empeñarnos en que no lo sean.

Scilicet occidimus, nec spes es ulla salutis
[«Naturalmente perecemos, y no hay ninguna esperanza de salvación»,
Ovidio, Tristezas, I, II: 33].

También para nosotros habrá un momento, porque nadie puede vivir eternamente, y más pronto o más tarde, acabaremos todos en el mismo lugar; y en el eterno olvido que nos aguarda, despreciable será el número de años que cada cual haya vivido.

Nuestros muertos permanecen ajenos a cualquier penar, y ajemos también a las lágrimas que derramamos. No lloramos, en consecuencia, una pena que ellos sufren: lloramos, en verdad, por nosotros mismos. Cese, pues, nuestro llanto, seamos fuertes, aceptemos lo irremediable como irremediable y aprestémonos a gozar el placer agridulce del recuerdo.

«Hay que curar los males presentes con el recuerdo agradable de lo que ya terminó y con la conciencia de que no se puede cambiar lo que ya ha sucedido» [Epicuro, Gnomologio Vaticano, 55].

Porque hay algo que la muerte no podrá jamás arrebatarnos, hasta en tanto no nos arrebate a nosotros mismos (y para entonces tanto dará), y es la memoria de aquéllos a quienes hemos amado y nos amaron; las horas, los días y los años con ellos compartidos, y mientras a nosotros nos anime un mínimo aliento, ellos no habrán muerto del todo. Nuestro recuerdo los venga de la muerte y los mantiene vivos en un mundo al que no toca el menor penar. No dice la muerte la última palabra mientras yo esté en pie para recordar a quien se me ha muerto:

letum non omnia finit, luridaque euictos effugit umbra rogos.
[«la muerte no acaba con todo
y una sombra pálida vence a la pira y sobrevive», Propercio, Elegías, IV, VII].

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