ideología, historia y política, El Catoblepas 91:4, 2009 (original) (raw)

El Catoblepas, número 91, septiembre 2009
El Catoblepasnúmero 91 • septiembre 2009 • página 4
Los días terrenales

Bicentenarios: ideología, historia y política

Ismael Carvallo Robledo

Con motivo de la publicación en la revista Nexos, en su número de septiembre 2009, de un conjunto de ensayos sobre el Bicentenario en México

Bicentenarios

«–Así, mi querido Glaucón, cuando oigas decir a los admiradores de Homero que este poeta ha formado a Grecia, que leyéndolo se aprende a gobernar y dirigir bien los negocios humanos, y que no puede hacerse cosa mejor que regirse por sus preceptos, habrá que tener toda clase de miramientos y de consideración para los que emplean ese lenguaje, como a hombres asistidos de todo el mérito posible, y concederles que Homero es el más grande de los poetas y el primero de los trágicos; pero al mismo tiempo recuerda que no debemos admitir en nuestro Estado otras obras de poesía que los himnos en honor de los dioses y los elogios de los grandes hombres. Mas desde el punto en que des cabida a la musa voluptuosa, sea épica, sea lírica, el placer y el dolor reinarán en nuestro Estado en lugar de las leyes, en lugar de esa razón cuya excelencia han reconocido en todo tiempo los hombres todos.» Platón, La República o de lo justo (Libro décimo)

«¡Roma! –escribe el historiador Carlo Curcio en la voz Rivoluzione fascista–, al igual que en los tiempos de Augusto, se convierte (con el fascismo) en la gran madre de Italia y en un gran faro para otros pueblos que gravitaban, política o espiritualmente, en torno al orden instaurado por la Urbs. Al igual que en los tiempos del Renacimiento y del Humanismo se convierte, además de en una realidad, en una idea, en un valor político universal.» Citado por Luciano Canfora en Ideologías de los estudios clásicos

«El sometimiento de las ideologías a la crítica es una tarea de la razón dialéctica: ya no corresponde a la ciencia, corresponde a la filosofía.» José Revueltas, Dialéctica de la conciencia

I

La revista mexicana liberal-socialdemócrata Nexos, en su número de septiembre de 2009, publica un compendio de artículos convocados bajo el título indagatorio a cuya luz los colaboradores estuvieron llamados a dar respuesta a –o en todo caso a reflexionar sobre– la cuestión siguiente: «Bicentenario de la Independencia. ¿Qué celebramos?»

Para tales efectos, los editores reunieron una nómina de ocho profesores-investigadores, de un escritor (novelista, se habrá de entender) y de un analista de opinión (de sondeos de opinión).

De los profesores-investigadores, la mayor parte de ellos pertenece, o bien al gremio de los historiadores, o bien al gremio de los «científicos sociales». Uno, Roberto Breña, es profesor e investigador en El Colegio de México; tres, Luis Medina Peña, Erika Pani y Jean Meyer, son académicos del CIDE; una más, Sol Serrano, es profesora del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; Brian Hamnett figura por su parte como catedrático de la Universidad de Essex. Dos colaboradores más residen en California: uno, Eric Van Young, como académico de la Universidad de California, San Diego, mientras que el otro, Jaime E. Rodríguez, lo hace en el Departamento de Historia de la Universidad de California, Irvine. El escritor aludido es don Luis González de Alba, quien es también articulista del diario Milenio. El analista de opinión es el señor Roy Campos.

En los comentarios que siguen habremos de reservar nuestra atención a nueve de las diez colaboraciones que conforman el dossier de la revista; la décima colaboración, de Roy Campos, es una tabla de resultados de una encuesta cuyo comentario dejaremos para otra ocasión.

II

Desde una aproximación inicial, de primer grado, los nueve artículos pueden ser clasificados en dos grandes grupos, a saber: A] por un lado, están aquellos trabajos que se derivan, porque forman parte, de un proyecto global de investigación relacionado directamente con el tema de la convocatoria al que los autores en cuestión están o –en su momento– estuvieron avocados; tales son los casos de Roberto Breña (Historia compleja, festejo simple), Eric Van Young (Historia en la sombra: La insurgencia popular), Jaime E. Rodríguez (Una visión atlántica) y Brian Hamnett (Un festejo ambiguo). Se trata de investigadores-profesores, historiadores todos ellos –o con acusada inclinación hacia esa disciplina–, que han dedicado ya años a proyectos o líneas de investigación vinculadas a cuestiones relativas a las revoluciones hispánicas, al liberalismo hispanoamericano o a la diversidad de movimientos insurgentes americanos: de Roberto Breña, El Colegio de México editó en 2006 su interesante, pormenorizado y nutrido trabajo de investigación histórica, política e ideológica sobre el primer liberalismo español, titulado El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824 (Una revisión del liberalismo hispánico); Eric Van Young, por su parte, publicó en 2006, en el Fondo de Cultura Económica, el no menos interesante y sugerente trabajo de reconstrucción histórica titulado La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821; por cuanto a Jaime E. Rodríguez, son reconocidos por académicos y estudiosos sus trabajos, altamente interesantes sin duda, sobre la independencia americana publicados bajo los títulos El proceso de la independencia de México, La independencia de la América española y Revolución, independencia y las nuevas naciones de América; Brian Hamnett ha publicado Historia de México y Juárez. El benemérito de las Américas.

Caso especial dentro de este primer grupo sería el de don Luis Medina Peña (Las dos historias patrias), quien –como decimos– se presenta en la revista como profesor-investigador del CIDE y como autor del libro Invención del sistema político mexicano, pero que no nos permite saber si su artículo está insertado en un proyecto global de investigación en marcha o acabado, aunque sí permite advertir –según la dedicatoria a Soledad Loaeza, de El Colegio de México– que se trata de un boceto o primicia para un futuro seminario.

B] Por otro lado, están aquellos trabajos que, según lo que se observa, no se derivan o forman parte necesariamente de algún proyecto o línea general de investigación conectada de alguna manera con cuestiones relativas, o al bicentenario, o a la independencia de México o americana, sino que se nos ofrecen más bien como reflexiones o tomas de posición más generales, filosóficas acaso (como nos parece quiso ser el intento de Meyer, respaldándose tanto en Nietzsche como en Valéry o March Bloch), desde las que los colaboradores en cuestión (los académicos restantes y el escritor) tomaron cartas en el asunto y se situaron ante tan señalada como sugerente indagatoria: «¿Qué celebramos?». Tales son los casos de Sol Serrano (Diosa republicana, vieja pintarrajeada, pitonisa redescubierta), Erika Pani (Las naciones no cumplen años), Jean Meyer (¿Qué hacer con el pasado?) y Luis González de Alba (Mentiras de la Independencia).

A

  1. Roberto Breña, cuyo trabajo sobre El primer liberalismo español antes citado (El Colegio de México, México, 2006) es de obligada lectura y recomendable desde cualquier punto de vista (histórico, ideológico, político) titula su artículo de Nexos «Historia compleja, festejo simple».

Dividiendo su trabajo en tres bloques: El contexto hispánico, Significado de las conmemoraciones, y El Bicentenario en México, Breña dibuja un esquema crítico en el que, sirviéndose de un trazo que va de un contexto global o universal (el contexto hispánico) a los procesos de configuración nacional (el bicentenario en México), nos ofrece un contraste entre la complejidad histórica y política de un proceso que sólo es inteligible más que dentro de un contexto universal –el de el desmoronamiento del imperio español y la doble dialéctica política que a resultas de ese desmoronamiento se detona: la dialéctica de la independencia contra la invasión napoleónica (por cuanto a la dialéctica de estados) conjugada con la dialéctica de las revoluciones hispánicas (por cuanto a la dialéctica de clases)– con el simplismo, descuido e improvisación apreciables en las actividades que a nivel federal han estado teniendo lugar desde la creación misma, en junio de 2006, de la Comisión Organizadora de la Conmemoración del Bicentenario del Inicio del Movimiento de Independencia Nacional y del Centenario del Inicio de la Revolución Mexicana, un descuido e improvisación que habrá de ser vista –a juicio de Breña– como rematada por la designación más reciente de su actual titular, el señor José Manuel Villalpando, considerado por él –y acaso muchos otros– como poco riguroso, como un historiador aficionado o autodidacta, y esto sin perjuicio de que, como apunta Breña, haya Villalpando escrito el guión de una telenovela de 160 capítulos sobre el movimiento insurgente y varios libros exitosos (de divulgación, suponemos).

En efecto, señalando inicialmente con atino que el proceso al que hemos de estar refiriéndonos debe ser considerado, antes que como el de la «independencia de México», como el «proceso emancipador novohispano», «porque, como es bien sabido, los sucesos que tuvieron lugar la madrugada del 16 de septiembre de 1810 no fueron concebidos por sus protagonistas como el comienzo de una lucha para independizarse de España»{1}, amplía Breña enseguida la órbita de configuración del proceso en cuestión: la órbita de la profunda mutación político-ideológica que vivió todo el mundo hispánico durante el primer cuarto del siglo XIX. Un proceso global cuyo dispositivo ideológico cardinal estuvo conformado por la política peninsular entre 1808 y 1814, y luego entre 1820 y 1823 (lo que la historiografía contemporánea conoce como la revolución liberal española), y en el que, tanto dentro del primer momento dialéctico (el de la independencia contra la invasión napoleónica) como dentro del segundo (las revoluciones hispanoamericanas), la Nueva España se sitúa como un caso más dentro el vasto cuadro americano: lo ocurrido en el pueblo de Dolores, en septiembre de 1810, había sido antecedido meses antes, y continuado días después, por declaraciones de autonomía (más no de independencia, enfatiza Breña) en otras ciudades americanas del imperio español: Caracas en abril, Buenos Aires en mayo, Santa Fe de Bogotá en julio, y Santiago y Quito días después de los acontecimientos de Dolores.

En un contexto como este, interpretado desde nuevas coordenadas historiográficas como las que nos parece utiliza Breña (el contexto que podemos denominar, recordando a los escritos sobre España de Marx y Engels, como el de de los Estudios sobre las revoluciones hispánicas), el antagonismo clásico entre una «España tradicional» –y de derecha, se dirá acaso– contra una «América moderna» –y de izquierda, se dirá también–, pierde toda su fuerza crítica al quedar desbordada por una dialéctica ideológica y política de mayor escala que, desplegándose en ambos lados del Atlántico, tuvo como motor un doble proceso: el enfrentamiento, primero, de placas tectónicas histórico universales (el imperio español, el imperio inglés, el intento de imperio francés) de cuya colisión se derivaron cambios de magnitud mayor y de larga duración, y, segundo, la génesis, organización, implantación y desarrollo del liberalismo de Cádiz cuyo fruto político más concreto y patente fue la nación política española conformada por todos los habitantes en ambos hemisferios.

Ese antagonismo (España vs. América) –que ha sido divisa común dentro de la historiografía e ideología nacionalistas latinoamericanas (en el término «latino»-americanas está ya el anti-hispanismo que puede ser revertido desde las nuevas coordenadas que estamos señalando)–, se desdibuja por completo, pues en todo caso, si de izquierdas y derechas se trata, habría entonces que decir que fue la corriente del liberalismo gaditano español la que hubo de conformarse en una nueva generación de izquierda diferente de la originaria (la izquierda jacobina de la revolución francesa), y que influyó decisivamente en todos los procesos ideológicos y constitucionales nacionales, no ya nada más americanos, sino de Europa misma tras la restauración del Antiguo Régimen legitimista sellado con el Congreso de Viena y el fin de Napoleón.

Y es que, además, abonando a la crítica a este esquema reduccionista y simplista, consigna Breña un dato olvidado por completo (parte del «olvido necesario»): «la provincia con mayor número de diputados firmantes del documento gaditano fue la Nueva España con 19; le siguieron Valencia con 17; Cataluña con 16; Galicia con 14; Extremadura con nueve, y Perú con nueve también.» (Breña 41)

Pero, no obstante la homogeneidad general del proceso hispanoamericano, se destacan también algunos componentes de lo que podría considerarse como la excepcionalidad novohispana: el hecho de que el proceso en cuestión se haya detonado en una provincia del virreinato (aunque fue en la ciudad de México donde tuvo lugar, en 1808, el primer planteamiento de soberanía popular); el hecho de que sus dos principales líderes hayan sido sacerdotes; el carácter eminentemente popular de la insurrección en su primera etapa; el hecho de que después de cinco años de guerra (1810-1815) los insurgentes fueran derrotados de manera prácticamente definitiva; el remate o consumación por demás sui generis de la independencia de México (1821) –que tuvo lugar como reacción a la re-instalación del liberalismo en España durante el trienio liberal, es decir, que la consumación de la independencia fue una «consumación conservadora»–, y, por último, el hecho de que el virreinato novohispano no se haya desintegrado territorialmente como hubo de suceder con el resto de los territorios del imperio español en América.

El segundo apartado, «Significado de las conmemoraciones», está reservado por Breña fundamentalmente para advertir las eventuales discrepancias que habrán de darse –y que de hecho se han comenzado a dar ya– entre las conmemoraciones en España y en Hispanoamérica. En América podrá observarse –y se observa también ya– cómo es en función del gobierno de turno como habrán de «colorearse» las celebraciones/conmemoraciones: desde actividades moderadas y proclives al mantenimiento de un statu quo internacional y políticamente correcto, con muy baja imantación ideológica y dialéctica, casos de Chile, México o Argentina, en donde habrán sin duda de recordarse gestas, héroes y batallas, pero acaso sin remover demasiado las cosas por cuanto a la colonia (normalmente se pasa por alto el hecho de que en América hubo virreinatos) y la dominación española, presentando las cosas en todo caso desde el punto de vista de las necesidades que, de cara al futuro –hacia donde es mejor mirar, se nos dirá–, encaran cada una de las naciones de referencia en materia de administración y gestión de la res publica; todo se presentará desde puntos de vista políticamente correctos, armonistas, de patrimonio cultural común, de historia y valores compartidos, de «encuentro de dos mundos» y de cooperación.

Pero habrá también conmemoraciones de alta imantación ideológica y decididamente dialécticos y beligerantes, casos de Venezuela, Nicaragua, Bolivia o Ecuador, en donde la Leyenda Negra, el cada vez más oscuro y confuso mito de los «500 años de dominación», del «ocultamiento de El Otro» y el engendro ideológico anti-materialista, posmoderno y relativista del indigenismo, replegados todos en torno de una confusa y delirante nebulosa anti-imperialista, anto-globalización, anti-norteamericana y anti-Capital (en algún lugar leímos que para un sociólogo radical desquiciado, de Chile, si mal no recordamos, los auténticos líderes globales «Contra El Capital» eran ni más ni menos que, atención: ¡el Subcomandante Marcos y Osama Ben Laden!), habrán de estar abonando a procesos que no nada más se limitan a construir puentes, obras, bustos y estatuas, y a organizar mesas redondas de académicos y ediciones conmemorativas, sino que están de hecho vertebrando y haciendo avanzar movimientos políticos concretos de transformación cuyo denominador común es el de la convocatoria y puesta en práctica de asambleas constituyentes; procesos que, por otro lado –tal es nuestra posición materialista, racionalista, atea y socialista–, no dejan de tener interés en su significación política, siempre y cuando puedan mantenerse al margen del nihilismo contracultural infantilista de izquierda indefinida, tan del gusto de la farándula socialdemócrata-liberal-radical analfabeta –caso de Oliver Stone– del que al parecer son ya presas: nos referimos en concreto a la Revolución Bolivariana encabezada por Hugo Chávez, toda vez que, a nuestro juicio, al margen de coincidencias puntuales, al tener apoyaturas geopolítica e ideológica en el indigenismo y en el Islam –Irán, Libia–, en tanto que movimientos de resistencia anti-occidental y anti-norteamericana, esta revolución puede convertirse en una de las peores catástrofes políticas de los próximos veinte o treinta años, pues una cosa era la alianza –fundamental desde todos los puntos vista– de los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo con la Unión Soviética marxista, leninista, atea y racionalista, durante la segunda mitad del siglo XX, y otra cosa muy distinta es una alianza con el islamismo radical, a mil leguas del socialismo materialista racionalista y ateo, occidental indiscutiblemente, que defendemos.

Por cuanto a España, en todo caso, es señalado por Breña el muy distinto carácter que habrá de tener la conmemoración bicentenaria, en donde se atenderá sobre todo –como de hecho sucedió ya el año pasado– al levantamiento del pueblo de Madrid contra las tropas napoleónicas y al bicentenario de las Cortes de Cádiz en 2012. El «problema americano» estaría siendo resuelto con la designación del ideólogo socialdemócrata del nebuloso y genérico «progreso global», Felipe González, como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario para la Celebración de los Bicentenarios de la Independencia en América Latina.

En el último apartado de su artículo, «El bicentenario en México», Breña llega al punto de manifestar la inquietud que embarga a la comunidad académica por el hecho de ser José Manuel Villalpando el titular de la Comisión encargada de los festejos a nivel federal. Sus juicios se centran en el último libro publicado por Villalpando, Batallas por la historia (Planeta, 2008): un acopio de artículos que sobre la historia de México (de Hidalgo a Calderón) ha venido escribiendo el comisionado en cuestión.

El comentario crítico inicial de Breña se dirige a señalar e impugnar la noción que de la historia y el quehacer histórico sostiene Villalpando:

«De entrada, para él [Villalpando], la historia es «incorruptible», pues «no se le puede comprar, ni coptar (sic), ni callar, ni borrar.» (pág. 38.)

A lo que rebate Breña apuntando que:

«Si algo ha demostrado la práctica historiográfica desde los tiempos de Herodoto es que la historia es corruptible y que puede ser objeto de todos los verbos mencionados por Villalpando (y de algunos más, no menos insidiosos). Contra lo que pudiera pensarse, considerar «incorruptible» a la historia nos vuelve más proclives a caer en alguno de los diversos tipos de manipulación de los que ha sido objeto desde hace 25 siglos. La razón es muy simple: considerar incorruptible a la historia nos vuelve menos alertas ante el hecho, incontrovertible, de su corruptibilidad.» (pág. 41.)

Después pasa Breña a señalar la verdadera ramplonería (el término es mío) con el que Villalpando trata de «interpretar el pasado desde el presente», cosa que critica Breña con firmeza (nosotros no necesariamente estamos en contra de mirar el pasado desde el presente, pues no hay otra manera de hacerlo, sobre todo porque la Historia no es el estudio del pasado; pero, a esto dedicaremos la sección siguiente), resaltando con asombro el salto mortal ideológico (y ramplón, vulgar, repetimos nosotros) por virtud del cual –según Villalpando– ‘la libertad con respecto a España era –para Morelos: «que moderen la opulencia y la indigencia»– sólo un medio, pues el verdadero fin que perseguía la Independencia (la mayúscula es suya –de Villalpando–) era «mejorar las condiciones de vida de los mexicanos»’ (Breña 41); fin que, a juicio de Villalpando, habría de incluir, reinterpretando las cosas desde nuestro presente, tanto a los trabajadores como a los empresarios. Es decir, que Morelos no estaba pensando en otra cosa que en mejorar la «calidad de vida» de los novohispanos-mexicanos; Morelos habría de poder ser considerado como el padre de las «políticas públicas» en México. Es Breña, citando al comisionado, quien dice:

«Una crítica similar se puede hacer al siguiente artículo que aparece en el libro que comentamos: Ideario de la Independencia (pp. 41-44), en el que Villalpando, después de enumerar a 18 grandes héroes de la gesta independentista mexicana, afirma: ‘Ellos creyeron que la Independencia era, tan sólo, el paso necesario para alcanzar lo que consideraban como la razón de ser del movimiento insurgente; ser libres para así poder mejorar y aumentar la calidad de vida de los mexicanos’.» (pág. 42.)

Imposible encontrar mayor ramplonería y levedad filosófica; populismo historiográfico, le llama Breña.

  1. Luis Medina Peña, por su parte, dedica su artículo «Las dos historias patrias» a los procesos de construcción y enseñanza de la Historia Patria, destacando el hecho de que se trata, a su juicio, de un producto diseñado como instrumento de formación de niños y adolescentes (educación básica y media, se entiende) cuya función fundamental es la de formar la identidad nacional (el sentido común, en términos gramscianos) que da soporte al Estado. Una circunstancia que, teniendo no obstante una larga tradición –la tradición de «contar historias a los niños», dice Medina– habría de encontrar su punto de cristalización histórica durante los siglos XIX y XX, período canónico de configuración del Estado-nación, de la nación política fruto de la revolución francesa (y, como hemos visto, de la revolución hispánica, por cuanto a la nación política española):

«Por ello –dice Medina Peña–, las historias patrias de todos los países están conformadas por gestas patrióticas, héroes y mitos, y principalmente por fechas destacadas ya que son base sustancial de los ritos cívicos estatales… Los héroes funcionan como paradigmas modélicos para que el futuro ciudadano conforme sus actos y pensamientos a supuestas conductas excelsas y desinteresadas cuando de la vida pública se trata (a veces también de la privada). En la educación primaria avanzada (progresista e idealista, añadiríamos nosotros, I.C.) se evita enseñar el conflicto porque se supone que el incipiente grado de desarrollo cerebral del niño no le permite procesarlo; pero en la educación secundaria es posible la enseñanza de la historia conflictiva (generalmente maniquea) que identifica claramente a los enemigos.»{2}

Sugerente comentario este último de Medina, pues nos permite advertir a su través que esa precaución pedagógica anti-belicista y armonista, no violenta, utilizada a su juicio tan sólo en la educación primaria de países con «pedagogía avanzada», ha venido a convertirse, de la mano tanto de la socialdemocracia como de la democracia cristiana, liberales y humanistas ambas, no ya en el canon ideológico-pedagógico reservado para los niños de educación primaria, sino en la papilla democrática políticamente correcta y funcional para la sociedades de bienestar occidental en su conjunto: repárese en el discurso de cualquier secretario general de la ONU del presente o de los últimos años, y podrá corroborarse el panfilismo armonista, ético e irenista que pide paz, diálogo y NO a la guerra, como si estuvieran dirigiéndose, precisamente, a un auditorio conformado por niños tiernos e ingenuos y no por cancilleres, ministros de defensa (otrora ministros de guerra) y jefes de Estado. Esto es lo que ha denominado el profesor Gustavo Bueno como Pensamiento Alicia.

Hemos de decir, no obstante, contra lo que piensa Medina, que el problema del simplismo o maniqueísmo se debe no ya a razones derivadas del carácter o nivel intelectual (psicológico, nos dice Medina) de aquellos a quienes está dedicada la enseñanza de la Historia Patria, los niños y adolescentes (a su juicio). Dudamos de entrada, por ejemplo, que un pasaje como el que preside este artículo (el del libro décimo de la República de Platón), pasaje en donde es explícita la consigna de «no admitir en el Estado otras obras de poesía que los himnos en honor de los dioses y los elogios de los grandes hombres», estuviera pensado o dirigido, porque en ello radicase su sentido filosófico, a infantes o débiles mentales. Y esto sin perjuicio de que muchos políticos, además de comportarse ellos mismos como adolescentes analfabetos, hablen ante la Asamblea –qué asamblea no importa– como si frente a sí tuviesen, como auditorio, a un clase de tercero de primaria.

Otra era la naturaleza del problema que Platón tenía, nos parece, a la vista: el problema de lo que llamaremos la necesidad de la mentira política y, por tanto, del mito. Y por cuanto a lo que nos atañe en este comentario, se trataría entonces de la plasmación histórica concreta de ese problema filosófico en la época contemporánea, es decir, en la época de organización de los Estados como naciones políticas soberanas durante el siglo XIX; un mito necesario a resultas de la implantación de una de las divisas ideológicas fundamentales: la de la soberanía del pueblo, pues ésta, lejos de ser una verdad verificable en la realidad política, es una idea límite que configuró problemáticamente una nueva dialéctica revolucionaria: la soberanía y, como derivación, la libertad, es una conquista, dirán algunos. El mito político no está pues dirigido a los niños (o no sólo a ellos), sino al pueblo, a las masas (a los niños convertidos en ciudadanos), para que tomen las armas no ya como mercenarios profesionales, sino en defensa de la nación, encarnación de cuya soberanía es el pueblo mismo.

George Lukács es luminoso en La novela histórica cuando dice, a este respecto, lo siguiente:

«Fue la Revolución francesa, la lucha revolucionaria, el auge y la caída de Napoleón lo que convirtió a la historia en una experiencia de masas, y lo hizo en proporciones europeas. Durante las décadas que van de 1789 a 1814, cada una de las naciones europeas atravesó por un mayor número de revoluciones que las sufridas en siglos… Las guerras de los estados absolutistas de la época prerrevolucionaria habían sido realizadas por pequeños ejércitos profesionales. La práctica bélica tendía a aislar al ejército lo más posible de la población civil. (Abastecimiento de las tropas por depósitos especiales, el temor a la deserción, etc.) No en vano expresó Federico II de Prusia la idea de que una guerra debía llevarse a cabo de tal modo que la población civil ni se enterara de ella. El lema de las guerras del absolutismo rezaba: «La tranquilidad es el primer deber ciudadano».
Esta situación cambia de golpe con la Revolución francesa. En su lucha de defensa contra la coalición de las monarquías absolutas, la República Francesa se vio forzada a crear ejércitos de masas. Y la diferencia entre un ejército mercenario y uno de masas es precisamente cualitativa en lo que respecta a la relación con las masas de la población. Cuando no se trata de reclutar pequeños contingentes de déclassés para un ejército profesional (o de obligar a ciertos grupos a enrolarse), sino de crear un ejército de masas, el significado y el objetivo de la guerra deben explicarse a las masas por vías propagandísticas. Esto no sucede sólo en Francia durante los tiempos de la defensa revolucionaria y de las posteriores guerras de ofensiva. También los otros estados se ven obligados a emplear este medio cuando pasan a formar ejércitos de masas. (Piénsese en el papel de la literatura y filosofía alemanas en esta propaganda que siguió a las batallas de Jena). Pero la propaganda no puede de ningún modo limitarse a una guerra única y aislada. Tiene que develar el contenido social y las condiciones y circunstancias históricas de la lucha; tiene que establecer un nexo entre la guerra y toda la vida, entre la guerra y las posibilidades de desenvolvimiento de la nación. Basta con que señalemos la significación que tiene la defensa de las adquisiciones de la Revolución en Francia, el nexo entre la creación de un ejército de masas y las reformas políticas y sociales en Alemania y en otros países.»{3}

Pero siguiendo con el artículo de Medina, después de un preámbulo como éste se dispone a analizar una contradicción fundamental que, por cuanto a la conmemoración del bicentenario, yace en el seno del régimen mexicano del presente, y lo hace a través del recordatorio de una anécdota de no poco interés ideológico; recuerda Medina:

Yo creo que la clave de tal desidia [de la presidencia actual, en manos del PAN, con respecto al bicentenario, I.C.] está en el discurso inaugural de 2007, al final, cuando el presidente Calderón hizo referencia al mural de Diego Rivera en Palacio Nacional y señaló «nos toca a esta generación decidir qué lugar queremos ocupar en ese mural».
Al leerlo recordé la ocasión en que, apresurados, salíamos Carlos Castillo Peraza –uno de los ideólogos del PAN, fallecido ya, I.C.- y yo de Palacio Nacional y nos detuvimos brevemente ante el fresco de la escalera principal. Dos, tres minutos de contemplación del ya conocido apelmazamiento de héroes y villanos y pueblo sufriente. «¿Sabes», me dijo Carlos muy serio, «que un problema en México es que existen dos historias y la nuestra aquí no aparece?» (pág. 46).

Una contradicción, pues, que muy atinadamente es presentada por Medina de la siguiente manera: una élite formada en una Historia Patria conservadora –Castillo Peraza fue mentor político de Calderón– dirige un país formado en una Historia Patria liberal y revolucionaria (masónica y anti-clerical, añadiríamos nosotros). Pero es una contradicción (élite conservadora / sociedad liberal y revolucionaria) que quedaría atenuada si introducimos un tercer componente, haciendo más compleja la ecuación; ese componente es el del catolicismo guadalupano, porque habría que decir entonces que, en efecto, la élite que en estos momentos tiene en sus manos el aparato de gobierno puede ser considerada de estirpe conservadora (panismo católico anti-cardenista), y también en efecto podríamos decir, en general, que la sociedad mexicana («el pueblo») es liberal y revolucionario (digamos que juarista y cardenista), pero no es menos cierto que ese pueblo es también –y sobre todo en los estratos populares– un pueblo decididamente guadalupano, es decir, católico. El cuadro se ofrece entonces, así, mucho más denso y contradictorio aún, sin perjuicio de que el esquema presentado por Medina es certero de todo punto: sobre todo porque, en el fondo, de lo que habla Medina es de las Historias Patrias de uno y otro bando, construidas ambas por élites nacionales.

Y, remontándose a los fundamentos en el siglo XIX, Medina encuentra como pivotes de ambas Historias Patrias a dos figuras clave de la vida política nacional: Lucas Alamán, por cuanto a la historia conservadora, y Lorenzo de Zavala, por cuanto a la historia liberal:

«Ahí nacen dos ideas de nación y de Estado que habrán de enfrentarse durante toda la primera mitad del siglo XIX. Hasta su resolución mediante la única forma que quedó disponible: la guerra civil, mejor conocida como la Guerra de Reforma. Retroceso contra progreso, dijo José María Luis Mora en su momento, acuñando así una eficaz frase de propaganda política para la época. Alamán se convirtió en proyectista de monarquías y Zavala en el primer alquimista electoral de la historia nacional… Centralismo y monarquía fue la oferta de régimen de los conservadores; democracia popular y federalismo, la liberal.» (Medina Peña, pág. 46.)

El resultado de una y otra Historia Patrias sería más o menos como sigue. Por cuanto a la versión liberal, a cuya construcción contribuyeron los manuales de Justo Sierra y Luis Chávez Orozco, las claves serían éstas: exaltación del mundo prehispánico y postergación de la época colonial; tres grandes momentos (independencia, Reforma y Revolución) entrelazados por las luchas por la libertad; héroes: Moctezuma y Cuauhtémoc, los resistentes; Hidalgo y Morelos, coautores de la independencia; los gigantes de la Reforma encabezados por Benito Juárez, defensores todos ellos de la nación; la Revolución y sus héroes: Madero, Carranza y Zapata, quedando Villa al margen –según Medina– ante la imposibilidad de cuadrar en el paisaje por su bandolerismo; personajes incómodos: Iturbide, Díaz y los hermanos Flores Magón (sobre los que pesa todavía, para Medina, la acusación de filibusterismo.

Por cuanto a la versión conservadora, que encontraría en José Bravo Ugarte y José Vasconcelos a sus más insignes representantes, sería así (haremos una cita textual, pues la exposición de Medina es sintética de suyo):

«México se compone de dos patrias sucesivas e inseparables: Nueva España (1517-1821) y México (1821 en adelante). Dos hechos las conformaron: la Conquista y la Independencia. La Nueva España es crisol de razas y modelo de instituciones. Los factores dirigentes: Real Gobierno y la Iglesia. La Independencia fue posible por el liberalismo religioso (protestantismo) que rompió con la unidad de la cristiandad y el liberalismo político que exageró los derechos individuales y la soberanía popular. La Independencia se llevó a cabo en dos etapas. La guerra civil entre criollos, mestizos, indios y españoles; y la guerra nacional de un solo frente bajo las tres garantías –Religión, Unión e Independencia- del Plan de Iguala… El primer periodo postindependiente, el constitutivo, fue caótico y confuso por la revolución liberal, reforzada por influencias extranjeras. Debilitó al país en el concierto internacional. Este periodo terminó con el régimen «aconstitucional» y dictatorial de Ayutla que decretó las leyes de Reforma y convocó al Congreso que redactó la Constitución de 1857, productos ambos de liberales exaltados. Después de 1867, tras el triunfo del Partido Liberal federalista sobre el Segundo Imperio, todos los gobiernos –Juárez, Lerdo, Díaz y González- fueron dictatoriales porque no respetaron la Constitución. Sin embargo, la pax porfiriana permitió el progreso general del país. Fue la época en que volvió a florecer la Iglesia. La Revolución mexicana es prolongación del odioso régimen liberal exaltado de 1867, incluso es una exageración de sus medidas como se podía constatar en el texto de la Constitución de 1917. Ambos periodos también se parecen en la falta de respeto de los gobiernos posrevolucionarios por la libertad y la Constitución.» (Medina Peña, pág. 47.)

Entendemos que, según lo anunciado por Medina mismo en el epígrafe del artículo (A Soledad Loaeza, como primicia para futuro seminario), se trata de un trabajo de carácter introductorio, acaso como primer borrador para una ruta de discusión. Desde este punto de vista es sin duda sugerente su propuesta, aunque habría que considerar la pertinencia de mantener la disyuntiva «Historia Patria conservadora / Historia Patria liberal» como marco general de interpretación, pues salta a la vista de inmediato el problema de situar a Los grandes problemas nacionales de Andrés Molina Enríquez, toda vez que su cuadro de interpretación se ajusta muy bien a la línea conservadora que Medina propone, lo que chocaría a la primera si se quisiera considerar a Molina Enríquez como conservador (tal sería el caso al cotejar una consideración como ésta a la luz de la Ideología de la Revolución Mexicana de Arnaldo Córdova).

Para nosotros, es posible que Andrés Molina Enríquez sea situado a posteriori (y sólo a posteriori) como ideológicamente de izquierdas, aunque lo fundamental es a nuestro juicio que haya sido él sobre todo –y aquí se distancia del idealismo armonista ético de muchas interpretaciones «de izquierda»– un exponente del realismo materialista y dialéctico.

  1. Eric Van Young nos ofrece en «Historia en la sombra: La insurgencia popular» un comentario breve de un par de episodios que encuentran más amplio desarrollo en su libro La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, editado por el FCE en 2006 (Van Young aclara que al tema le ha dedicado también muchos artículos y capítulos de libros, lo que confirma que se trata de una colaboración incorporada a un proyecto global de investigación del autor).

Se trata de un comentario, en efecto, desplegado desde la perspectiva conocida como la de la «microhistoria» o «infrahistoria», término este último del que se sirva Van Young para arrojar luz sobre todo aquello –historia social, historia cultural, historias subalternas– que no ha sido tomado en cuenta por la historia política (la de la dialéctica imperial, la vida de los próceres, las batallas o la Constitución de Cádiz), acaso considerada como hegemónica dentro de la academia y por parte de quienes forman parte del gremio de los estudios culturales, la antropología crítica y social y la etnología. Se trata de una historia en la sombra; en palabras de Young:

«Señalo nada más que este tipo de cosas –la importancia de la etnicidad indígena en el movimiento, la dinámica del reclutamiento rebelde y el universo mental de la gente del campo– están mal representadas, cuando no de del todo ausentes, incluso en las más refinadas historias académicas dedicadas a la independencia. Es una historia en la sombra sólo parcial e imperfectamente explorada hasta ahora, historia que merece la atención por igual de historiadores y patriotas.»{4}

Y es que lo cierto es que, según consigna Van Young, muy lejos estuvo de ser el proceso de independencia un movimiento homogéneo en sus determinaciones y configuraciones políticas, de clase, étnicas e ideológicas, y ha sido y es al parecer su propósito fundamental de investigación –desconocemos si se trata de su única línea de investigación– centrar su atención y la de lectores e investigadores en lo que él mismo ha denominado como «la otra rebelión». Y es que también hay que decir que no necesariamente haya habido convergencia de propósitos políticos e ideológicos en la diversidad de grupos, al grado de que sectores indígenas pudieron muy bien estar peleando por principios o intereses que nada tenían que ver con una racionalidad política revolucionaria o de igualdad jurídica en un sentido jacobino, liberal o «moderno», y sí mucho que ver con el mantenimiento de un statu quo que distaba mucho de quines pudieron haber derivado luego en posiciones que hoy en día pudiéramos clasificar como de izquierdas; es decir, que puede ser que algunos grupos indígenas, a pesar del papel de «oprimidos» que se les atribuye de manera generalizad por historiografías nacionalistas o por antropólogos multi-culturalistas y relativistas, tuvieran más interés en mantener el orden del Antiguo Régimen –referente estructural de la derecha política originaria– que en luchar y conquistar una nueva soberanía y una nueva igualdad política:

«Muchos indígenas de los pueblos –de hecho la mayor parte– participaron en el conflicto armado para defender sus comunidades contra la intromisión del Estado borbónico y las incipientes fuerzas de la modernización, más que para afirmar la autonomía política de la colonia mexicana dentro de una monarquía española reconfigurada, o para alcanzar la plena independencia de la metrópoli.» (Van Young, pág. 50.)

Recordamos en estos momentos el documental de Patricio Guzmán, Pueblo en vilo, basado en el libro que con el mismo nombre escribiera don Luis González, considerado en México precisamente como padre de la «microhistoria», sobre su pueblo natal, San José de Gracia Michoacán; un pueblo –de alrededor ocho mil habitantes cuando Guzmán filmó la película en 1996–, en el que al parecer no sucedía nunca nada y la vida discurría áspera y monótona, y cuyo más importante acontecimiento fue haber sido uno de los escenarios de la guerra cristera o Cristiada (1926-1929). Un pueblo «sin historia» literal y metafóricamente, razón por la cual González decidió dejar registro en su libro. En algún momento del espléndido documental de Guzmán, se entrevista a un anciano seguramente nonagenario o frisando ya el siglo de vida al que intentaba Guzmán extraer anécdotas, razones, consignas y testimonios de la participación que el anciano había en efecto tenido en el tan sangriento y decisivo capítulo de la revolución mexicana que fue la guerra cristera. El hombre, singularmente encantador, ofrecía respuestas breves y lacónicas aunque categóricas: por supuesto que había participado en la guerra cristera y por supuesto que había cargado fusil. Pero cuando Guzmán intentaba extraer razones, principios, consignas, consciencia de clase o ideológica, dialéctica en definitiva, el hombre, con lapidaria claridad y sin complicarse demasiado, respondió: ‘yo sólo estaba ahí pa’ lo que se ofreciera’.

«Claro está, como tengo un concepto anterior, voy a comprobar ese concepto, no a inventarlo. Si mi portera y yo vemos la misma cosa, mi portera no sabe lo que ha visto, porque no tiene el concepto anterior», dijo Valle-Inclán.

Los episodios que consigna Van Young en su artículo son los siguientes (los transcribimos en su brevedad):

«El primero tuvo lugar a principios de noviembre de 1810 cerca de Las Cruces, al occidente de la ciudad de México, después de la batalla que libraron ahí el numeroso pero desorganizado ejército del padre Miguel Hidalgo y Costilla y una fuerza realista mucho menor. Una docena de jóvenes indígenas de la población de Celaya fueron arrestados por las autoridades del pueblo bajo la fundada sospecha de que habían participado en la batalla del lado insurgente. Todos eran campesinos pobres y sólo uno hablaba español. En su testimonio dijeron que a través del gobernador de su comunidad habían recibido instrucciones del mismísimo rey de España, quien se había aparecido en el Bajío a bordo de una misteriosa diligencia negra para ordenarles que siguieran al cura Hidalgo, mataran al virrey y a los demás españoles, y se repartieran sus bienes.
El segundo incidente se dio durante el sitio de Cuautla, en marzo de 1812. En las afueras del pueblo sitiado las fuerzas realistas capturaron a José Marcelino Pedro Rodríguez, un joven indígena, a quien dieron de inmediato trato de rebelde y sentenciaron a muerte para el siguiente día. Cuando le preguntaron qué hacer con su cuerpo, Rodríguez pidió que lo regresaran al pueblo sitiado, ya que el padre José María Morelos tenía con él a un niño milagroso que lo haría levantarse de entre los muertos al tercer día.» (Van Young, pág. 49.)

  1. Jaime E. Rodríguez titula su muy interesante colaboración «Una visión atlántica», e inicia con un posicionamiento categórico crítico y preciso: las interpretaciones oficiales, nacionalistas, son por lo general ampliamente rechazadas por estudiosos y académicos de la historia.

Los dispositivos ideológicos de tales interpretaciones, conocidos por todos, son los siguientes: se sostiene que España había sido una potencia retrógrada (todo lo que tenga que ve con ella es inextricablemente «de derecha», dirá con machacona incidencia algún analfabeto histórico de izquierda mexicano o americano) y que la independencia era la única vía para que naciones supuestamente existentes antes de la implantación del Estado español fueran por fin emancipadas de ese yugo nefando. A todo esto contra-argumenta Rodríguez consistentemente:

«Pero la independencia de la América española no constituyó un movimiento anticolonial, como muchos afirman, sino que formó parte tanto de una revolución dentro del mundo hispánico como de la disolución de la monarquía española. A decir verdad, España fue ella misma una de las nuevas naciones que emergieron de la fragmentación de aquella entidad política mundial.»{5}

Por otro lado, arremete también Rodríguez contra las interpretaciones, hechas generalmente desde las coordenadas de la ciencia política más reciente, según las cuales los fracasos de orden y prosperidad nunca alcanzados por las naciones independientes americanas durante el siglo XIX (que fue sobre todo un siglo de cuadillos, cuartelazos y pronunciamientos) habrán de encontrar causa y razón en la incapacidad inmanente a ellas y a su clase dirigente, ineptas para organizar y llevar adelante gobierno e instituciones estables y por la adopción de modelos extranjeros equivocados; a todo esto recuerda Rodríguez, amparándose en la información que nuevas investigaciones han arrojado, que

«los habitantes de la monarquía española contaban con amplia representación y estaban bien preparados para el gobierno autónomo. De hecho, la gran revolución política comenzó cuando la Constitución de Cádiz otorgó a los habitantes de Hispanoamérica una amplia experiencia en la elección de sus representantes a cortes, diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales. Además, la Constitución de 1812 estableció un sufragio más amplio que el de Gran Bretaña, Estados Unidos o Francia.» (Rodríguez, pág. 53.)

Tesis evidentemente que incómodas a ojos de políticos e ideólogos nacionalistas. Pero Rodríguez se pregunta de inmediato la cuestión fundamental a la que han querido encontrar respuesta politólogos y economistas: ¿por qué entonces la decadencia económica y política de España y América española durante el siglo XIX? La respuesta no es ni por la naturaleza retrógrada, corrupta y holgazana de los españoles (planteamiento vulgar y ramplón, indocto en definitiva, comúnmente utilizado aquí y allá: en alguna ocasión nos fue dado escuchar a un ideólogo, que incluso era al parecer profesor en alguna escuela de educación media, la estúpida e infantil tesis de que la corrupción fue traída por los españoles a América), ni por la mediocridad intrínseca de nativos americanos, sino por la naturaleza estructural en términos políticos de la monarquía española, y por el momento histórico en el que tuvieron lugar acontecimientos tan importantes como fueron los de las revoluciones hispánicas.

Por un lado, la independencia americana no fue nada más un desprendimiento de la península «opresora», sino la destrucción interna de una estructura política, social, económica y administrativa de vastísimas proporciones (que funcionaba bien pese a sus muchas imperfecciones, subraya Rodríguez) que había logrado mantener, con la flexibilidad suficiente para equilibrar las inevitables tensiones sociales y políticas, un orden histórico concreto durante 300 años –los trescientos años que, junto con 200 más de vida independiente, suman los 500 años de la igualmente burda y grosera ideología de los 500 años de opresión y dominación de la «otredad sublime prehispánica» defendida por filósofos de la liberación como Enrique Dussel–.

Por otro lado, las revoluciones hispánicas –en ambos hemisferios– culminaron después de las guerras napoleónicas europeas, teniendo que encarar cada nación resultante un orden de mayor estabilidad económica y política de la que se derivaba una demanda menor de la variada producción que de otra forma pudo haberse esperado y deseado, como fue el caso con el que Rodríguez contrasta Hispanoamérica: la independencia de Estados Unidos, que, habiendo terminado en 1783, tuvo 20 años para organizar su estructura productiva para abastecer a una Europa que, a partir de 1789, entró en guerra.

Se trata de un desfase político, institucional y económico que permitió que el curso que tanto Estados Unidos como Gran Bretaña –el imperio enemigo mortal del español– hubieron de tener durante el siglo XIX los colocase a la delantera de sus contrapartes hispánicas, cuyas naciones sólo pudieron encontrar estabilidad y orden en el último cuarto del siglo XIX.

Habiendo expuesto lo anterior, y haciendo punto y aparte, Rodríguez pasa a presentar una tesis que nos parece de altísimo significado e interés y que abre la puerta a la posibilidad de una reconstrucción sustantiva en términos ideológicos de la historia de España y América –sobre todo del lado de América, aunque hemos de decir más bien que el complejo anti-hispánico es igualmente presente en ambos hemisferios–; el argumento es el siguiente:

«Este ensayo se funda en la creencia de que el mundo hispánico, parte importante de la civilización occidental, abrevó de una cultura europea compartida cuyos orígenes se remontan al mundo clásico antiguo. La cultura hispánica fue un igual de cualquier otra cultura europea, pues compartía esta misma cultura con las demás monarquías. Los españoles y los hispanoamericanos compartían la misma fe, la misma lengua, las mismas instituciones, las mismas leyes y las mismas tradiciones literarias y culturales. Las posturas antihispánicas surgieron en las décadas de 1830 y 1840, cuando los hispanoamericanos buscaron una explicación para su fracaso posterior a la independencia. Estados Unidos nunca rechazó su herencia inglesa.» (Rodríguez, pág. 54.)

Una tesis fuerte e incómoda para muchos, pero de gran fertilidad crítica para los efectos de reconstrucción histórica y de amplios horizontes para cualquier consideración que quiera hacerse desde el punto de vista de la filosofía de la historia, concepto este último que, de hecho, es sólo inteligible dentro del mundo cristiano occidental.

  1. Brian Hamnett, por su parte, titula su breve colaboración en el dossier de Nexos «Un festejo ambiguo», y señala en la primera parte la manifestación de tal ambigüedad en la selección de la fecha simbólica de conmemoración: 2010 (1810), ambigüedad que se convierte en verdadero problema ante el número de repúblicas que en distintas fechas pueden encontrar motivos históricos: 1828 (2028), independencia de Uruguay; 1812 (2012), Constitución de Cádiz; 1821 (2021), proclamación del Plan de Iguala en Nueva España e independencia de Perú; 1824 (2024), Batalla de Ayacucho, etc., etc.

Porque habría que decir que 1810 no representa un año de consumación de independencia, sino que representa, y no sin ambigüedades, el inicio de las «revoluciones»:

«El año de 1810 no significó el logro de la independencia, sino el comienzo de las revoluciones en la América española del sur y en la Nueva España. Los territorios del Reino de Guatemala, sin embargo, no compartieron esa misma experiencia. En la mayoría de los casos las primeras insurrecciones no consiguieron sus objetivos, que generalmente estaban caracterizados por sus ambigüedades –autonomía bajo la monarquía hispana y dentro del imperio, o separación y formación de Estados soberanos independientes–. Aun en las provincias litorales del antiguo Virreinato del Río de la Plata, no subyugadas de nuevo por las fuerzas realistas, el separatismo no fue definido como el objetivo principal hasta el congreso de Tucumán en 1816.»

Hamnett hace hincapié en la pronta militarización de las luchas por la independencia por parte realista, que hubo de enfrentar a la insurgencia con cierto grado de éxito antes del envío de tropas de la península a partir de 1813. Desde la caída de los Borbones en 1808, autoridades imperiales en varias regiones lograron mantener con firmeza la causa real y la unidad política, como fueron los casos del virreinato del Perú –en donde el virrey Abascal (1806-1816) fue de los de mayor fortaleza en la defensa monárquica–, las provincias de Venezuela, Nueva Granda y Quito.

Finalmente, haciendo un recuento somero de factores sustantivos de los procesos de independencia y configuración nacional durante el siglo XIX (republicanismo, liberalismo, constitucionalismo gaditano), remata Hamnett su comentario señalando que la independencia reveló el grado de pobreza en el que se encontraba la América entera, lo que minó las posibilidades de viabilidad y estabilidad política, económica (productiva y financiera) y diplomática de las nuevas naciones, una debilidad e inestabilidad que hubo de tener su más acusada y fatal consecuencia en el fracaso rotundo de integración continental en la década de 1820.

Recordamos aquí lo dicho por Jorge Abelardo Ramos en su espléndido trabajo Revolución y contrarrevolución en la Argentina cuando afirma que: fuimos argentinos, venezolanos o colombianos porque fracasamos en ser americanos, en esto estriba todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá.

B

  1. Sol Serrano, profesora del Instituto de Historia en la Pontificia Universidad Católica de Chile, no está dedicada directamente a la investigación histórica sobre las independencias o sobre las revoluciones hispánicas, pero acaso sí lo está de manera indirecta, pues sus intereses de investigación están centrados en el proceso de secularización del Estado chileno en el siglo XIX, con especial atención al papel de la universidad, las élites intelectuales y, obviamente, la iglesia en ese proceso. El Fondo de Cultura Económica publicó recientemente su libro ¿Qué hacer con Dios en la república? Política y secularización en Chile (1845-1885).

En «Diosa republicana, vieja pintarrajeada, pitonisa redescubierta», Serrano ofrece una reflexión general sobre el significado de 200 años de vida independiente, destacando una contradicción fundamental que atravesó la vida política a lo largo de dos siglos: la contradicción intrínseca al liberalismo que hubo de convertirse en plataforma de construcción de todos los estados nacionales americanos, en virtud de la cual las libertades políticas y la nueva legitimidad derivada de la ruptura con el Antiguo Régimen tuvo poco que ver con la justicia social y con la igualdad que ideológicamente venían intercaladas con tales libertades: el problema, dice Serrano, es que el liberalismo del XIX fue incapaz de procesar sus propias consecuencias.

Consecuencias que en las celebraciones centenarias de 1910 latían ya de manera evidente, aunque no con la suficiente contundencia para ser advertidas por los hombres fuertes que construyeron y mantuvieron el orden republicano americano de fines de siglo, como los Porfirio Díaz, los José Figueroa Alcorta o los tres presidentes chilenos que se sucedieron entre mayo y septiembre de ese año.

Para Serrano, lo fundamental en todo caso es reactivar el principio democrático-liberal que animó los procesos de independencia y construcción nacional:

«El punto es llamar la atención sobre ese momento que inaugura la política como un tipo de competencia abierta, construye el espacio público del disenso, genera las prácticas de la representación, levanta la figura del individuo con derechos que no son privilegios, que el Estado no concede sino que garantiza. Un sistema de derechos que los excluidos irán reclamando para sí.»{6}

Como hemos indicado al inicio de nuestro comentario, este segundo grupo de colaboraciones se destaca por el hecho de no formar parte de investigaciones directamente vinculadas con el tema de los bicentenarios, y que se ofrecen más bien como comentarios generales, como «reflexiones» abiertas, difusas acaso. El artículo de Serrano es muestra de ello; su título quiere ser una metáfora literaria que viene ser a la postre, para nosotros, muy poco sugerente.

  1. Erika Pani es profesora-investigadora en el CIDE, y su trabajo «Las naciones no cumplen años» se ofrece también como una reflexión general sobre el asunto al que por Nexos fuera convocado este grupo de «intelectuales» o académicos.

En su artículo, Pani, incurriendo en la por otro lado común metáfora psicológica, se cuestiona sobre la pertinencia de celebrar la «memoria nacional»: si el papel de la historia, dice Pani, es el de proveer a la nación de un repertorio de fechas que festejar y de «ínclitos héroes» cuyo «inextinguible ejemplo» hay que recordar.{7}

Un papel como el que sitúa Pani entre comillas es el que quedó plasmado en trabajos de historia patria que, según ella misma apunta, fueron escritos en el último tercio del siglo XIX, desde México a través de los siglos hasta la obra de don Justo Sierra. A doscientos años de vida independiente, y a cien de la creación de obras de historia patria como las señaladas, Pani se pregunta, con simpática metáfora popular, si «el horno no está ya para otros bollos».

Porque para Pani, reconociendo el papel digamos que funcional de algunos «mitos unificadores», es importante no obstante tener precauciones sobre el papel excesivamente «trascendental» –el término es de Pani– atribuido a la historia en la construcción de la nación, un exceso que puede ir incluso en contra tanto de la academia, en donde entendemos se sitúa Pani, como en contra de, en sus propias palabras, la nación misma. Y esta precaución ha de ser tomada en consideración para no perder nunca de vista todo cuanto queda fuera de las construcciones historiográficas patrióticas mediante las que nos es dado «crear identidad» (algo que acaso también anime los trabajos de Erick Van Yount tal y como se nos sugiere en el título de su libro: La otra rebelión):

«Así, la historia nacionalista resalta el «patriotismo» por encima del tino, la inteligencia o la creatividad con que los actores históricos afrontaron circunstancias complejísimas. A partir de un pasado fraguado de posibilidades, construye desenlaces inevitables. Al erigir a la nación como marco natural y eterno de la acción humana, al insistir sobre las particularidades sublimes de la patria y la bondad absoluta de sus artífices, es un discurso histórico que a menudo nubla la naturaleza transnacional de muchos de los problemas que enfrentamos, que fustiga a la crítica y clausura –o polariza– la libre discusión de ciertos temas «sensibles» –el «petróleo de la nación», el «Estado laico»– porque la historia así lo ha determinado.» (Pani, pág. 56.)

  1. Jean Meyer es investigador del CIDE, y es el más reconocido estudioso de la guerra cristera, siendo tenida por todos como de obligada lectura –como un verdadero clásico– su fundamental obra La cristiada, editada en tres tomos por Siglo XXI en 1973, con múltiples re-ediciones ulteriores.

Y ocurre pues que su artículo, «¿Qué hacer con el pasado?», es ofrecido también por Meyer como una reflexión general no ya sobre los bicentenarios o las revoluciones hispánicas, sino sobre una indagatoria, de alcance sin duda filosófico, sobre el pasado (habremos de entender que para Meyer el pasado es aquello que la Historia estudia).

En dos palabras, podríamos decir que el de Meyer es un intento o llamado a apresar, en el contexto del bicentenario, la oportunidad nietzscheana de liberarnos de la enfermedad de la historia, queriendo decir con esto que de lo que se ha de tratar es de liberarnos de los usos y abusos de los que es presa la historia nacional por parte de políticos de uno y otro bando.

«Toda nación debería entender su historia –inicia Meyer su comentario–; ninguna nación puede permitirse ser dominada por ella, ser la presa, la prisionera de su historia. Nietzsche fue uno de los primeros en decirlo en su Segunda consideración intempestiva, en 1874. En la manía, compartida por todos los Estados y sus sociedades, de conmemorar sin tregua, el pasado no pasa, sino se amontona y pesa más y más. Para actuar, para caminar, dice Nietzsche, se necesita amnesia, mientras que «la historia reverencial», la «historia de bronce» (Luis González) nos paraliza. «Hay un grado de insomnio, de rumia, de sentido histórico que hace daño al ser vivo y acaba por aniquilarlo, sea un hombre, un pueblo o una civilización» (Nietzsche).»{8}

Se trataría, interpretamos aquí a Meyer, de mirar la historia de frente, dialéctica y objetivamente, atendiendo a contradicciones y antagonismos que nos permitan llegar con la mayor honestidad posible, aunque siempre por vía dialéctica (diríamos), a lo que Meyer quiere llamar lo verdadero y lo justo: «asumiendo los dramas de nuestra Historia, con mayúscula, en lugar de disimular ciertos hechos, ciertos actores, en lugar de juzgarlos como buenos y malos, según nuestros prejuicios.» Pero ese sentido dialéctico, realista digamos, que queremos nosotros hallar en el ánimo de Meyer, se desdibuja cuando pasa él a declarar el propósito que todo historiador debe tener como guía, un propósito que, desde nuestro punto de vista, se nos ofrece como rebosante de idealismo y armonismo, y muy poco dialéctico, porque, para Meyer, «la historia y el historiador deben encontrarse al servicio de lo verdadero y justo, de la libertad y la fraternidad entre los hombres. Insisto en la fraternidad» (pág. 57). ¿Cómo puede ser posible estudiar por ejemplo las Guerras Púnicas a la luz de una consigna como esta?

En todo caso, Meyer refrenda su propósito de recomendar, incurriendo también en la metáfora psicológico-psicoanalítica, sacudirnos hasta donde sea posible de nuestro pasado: en lugar de intoxicarnos, dice, con un pasado machacado y rumiado hasta la indigestión, un pasado que proyecta una densa sombra sobre el presente y el futuro, la conmemoración de 1810, como la de 1910, debe propiciar una verdadera toma de conciencia que permita, en palabras de Henri I. Marrou, maestro de Luis González, «una auténtica catarsis, una liberación de nuestro inconsciente sociológico un tanto análoga a la que en el plano psicológico trata de conseguir el psicoanálisis» (Meyer, pág. 56).

  1. Con Luis González de Alba terminan las nueve colaboraciones a las que hemos querido centrar la atención de nuestro comentario.

Y es también la de González de Alba una reflexión crítica y políticamente incorrecta, «Mentiras de la Independencia» reza el título, sobre la interpretación/construcción de la historia nacional, un artículo con luces y sombras en algunos momentos –para decirlo de algún modo–, aunque no por eso carente de interés y pertinencia en su sentido global.

Su texto –el más largo de todos– está organizado en cuatro secciones. En la primera dedica González de Alba sus tiros a triturar el verdadero mito fundacional del 15 de septiembre, la más festejada fecha del país –más general que la de la Virgen María–, señalando que ese día preciso, a las 11 de la noche, no ocurrió en realidad nada fuera de lo habitual. El domingo 16, en todo caso, Hidalgo llamó a misa, y una vez con el atrio lleno, pidió a la asamblea (ekklesía o ecclesia: asamblea del pueblo) que se organizasen consiguiendo armas de variado tipo. Con esto, dice González de Alba, dio inicio una primerísima etapa que hubo de durar 10 meses tan sólo, culminando con el fusilamiento de Hidalgo e involucrados.

Diez años después, seguimos con el esquema de don Luis, el 27 de septiembre de 1821, la independencia habría de encontrar su fin sin disparar un solo tiro, a través del acuerdo político entre el virrey Juan O’Donojú y las cabezas de ejército Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide, tan incómodo este último para la historia nacional y nacionalista.

Pero ¿y el 15 de septiembre entonces?, se pregunta González de Alba, a lo que responde: se trató de una casualidad o de una estratagema, o de ambas cosas a la vez, pues resulta ser que el 15 de septiembre era también el cumpleaños de Porfirio Díaz, con lo cual había sido ya habitual la organización de festejos en Palacio Nacional con la correspondiente verbena popular en la plaza de la constitución. En 1896 –aquí puede estar la estratagema–, Díaz hizo llevar la campana de la iglesia de Dolores que había sido tañida por Hidalgo aquel aciago 16 de septiembre para ser instalada en el balcón central de Palacio Nacional. En la correspondiente fiesta de celebración no ya de la independencia, sino del cumpleaños del general, tuvo éste la ocurrencia de hacer repicar tan emblemática campana, aunque sin hacer grito o alegoría alguna. El acto simbólico, no obstante, había sido establecido.

La conmemoración del 15, con grito, repique de campana y listado de héroes no tuvo lugar sino hasta que fuera Venustiano Carranza quien lo hiciera, según la información que nos ofrece el artículo Mentiras de la Independencia.

La segunda y tercera secciones del artículo los dedica González de Alba a recordar dos proyectos de independencia dispuestos a contra-corriente de la historia oficial. El primer proyecto tuvo lugar en 1783, y fue pergeñado por don Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde Aranda, un español ilustrado y audaz, a ojos de González de Alba (Luis M. Farías publicó a este respecto, en 2006, en el Fondo de Cultura Económica, el libro La América de Aranda).

El proyecto habría de ser diseñado a la vista de los acontecimientos que tuvieron lugar en los recientemente creados Estados Unidos (los 13 estados originarios), circunstancia que animaría al conde de Aranda a informar a Carlos III sobre los escenarios futuros que en el horizonte se divisaban para el imperio en el marco del nuevo cuadro geopolítico e ideológico:

«Mañana será gigante [los Estados Unidos], conforme vaya consolidando su constitución y después un coloso irresistible en aquellas regiones […] La libertad de religión, la facilidad de establecer las gentes en territorios inmensos y las ventajas que ofrece aquel nuevo gobierno, llamarán a labradores y artesanos de todas las naciones […] y dentro de pocos años veremos levantado el coloso que he indicado.»{9}

Y pasa luego González de Alba a desplegar una diatriba contra Morelos, sobre todo en cuanto a lo que atañe a lo por él postulado en los –retrógrados, dice nuestro autor– Sentimientos de la Nación, señalando furibundamente el contraste entre la eventual pluralidad y tolerancia que en los Estados Unidos veía Aranda, y la cerrazón e intolerancia, antidemocrática dirá González de Alba y muchos otros fundamentalistas democráticos, de lo estipulado por Morelos cuando afirmaba que «la religión católica habría de ser la única, sin tolerancia de otra».

Y en la misma línea de irritación, González de Alba da un sorprendente y ciertamente audaz salto mortal para afirmar que, en el presente, es México tan sólo junto con Corea del Norte el único país en el que se rechaza la inversión en energía y en el que no se permite investigación externa en nuestros yacimientos, sugiriendo una verdaderamente bochornosa y ramplona conexión, al nivel de Villalpando, entre la supuesta «intolerancia anti-democrática» del Morelos de los Sentimientos de la Nación, con la intolerancia retrógrada de algunos políticos nacionalistas; si Villalpando ha hecho de Morelos el primero en preocuparse por la «calidad de vida» de los mexicanos, González de Alba hace de Morelos el antecedente demoníaco y lúgubre del más recalcitrante priísta nacionalista de nuestros días, o, porque no, de Andrés Manuel López Obrador.

Y es que ya desde el inicio de su artículo comete González de Alba el primer garrafal tropezón (o salto mortal), típico por otro lado del laicismo anti-clerical liberal y simplista, afirmando gratuitamente que si, por suerte –según él, es decir, que se congratula de ello–, los mexicanos practican cada vez más religiones en el presente, habrán en algún momento de llegar por esa vía a la conclusión de que, si hay tantas, todas son falsas. Dando muestra con este comentario de que carece de alguna teoría de la religión mínimamente consistente (filosófica) a través de la cual le sea dado conocer, contrastar y cribar la estructura y dialéctica internas de las religiones a lo largo de la historia de la humanidad, una carencia –común, como decimos, en el laicismo anti-clerical sociológico e irreverente– que da todas las facilidades –he aquí la cuestión– para poner en el mismo nivel –el mismo nivel de falsedad, nos dirá– a una religión primaria o secundaria, como cualquier rito fetichista o metafísico (sea oriental, prehispánico o posmoderno), con algunas de las religiones terciaras, monoteístas, como son el islamismo, el cristianismo y el judaísmo; religiones todas ellas ya filosóficas y tardías con relación a lo anterior, y con una estructura doctrinaria que abreva de Aristóteles, creador de la teología natural y de la idea misma de Dios.

Pero continuando con el contenido de su exposición, González de Alba –quien se pregunta en un momento clave: ¿Qué habríamos hecho si no matan a tiempo a Morelos?– pasa a plantear que de haber tenido mejor suerte el proyecto de Aranda, quien presentara a Carlos III el proyecto de transformar a las colonias en reinos independientes (característica por lo demás de la «línea Habsburgo» en cuanto a su política imperial, en contraste con la «línea Borbón»), el proyecto de unidad entre países americanos fraternos e iguales ante España, con una independencia por acuerdo con ella y bajo legislación liberal, pudo haber dejado de ser un sueño (que en parte hubo de estar en la cabeza de Bolívar): juarismo sin Juárez e independencia sin destrucción ni cabida para los Morelos, dice González de Alba.

La sección tercera de su artículo está dedicada a otro intento de independencia políticamente incorrecto, pues se trata precisamente del intento del virrey José de Iturrigaray quien, en 1808, y a instancias de miembros del Ayuntamiento de la ciudad de México –Juan Francisco Azcárate, Francisco Primo de Verdad y Ramos y Melchor de Talamantes–, aceptó el plan de convocar e instalar un congreso nacional llamado a instaurar la independencia de la Nueva España a la luz de la crisis monárquica en la que recién había caído la metrópoli con motivo de la invasión napoleónica. Es sabido el desenlace de ese intento fallido: golpe de estado de Gabriel Yermo –comerciante vizcaíno de la ciudad de México– con el apoyo de la Real Audiencia; apresamiento del virrey Iturrigaray, ejecución de Primo de Verdad y Ramos.

La última sección es acaso la de mayor interés en el trabajo de González de Alba, pues es el único que aborda –ninguno de los historiadores o científicos sociales o académicos tomó en consideración perspectiva semejante– la dialéctica política de la independencia y las revoluciones hispánicas en su más amplio espectro de configuración histórico-universal, un espectro desde cuyo campo despliega una acertadísima crítica –que compartimos por entero, como ya hemos sugerido anteriormente– a la ideología de la «nación oprimida» durante 300 años por el invasor español (como hemos dicho ya, hay quienes añaden los 200 años de vida independiente, de modo tal que son no ya nada más trescientos sino 500 el número de años de opresión y dominación de los «pueblos originarios» que piden hoy respeto y tolerancia a su cultura e identidad); porque lo que hubo antes de la invasión española no fue una nación política consistente sino una pluralidad de naciones étnicas enfrentadas, como es natural, entre sí:

«En el territorio que hoy es México no hubo una, sino decenas de naciones indígenas. Todas con culturas, idiomas, religiones, usos y costumbres, grados de civilización y organización social más diversas entre sí que la diversidad entre España, Italia y Francia durante el Renacimiento.» (del Alba, pág. 60.)

Y luego pasa don Luis a exponer el desarrollo, complejísimo y dilatado por lo demás, en el que España vino a constituirse históricamente como la trabazón de una unidad política con diferentes identidades, señalando con esto el error de querer equiparar esa unidad política consistente que ha sido España con la supuesta existencia de México, que no vino a existir políticamente sino hasta la segunda y tercera década del siglo XIX en adelante, pero nunca como algo que hubieses estado oprimido 300 años.

La exposición remite, como es natural, a la dialéctica histórico universal de las tres grandes fases del despliegue de España como estado: la España romana (Hispania), la España visigoda y la España árabe: una unidad política con tres identidades; la España española, cristiano-católica, si se le puede denominar así, tiene su germen en el proyecto de reconquista que, desde el Reino de Asturias (Covadonga, Oviedo: la invasión musulmana es frenada en Covadonga y en Poitiers), a partir de los siglos VIII y IX, comienza su despliegue necesariamente imperial (imperialista) para recubrir al Islam, cuya dominación habría de durar 800 años (del siglo VIII al XV). Pirenne habría de escribir, en el siglo XX, su clásico libro Mahoma y Carlomagno, en donde planteaba que el último no puede entenderse más que en el enfrentamiento con el primero; a lo que habría que añadir que, del mismo modo, el Reino de Asturias (Pelayo, Alfonso I, Alfonso II) y, luego, los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, insertados ya en una estructura imperial española y católica, tampoco pueden entenderse más que en la dialéctica permanente con el Islam, un enfrentamiento que puede ser considerado como subyacente al antagonismo entre España y Francia, pues fueron ambos los dos proyectos cristianos que intentaron frenar y obligar a repliegue al imperio musulmán.

Pero España fue quien ganó la partida, lo que le valió el odio político y geopolítico tanto de Francia como de Gran Bretaña (no debe olvidarse el papel tan importante jugado por el Reino Unido para apoyar las guerras de independencia americana contra España, su rival a muerte): porque en 1492, meses antes del descubrimiento de Colón en Octubre, Fernando e Isabel habían entrado y tomado Granada, terminando así con la reconquista multisecular que había dado inicio en Asturias. El apoyo que dieron a Colón para que llevara adelante su proyecto de navegación, se debió a que sabían –gracias a Toscanelli– que la tierra era redonda y que, por tanto, en el viaje de Colón podría dibujarse una ruta para «tomar a los moros por la espalda», toda vez que la guerra de siglos contra ellos debía ser emprendida hasta sus últimas consecuencias. La verificación de la redondez de la tierra tuvo lugar como parte de un proyecto español. Y entonces descubrió Colón lo que luego habría de ser denominado América, que necesariamente también –pensar lo contrario es propio de una mentalidad ingenua e infantil– haría de quedar incorporada a esa estructura imperial española en marcha al compás de cuyo desdoblamiento hubo de darse un cambio radical en el curso de los acontecimientos mundiales.

Y González de Alba añade una comparación igualmente interesante: el caso de Grecia y la ocupación turca, que abarcó desde el Imperio romano de Oriente (toma de Constantinopla en 1453) y el Medio Oriente hasta el centro de Europa. Grecia alcanzaría su independencia el mismo año que la Nueva España, 1821, y al igual que España, pero a diferencia de lo que hoy es México, Grecia también recobraría una unidad determinada con antelación.

Pero México, es González de Alba quien habla, no existió nunca en la época prehispánica, además de que –esto es acaso lo peor a su juicio–, la historiografía nacionalista anti-hispánica recuperó como matriz de identidad nacional a la cultura indígena más reciente y menos importante de las culturas mesoamericanas:

«Los tlaxcaltecas y otomíes no eran meshicas, sino enemigos de éstos, mucho menos eran mexicanos, nombre que fue necesario crear, con el de México, y nos condenó a ser un país centralizado no sólo en lo político y económico, sino hasta en la historia, al darnos como herencia cultural indígena a la más reciente y menos importante de las culturas mesoamericanas. No olvidemos que meshicas o aztecas, en pleno año del Señor de 1300, todavía eran una tribu de cazadores-recolectores, nómadas que avanzaba hacia el sur buscando un águila que devorara una serpiente.» (del Alba, pág. 61.)

Y es que, a juicio de Luis González de Alba, pudo haber sido más fecundo –aunque sin duda imposible– el hecho de haber hecho de otras culturas, como la Maya, la matriz cultural e identidad nacional, pero imposible fue en virtud de que para el siglo X había caído ya el último imperio maya. En todo caso, nos dice, ‘nuestra historia ha decidido olvidar que fue el odio infinito a los aztecas y sus impuestos de sangre lo que unificó a los muy diversos pueblos sometidos bajo su tiranía, y que esas tropas multinacionales fueron empleadas por Cortés para conquistar la capital imperial’ (del Alba, pág. 61.).

Pero ¿por qué habrían los aztecas de suscitar tanto interés en nuestra historia nacional? «Porque los aztecas, remata González de Alba, son la mejor imagen del pueblo vencido. Y eso nos atrae con fascinación enfermiza, morbosa.»

III

Ahora bien, lo anterior ha sido realizado desde un punto de vista de primer grado, analizando y comentando lo expuesto por los autores que a los efectos fueron convocados por Nexos.

Pero cuando hacemos una interpretación de segundo grado, se advierte entonces una perspectiva general de la que nos parece participan por entero los colaboradores; se trata de una perspectiva, que quiere ser crítica, a la luz de la cual especialistas o investigadores, académicos, o «intelectuales» en todo caso, analizan «desde el lado del rigor científico y académico» –bien sea el de la Historia o el de las Ciencias Sociales, y bien sea porque se trate de su línea de investigación o porque han sido convocados a dar un punto de vista desde su singular condición, como puede ser la condición del «intelectual comprometido»- un material histórico que ha venido a ocupar el centro de la atención pública en virtud del interés que en torno de él ha encontrado cita desde puntos de vista «no académicos» sino políticos, ideológicos, partidistas, mundanos en definitiva.

Se trataría entonces de un grupo de académicos situados frente a la parte posterior de un tapete gobelino desde cuya perspectiva les fuera posible mirar las costuras, los nudos y el hilvanado –muchas veces grosero o nada estético: «¿qué celebramos?»– de ese tapete en cuestión, que es, a su vez, visto por el pueblo, por la nación, en su cara anterior, ofrecido como un cuadro coherente, consistente y acabado, con sentido; como la historia patria, oficial: «Bicentenario de la Independencia». En la cara posterior estaría «la verdad» histórica, dirán acaso los historiadores académicos; mientras que en la parte anterior, la que el pueblo ve, estaría «el mito», la ideología, la tergiversación y la instrumentalización de los políticos, perniciosos estos últimos para la Historia, la Academia y, en el límite, para la nación misma.

Dice Roberto Breña, por ejemplo, en su artículo «Historia compleja, festejo simple», lo siguiente:

«Cabe apuntar, antes de seguir, que a otros corresponde evaluar la conmemoración bicentenaria mexicana desde las perspectivas política, social o artística, las cuales, podría argumentarse, son tan importantes como la perspectiva académica; no obstante, es esta última la que aquí nos interesa.
El enfoque académico está obligado a hacer un esfuerzo por evitar el «presentismo», el anacronismo y la descontextualización (tres formas distintas para aludir a la subordinación del pasado a los valores, los intereses y los objetivos del presente). Esta postura puede ser considerada «arqueológica», ignorante del presente y renuente a ver hacia el futuro. Para nosotros, es la única que brinda la posibilidad de que la búsqueda de la siempre escurridiza «verdad histórica» rinda frutos (como los que rindió, por ejemplo, la conmemoración académica de la Revolución francesa) y la que nos da más elementos para pisar con firmeza en el presente y para caminar con mayor seguridad hacia el futuro.» (Breña, pág. 40.)

Erika Pani, en un sentido similar, afirma también, en su artículo «Las naciones no cumplen años», que

«aún reconociendo la utilidad de algunos «mitos unificadores» que imprimieron sentido al discurso y a la acción públicos, habría que preguntarse si asignar un papel trascendental a la historia en la construcción de la nación no le hace un flaco favor a la disciplina… y, en última instancia, a la nación.» (Pani, pág. 55.)

Jean Meyer hace lo propio y nos dice en su artículo lo que sigue:

«Nosotros los historiadores mexicanos, alumnos de don Luis González, gran lector de Valéry y Bloch, sabemos demasiado los usos y abusos que el juego político hace con la historia nacional y por eso preferimos que nuestra disciplina, nuestro oficio, se mantenga a un lado del foro y del circo conmemorativo.» (Meyer, pág. 57.)

La oposición, a ojos de Pani, Meyer o Breña, entre la Historia (la disciplina) y la Academia por un lado, y la política, la ideología y los políticos (la historia patria) por el otro, puede llegar a ser, una vez habiendo recibido los servicios funcionales de la ideología y los mitos unificadores, una oposición total y absoluta, irreconciliable en el límite. Oposición tácita que estaría detrás, como explicación, de las muchas veces habitual repugnancia o desdén con el que algunos académicos miran por encima del hombro a la política (al circo conmemorativo, en palabras de Meyer) y, sobre todo, a los políticos (muchos de los cuales se tienen merecido con honores ese desdén o repugnancia, y no ya nada más de los académicos sino de la ciudadanía en general: ‘nada peor para un hombre de bien, que no quiera gobernar, que ser gobernado por alguien peor que él’, Platón, República).

Pero es entonces a la luz de esta perspectiva de segundo grado como el conjunto de artículos presentados en el dossier de Nexos cobra una coloración distinta cuyos nuevos tonos y sombras recubren, desdibujándolos, los límites categoriales de las disciplinas científicas de referencia: la Historia, la Ciencia Política, las Ciencias Sociales (disciplinas en donde se atrincheran sus cultivadores para permitirse así tomar todas las distancias con la Política práctica, pero con la consciencia tranquila), ofreciéndonos un cuadro problemático distinto, quizá más confuso si se mira de cerca, inadvertido quizá, de otra escala en todo caso: la escala filosófica. Nuestra perspectiva quiere ser entonces también académica, pero no en el sentido habitual: el de la universidad institucionalizada o el de los gremios de una u otra disciplina, sino en el sentido filosófico por antonomasia, el platónico: la Academia de Platón, lejos de ser un lugar aislado para meditar al margen de los asuntos mundanos, del circo público, sobre las «verdades eternas y sublimes» de la vida, nace como fruto de una crisis política concreta (fin de la guerra del Peloponeso, toma de Atenas por Esparta, juicio y ejecución de Sócrates) y como lugar en donde quiso dársele cabida a una crítica radical a la razón política de su tiempo.

Porque el problema no estriba ya en el hecho de que el mito o la ideología –criticados con rigor desde la ciencia social, la psicología o desde la Historia, desde la «academia»– estén instrumentalizados por un político virtuoso o por un político analfabeto y oportunista, o en la posibilidad de que el primero, merced a su virtud, prescinda del mito/ideología y se presente como un político «racional» y responsable, que hable de frente y se dirija al pueblo solamente con «la verdad» (una verdad que acaso le sea presentada por su gabinete de asesores, historiadores profesionales todos ellos), mientras que el segundo, merced a su vileza y oportunismo, no sea más que un ideólogo ramplón y mentiroso; no, el problema estriba en el hecho de que la escala problemática en la que tanto el mito como la ideología política cobran su más cabal sentido filosófico es una escala distinta de la ciencia; porque el mito y la ideología son necesarios en política, y esta necesidad y su correspondiente operatividad ontológica puede sólo ser resuelta desde un punto de vista filosófico antes que de otro. Se trata del problema político de Platón: el de la necesidad de la mentira política. La disyuntiva no es por tanto aquella que opone al mito/ideología (falsedad) con la verdad histórica, sino la que opone un mito/ideología más racional y consistente, claro y distinto, con uno menos racional, inconsistente o delirante, oscuro y confuso.

Y no se trata con esto de que queramos nosotros impugnar en modo alguno el rigor con el que historiadores y académicos acometen sus tareas docentes y de investigación; lo que queremos es señalar el hecho de que la dialéctica en función de la cual quieren hacerse consistir el antagonismo verdad histórica pasada/mito ideológico-político presente, o la dislocación entre pasado (en donde yace la verdad) y presente (en donde están los valores a cuyos designios quiere someterse o instrumentalizarse la verdad), es una dialéctica falsa, aparente, pues es precisamente el pasado el que no existe como tal: lo que existe en el presente son las reliquias y relatos (material del historiador), y es sólo a partir de los esquemas y cuadros de encadenamientos causales con ellos diseñados como el pasado es construido por la Historia como disciplina. Decir por tanto que la Historia es la disciplina encargada del estudio del pasado carece de toda pertinencia; la Historia, lo que estudia, son reliquias y relatos a través de las cuales se reconstruyen operaciones de un pretérito perfecto en cuyo derrotero ha de quedar incardinado el presente mismo, pero siempre según unos criterios de reconstrucción u otros.

Se trata entonces por tanto de la dialéctica efectiva dentro de un presente no acabado, unívoco u homogéneo, sino conformado por partes muy diversas, antagónicas, de modo tal que el pasado pude verse como una construcción circular de algunas partes del presente hacia o contra otras partes del mismo. El presente solamente puede entenderse, por tanto, como presente anómalo:

«si los objetos culturales presentes pueden remitirnos al pasado es sólo por la mediación del presente político-social, en cuanto que no es una entidad homogénea (a la que pudiera anudársele globalmente una «estela» pretérita), sino una entidad heterogénea, rugosa o –con palabra también estoica– «anómala». De este modo, el nexo entre el presente y el pasado sólo podrá entenderse como un desarrollo de los nexos entre las partes del presente anómalo entre sí, consideradas desde ciertas perspectivas.» (Gustavo Bueno, «Reliquias y Relatos: construcción del concepto de _Historia fenoménica_», El Basilisco, nº 1, 1978, páginas 5-16.)

La Historia, antes que explicar el presente, está siempre en posibilidad de destruirlo, porque es posible desbordarlo en todo momento desde una de sus partes y en función de círculos de concatenación muy diversos; en esto radica el problema del escepticismo del historiador equiparable al problema del escepticismo filosófico, porque ambos pueden ser en el límite dañinos para la vida moral y política.

Queremos entonces señalar que pierde todo sentido el intento de pretender desconectarse del presente político mundano, del partidismo ideológico, por parte de académicos que se consideran asistidos por márgenes de neutralidad científica dentro de cuyo vacío ideológico puedan ellos dedicarse a la contemplación de «la verdad»; porque tanto ciudadanos como académicos forman parte de una sociedad política determinada por una dialéctica política concreta (de clases y de Estados) de cuyo campo de fuerzas es imposible desconectarse, separarse por completo (lo que no implica que no puedan disociarse planos de operación e incidencia). Se trata de un problema político de segundo grado del que no puede salirse desde perspectivas de primer grado o individuales.

El campo de fuerzas de esa dialéctica política estaría conformado por la symploké en la que estarán siempre trabados tres componentes fundamentales dispuestos de tal manera que la reducción a uno u otro no tiene cabida: la ideología, la historia y la política.

El problema de la historia se corresponde con la teoría del presente anómalo como dispositivo gnoseológico de la Historia como disciplina: el presente no puede ser un presente homogéneo y acabado, perfecto, sino un estado infecto (inacabado), en marcha y conformado por partes heterogéneas a partir de las que tienen siempre lugar procesos de construcción y reconstrucción cíclica de operaciones pretéritas incorporadas a esquemas de encadenamientos causales. El pasado como tal no existe, es una construcción de la Historia, disciplina que, en el límite, destruye el presente al desbordarlo.

El problema de la política se corresponde con la teoría de la eutaxia (orden y duración) como núcleo de la sociedad política: el núcleo de una sociedad política es el ejercicio del poder que se orienta objetivamente a la eutaxia de una sociedad divergente según la diversidad de sus capas; la peculiaridad de ese núcleo es que en su operatividad no debe de estar presente nada más el momento genético (en una estructuración o reconstrucción determinada, como puede ser la reconstrucción revolucionaria) sino que debe estar presente también la intención estructural (de duración). (Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», Biblioteca Riojana, Logroño, 1991). En política no puede haber orden al margen del poder y su ejercicio; todo orden es un equilibrio inestable.

El problema de la ideología lo hacemos corresponder con la teoría de la ideología en la que es ésta tenida no ya como una falsa consciencia o apariencia, sino como representación (construcción sistemática a partir de Ideas determinadas) que una clase social tiene de su lugar en el mundo y de sus intereses, en tanto que opuestos a los de otras clases sociales contiguas, como por ejemplo puede suceder al interior de un mismo Estado. Se trata de una concepción dialéctica de la ideología en un sentido orgánico, como ideología orgánica (Gramsci) más que como falsa consciencia o inversión aparente de la realidad (en un sentido más cercano a Marx), que puede encontrarse expuesta en la obra del profesor Gustavo Bueno. En este sentido, ideología se opone a creencia, en tanto que supone una visión del mundo común a una totalidad social, sin oposición a otras. (ver entrada Ideología en Symploké).

* * *

Hemos querido con este artículo ofrecer criterios de interpretación de trabajos tan interesantes como los que conforman el dossier que la revista Nexos dedicó en septiembre de 2009 a las cuestiones relativas al bicentenario y su festejo; a través de ese cuadro de criterios (la trabazón ineludible entre ideología, historia y política y la crítica a la hipóstasis de la verdad del pasado) hemos querido encontrar una forma de abordar un problema filosófico que apareció a nuestro juicio, de uno u otro modo, en el conjunto de los artículos en cuestión. Esperamos que lo que hemos aquí presentado pueda ser de alguna utilidad.

Final

En un capítulo de la por demás célebre caricatura norteamericana de Los Simpson, la historia contada trataba precisamente del día en que Springfield, la ciudad donde viven los Simpson y donde tienen lugar las peripecias todas de Homero, Bart y familia, celebraba una vez más el día o fecha de su fundación. Se trataba entonces de la organización de marchas, desfiles, representaciones teatrales, pregones y concursos al que era convocado el pueblo entero para festejar a Jeremías Springfield, insigne fundador del pueblo que llevaba su nombre.

Como es de esperarse, Homero Simpson es el primero en participar de la vehemencia ingenua y apasionada, compartida por el pueblo de Springfield en su totalidad, por la celebración y conmemoración del padre de la patria. Y era también el primero en participar en el concurso habitual del pueblo por representar al personaje o al pregonero del año.

No es el caso de Lisa Simpson, la hija de Homero que representa el juicio crítico, la sensatez y madurez ausentes de todo punto en su padre, quien por otro lado representa la fidelidad y bondad ingenua e ignorante del norteamericano medio que a la postre sale siempre airoso de los problemas muchas veces provocados inintencionadamente por él mismo.

Lisa, en efecto, con ese escepticismo siempre peligroso, decide acercarse al museo de la ciudad para documentarse y saber más sobre el fundador de la ciudad; Lisa quería conocer la verdad histórica. El director del museo, un hombre contenido, temeroso e inseguro (se trataba acaso de un historiador), ve con simpatía el empeño de Lisa por conocer más, por ir más allá de lo que podía ser visto acaso como un mito, propósito admirable y encomiable tanto más cuanto que era tan sólo una niña quien en tan nobles faenas manifestaba interés, mientras que su padre y los ciudadanos adultos del pueblo se dedicaban a beber cerveza y gritar vivas a Jeremías Springfield sin saber realmente quién había sido.

Pero las cosas comienzan a complicarse al compás del avance de las investigaciones de Lisa Simpson, porque resulta ser que con el tiempo fue destruyendo y reconstruyendo los hechos, verificando y cotejando reliquias y relatos dispuestos en el museo, hasta que llegó a la triste y peligrosa conclusión de que Jeremías Springfield no era en modo alguno un hombre noble y valiente, sino que se trataba de un mediocre y ruin filibustero y pirata, de nombre Jeremías Sprongfeld, que distaba mucho de ser el héroe que todos querían ver en él y al que tantas estatuas y, sobre todo, festejos se le habían venido dedicando año con año.

El director del museo negaba y negaba las indagaciones de Lisa; pero ella insistía en su afán por conocer la verdad, hasta el punto en que, por fin, el director del museo, verdaderamente conmovido por la pasión de Lisa, no resiste más y confiesa que él había sabido siempre la verdad: Jeremías Springfield no fue nunca un héroe, sino un malandrín de apellido Sprongfeld. Había que dar a conocer la verdad al pueblo, había que desmitificar a Jeremías Springfield: el pueblo entendería y les quedaría agradecido para toda la vida. La historia cambiaría en el momento en que la verdad fuera puesta al descubierto.

El día final de las jornadas de celebración se acercaba. Homero Simpson, rebosante de entusiasmo, ensayaba una y otra vez para poder ser elegido como pregonero de la ceremonia final.

El momento decisivo se acercaba, era el día de clausura de un año más de conmemoración del Padre de Springfield. El pueblo, reunido y expectante en la plaza principal, festejaba, reía y bailaba al son de la música que la banda tocaba para su entretenimiento. Y llega el minuto crítico.

El alcalde de la ciudad se dispone a dar las últimas palabras y declarar clausurada la conmemoración popular de las gestas heroicas en cuya estela había cobrado nombre y vida el pueblo de Springfield. La gente llevaba atuendos antiguos, algunos incluso portando prendas de Jeremías Springfield.

En el momento en que estaba por tomar el alcalde el micrófono para hablar, Lisa y el director del museo llegan corriendo al estrado, exaltados y llenos de energía por la noticia apoteósica y catártica que estaban a punto de dar. La asamblea se queda pasmada ante lo que ocurría. El director del museo, invadido ya por la misma pasión y determinación de Lisa (pues acaso estaba haciendo lo que había soñado toda la vida, pero que nunca se atrevió) toma el micrófono con energía y arrebato para decir: ‘Lisa Simpson tiene algo muy importante que decirles a todos ustedes’.

Y entonces Lisa toma el micrófono, pero se detiene a observar, circunspecta, al público (que sonreía emocionado, sabiendo que la noticia habría de ser buena o que sería un complemento de la ceremonia y el festejo). Lisa procede a hablar, y dice:

«—‘Jeremías Springfield es…..’ (se detiene, y mira al público sonriente y lleno de emoción)
—‘Jeremías Springfield es…..’ (se detiene otra vez, y vuelve a mirar al público rebosante de júbilo)
—‘Jeremías Springfield es…..’ (se detiene una vez más para mirar al pueblo al borde del grito de celebración)
—‘Jeremías Springfield es….. grande’, dice al final Lisa, con tono de decepción, tristeza y recato, resignada, y el pueblo estalla en un grito de júbilo, mientras el director del museo se queda congelado y desconcertado ante el arrepentimiento final, de último minuto, por el que Lisa no quiso hacer saber la verdad histórica al pueblo.»

Notas

{1} Roberto Breña, «Historia compleja, festejo simple», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 38.

{2} Luis Medina Peña, «Las dos historias patrias», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 45.

{3} Georg Lukács, La novela histórica, Biblioteca Era, Ensayo, México DF, 1966, pp. 19, 20 y 21.

{4} Eric Van Young, «Historia en la sombra: La insurgencia popular», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 50.

{5} Jaime E. Rodríguez, «Una visión atlántica», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 53.

{6} Sol Serrano, «Dios republicana, vieja pintarrajeada, pitonisa redescubierta», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 48.

{7} Erika Pani, «Las naciones no cumplen años», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 55.

{8} Jean Meyer, «¿Qué hacer con el pasado?», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 56.

{9} Es el informe del Conde de Aranda citado por Luis González de Alba en su artículo «Mentiras de la Independencia», Nexos, nº 381, septiembre, 2009, p. 59.

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