Gustavo D. Perednik, Una parábola inadvertida del nazismo, El Catoblepas 82:5, 2008 (original) (raw)

El Catoblepas, número 82, diciembre 2008
El Catoblepasnúmero 82 • diciembre 2008 • página 5
Voz judía también hay

Gustavo D. Perednik

Comentarios sobre una violenta película que bien puede representar el nazismo

Con el estreno este año de Funny Games, el director Michael Haneke cumplió un objetivo inédito: repitió textual y exactamente, en idioma inglés, la película original estrenada hace una década en alemán.

Haneke, hijo de actores nacido en Baviera y residente en Austria, siempre tuvo un estilo sombrío y turbador. En esta ocasión, logró un filme que comienza como si fuera un habitual thriller y termina siendo una obra de arte sumamente perturbadora.

El libreto de Funny Games revela un sadismo único, agravado por su expresión calma y caballeresca, que coloca a su elenco en situaciones actorales extremas, y al espectador en un estado de abatimiento e impotencia.

Como este artículo intenta deducir una sutil metáfora del nazismo, y no alentar la asistencia al cine, comenzaré por resumir el argumento, incluido el espeluznante final.

George Farber conduce el auto en el que viaja con su esposa Ann y su hijo Georgie, de diez años, hasta su casa de veraneo junto al lago, en la Long Island neoyorkina. Durante el trayecto, el matrimonio juega a adivinar los compositores tomados al azar de entre los discos: Handel, Mascagni, Mozart. Así es primer juego de este guión signado, desde el título mismo, por lo aparentemente lúdico.

La melodía armoniosa es abruptamente reemplazada por otra, furiosa, justo cuando, próximos a llegar a destino, George abre la ventana del auto para saludar a sus vecinos. El tema no es ahora operístico sino rock metálico duro, tomado del álbum Jardín de Tortura de la banda Naked City (que existió hasta hace quince años, dirigida por el saxofonista John Zorn). El título de la nueva música es representativo de lo que sucederá: una violenta realidad ha suplantado a la bucólica experiencia familiar. Por la ventana nos ha invadido una nueva y brutal realidad.

Los vecinos parecen estar dialogando con un joven huésped de quien, en retrospectiva, sabremos que los tiene secuestrados. Los Farber comienzan a desempacar y a preparar el bote para las vacaciones. Al rato, uno de los dos secuestradores, Peter, se apersona para solicitar huevos en préstamo. Se le caen y rompen, y pide más; mientras los espera, arroja el teléfono móvil de Ann al agua de la cocina, fingiendo que ha caído accidentalmente. Ann pierde su cordialidad.

Peter retorna a los pocos segundos con la excusa de que el perro de la familia (Lucky, un Golden Retriever que percibe la agresión) le ha hecho caer los huevos una vez más. Ante una Ann ya alterada, llega Paul y pide prestado uno de los palos de golf. La anómala presencia del joven dúo en la casa, impecablemente vestido de blanco, se adivina irreversible, y apenas han transcurrido unos minutos del filme.

George retorna de armar el bote con su hijo, y al comienzo se disculpa por la actitud poco amistosa de su esposa. Pero enseguida nota la insolencia de los jóvenes, y cachetea a Paul cuando le dice «viejo» y lo amenaza. Peter reacciona rompiendo la pierna de George con el palo de golf y, en este punto de inflexión, cuando el hombre está inválido y la familia sin teléfono, Paul y Peter imponen a los aterrorizados Farber una serie de juegos sádicos, que podrían enumerarse así:

  1. «Frío-caliente»: para que Ann encuentre a su perro, Paul la guía hasta el coche en donde está el cadáver;

  2. Cuando otros vecinos se aproximan al muelle desde el lago, Ann, vigilada por Paul, debe fingir que todo está bien –lo que le había ocurrido a los vecinos previamente;

  3. Paul apuesta que los tres Farber estarán muertos a las 9 de la mañana, más o menos doce horas después de la irrupción;

  4. «El gato en la bolsa»: amenazan con asfixiar al niño si Ann no se desviste. Georgie es maltratado hasta que Ann se somete, ante el pedido de su esposo;

  5. Sorteo entre los tres Farber, para ver a quién matarán en primer lugar. Ocurre después de que el niño hubo logrado escapar a la casa de los vecinos y descubrir que han sido asesinados. Paul captura a Georgie, cuyo revólver prueba estar descargado, y lo devuelve a la casa, donde su madre está maniatada y su padre inmovilizado. Mientras Paul va a buscar comida a la cocina, Peter mata a Georgie y rompe el brazo de su padre.

  6. «La esposa amorosa»: Ann debe decir una plegaria y su reverso, para recibir el premio de elegir quién será asesinado antes –ella o su esposo– y si será de un balazo o a puñaladas. Este juego sucede después de una partida temporaria del dúo malhechor, cuando Ann se desata y deja a George intentado secar el teléfono con un secador de cabello a fin de pedir auxilio. Cuando la recapturan y devuelven al «jardín de tortura», George es asesinado.

A la mañana siguiente, Ann, nuevamente atada y amordazada, es colocada en el bote familiar. Al zarpar ve un cuchillo, ágilmente arrojado al agua por sus captores, quienes conversan con frialdad sobre agujeros negros y sobre juegos que pasan inadvertidos, antes de que Paul bese a Ann, le diga en italiano «chau bella» y la empuje a su muerte ahogada. Ha ganado su apuesta con una hora de adelanto, y continúa la gélida conversación.

El dúo amarra en casa de la familia que había visitado a los Farbers, a la que Paul pide huevos: el ciclo mortífero recomienza, y Paul mira desafiante a la cámara, con el violento fondo musical de Naked City.

Una interpretación

De Paul y Peter nunca se revela proveniencia ni motivación, un misterio agudizado por sus modales siempre corteses, y por la peculiar relación entre ellos –Paul suele zaherir a Peter llamándolo «gordito».

Cuando Farber pregunta por qué perpetran el acoso, Paul se limita a responder, siempre con frialdad devastadora, «¿por qué no?» y agrega hipócritamente que el hogar de Peter está destruido, y que la vacuidad de la vida le molesta. En un intercambio similar, cuando Ann pregunta por qué no los matan, se le responde que «no olvide la importancia del entretenimiento». Todo es juego.

En la situación de sufrimiento máximo, Paul exige a Ann que ore para que su esposo no sea torturado, y los rezos agonizantes parecen dirigirse al mismo Paul. La religión, como el resto, es sometida al juego.

Durante toda la película, el sadismo es reforzado por un aparente intento de proteger a las víctimas: «Si quiere que lo ayude, quítese los pantalones», «si él no hubiera empezado», «no valía la pena todo esto sólo por unos huevos», o el culminante «no quisiera lastimarla» –cuando están por ahogarla.

No casualmente, una película que expone un sadismo tan medido y equilibrado es austriaca, de un creador de Baviera/Austria, la zona que más ha producido un fenómeno de estas características. Como al Holocausto, es difícil imaginárnoslo generado por italianos, uruguayos o nepaleses. Incluso la minuciosidad con la que Haneke ha reproducido en ésta cada detalle de su primera película, sugiere una ordenada obsesión, similar a los de sus dos patológicos protagonistas. Provienen de un entorno en el que, a decir de Nietzsche en Más allá del bien y del mal: «La cultura elevada procede de la espiritualización de la crueldad».

La angustia del espectador va en aumento, debido a que las pocas veces en las que parece haber solución, finalmente ésta es frustrada: Georgie fracasa en su huida; Ann pide auxilio a un coche que resulta ser el que trae al dúo de regreso al «jardín»; el cuchillo es arrojado al agua; la policía no capta el mensaje; el teléfono no es reparado; los vecinos no se dan cuenta de la brutal tragedia. Y lo fundamental: aún si algo saliera bien, el control del dúo sería total y puede aun revertir lo ocurrido. Esta faceta recuerda los dramas «del tiempo» de Priestley, en los que el inglés jugaba con sucesión alternativa de tiempos. El austriaco, por su parte, juega con el triunfo del mal por sobre el fluir del tiempo.

En efecto, varias veces, Paul quiebra la cuarta pared y se dirige al espectador: «¿Usted está de parte de ellos, no es cierto?» Obviamente lo estamos, pero somos parte de un gran juego que él controla. O, tal vez inversamente, para nuestra catarsis, toda la película es un juego del espectador.

Este fenómeno se hace patente durante el juego «La esposa amorosa». Ann arrebata el revólver y mata a Peter, pero entonces Paul utiliza el control remoto del televisor para rebobinar la película que estamos viendo, y castiga a Ann por «haber quebrado las reglas».

La pregunta necesaria –y deprimente– es si una situación como la descripta es posible en la vida real. Desde el punto de vista argumental lo es, ya que el autor se ocupó de despojar a la familia torturada de todo mecanismo de defensa.

Si buscamos la metáfora, la película bien puede reflejar al nazismo, el mal por el mal, ese sadismo social que se autojustifica con un abuso de los razonamientos y su distorsión, y deja perpleja e impotente no sólo a la víctima, sino también a sus testigos contestes. Una locura brutal que se apoderó de Europa con la complicidad de los silenciosos y la pasividad de los sometidos, y que evidenció una vez más que la buena gente no reconoce ni siente el máximo mal aun cuando es perpetrado bajo sus narices.

En ese sentido, Haneke logra alterarnos, porque crea una violenta intimidación en la que, en rigor, no hay nada que pueda hacer la víctima para salvarse. Como los judíos durante la Shoá: primero fueron la marginación, la deshumanización, y la pauperización. Cuando se llegó a la emigración forzada y el exterminio, las posibles defensas ya habían sido enteramente acalladas y quebradas ante los ojos de un mundo indiferente.

Al final, el sádico mira a la cámara vencedor. Lo hace, acaso porque la vida es así de gélida y monstruosa. Otra posibilidad más reconfortante es que quizás Paul nos mira porque él es el único personaje, y está jugando un juego que nos incluye; por ello puede rebobinarnos. Si así fuera, la película tendría un «final feliz», ya que no se trataría de un victimario, sino de quien sublima sus peores instintos en un perverso esparcimiento. Por ello, en la desgarradora última escena, Paul y Peter hablan de la medida en que alguien que juega es consciente de sus propios juegos.

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