José María Laso Prieto, ¿Progreso o regresión?, El Catoblepas 82:6, 2008 (original) (raw)

El Catoblepas, número 82, diciembre 2008
El Catoblepasnúmero 82 • diciembre 2008 • página 6
Desde mi atalaya

José María Laso Prieto

Publicado en 2001 en Abaco: perspectiva actual de la pregunta formulada en 1750 por la academia de Dijón, y a la que respondió Rousseau con su célebre Discurso sobre las ciencias y las artes

I. Introducción

Hace ya 250 años, en 1750, la Academia de Dijón premió el célebre Discurso de las ciencias y las artes del ciudadano de Ginebra Juan Jacobo Rousseau. El tema propuesto por la Academia de Dijón fue: Si el restablecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido a depurar las costumbres. Al no precisarse en la pregunta a partir de cuándo se había producido dicho restablecimiento, hay que suponer que se refería al del Renacimiento. Como bien precisa Luis Hernández Alfonso, traductor y prologuista de la edición en español del Discurso, realizada por la Editorial Aguilar en 1983:

«El discurso fue escrito justamente en la mitad del siglo XVIII (1750). Iniciábase entonces el movimiento –tan noble de intención como erróneo en sus conclusiones– de apología de los pueblos salvajes a los que se comenzaba a considerar como “conjunto de seres puros, no corrompidos por lo que se llama civilización”. Movimiento que fue llevado, años después, a su ápice por el grandilocuente Chateaubriand. Rousseau consideraba al salvaje como hombre absolutamente puro, sincero, incapaz de mentir ni disimular. Para él, los vicios eran producto de la vida social superior. Así el mito de la ignorancia inocente llegaba a la categoría de dogma, en su sentir. Según él –raíz ésta de su anarquismo– el hombre en estado de naturaleza, es fundamentalmente bueno. Cuando, impulsado por la curiosidad quería saber algo, iba perdiendo tal inocencia, conforme adquiría conocimientos. En consecuencia, pureza y sabiduría resultaban antagónicas. Las ciencias y las artes sólo podían desarrollarse a expensas de la “virtud” que atribuía al hombre absolutamente ignaro.»{1}

El error de perspectiva de Rousseau tenía su origen en el ambiente de la época: en aquellos años se estaba forjando la famosa Enciclopedia, anunciada en 1745 por el editor Le Bretón, pero que no lograría salir, a duras penas, hasta seis años más tarde. Evidentemente existía un absolutismo feroz y las costumbres de la Corte eran tan corrompidas que disculpaban con creces las afirmaciones de Rousseau. Para Luis Hernández:

«El movimiento enciclopedista representaba una reacción contra un estado de cosas que, para los hombres liberales, resultaba con harta razón intolerable. Entre todos cuantos colaboraron en la ingente obra, impulsada y dirigida valerosamente por Diderot, descuella con personalidad señera Juan Jacobo Rousseau. Hubo sí magníficos, admirables colaboradores (Fontenelle, Voltaire, Daubenton, D’Alembert, los abates Chapelle e Ivón, Dumarsais, Condorcet, Argenville, Le Roy; Louis Blondel, Vaudenesse... y tantos otros.»{2}

Todos estos enciclopedistas mostraron su desacuerdo con la tesis que Rousseau mantuvo en su Discurso. Incluso Maximiliano Robespierre –uno de los más incondicionales y entusiastas discípulos de Rousseau– no compartía la tesis de su Maestro, ya que escribió:

«Las artes y las ciencias constituyen el más rico presente que Dios ha hecho a los hombres. ¿Por qué cruel fatalidad han encontrado tantos obstáculos para establecerse sobre la tierra?... ¿Por qué no es posible pagar a los hombres que las han inventado, o conducido a la perfección, el justo título de reconocimiento y admiración que les debe la humanidad entera, sin vernos forzados a gemir al mismo tiempo por las vergonzosas persecuciones que han sufrido y que han hecho de sus sublimes descubrimientos algo fatal para su reposo como eran útiles para la felicidad de la sociedad?»{3}

Como es sabido, la tesis de Rousseau era contraria a la opinión general y, por ello, provocó un gran revuelo a pesar de que hasta entonces el ciudadano de Ginebra apenas era conocido en Francia. De hecho sólo lo era para los asistentes a determinados salones y únicamente por sus composiciones poéticas y algunos artículos dedicados a la música. Nadie le consideraba todavía como filósofo. No obstante pronto tuvo varias réplicas a su Discurso, algunas anónimas y otras firmadas. La más sistemática fue la de M. Gautier de Nancy. Rousseau no le respondió directamente sino mediante una extensa carta dirigida a su amigo M. Grimm.

Grimm formaba parte del círculo de los enciclopedistas. Éstos no polemizaron directamente con Rousseau pero, a través de su obra se pudo observar claramente su discrepancia. Así, por ejemplo, el barón de Holbach lejos de atribuir a las ciencias y las artes la corrupción y la infelicidad humanas responsabilizaba de ello a la acumulación desmesurada de riquezas y a los efectos perniciosos de la religión. En el interesante estudio que de su obra realizó Plejanov dice:

«Con frecuencia Holbach considera las riquezas desde un punto de vista declamatorio: “las riquezas corrompen las costumbres”. Y él, que había combatido la “moral religiosa” en nombre de las riquezas, lucha ahora contra la sed de posesiones en nombre de la “virtud”. Holbach decía: “Llamamos útil al comercio que procura a las naciones las mercaderías necesarias para su mantenimiento, para sus necesidades serias y hasta para su comodidad y bienestar; llamamos inútil y peligroso al comercio que procura a los ciudadanos esos objetos superfluos cuya sola característica consiste en satisfacer los deseos imaginarios de la vanidad”». Para Plejanov, Holbach no hubiera retrocedido ante ningún medio de combatir tal «vanidad» que, según él, llegaba por intermedio de los lacayos hasta las ciudades; no hubiera vacilado «en luchar contra el lujo que corrompe las costumbres y lleva a las naciones más florecientes a la ruina.»{4}

Así , en lugar de atribuir la corrupción al influjo negativo de las ciencias y las artes –como sostenía Rousseau– Holbach sostiene lo contrario. Por ello, toma de Condillac la frase: «Nacidas en el seno de la barbarie, las artes y las ciencias han iluminado sucesivamente un pequeño número de naciones privilegiadas» y añade:

«El hombre comienza por comer bellotas, por disputar su alimento a las bestias, y termina midiendo los cielos, después de trabajar y sembrar inventa la geometría. Para protegerse del frío se cubre con la piel de los animales que ha vencido, y algunos siglos después lo encontramos uniendo el oro a la seda. Una caverna o el tronco de un árbol es su primera vivienda, y después lo encontramos convertido en arquitecto y construyendo palacios.»

Es obvio que una contribución relevante, a tal desarrollo humano, se debe a las ciencias y a las artes. En ello incluía también el efecto positivo de la filosofía:

«Sin duda la filosofía no puede mudar el temperamento ni hacer al hombre impasible, pero le da a lo menos consuelos que desconocen los que no han reflexionado. Si la filosofía no convierte al hombre en un ser perfecto, le da cuanto necesita para perfeccionar su existencia moral y para familiarizarse con los accidentes de la vida.»{5}

Por su parte el gran filósofo de la Ilustración Helvecio, (o Helvetius), al que también Plejanov dedicó un interesante estudio, contrapone su concepción materialista a la tesis de Rousseau contra los efectos perniciosos del desarrollo de las ciencias y las artes. Así se pregunta ¿Qué es la virtud? Desde luego no existe un filósofo del siglo XVIII que no haya discutido esta cuestión a su manera. Para Helvecio la cosa es simple. La virtud reside en el conocimiento de lo que los hombres se deben mutuamente. Por lo tanto, supone la formación de una sociedad. Decía entonces Helvecio:

«Nacido en una isla desierta, abandonado a mi mismo, yo viviría sin vicio y sin virtud. No podría manifestar ni la una ni el otro. ¿Qué debemos, pues, entender por las palabras “viciosos” y “virtuosos”? Las acciones útiles o dañinas para la sociedad. Esta idea sencilla y clara es, a mi entender, preferible a toda declamación oscura y ampulosa sobre la virtud. El interés general es la medida y también la base de la virtud. Nuestros actos son tanto más malos cuanto más perniciosos son a la sociedad. Son tanto más virtuosos cuando más ventajosos sean para ésta. _Salus populi, suprema lex._»

Plejanov comenta así la tesis de Helvecio:

«la virtud de nuestro filósofo es, ante todo, una virtud “política”. Predicar la moral no conduce a nada: un predicador no será jamás un héroe. Es necesario dar a la sociedad una organización que pueda enseñar a sus miembros el respeto al interés general. La corrupción de las costumbres no es más que el divorcio entre el interés público y el interés privado. El mejor moralista es el legislador que hace desaparecer este divorcio.»{6}

II. ¿Progreso o regresión?

Hace poco más de un siglo, en la época victoriana, pocos se plantearían tal pregunta. Entonces los avances de las ciencias y de las artes habían producido tal desarrollo de la sociedad humana que, con escasas excepciones, escritores, periodistas, estadistas, técnicos y artistas, compartían una concepción optimista del desarrollo humano mediante un progreso indefinido. Incluso en ello coincidían liberales y marxistas. A pesar de su dura crítica a las consecuencias sociales negativas –salarios míseros, explotación brutal no sólo de hombres sino de mujeres y niños, jornadas de trabajo extenuantes, &c.– el Manifiesto Comunista de Marx y Engels rinde un gran elogio a la aportación que la burguesía había realizado al progreso humano. A lo largo de todo el siglo XIX y el primer cuarto del siglo XX, la burguesía mantuvo el optimismo victoriano sobre la función positiva de la ciencia como estimuladora del progreso. Sin embargo a partir de la gran crisis económica, iniciada con el «crack» bursátil del Martes Negro de 1929, y en abierto contraste con el optimismo hooveriano que la precedió, la posición de la burguesía hacia la ciencia inició un viraje crecientemente pesimista. Se comenzaron a plantear los riesgos que podía suponer una utilización indiscriminada de la ciencia y las tecnologías.

Una etapa todavía más radical de reserva, hacia las aplicaciones de la ciencia, se inició con la carta de Einstein a Roosevelt, en la que se prevenía acerca del peligro que suponían los avances de la ciencia alemana en el campo de la fisión nuclear. Las dudas que el proyecto Manhattan suscitó en el científico Robert Oppenheimer, y su posterior oposición a la construcción de la bomba de Hidrógeno, agudizaron todavía más la desconfianza ante los eventuales desarrollos de la ciencia. Incluso, a partir de la década del 30 del siglo XX, surgieron las denominadas «utopías negativas» –del tipo de Un mundo feliz, de Huxley, y de 1984, de Orwell– en las que la ciencia era utilizada para oprimir y explotar a los seres humanos.

Frente a esta posición de reserva hacia el desarrollo de la ciencia –todavía mas radical que la del Discurso de Rousseau sobre las ciencias y las artes– se posicionaron los soviéticos. Su tesis estribaba en que tales reservas, hacia el desarrollo de la ciencia, eran propias de una burguesía decadente que temía las consecuencias sociales que del progreso de la ciencia podían derivarse para el futuro del sistema capitalista. El contraste entre ambas posiciones hacia la ciencia –la burguesa y la soviética– lo describe muy bien el profesor Pablo Huerga, en su artículo «Ciencia, neutralidad y compromiso político». Según Pablo Huerga:

«En el siglo XX, en el contexto de la Gran Depresión de los años treinta, la revista Nature, heredera, en cierto modo, del espíritu de la Philosophical Transactions de la Royal Society, proponía recoger la sabiduría de los pobladores de Erewhon, la novela que Samuel Butler escribiera en 1872, continuada en 1901, con el título de Regreso a Erewhon. Estos pobladores representaban la filosofía de los destructores de máquinas precisamente. Nature denunciaba que la ciencia articulada, en el contexto de la producción industrial a gran escala, destruye al hombre convirtiéndolo en un apéndice de la máquina. Estas tesis de Nature fueron contestadas, sin embargo, en 1931 por Boris Hessen en el contexto del II Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y la Tecnología que tuvo lugar en Londres. Allí tanto Hessen como Bujarin, y los demás miembros de la delegación soviética enviada al efecto, defendían el valor emancipatorio de la ciencia. No se trata de que los grandes avances científicos hayan traído consigo la depauperación de las grandes masas de la población, sino de su articulación en una sociedad dividida en clases y en la que rige la propiedad privada de los medios de producción. La ciencia entendida como fuerza productiva, ha alcanzado un desarrollo tal, decía Bujarin, que entra en conflicto con las relaciones de producción capitalistas en las que, sin embargo, ha nacido. Por ello no se trata, como propone Nature, de volver a los viejos buenos tiempos del ayer, sino de cambiar las viejas estructuras sociales cuya contradicción con el desarrollo de la ciencia, señala precisamente la insuficiencia histórica de estas relaciones sociales. Así, para los soviéticos, la ciencia tiene una función esencial en el desarrollo de la Humanidad, en una concepción de la verdad y del progreso, sin duda de carácter metafísico, que concibe a la ciencia como un proceso ininterrumpido e inevitable. Sin embargo, su mensaje consiste en advertir que sólo en la sociedad socialista la ciencia puede convertirse en patrimonio de toda la Humanidad, y sólo esta sociedad ofrece el contexto adecuado para no limitar su infinito desarrollo y sus infinitas posibilidades.»{7}

Evidentemente no se trata, actualmente, de responder a la pregunta de la Academia de Dijón con la literalidad con la que fue formulada en 1750. Ahora ya no se plantearía el problema del denominado «restablecimiento», ya que desde entonces el desarrollo de la ciencia y de las artes ha sido ininterrumpido. No obstante es obvio que se puede hablar también de saltos cualitativos, por la importancia que su incidencia ha tenido en la primera y la segunda Revolución Industrial. Tal incidencia ha sido todavía mucho mayor respecto a la denominada precisamente Revolución científico-técnica. Por otra parte, en la actualidad, aunque sigue siendo relevante la incidencia del arte en la formación estética de los seres humanos, las artes no tienen una repercusión sobre la sociedad de la magnitud que han alcanzado las consecuencias sociales del desarrollo de las ciencias. Por ello, en este artículo vamos a centrarnos, fundamentalmente, en si la ciencia contribuye o no al progreso humano.

Por otra parte, es muy difícil proporcionar una definición unívoca del concepto de progreso. Así se pudo comprobar en un curso anual sobre el tema –con una periodicidad semanal– que se impartió en el curso 1993-1994, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Los distintos ponentes expusieron muy diversas definiciones del concepto, que oscilaron en un amplio arco, entre la concepción victoriana y la propia del Diamat soviético. En ese sentido, resulta significativa la posición que mantenía el Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS, que no se limitaba a definir unilateralmente el concepto de progreso sino que afrontaba el tema dialécticamente, al incluir en su definición los conceptos de progreso y regresión social. Así su texto se titulaba precisamente «Progreso y regresión social», precisando de ese modo su definición:

«Formas contrarias del desarrollo global de la sociedad o de algunas de sus partes; designan correspondientemente, el desarrollo progresivo de la sociedad en línea ascendente, su florecimiento, o bien el retorno a formas viejas, caducas, al marasmo y a la degradación. Sirven de criterio del progreso social, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, del régimen económico y de las instituciones superestructurales por él determinadas, así como también el grado de desarrollo y de difusión de la ciencia y la cultura, de ciertos períodos de la historia y en la personalidad, el desenvolvimiento de la libertad social. En este plano, lo fundamental, lo decisivo, es el desarrollo del modo de producción. En algunos países, para caracterizar el desarrollo de la sociedad, desde el punto de vista de su progreso o de su regresión, pueden adquirir un significado fundamental sino decisivo, en virtud de su relativa independencia, fenómenos sociales como las formas de vida política, la cultura, la instrucción, &c., pese a que son secundarios, derivados y están determinados por el régimen económico de la sociedad. Pueden servir de ejemplo de regresión social, condicionada por factores políticos, la historia de países en los que han dominado regímenes fascistas.»{8}

La corrupción, la relajación moral y el terrorismo, impuestos en varios países europeos por el fascismo o el nazismo, pueden presentar algunas semejanzas con la imagen negativa que del desarrollo de la sociedad, como consecuencia del desarrollo de las ciencias y de las artes, se forjaba Rousseau en su Discurso. Sin embargo, la semejanza es sólo aparente. El fascismo y el nazismo no se generaron como consecuencia del desarrollo de las ciencias y de las artes, sino por las contradicciones propias del sistema capitalista de producción. En situaciones de graves crisis de tal sistema, cuando el bloque social dominante ya no es capaz de mantener su dominación utilizando formas políticas democráticas, recurre al fascismo para estabilizar su régimen político-social, utiliza formas abiertamente terroristas contra sus adversarios políticos y emplea las agresiones bélicas como medio para acelerar su expansión. Si al terror de masas se une el racismo, se producen genocidios masivos que ni, como pesadillas, Rousseau pudo concebir. Es indudable que los nazis impulsaron el desarrollo de la ciencia alemana para que ésta contribuyese a sus agresiones bélicas e, incluso, para posibilitar el exterminio masivo de sectores de la población que consideraban inferiores y de etnias que se proponían eliminar definitivamente mediante la denominada «Solución final». Sin embargo, tal aplicación siniestra de la ciencia no se derivó del desarrollo natural de ésta sino de las concepciones aberrantes de quienes la aplicaron. Para los marxistas, por el contrario, el desarrollo de la ciencia es siempre positivo, ya que contribuye poderosamente a estimular el desarrollo de las fuerzas productivas de cada modo de producción. Según la teoría del materialismo histórico, es el desarrollo de tales fuerzas productivas el que produce el progreso social, tanto en sus etapas evolutivas como en las revolucionarias. En consecuencia, el marxismo está en los antípodas de la tesis que Rousseau desarrolló en su Discurso de respuesta a la pregunta de la Academia de Dijón. En la distinción que se hace, a efectos de análisis, –según sostenía Gramsci– entre base económica y superestructura de cada formación económico-social, las «costumbres» (tan relevantes en la pregunta formulada por la Academia de Dijón) forman parte de tal superestructura y, por lo tanto, evolucionan en función del desarrollo de la citada base económica de la sociedad.

Los problemas morales y éticos, que puede suscitar el desarrollo de la ciencia, se han agudizado con el reciente desarrollo de la Biotecnología. La convergencia de la Química orgánica con la Biología, produjo una nueva disciplina científica denominada Bioquímica. Como rama autónoma de esta última, surgió en los últimos años la Biología molecular o estudio específico de las macromoléculas. De ella se ha derivado posteriormente la Biotecnología. Es decir, la utilización de técnicas nuevas, desarrolladas a partir de la década del 70, y, especialmente, las de la ingeniería genética o del ADN recombinante. Tal desarrollo científico-tecnológico, suscita una cuestión central para nuestra época: las infinitas posibilidades que la ingeniería genética ofrece para superar una serie de taras y enfermedades humanas, así como para eliminar el hambre en el mundo y para asegurar a la Humanidad nuevas fuentes de energía permanentemente renovables. Empero, a su vez, se suscita el riesgo de que se inunden los mercados mundiales de productos alimenticios degradados y el peligro de que la especie humana pueda ser arteramente manipulada en uno de sus factores específicos: su propia estructura genética. Al igual que sucedió en el campo de la energía nuclear, tanto en su utilización bélica como industrial, la Biotecnología puede proporcionar a la Humanidad grandes beneficios no exentos de graves riesgos. A los derivados de la energía nuclear se trató de hacer frente mediante movimientos inspirados por la concepción que se denominó «responsabilidad moral de los científicos» y que tuvo apreciables consecuencias políticas durante la «Guerra fría». De los problemas morales y éticos que plantea la Biotecnología ha surgido una nueva disciplina a la que se ha denominado Bioética. Se trata, mediante el desarrollo de sus normas, de limitar la de la ciencia y de la técnica en determinados campos especialmente ligados a la propia naturaleza de los seres humanos. En ello, sin duda, influye el impacto psicológico que los personajes literarios que inició el Frankestein, de Mary Shelley, han ejercido sobre muchas mentes humanas.

Los problemas que se suscitan en el campo de la Bioética pueden ser abordados desde distintas perspectivas filosóficas, religiosas e ideológicas. Por nuestra parte, los vamos a abordar desde una perspectiva marxista o, más genéricamente desde el materialismo filosófico. El objetivo sería tratar de esclarecer si es admisible limitar el desarrollo de las investigaciones científicas, por razones éticas, en los campos de la Bioquímica y la Biotecnología. Desde la perspectiva señalada, no se puede limitar el desarrollo de las investigaciones científicas en cualquier campo de la actividad humana. Ello no supone, claro está, que se admitan métodos semejantes a los que utilizaron los médicos nazis que, bajo la dirección del Dr. Mengele, realizaron, en el campo de exterminio de Auchswitz, sádicos experimentos con aviadores soviéticos prisioneros, deportados judíos, gitanos y comunistas. En tales casos, las investigaciones, supuestamente científicas, se realizaron con una finalidad racista brutalmente inhumana, para lograr la supervivencia, en condiciones extremadamente desfavorables, de combatientes alemanes que participaban en una guerra de agresión imperialista y genocida. Los resultados médicos que pudieron obtenerse, de tales experimentos, no estaban destinados a beneficiar globalmente al conjunto de la Humanidad sino a una élite minoritaria integrante de una pretendida raza superior.

Desde esta misma perspectiva, se puede citar, entre otras muchas citas que podrían realiarse, la tesis que sustenta el profesor Cirilo Flórez Miguel para quien:

«La idea de progreso, desde que surgió en la era de las luces, ha ido concretándose en su significado. Desde un contenido romántico ha ido evolucionando hacia un contenido más técnico. Actualmente, la idea de progreso es caracterizada en función de la liberación del hombre. Se puede hablar de muchas clases de progreso: un progreso total o parcial, un progreso, cultural, social, individual, &c. Según sea la clase de progreso de que tratemos, así será el índice que deberá tenerse en cuenta para su medida. Sin embargo, si queremos tratarlo con propiedad y precisión, debemos reservar el término progreso para los acontecimientos que conducen a la liberación del hombre, y en los que el hombre es el protagonista. La idea de progreso, en su acepción más ajustada, se corresponde con la que algunos filósofos alemanes denominaron “autoformación de la Humanidad”. Autoformación en cuanto el hombre mismo es protagonista y de la Humanidad en cuanto a que el hombre es una realidad social y los destinos de todos los hombres están enlazados.»{9}

Para esta autoformación humanista, también las artes han desempeñado una relevante función elevando gradualmente el nivel estético de los seres humanos, a pesar de la desconfianza que Rousseau mantenía acerca de su incidencia positiva en las costumbres de los pueblos. De ahí que también, respecto a la influencia negativa del desarrollo de las artes sobre las costumbres de los pueblos, nuestra discrepancia con las tesis que Rousseau mantuvo en su Discurso sobre las ciencias y las artes sea total. En ese sentido, y de mantenernos en la época de Rousseau, más cerca estaríamos de la frase que el barón de Holbach escribió en febrero de 1773 en su Castillo de Granval:

«Todos los males del hombre proceden de la ignorancia, de los errores y de las preocupaciones. El remedio de estos males es la Verdad. –Apología de la Filosofía. –De su utilidad en la política y en la moral. –Del influjo de las preocupaciones religiosas y políticas en las costumbres de los hombres –Sin instrucción no pueden ser felices ni virtuosos. –La verdad, tarde o temprano, debe triunfar.»{10}

Notas

{1} Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre las ciencias y las artes, Editorial Aguilar, Buenos Aires 1983.

{2} Op. cit., páginas 14 y 15.

{3} Henri Beraud, Mon ami Robespierre, Libraire Plon, París 1927, pág. 44.

{4} Plejanov, Obras escogidas (Tomo I), Editorial Quetzal, Buenos Aires 1964, págs. 521 y 522.

{5} Op. cit., página 527 y siguientes.

{6} Op. cit., páginas 541 y 542.

{7} Pablo Huerga, «Ciencia, neutralidad y compromiso político», revista El Zascandil Ilustrado, nº 0, Oviedo 2000, pág. 16.

{8} Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS, Diccionario filosófico, Editorial Pueblos Unidos, Montevideo 1965, pág. 65.

{9} Miguel Ángel Quintanilla (coordinador), Diccionario de filosofía contemporánea, Editorial Sígueme, Salamanca 1974.

{10} Barón de Holbach, Ensayo sobre las preocupaciones, Editorial Kier, Buenos Aires 1964, pág. 5.

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