José Ramón San Miguel Hevia, El siglo de las mujeres, El Catoblepas 96:8, 2010 (original) (raw)

El Catoblepas, número 96, febrero 2010
El Catoblepasnúmero 96 • febrero 2010 • página 8
Historias de la edad media

José Ramón San Miguel Hevia

El siglo XII

El siglo de las mujeresEl siglo de las mujeres

Las dos parejas en que se distribuye la especie humana han mantenido desde siempre una convivencia, no sólo fácil, sino gozosa y hasta imprescindible, a pesar de que la corporeidad, las actitudes y la propia forma de ver el mundo de los varones y las mujeres es radicalmente distinta. Por eso sorprende que esta dualidad desaparece a la hora de construir una cultura, que desde siempre ha sido obra exclusiva «de viris illustribus» sin que sus compañeras hayan tenido nunca en ella arte ni parte.

Únicamente en el lejano siglo XII, es posible entrever, gracias a la presencia y a la acción de un conjunto de mujeres extraordinarias lo que sería una cultura femenina y todavía más la que estuviera enriquecida por una humanidad entera y no rota por su mitad. No se trata sólo de la intervención en política –inmediatamente pensamos en la figura de Leonor de Aquitania– porque quienes por un azar de la historia llegaron a ser reinas o gobernadoras, han dado en todas las épocas muestra de su expeditiva acción sobre el mundo.

Lo que más llama la atención de aquel siglo es la brillantez con que las mujeres han tomado parte en las actividades más difíciles y variadas. La desconcertante teología de Hildegarda de Bingen –ni siquiera se puede llamar con propiedad teología–, el impresionante epistolario de la abadesa Eloísa, la revelación del amor cortés por parte de María de Francia y por la poesía de las trobairitz, todo ello junto ofrece un panorama de esa nueva forma de pensar y de querer.

Hildegarda de Bingen

Se habla de ella como creadora de una Summa Theológica del siglo XII. En realidad, su obra ni es una Summa, ni es teológica, porque aunque tiene como objeto a Dios, se basa en una serie de visiones que excluyen todo sistema y toda elaboración racional, como sucederá con los sistemas fabricados en las universidades cien años después. Hildegarda nace al despuntar el siglo, en Alzay en el Rheinhessen en la actual provincia de Renania Palatinado. A los catorce años se hace ermitaña, ingresando en una celda junto al monasterio benedictino de Disibodenberg, bajo el magisterio de Jutta von Spannheim. Por lo que dicen los documentos su educación es rudimentaria, desde el punto de vista de la cultura oficial.

En muy pocos años, por la presencia de un grupúsculo de religiosas, la celda se convierte en un pequeño monasterio y en él Hildegarda se hace monja y recibe en 1115 los votos del obispo Otto von Bamberg. En 1136, a la muerte de Jutta pasa a ser maestra de la comunidad, que decide trasladar a Rupertsberg, frente a Bingen, en punto en que el Rhin se curva hacia el norte. Los monjes de Disibodenberg se oponen a este gesto de independencia femenina, pero la intervención de los arzobispos de Maguncia, le permiten edificar el cenobio, donde entra en 1150 en compañía de dieciocho monjas.

Desde los primeros años cuarenta y más decididamente en la década siguiente, Hildegarda comienza su creación literaria y musical y al mismo tiempo es el centro de una intensa correspondencia con los personajes más relevantes de toda Europa, tanto de la Iglesia como de la política. Su prestigio es creciente hasta el punto de que el papa comenta públicamente sus visiones, y ella misma predica en cuatro viajes por el Rhin y por Suabia ante el clero y el pueblo. Su labor de fundadora, de escritora polivalente y de propagandista y sus largas enfermedades sólo terminan con su muerte en 1179. Su obra teologal es una ilustración de sus visiones, que primero describe por escrito y más tarde son objeto de espléndidas miniaturas, Se compone de tres libros, uno Scivias escrito en diez años (114-51) una segunda obra profética, el Liber meritorum, elaborada hacia 1160, y muy poco después el Liber divinorum operum. A pesar de la brillante y a veces minuciosa interpretación, Hildegarda se mueve en el mundo de las vidrieras y las miniaturas, y desconoce el armazón filosófico de los teólogos que vendrán después.

Una serie de setenta y ocho obras musicales completan el universo audiovisual de Hildegarda. Según testimonio de Odo de Soissons ya eran conocidas en fecha muy precoz, 1148, pero la propia autora las agrupa en su Symphonia armonie celestium revelationum aproximadamente por los mismos años de su enciclopedia médica. También en esta dimensión se adelanta a su tiempo componiendo un oratorio y hasta un auto sacramental. Es también la creadora del primer lenguaje y alfabeto artificial: Lingua ignota.

Scivias

Es la obra primera de Hildegarda, que se convirtió en una autoridad de la Iglesia,, en medio de la admiración del pueblo, de reyes y prelados, de los teólogos más exigentes y del mismo papa. Su primera parte describe e interpreta seis visiones, siete la segunda y trece la última, en total veintiséis, que se han ampliado a treinta y cinco miniaturas. Según la visionaria, esas intuiciones de la realidad suprema se producen sin entrar en éxtasis ni perder el conocimiento del mundo exterior. En cuanto a las miniaturas, proceden del scriptorium de la monja bajo su dirección, o por lo menos están ilustradas inmediatamente después de su muerte.

Las tres partes de que se compone Scivias tienen una unidad mínima: en la primera aparecen los protagonistas de la acción que se va a desarrollar, Dios, el mundo, los ángeles y demonios, el hombre; en la segunda se revela la Trinidad, la Iglesia y sus sacramentos; la parte final describe la intervención de Dios y del hombre en la obra de la salvación y su remate al final de los tiempos. Formalmente está dividida en visiones y cada una de ellas se configura del mismo modo: descripción de la visión e interpretación, de acuerdo con una voz oída desde el cielo.

Pero, aparte de esas visiones y estas voces celestes, los diferentes cuadros no guardan entre sí ninguna conexión, como no sea la que proporciona un discurso racional posterior que las relacione de modo artificial. Además en una misma revelación pueden presentarse temas dispares, que en un sistema teológico se distribuyen en infinitos capítulos. Para no traicionar el carácter visual de Scivias, es preferible presentar un número escaso de miniaturas, que ilustran una historia, condensan una revelación o presentan una realidad desordenada. Como ejercicio propedéutico, se sugiere que cada uno se asome a la ventana, contemple el paisaje natural o urbano y diga después con toda sinceridad, si entiende algo.

Una revelación en imágenes

La primera parte de Scivias y sus seis visiones resumen en una sola imagen una doctrina que, puesta en palabras se alarga desmesuradamente. Además de la revelación inicial, donde caben teologúmenos esparcidos por los más variados textos de teología escolástica, otra visión hace entrar en escena al hombre dentro y fuera de la tienda de su cuerpo – se mantiene la doctrina teologal de los neoplatónicos– y dibuja los distintos tipos de existencia humana, desarrollados bajo la mirada de Dios.

El mejor ejemplo de este conocimiento directo es la representación de los coros angélicos, de acuerdo con la teoría ultraortodoxa de Dionisio. Cuando en el siglo siguiente Tomás de Aquino escribe sobre los ángeles, su teología es mucho más sobria, a pesar de lo cual agota por lo menos doce cuestiones de la parte primera de su Summa Theologica, cada una con sus objeciones, demostraciones y respuestas.

La comparación entre las visiones de Hildegarda y las Summas del siglo siguiente en las universidades es todavía más espectacular si atendemos a la ilustración de la segunda parte de Scivias, que representa a la Trinidad. Cuando Tomás de Aquino escribe sobre el Dios trino su sistema abarca dieciséis artículos de la Prima Primae, y en todos ellos hay una cuidadosa elaboración racional.

Estos pocos ejemplos de su obra central revelan el carácter revolucionario de su mensaje, absolutamente intraducible a las categorías mentales de una cultura racional. Lo verdaderamente innovador no es el contenido de su experiencia teologal, pues en este aspecto Hildegarda sigue la doctrina más tradicional, hasta tal punto que un inquisidor tan quisquilloso como Bernardo de Clairvaux y su discípulo cisterciense, el papa Eugenio III, la respetan y animan a publicar sus visiones: la teología de Tomás de Aquino, por ejemplo, será mucho más sobria, y no digamos la de su contemporáneo Abelardo. En cambio la forma de presentación de la realidad teologal, es totalmente diferente, tan diferente como es la intuición directa de las cosas de la elaboración de un discurso racional, ordenado, totalizante y clasificador.

Es un tópico contraponer a los razonamientos del varón la intuición femenina, pero en muy pocas ocasiones de la historia esas dos formas de ser, de pensar y amar, han adquirido el suficiente relieve para traducirse en una doble cultura, y entre todas esas ocasiones acaso el siglo XII, el siglo de las mujeres, sea un momento privilegiado. Y dentro de él Hildegarda trasformando la teología, por principio el conocimiento más abstracto, en una serie de visiones concretas y directas, abre el camino a las científicas, filósofas, escritoras y trovadoras que van a llenar los cien años siguientes.

Trótula

La escuela de Salerno

La ciudad de Salerno tiene un emplazamiento privilegiado, que recuerda lejanamente la situación comercial y cultural de las comunidades de la antigua Magna Grecia. Es un puerto de mar de la Campania, muy cercano a Nápoles y Amalfi y con fácil comunicación con Roma y Montecasino al norte y con el dominio árabe de Sicilia al sur. Los lombardos refundan la primitiva hacia el siglo VIII la primitiva colonia romana, que desde entonces sigue creciendo hasta el primer renacimiento medieval.

El continuo crecimiento económico de la ciudad está acompañado del florecimiento de una cultura ecuménica. El contacto con los bizantinos está potenciado por la presencia de comunidades griegas en Gaeta, Nápoles y Amalfi y por otra parte Bizancio había reconquistado Calabria, Apulia y Lucania y mantiene allí su presencia incluso después de la llegada de los normandos. La colonia judía de Salerno es la más próspera del sur de Italia, y aunque los musulmanes no pasan de Sicilia y el norte de África, su continuo intercambio comercial proporciona a los italianos el regalo de su cultísima civilización.

Salerno es una de las comunidades urbanas del sur de Italia que florecen en los siglos once y doce. Es verdad que Nápoles en el mar Tirreno y Bari en la costa este son mayores, que Amalfi es un centro más importante de comercio internacional, y que toda la región disfruta de un superavit en bienes agrícolas y textiles para exportar a otros países. Pero en cambio Salerno presume de ser la capital de un principado desde el 847, tiene que ayudar a los comerciantes de Amalfi, cuyo puerto es insuficiente para soportar el tráfico que exporta de Italia al norte de África y sobre todo desde el siglo IX y más decididamente entre el X y el XIII es el centro de una escuela dedicada al estudio de las artes médicas, por entonces la más ilustre y la primera de las universidades europeas.

En el siglo XI y gracias al esfuerzo de unos pocos traductores, que trasladaron al latín los tratados médicos de la antigüedad y los abundantes trabajos médicos de los árabes, la escuela dispone de una biblioteca donde se reúne todo el saber acumulado hasta aquella fecha. Alfano, primero, monje en Montecasino y después arzobispo de Salerno, en su condición de médico traduce del griego el De Natura Hominis de Nemesio y es autor de una serie de obras: De pulsis, Tractatus de quibusdam medicinalibus, De quator humoribus, Experimenta archiepiscopi salernitani.

Pero su mayor aportación a la historia de la medicina y a la institución salernitana es la invitación a Constantino el Africano –un cristiano de Túnez, que dominaba el latín, el griego, el árabe y las lenguas orientales por sus viajes a Siria, Etiopía, India, Egipto y Persia– para que ayudase en la traducción del enorme corpus árabe. Constantino llega a Salerno hacia el año 1070, y muy pronto se traslada a la abadía de Montecasino, donde dedica el resto de su vida a convertir al latín la biblioteca de los textos islámicos, que revolucionaron la teoría y la práctica médica en occidente.

Los más de veinte libros, que el Africano traduce ocupan cuatrocientas largas páginas en la edición del Renacimiento, y en los siglos XI y XII forman una colosal biblioteca. Además del Pantegni, un vasto manual de medicina general escrito por el médico persa al-Majûsî, y de la Provisión para el Viajero, de al–Jazzâr, que circula en latín con el título de Viaticum y resume los principios básicos del arte, Constantino pone al alcance de los estudiantes una serie de monografías sobre dietas, fiebres, farmacología, orina, lepra, melancolía y sexualidad.

Los tratados atribuidos a Hipócrates y los que en el siglo II Galeno y Sorano publican también en griego con destino a la clase alta de Roma llegan al mundo latino también a través de los árabes. El mismo Constantino traduce la Isagoge de ibn Ishâq –un breve manual que introduce al estudiante en los elementos básicos de la teoría médica– así como los Aforismos hipocráticos y la Prognósis. La vocación pedagógica de la escuela de Salerno se manifiesta en la composición de la Articella, o pequeño arte, destinado a los principiantes y compuesto fundamentalmente por estos textos.

La Trilogía

A finales del siglo XII un compilador anónimo reúne en un conjunto titulado Trótula, Summa quae dicitur Trotula, tres tratados bien diversos: un desarrollo teórico sobre «La condición de las mujeres », una especie de recetario para el «Tratamiento de las dolencias de las mujeres» y un breve apéndice «Sobre el adorno de las mujeres». Interesa seguir una vía media entre quienes defienden la autoría de una mujer y hasta se arriesgan a darle nombre, y quienes niegan toda posible participación femenina en la composición de la enciclopedia. Esta suerte de crítica es tanto más valiosa cuanto que ayuda a definir la diferente forma de pensar de los varones y las mujeres.

El primer tratado muestra ya en su mismo título la preocupación por la forma de ser de las mujeres, tanto más cuanto que su consideración teórica explica el carácter disminuido de su vida. Efectivamente, a partir de unos pocos principios, tal vez de uno solo, el autor da razón de las enfermedades de la mujer, igual que los matemáticos derivan de los axiomas las correspondientes consecuencias y los biólogos del ergon de cada ser vivo sus operaciones específicas. Esta condición indirecta, segura y ordenada del conocimiento recuerda la filosofía médica de Hipócrates, de Galeno y de Aljazzir y hace más que probable su autoría masculina.

Igual que los filósofos griegos, los autores de la «Condición femenina» –y esto convierte la probabilidad en certeza– consideran que el modelo estándar de humano es el varón y que la mujer no es más que un ser venido a menos, o dicho en términos científicos tiene un defecto del calor, que es principio de la vida. Por su condición fría la mujer es in- capaz de eliminar regularmente los residuos de la digestión, y mantiene, al revés que el varón su piel tersa y limpia. Pero esos residuos se acumulan en su organismo, y cuando no alimentan al niño en el útero o en la lactancia, se convierten en material de desecho y necesitan un método adicional de purgación, cuya ausencia es causa de enfermedades específicamente femeninas.

La primera parte del tratado se ocupa de los trastornos producidos por la retención de esta purgación propia de las mujeres que es la menstruación. Sus cuatro secciones (fisiología y patología de la menstruación, su retención; la insuficiencia de los meses; el excesivo flujo de sangre de los meses) constituyen más de la tercera parte del texto original de la Condición de las mujeres. El tratado, igual que la tradición médica en que se inspira, refleja una preocupación urgente porque la mujer, para estar sana, mantenga una menstruación regular entre una edad media de catorce años y su menopausia, que se adelanta en diez años a la vejez masculina de sesenta. Cualquier irregularidad de la menstruación en más o en menos, es una seria amenaza a su salud general: pérdida de apetito, vómitos, dolor de cabeza o de ojos, fiebre aguda, latidos acelerados.

La segunda dolencia femenina de que habla esta Condición, es efecto de un enfriamiento fulminante del calor vital, y sus manifestaciones son espectaculares muy semejantes a un ataque de epilepsia. La causa de la asfixia uterina es la acumulación y la corrupción de un semen originada por una retención de los meses y por una abstinencia del comercio con los hombres –la sufren sobre todo las viudas y las vírgenes– que templan con su ardor la frigidez de la hembra. Este veneno en forma de humor frío se comunica a los pulmones y a los órganos de la voz y produce finalmente el sofoco y el desmayo.

La última mitad del tratado se ocupa sucesivamente de las dolencias del útero y de la vagina, de los problemas de la concepción, de la defensa del feto, de las dificultades del nacimiento y del régimen de vida del recién nacido. Así que todos los desarrollos sobre las enfermedades debidas a la debilidad de la mujer y a su defecto de calor vital, dejan paso a un breve tratado de tocología, que no parece demasiado enterado del complicado aparato ginecológico. En fin, los tres apartados finales referidos a los impedimentos de la concepción y a la esterilidad de los varones, no pertenecen al texto primitivo y son un añadido de una obra de Copho, médico de Salerno.

El último texto, El adorno de las mujeres, es profundamente distinto por su forma, su contenido y sus fuentes originales. Es muy breve, unos seis apartados ocupados sucesivamente del cuidado de la piel, de la cara y el cabello, de los labios y el blanqueo de los dientes, pero además se preocupa de la estética femenina y nada de la salud, y es en este sentido un tratado de cosmética. Su autor, con toda seguridad un varón, hace continua referencia a los informes de las damas árabes, cuyos usos son imitados por la nobleza femenina de Salerno.

En medio de esos dos tratados de medicina teórica y de dermoestética, aparece un amplio formulario –_Los tratamientos de las mujeres_– dedicado sobre todo a la curación práctica de las dolencias femeninas, a la presentación de una farmacopea, a la composición del remedio de cada enfermedad, y al desarrollo de una higiene elemental. El libro se distribuye en setenta y siete apartados de diversa amplitud –desde dos o tres líneas hasta una página en octavo– y sin ninguna conexión entre sí, como no sea la común referencia a los problemas de la mujer.

Según los críticos más seguros, el De curis mulierum representa un original cuya forma y contenido es inequívocamente femenino, y que está sobrescrito por otros autores, de género y número incierto pero en todo caso respetuosos de la sustancia del tratamiento que comentan. En uno de sus primeros apartados se cuenta una hazaña médica de Trótula que ha sido capaz de diagnosticar la causa de los dolores de una joven, aplicando un remedio muy elaborado y premioso. Probablemente ha sido esta breve cita el origen de la atribución de todo el tratado a la médico de Salerno.

La historia no termina aquí, pues la Summa quae dicitur Tórtula tiene tal éxito que se convierte en una enciclopedia médica consultada por los estudiosos y editada por fin en el Renacimiento. En ese momento los editores han dado un nuevo paso, extendiendo la autoría del De curis a los tres tratados y sustituyendo lo que originalmente es un título por el nombre propio correspondiente. Una crítica más exigente limita la intervención femenina al segundo tratado y la extiende a todas las mulieres salertitanae, representadas por la ilustre doctora, que además lleva un nombre, Trota o Trocta, muy común en Italia en los siglos once y doce.

El cuidado de las mujeres

La composición, mejor dicho, la falta de organización del segundo tratado, convertido en descomunal cajón de sastre, denuncian un nuevo método de conocimiento –la descripción directa de casos y remedios en vez del razonamiento– propio de las «mujeres salernitanas». Sorprende a primera vista la falta de aparato lógico –ni enunciados generales, ni principios de una ciencia, ni verdades derivadas necesariamente de ellos– y al mismo tiempo la riqueza de contenido del libro. Para empezar, ya el primer apartado deja de lado el juicio primero que define la forma de ser de la mujer, el defecto de calor vital: «Es preciso notar, antes de nada que algunas mujeres son cálidas y otras frígidas y para determinar el carácter de cada una hay que aplicar el siguiente test.» Según esto, cualquier supuesto metafísico del arte debe ceder ante una prueba intuitiva, por otra parte bastante complicada. Desde este punto de vista, la menstruación escasa o excesiva no necesitan ninguna explicación y en cambio exigen una diversa ayuda.

Pero la descripción directa y la intuición no pueden producir juicios universales y en este sentido casi todos los apartados se inician con la misma o parecida fórmula: «hay algunas mujeres…» y sigue la dolencia o la dificultad correspondiente, que resulta ser tan real como individual. La presentación de cada enfermedad apenas ocupa dos líneas, pero esta despreocupación por su explicación se acompaña de una minuciosa receta que llena el resto del texto, de acuerdo con el expresivo título del tratado: De curis mulierum.

En fin, llama la atención el desparpajo con que trata los problemas morales que se plantean en el ejercicio de la práctica médica. El sexto apartado se refiere a algunas mujeres, vírgenes o viudas «que desean ayuntarse y no pueden y por lo mismo incurren en graves penas» y dispone una receta que pone en la vagina, disipa el deseo y aplaca el dolor. Otro apartado presenta los procedimientos para cerrar la vagina y aparentar la virginidad, y termina recomendando alegremente una receta para la noche antes de la boda: «Colocar una sanguijuela en la vagina hasta que salga la sangre y se convierta en un pequeño cuajarón. Así el hombre quedará engañado por la efusión artificial de sangre.»

Aunque en muchos casos las enfermedades de las mujeres coinciden con las que aparecen en los libros médicos de la tradición griega y arábiga, desde el punto de vista formal la influencia en el De curis es escasa o nula, pues aquellos desarrollos teóricos son sustituidos por una práctica mucho menos brillante, pero más directa y eficaz. En fin, la organización de los apartados es mínima, y recuerda lejanamente a los actuales recetarios de cocina o los que por aquella misma época escribía Hildegarda en su Libro de medicina sencilla. Sólo se pueden destacar dos mitades, aproximadamente iguales, la primera dedicada a las dolencias del aparato genital de la mujer y a las dificultades de su ejercicio y la última a los trastornos que afectan a la estética. Los apartados iniciales tratan de las dificultades de la concepción y del parto, por problemas orgánicos –una obesidad semejante a la hidropesía y una difícil apertura del canal de nacimiento– y proponen una solución a base de baños de vapor con hierbas aromáticas y en su caso un régimen moderado de comidas. Para tratar los efectos indeseables del parto –la retención de los residuos o por el contrario un excesivo flujo de sangre– se propone la bebida de jugo de puerros, mentha pulegium y «otras sustancias de este tipo», que pueden actuar alternativamente como vomitivos o calmantes. Más peligroso es el desplazamiento del útero, que puede tener en común con el año una apertura común o por la magnitud desproporcionada del miembro viril, en cuyos casos se impone completar el tratamiento médico con una rudimentaria cirugía. Lo mismo sucede en la salida del ano, una aflicción, al parecer, común a varones y mujeres. Otro apartado, referido a las mujeres, jóvenes o viejas que sufren flujo de sangre manifiestan un conocimiento del organismo femenino y de las distintas afecciones ginecológicas mucho más preciso en sus detalles que el de la «Condición de las mujeres». En cuanto a las «partes pudendae» que tienen excoriaciones, deben ser tratadas con un ungüento apropiado para las quemaduras causadas por el sol o el agua y por heridas de ese tipo.

La última sección de esta primera parte del tratado ofrece unas recetas para paliar diversos dolores. Después de la feliz intervención de Trótula y de la curación de la ventosidad del útero a base de baños, masajes frecuentes y aplicación local de un emplasto, el dolor y la inflamación residual se trata con una cocción de mostaza; cuando el mal afecta al intestino el remedio es también la colocación de un fomento en la zona afectada. En fin, aunque la orina frecuente y dolorosa es una aflicción común a los dos sexos, aparece con mucha más frecuencia en las mujeres y el tratamiento más frecuente es la menta silvestre o la menta de gato en baños o en fomento

La última parte del tratado De curis trata de una serie de achaques, que sin afectar gravemente a la salud, hacen la figura de la mujer desagradable, sobre todo en una época donde la higiene no se había desarrollado excesivamente. La considerable extensión de esta rama médica –más de cincuenta breves apartados– manifiestan una preocupación del todo femenina por la apariencia física y completan el tratamiento de las dolencias ginecológicas. Además de que los remedios a base de hierbas y baños son aquí mucho más eficaces. Una serie numerosa de recetas tiene por objeto el buen aspecto de la cara, empezando por la crema que las «mulieres salernitanae» utilizan para curar las heridas producidas por el aire. Además otros apartados aseguran un buen color –blanco y sonrosado– y procuran suprimir las arrugas, las pecas y venas, las verrugas y tumores y la hinchazón del rostro. Esta sección se completa con el tratamiento para el dolor y las telas de los ojos, la sordera y la infección de las orejas, el cáncer de nariz, el mal aliento de la boca, las heridas en los labios «producidas por los excesivos abrazos de los amantes» y en fin la caída y pérdida de blancura de los dientes.

Para evitar el mal aspecto producido por otras enfermedades nada graves en sí mismas, el Tratado se ocupa sucesivamente de la diarrea, la incontinencia urinaria, la sarna, los piojos, los hemorroides, el escozor de las extremidades, los tumores externos y la hinchazón de los pies, y prepara para cada uno de estos casos una medicina natural, extraída de la farmacopea medieval. En cambio no se detiene en el adorno del cabello, del que tan abundosamente habla el De ornato mulierum, porque no pertenece al arte de curar, sino a la cosmética. En esta segunda parte vuelven a aparecer de forma episódica las dolencias propias de la condición femenina. Además de nuevos y breves procedimientos para provocar o restringir los meses, el tratado habla por dos veces de la hinchazón de la vagina, del parto prematuro seguido de un aborto y dolor de útero, de la ruptura de los genitales y el dolor de útero en un nacimiento particularmente violento, del corte del cordón umbilical con acompañamiento litúrgico y musical, del dolor y lesiones en el pecho causado por la lactancia y muy brevemente de la tos de los niños. En todo el tratado con toda probabilidad perteneciente a las damas de Salerno y atribuido a Trótula, la más ilustre de todas, se mantiene el procedimiento descriptivo, se favorece la intuición, y en consecuencia se presentan de forma más bien caótica, una serie de casos concretos, reservando para los médicos teóricos la construcción racional y ordenada de un arte, que avanza de forma indirecta por pasos seguros desde primeros principios a consecuencias necesarias.

Eloísa

Hasta hace poco, Eloísa sólo era conocida por sus amores, tan apasionados como desgraciados, con Abelardo, el más gran filósofo del siglo XII. El romance comienza cuando ella tiene diecisiete años, y es universalmente admirada por su noble estudio de las letras. Su maestro veinte años mayor, ha conquistado todas las escuelas de París y es la figura seguida con entusiasmo por los estudiantes. Pronto sus lecciones se convierten en encuentros de un amor intenso y durante muchos meses feliz.

Cuando por una intervención traumática de los celosos defensores del orden, esa pasión se hace imposible, los antiguos y desgraciados amadores hacen profesión religiosa, ella en Argenteuil y Abelardo en el Paracleto, que él mismo edifica y en el que enseña y escribe durante años. Más tarde, elegido abad de San Gilas, ofrece a la comunidad presidida por Eloísa y expulsada de su monasterio, el refugio de la abadía, fundada por él. En este punto tiene lugar la correspondencia entre Abelardo, ya próximo a la vejez y Eloísa, todavía en la flor de la juventud. Las cartas expresan dos formas polarmente distintas de ver el mundo, por una parte la que pone por encima de todo la razón totalista y por otra la manifestación de la propia existencia. El género literario es tan insólito, y el nivel filosófico y humano de la abadesa tan elevado, de ser auténticos los escritos, que obliga a considerar antes de nada estas dos cuestiones.

El género literario

Las epístolas de la antigüedad griega y latina –fuera de las 864 de Cicerón, recogidas por su liberto Tirón y dirigidas a familiares y amigos– no son en la mayor parte de los casos una auténtica correspondencia, sino una forma sugestiva de abordar problemas morales, como sucede en las cartas de Epicuro o Séneca, dirigidas a personas reales o imaginarias, o en los poemas de Horacio de intención didáctica o satírica. Plinio el Joven escribe abundantes misivas circulares, pero están dirigidas a lectores variados y tratan sobre todo de problemas públicos. El mismo carácter circular tienen las Epístolas de Pablo, fuera de su corto y emocionante billete a Filemón.

Por el contrario las cartas de los padres de la Iglesia, entre los griegos, Basilio, Gregorio de Nacianzo y Juan Crisóstomo, y entre los latinos Ambrosio, Agustín y sobre todo Jerónimo, conservan un tono más personal y familiar. Y este modelo es el que seguirá Abelardo que al comunicar sus exhortaciones a una vida cristiana, no olvida su condición de maestro. Por su parte los escritos de Eloísa, son auténticas declaraciones de amor, algo sorprendente en una abadesa, incluso en el romántico siglo XII. Además no se trata de formularios impersonales, de falsa retórica, como los contenidos en el manual publicado en Verona por esos mismos años, pues son manifestaciones sinceras de la propia situación y tragedia individual, y de una contradicción y desafío al irenismo racionalista de su maestro.

La autenticidad

El corpus de la correspondencia se compone de los siguientes elementos. 1. La Historia de sus calamidades, que Abelardo escribe a un amigo imaginario para consolarle. 2. La primera carta de Eloisa, quejándose del olvido de su esposo y amante y pidiéndole, casi exigiéndole, recibir sus palabras. 3. El filósofo se disculpa de su silencio, resaltando con una cortesía convencional la sabiduría de toda la comunidad y de su abadesa. 4. Protesta desenfrenada de Eloísa contra el mismo Dios y contra el mundo construido por su amante. 5. Segunda contestación en forma de orden para que su discípula sea una cristiana razonable. 7. Cartas de dirección espiritual. Lo primero que llama la atención es la presencia de dos actitudes, dos estilos y dos formas opuestas de pensar y de ver el mundo. Por una parte una sistema teológico que intenta suprimir cualquier singularidad que niegue el poder de la razón universal. Por el otro lado una filosofía que reclama los derechos y subraya la tragedia de la existencia concreta, y se basa en un conocimiento inmediato y directo. Esta dualidad hace muy difícil una falsificación, tanto más cuanto que en el caso de tratarse de una construcción imaginaria, todas las cartas estarían escritas por la misma pluma. Además, en las cartas segunda y cuarta, atribuidas a Eloísa aparecen, de una forma puntual y por decirlo así inconsciente, unas doctrinas que compartieron el maestro y su discípula. La teoría según la cual la bondad o malicia depende de la intención y no de los actos, sirve para que Eloísa se declare primero inocente y después trágicamente culpable. El nominalismo –ella en su individualidad es sólo de Abelardo– está presente en todo cuanto escribe.

Después de un riguroso análisis de todos los manuscritos, de su crítica y clasificación, resulta que el conjunto de la Historia Calamitatum y la correspondencia de Eloísa y Abelardo, existe ya en la mitad del siglo XIII sin ninguna variación, y que además está presente en fecha antigua en la misma abadía de Paracleto. Suponer, a la vista de todos estos datos que en el plazo de menos de cien años un falsario genial haya sido capaz de inventar la doble y contradictoria correspondencia, ordenarla de forma definitiva y editarla, esquivando la vigilancia de la misma comunidad del Paracleto, es desde luego posible, pero supone muchas más dificultades que la autenticidad.

En vista de todos estos datos, todas las probabilidades apuntan a la siguiente secuencia a) que las cartas de Abelardo son efectivamente de Abelardo. b) que las respuestas de Eloísa son análogamente de Eloísa. c) que la propia abadesa del Paracleto, en un gesto muy suyo –ha sido ella quien consigue traer el cuerpo de de su novio al monasterio y quien ordena que los dos se entierren juntos– es la que ordena todo el corpus tal como se conserva desde muy pronto y quien de forma más o menos directa organiza su edición.

El comienzo de la correspondencia

La Historia de sus calamidades es al mismo tiempo una autobiografía y un libro de consuelo. Abelardo pretende demostrar que, por muy grandes que sean los males que afligen a los hombres –y su vida es una buena muestra de un museo de horrores– todos ellos justifican la racionalidad del mundo, que en rigor es el mejor de los posibles. Los argumentos del optimista Cándido son consideraciones pálidas ante esta particular teodicea.

Por el contrario lo que llama la atención de Eloísa es un detalle sin importancia, la dedicatoria del escrito a un amigo seguramente imaginario. En un arranque de celos se queja amargamente de que su amante y esposo se olvide de ella y prefiera comunicarse con un desconocido.

Estas dos formas de hablar –la racional y la existencial– definen desde ahora los modelos de pensamiento, y los dos tipos de cartas, tan diferentes que no se entienden ni se pueden traducir. Los primeros trazos de la autobiografía se refieren al nacimiento de Abelardo en Bretaña y a su afición a las letras, tan grandes que renuncia a su condición de soldado, y deja a sus hermanos menores la herencia y el mayorazgo. Sus dos conflictos con Guillermo de Champeaux, su escuela en Melun, Corbeil y por fin la montaña de Santa Genoveva y en fin el nominalismo –su aportación a la historia de la filosofía– ocupan sólo un capítulo, seguramente porque entonces sus desgracias eran menores que sus glorias.

Cuando se instala por fin en París, convertido en el maestro indiscutible de las escuelas y admirado por los estudiantes, el canónigo Fulbert, tío y tutor de la huérfana Eloísa, le recibe en su casa para que sea el maestro de su sobrina. Muy pronto «nos entregamos totalmente al amor, pues el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que la pasión deseaba… Ninguna gama o grado del amor se nos pasó por alto, y hasta conocimos cuanto de insólito puede crear. Cuanto menos habíamos gustado estas delicias, con más ardor nos aplicábamos a ellas, sin llegar nunca al hastío».

Cuando Fulbert descubre esa pasión, su amargura es tanta cuanta la de los dos amantes, obligados a separarse, y su dolor y vergüenza es todavía mayor al enterarse de que, aprovechándose de su ausencia, Eloísa ha huido a la casa de una hermana de Abelardo, donde nace su hijo. Para reparar el desaguisado el filósofo, a pesar de la oposición radical de su amante, promete matrimonio, a condición de que la unión sea secreta.

El casamiento empeora todavía más las cosas: Eloísa se niega a confesar su nueva condición y es objeto de amenazas y agresiones, hasta el punto de que su esposo y amador la lleva al convento de Argenteil. Fulbert, con razón o sin ella, juzga que ahora el engaño es total, pues alejada ella del mundo, Abelardo queda del todo libre. Y decide castigarle «con una crudelísima venganza, rebanándole –con gran horror del mundo– las partes del cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaba».

Después de esta separación tan traumática como definitiva, el filósofo ingresa primero en la abadía de San Dionisio, pero en vista de las iras y el odio de toda la comunidad se retira a un priorato dependiente del monasterio, en Maisoncelle, cerca de Provins, y allí se dedica al estudio de la Escritura, mientras sus clases se vuelven a llenar de alumnos. Empieza a escribir el libro de teología de que se sentiría más satisfecho, el De Unitate et Trinitate Divina. El mismo explica el sentido de esta obra, su enlace con el resto de su pensamiento y el origen del conflicto con sus enemigos. «Los alumnos mismos me pedían razones humanas y filosóficas. Razones y no palabras –me decían– porque está de más proferir palabras, si no se comprenden. No se puede creer nada si antes no se entiende, y es ridículo que alguien predique lo que ni él mismo comprende y lo que tampoco pueden comprender aquéllos a quienes enseña». Es en este punto donde le atacan sus enemigos, algunos muy antiguos, como Alberico de Reims y Lotulfo, que logran reunir un concilio en la ciudad de Soissons. Después de un largo y complejo proceso con violenta división de opiniones y alternativas a favor y en contra «fui llamado, presentándome inmediatamente, y sin ningún juicio previo me obligaron a que con mi propia mano arrojara al fuego el libro de que era cuestión».

Después del relato de esta doble calamidad, Abelardo llega a una consecuencia verdaderamente inesperada. «Estando dominado por la soberbia y la lujuria, la gracia divina puso remedio, sin yo quererlo a estas dos enfermedades. Primero a la lujuria, privándome de los órganos con que la ejercitaba. Y a la soberbia, que nacía en mí por el conocimiento de las letras, humillándome con la quema de aquel libro del que más orgulloso estaba». Después de estas consideraciones, el amigo al que escribe no tendrá más remedio que consolarse. Abelardo todo lo ve racional, lo mismo sus desventuras que la más alta teología. Quien mejor ha entendido esta forma de pensar del filósofo es su gran enemigo Bernardo de Clairvaux: «Nihil videt in speculum, nihil in enigmate». Para él todo está claro y no existe el misterio ni se puede hablar de lo que no se entiende: su fe es desde luego sincera, pero prácticamente igual a la razón de los filósofos. Esta fingida epístola, ilustra un pensamiento ordenado y totalizador, que con escasas variantes se impone en la escolástica de las universidades.

Cuando la Historia Calamitatum llega a manos de Eloísa, su lectura será totalmente diferente, porque esta altísima filosofía que por otra parte respeta, la tiene un poco sin cuidado. Lo que de verdad le interesa es su vida con sus amores que siempre recuerda, con sus gozos y tragedias. Y desde la abadía de Paracleto, donde por fin su comunidad ha recalado escribe a Abelardo, quejosa porque al parecer se ha olvidado de ella.

La carta segunda

Eloísa pide y cada vez más exige, que Abelardo le consuele, igual que ha hecho con un amigo lejano y desconocido, y su escrito se convierte cada vez más en una declaración y un recuerdo de su amor.

Su primera condición es una sinceridad, que evita cualquier rodeo, así como cualquier fórmula convencional: «Desde que empecé a leerla mi angustia era tanto mayor cuanto mayor es el cariño con que abrazo a quien la escribe, pues aunque le perdí a él, todavía sus palabras lo devuelven, como si fueran su retrato… toda la carta gotea hiel y veneno, pues reproduce mi desdichada entrada en religión y los sufrimientos que soportas tú, mi único y solo amor».

Además de sincero, el afecto de Eloísa es exclusivo: se trata de una traducción del pensamiento de Abelardo –cuanto existe es individual– al plano existencial, pues el amor auténtico sólo se da entre dos personas concretas y mutuamente insustituibles. «Piensa en qué forma tan particular me eres deudor. Si te debes al común de las mujeres piadosas, es justo que me pagues a mí con mayor entrega, pues soy sólo tuya.» La dedicatoria de la última carta es una soberbia lección de lógica nominalista que la discípula devuelve a su maestro: «la que en especie pertenece al señor, pero individualmente es tuya».

Abelardo no se podía cambiar efectivamente por ningún otro hombre: «¿Qué rey o filósofo podía competir en gloria contigo? ¿Qué región, ciudad o aldea no tenía ansias de verte? ¿Quien no corría a contemplarte cuando aparecías en público, o quién, puesto de puntillas, no te seguía mirando, cuando marchabas? ¿Qué casada o qué virgen no ardía en deseos en tu ausencia o no se abrasaba con tu presencia? ¿Qué reina o que gran mujer no envidiaría mis placeres y mi cama?»

Además de la sinceridad y del exclusivismo Eloísa reclama una tercera condición, que comparten con ella las cantoras del amor cortés y las heroínas románticas de la Edad Media y es la libertad, y la oposición a todo lazo convencional. Ya la Historia calamitatum recordaba su radical oposición al casamiento en un largo apartado, pero la carta segunda considera insuficientes esas razones: «Aunque expusiste algunos argumentos que yo te daba para disuadirte de una unión desgraciada, te callaste la mayor parte de los que te di, en los que prefería el amor al matrimonio, y la libertad al vínculo conyugal.»

En este punto las palabras de Eloísa son tajantes: «El nombre de esposa parece más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y –no te enfades– la de concubina o ramera… Dios me es testigo de que si Augusto, emperador del mundo entero, quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida de toda la tierra, sería para mí más honroso ser llamada tu ramera que su emperatriz».

La enemiga de Eloísa al matrimonio es tanta que lo considera origen de todos los males de la pareja, y hasta busca una justificación a su pecado por haber consentido en él en la doctrina abelardiana de la intención y en su actitud de obediencia debida: «Te hice mucho mal, mucho, pero tú mismo sabes que soy inocente. No es la obra, sino la intención del agente, lo que constituye el crimen. Tampoco lo que se hace, sino el ánimo con que se hace es lo que se tiene en cuenta para calificar una acción justa. Tú eres el único que sabes y puedes juzgar cuál ha sido siempre mi intención hacia ti, porque todo lo someto a tu juicio y a él me entrego totalmente.»

Abelardo tiene todas las condiciones, no sólo de un amante, sino además de un poeta romántico, capaz de causar la seducción y soportar la mayor desventura: «Tenías –tengo que confesarlo– dos cualidades que podían deslumbrar al instante el corazón de cualquier mujer: la gracia de hacer versos y de cantar, algo que no vemos brillar en otros filósofos… Por todas partes se oían, y tu nombre estaba constantemente en labios de todos, hasta el punto de que gracias a su contagiosa melodía, ni siquiera los analfabetos desconocían tu nombre.»

El amor de esa pareja convierte en realidad las novelas, tragedias y poemas de los más grandes escritores: «Como quiera que la mayor parte de las canciones hablaban de nuestro amor, pronto pudieron conocerse mi nombre en muchas regiones, haciendo que muchas mujeres me envidiasen… Pero entre esas que me envidiaban entonces ¿habrá alguna ahora que no se mueva a compasión por mi desgracia y por la pérdida de tan grandes goces?»

Casi al terminar la carta, ante indiferencia de su antiguo amante, Eloísa estalla de celos –celos de su propia carne–: «Dime tan sólo una cosa si es que puedes ¿por qué, después de mi entrada en religión, que tú decidiste por mí, he caído en tal desprecio y olvido por tu parte que ni siquiera te dignas una palabra de aliento cuando estás presente, ni una carta de consuelo, en tu ausencia? Dímelo, si eres capaz, o sino yo te diré lo que yo pienso y los demás suponen: te unión a mí más la lujuria y el fuego de la pasión que el amor. Y cuando terminaron tus deseos, desaparecieron también sus demostraciones… Pero mientras yo gocé contigo de las delicias de la carne, muchos no sabían si obraba por lujuria o por amor. Ahora está demostrada cuál era mi primera intención, pues me he negado toda suerte de placeres para hacer tu voluntad.»

Después, la declaración de amor de Eloísa se hace todavía más destemplada y su petición de una carta de su amante se convierte en una exigencia. «No fue la vocación religiosa lo que empujó a esta joven a la austeridad de la vida monástica, sino tu mandato. Juzga la inutilidad de mi trabajo, si no puedo esperar nada de ti: de Dios nada puedo esperar, pues todavía no tengo conciencia de haber hecho algo por su amor… Mi alma no está en mí, sino contigo, y todavía ahora, si no está contigo, no está en ninguna parte, pues sin ti no puede existir. Te pido que seas amable con ella, pues sólo descansará devuelves favor por favor, poco por mucho, palabras por obras».

La carta cuarta

Abelardo contesta por fin a esta encendida carta,, disculpándose de su silencio con fórmulas de cortesía convencional hacia Eloísa, la comunidad de monjas y las mujeres de las que habla la Escritura. Si no escribió no es por indiferencia, sino más bien por su confianza en el sentido y la sabiduría de su discípula. Como sabe que ahora es ella quien atiende a las hermanas, está convencido de que cualquier intervención por su parte en la enseñanza sería del todo superflua.

El filósofo prescinde de toda referencia y recuerdo personal, y enseguida entra a hablar del poder de la oración –sobre todo en boca de las mujeres–, a través de una serie de citas de los libros didácticos de la Biblia, y de la historia. Fueron ellas quienes con preferencia a los varones han sido testigos de las resurrecciones del Antiguo y Nuevo Testamento, y las que «sentadas en la tumba lloraban y se lamentaban por el Señor».

Así que no es él quien tiene que dar lecciones de piedad, porque más bien necesita que las hermanas del convento rueguen por él, en vista de sus pecados pasados y de las continuas amenazas y peligros que actualmente debe soportar. Tan lejos está Abelardo de pensar en la existencia con sus gozos y tragedias, que sólo piensa en su muerte: «Si me matan o de cualquier otra manera, sigo el camino de toda carne, os pido que hagáis traer mi cadáver a vuestro cementerio… no puede haber un lugar más saludable y seguro para mi alma.»

Esta epístola, convencional y fría, tiene por lo menos la virtud de despertar el disgusto y la indignación de Eloísa, que completa su primera declaración de amor con una protesta contra la racionalidad del mundo y una confesión tan sincera como desgarrada. Empieza negando la posibilidad de una vida con Abelardo muerto: «Amor mío, ¿cómo se te ocurrió pensar tal cosa y cómo pudiste escribirla? No quiera Dios que tus desgraciadas esclavas te puedan sobrevivir... Perdona Señor, perdona esas palabras que ha dicho».

La continuación es un puente entre esta a llamada a la existencia y la atrevida protesta contra Dios. Abelardo ha pedido que le recuerden continuamente en sus oraciones, pero ante su muerte su amante sólo puede indignarse: «Cuando el alma enferma se dirige a Dios, más airada que aquietada ¿no le irritará con sus quejas, en vez de aplacarle con sus oraciones? A estas desgraciadas sólo les queda llorar. No nos está permitido rezar.»

Las palabras con que Abelardo anticipa su propia muerte en la existencia son más duras que la misma muerte: «Si tú te vas, carece de sentido vivir, pues ya hemos perdido nuestra vida en ti… Y yo ¿qué puedo esperar, si te pierdo a ti y qué ganas voy a tener yo de seguir en esta peregrinación en que no tengo más remedio que tú mismo, y en ti mismo nada más saber que vives?»

La continuación de la carta ilustra la inmensa distancia que hay entre la forma del mundo de los dos antiguos amantes. Abelardo contempla las cosas y construye su filosofía y su teología, sub specie eternitatis, y según su visión, todo es racional y el único estado de ánimo posible es la resignación y hasta el consuelo. Eloísa que está todavía en plena juventud, escribe desde la experiencia de su vida con sus gozos y su tragedia, y su actitud existencial es la protesta y la acusación.

«¡Qué cruel, Dios, –permite que te lo diga– has sido conmigo en todos los momentos de mi vida! ¡Qué clemencia más inclemente y qué fortuna más desventurada!… Para hacer de mí la mas miserable de las mujeres, me hizo primero la más feliz, para que al pensar todo lo que había dejado, mis lamentos fueran tantos y tan grandes como mis daños. Tanto más inmenso ha sido el dolor por lo perdido, cuanto más grande había sido el primer deleite, de forma que la alegría del supremo éxtasis, se convierte en la infinita tristeza del pesar.»

La protesta de Eloísa es todavía más destemplada, tanto que ataca por sus cimientos el edificio construido por Abelardo. Todavía aumenta su indignación, porque encima de cruel ese agravio es injusto y es irracional: «Mientras gozábamos de los placeres del amor la severidad divina nos perdonó. Pero cuando corregimos nuestros excesos y encubrimos con el honor del matrimonio la torpeza de la fornicación, entonces la cólera del Señor pesó sobre nosotros, y no consintió un lecho casto quien antes había tolerado uno manchado y sucio.»

El siguiente paso de esta composición magistral es una acusación de las mujeres, cuyo destino común es arruinar a los grandes hombres. También ella –como Eva, Dalila, la esposa de Job o las concubinas de Salomón– ha traído la perdición de Abelardo, cuando el diablo tentó con el matrimonio a quien no pudo destruir con la fornicación. Es verdad que por la pureza de su intención Eloísa es en este caso limpia de culpa, pero esta declaración de inocencia es el contrapunto y la preparación a una confesión por haberse entregado antes a los deleites carnales. Y cuando piensa otra vez en la crueldad de Dios «me rebelo contra su disposición y en vez de aplacarle con la satisfacción de la enmienda, lo ofendo todavía más con mi indignación».

Otra vez Eloísa recuerda la doctrina de la intención, pero ahora para confesar sinceramente su condición de pecadora: «¿Cómo se puede llamar penitencia por mucha que sea la mortificación del cuerpo, si el ánimo todavía retiene la voluntad de pecar y arde en los antiguos deseos? Es muy fácil acusarse a sí mismo y confesar sus faltas y castigar el cuerpo con una manifestación externa de pena, pero es mucho más difícil apartar el ánimo de las pasiones que más nos agradan… Debería gemir por lo que he cometido, y sin embargo suspiro por lo que he perdido».

A partir de aquí la confesión de Eloísa se hace cada vez más desgarrada: por mi parte yo tengo que confesar que aquellos placeres de los amantes, me fueron tan deliciosos que ni me disgustan, ni siquiera los puedo borrar de mi memoria… debería gemir por los pecados cometidos y sin embargo siguen fijos en mi mente, hasta el punto de no poder quitar los de encima, ni siquiera durante el sueño… y contra mí se encienden los deseos de la carne y de la lujuria por el ardor juvenil de mi edad y la experiencia de los placeres más gozosos».

Después de proclamar su acusación y su rebeldía, y después de la confesión de los pecados que la siguen dominando, Eloísa va a describir toda la tragedia de su existencia, y primero de nada desmonta su falsa apariencia de santidad: «Los hombres consideran una virtud la pureza de la carne, y no se dan cuenta de que esa virtud no pertenece al cuerpo, sino al alma. Y aunque yo pueda merecer alabanza ante ellos, no merezco ninguna ante Dios que penetra el corazón y los riñones y ve en la oscuridad. Soy tenida por religiosa cuando queda poco de religión que no sea hipocresía».

En el final de la carta, ese sentimiento trágico de la vida, adquiere acentos más intensos. Vuelve a recordar que por obediencia a Abelardo aceptó el matrimonio y entró después en el convento, y saca las consecuencias de esta conducta con entera lucidez: «Dios sabe que en todas las ocasiones, temí ofenderte a ti más que a él, y quise agradarte a ti antes que a él. Fue tu amor, no el de Dios, el que me mandó tomar el hábito religioso. Fíjate entonces en la existencia miserable que llevo –digna de una compasión universal– teniendo que soportar en esta vida tanta amargura y sin esperar ningún premio en la otra». Eloísa exige que la dejen de alabar, y en vista de su debilidad renuncia a luchar, pues la corona de la victoria no es para ella, y sólo espera que Dios le reserve un pequeño rincón en el cielo. Pero a medida que se humilla, su figura va adquiriendo proporciones gigantescas, ante todos y particularmente ante Abelardo.

El final

Con todos los respetos a Abelardo –acaso el más gran maestro de lógica material de la historia– su contestación es penosa. Basta citar el comienzo de su carta, donde sigue considerando a Eloísa su discípula y donde desmenuza la protesta existencial para hacerla inteligible: «Si mal no recuerdo, tu última carta versaba toda ella sobre cuatro puntos, resumen de tu agitación y tu pena… Estoy decidido a responder a estos cuatro puntos, no tanto para justificarme como para orientarte y animarte. Pienso que has de recibir mis razones con tanto más agrado cuanto más razonables las encuentres.» La razón contra la existencia: dos formas de pensar intraducibles, e imposibles de comunicar. Es el final de la correspondencia personal. Eloísa renuncia a continuar el diálogo de sordos. Pero en el encabezamiento y en el comienzo de su carta de despedida da a entender que se mantiene en su forma de pensar: «Como no quiero que me acuses en nada de desobediencia –pues con tu mandato has puesto freno a palabras nacidas de un dolor sin límites– mi mano no escribirá las palabras que la lengua no podría refrenar. Ojalá que el corazón atormentado estuviera tan dispuesto a obedecer como la mano derecha de quien escribe». Después se limita a pedir que su maestro redacte una regla para las comunidades de mujeres, una petición que Abelardo atiende generosamente: es su última epístola, por otra parte totalmente impersonal.

El 21 de Abril de 1142 Abelardo muere y es enterrado en el convento de Saint Marcel a la edad de 63 años. Eloísa escribe a Pedro el Venerable, uno de sus antiguos admiradores, para conocer detalles de la muerte, y la contestación del abad de Cluny reconcilia de golpe a la abadesa rebelde con Dios en una fórmula memorable: «A este digo, que Dios acoge en su corazón en tu lugar y como otro tú, para devolvértelo.»

Pero Eloísa todavía no está contenta, pues quiere que también sus cuerpos estén juntos en la tierra. Pedro atiende otra vez a su solicitud, saca furtivamente el cadáver de Abelardo del cementerio y lo conduce personalmente al Paracleto. Y cuando Eloísa muere veinte años después, en 1164, es sepultada, según ella había dispuesto junto a su amante y esposo.

María de Francia

Por el contenido de sus obras es posible conocer datos escasos pero muy significativos de su biografía. Es oriunda de Francia, según referencia del Ysopet, una de sus traducciones, aunque vive en Inglaterra lejos de su tierra natal Su labor de escritora se desarrolla en la segunda mitad del siglo XII y antes de 1089, fecha de la muerte del «noble rey», probablemente Enrique II y del Conde de Essex, destinatarios de sus obras. Algunos historiadores quieren apurar más y la hacen hija de Leonor de Aquitania, o abadesa del monasterio de Reading.

Es una mujer muy culta, pues comprende hasta cuatro lenguas. Efectivamente, escribe en anglonormando, un dialecto francés de Inglaterra y Normandía, al que traduce del inglés las fábulas de Esopo, y del latín El Espurgatoire de Saint Patrice. Además toma de la tradición oral y escrita del bretón los temas de su obra más original, los Lais. Conoce a los autores de la antigüedad clásica, y a los que cantan o escriben en lengua vulgar en la primera mitad del siglo, ocupada por los cantares de gesta y la poesía cortés. También conoce las novelas –Roman de Troie, Roman de Thebes, Roman d´Eneas– escritas después de 1150. Toda su obra, refleja la influencia de estas literaturas

Los Lais

La obra fundamental de María de Francia, sus Lais es hasta tal punto original, que no tiene la forma ni siquiera el nombre de los géneros literarios tradicionales. No es por su extensión un relato épico, ni una novela. Tampoco un cuento y mucho menos una poesía lírica, a pesar de su cuidadosa rima. Por otra parte su vida es efímera –los siglos XII y XIII– y en su composición intervienen por igual la tradición oral y la escritura.

En principio el lai es una pieza musical, que los bretones cantaban al arpa en memoria de la aventura narrada por uno de sus testigos. Después María reconstruye por escrito las circunstancias que han dado origen a esa composición. Y sucede que cuando el primitivo tema musical desaparece o es muy poco conocido, la obra llevada al papel sustituye al primitivo relato oral. María de Francia recoge doce relatos breves, que traduce a pareados octosílabos de variable extensión –entre cien y mil versos–. Están ambientados en Bretaña y su tema es el amor. Hay que decir que su autora es prácticamente la creadora de este género narrativo, que tuvo un éxito inmediato y una continuación tan brillante como breve.

Los Lais están precedidos de un prólogo, en el que María de Francia desarrolla tres tópicos bien conocidos en la Edad Media: la exigencia de que el sabio no esconda su elocuencia porque la ciencia oculta y el tesoro escondido son inútiles, la necesidad de interpretar y sacar a la luz textos para que no queden en la oscuridad, y la entrega al estudio y al trabajo difícil para evitar la pereza, fuente de todo vicio.

Además la autora había pensado en traducir alguna buena historia del latín al romance, pero habría sido de poco valor en vista de que estas obras son en aquel siglo ya muchas. En busca de una mayor originalidad se decidió a contar los lais, que ella había oído a los cantores bretones que difundieron los recuerdos de sucesos que habían oído.

María ha oído contar muchos, y para que no se olviden los ha rimado y puesto en verso, un trabajo muy duro, que a veces le ha hecho perder el sueño. Y termina dedicando su obra a un noble rey, de tanta valía y tan cortés, que es fuente de toda alegría y todo bien. Antes de cada una de los lais que vienen después, hay también un brevísimo prólogo, para certificar el origen bretón y la historicidad del relato.

El contenido de esos doce lais es muy variado, aunque el tema común a todos ellos es el amor –predomina el tema del amor cortes–. La acción es muy simple y lineal, evitando todas las posibles digresiones, los personajes son también escasos, casi siempre los tres que intervienen en todo conflicto amoroso y las descripciones son igualmente muy sobrias. En fin, los versos de ocho sílabas, las oraciones simples y yuxtapuestas, los modos verbales de presente y la anulación de detalles imprimen una ligereza vertiginosa a la acción.

A pesar del carácter mágico de los relatos, María repite con insistencia que cuanto ha narrado ocurrió realmente, y se presenta como testigo indirecto pero seguro de sus historias, y para garantizar esa verdad, se preocupa de establecer la topografía de cada lai. Ella misma interrumpe la acción para describir los estados de ánimo, felices o lamentables de los protagonistas, según que disfruten o se vean privados del amor. El éxito de María de Francia y de sus lais fue tan rápido como extenso. Ya en 1190, Denis Piramus, que escribe también en anglonormando comenta los lais, también en pareados octosílabos, y de paso nos informa del contexto social que los recibe y trasmite: «Su obra es muy querida por todos, pues la estiman mucho, condes, nobles y caballeros… suelen también agradar a las damas, que los oyen con alegría y gusto, pues son según su voluntad.»

Las tres formas del amor

Aunque el tema de todos los lais es el amor, María de Francia lo celebra en las formas en que le descubre el primer existencialismo. Por lo menos la mitad de los relatos se dedican al amor cortés, lo cual explica su éxito entre la aristocracia y el público femenino, que festejan el conflicto entre el amante y el marido, convertido inevitablemente en antihéroe.

El primer Lai es el más largo y complicado, pues en él aparecen todos los tópicos de las narraciones mágicas de la Edad Media. Guiguemar se enfrenta a un señor viejo y celoso, que tiene encerrada a su mujer en una torre –en la rica simbología medieval la edad del amor termina en la vejez– y el caballero puede disfrutar de la dama, antes de que el marido los descubra y separe. Este primer episodio se dobla en un nuevo conflicto sentimental, cuando los dos enamorados se vuelven a encontrar en tiempos y lugares alejados, gracias a la doble señal que ambos habían pactado. El orgulloso señor de la fortaleza, no quiere tampoco renunciar a la dama, y esta vez Guiguemar debe hacerle la guerra y conquistarla definitivamente con ayuda de los caballeros más valerosos.

El tema de la vejez celosa, que decididamente está maltratada por los bretones y por su intérprete, tiene una dimensión más sombría en un nuevo Lai. Esta vez el encuentro entre la dama prisionera y su caballero tienen un final trágico, pues el indeseable marido, acompañado de una tropa de decrépitos e impotentes, matan al amante e interrumpen sus aventuras mágicas. Pero la dama espera de sus amores un hijo, Yonec, que va a prolongar el conflicto, vengando la muerte de su padre.

En el caso de Milón, la dama de la que es amante y de quien ha tenido un hijo, es obligada a casarse con un señor muy rico, de acuerdo con el sistema de la sociedad feudal. Cuando el hijo llega a la mayoría de edad y por azar conoce a su padre, los dos deciden volver al primer amor de Milón. Esta vez el conflicto entre las obligaciones sociales y el estado de ánimo pasional parecen difíciles de conjugar, pero María acude cómo siempre, en ayuda del amador por medio de un mensajero, que anuncia por el camino la muerte del esposo.

En otros tres lais se invierte el orden del conflicto amoroso, pues son dos damas quienes se disputan el amor de un caballero. Uno de ellos retrata indirectamente la estructura de la sociedad feudal, pues cuan- do el señor de la tierra se ha entregado al amor libre con Fresno con tanto entusiasmo que se olvida de casarse, sus vasallos feudatarios, que ven peligrar la continuidad del linaje le critican y fuerzan a tomar mujer. Inmediatamente después de su matrimonio, se descubre que la amante y la casada son hermanas e igualmente nobles, así que el caballero anula sin demasiadas explicaciones la unión de conveniencia y vuelve a su primer amante.

La historia de Lanval es algo más complicada. Es uno de los caballeros más valerosos entre los que rodean a Arturo, pero el rey se olvida de él y debe seguir la suerte de los segundones, buscando aventuras fuera de la corte. Al llegar a un río, frontera entre la realidad y el mundo mágico, conoce a un hada, que le entrega su amor, a condición de mantenerlo en secreto. Su antagonista será la alegre reina Ginebra, que al sentirse rechazada ante una mujer más noble, acusa al caballero de infiel, y exige su castigo. Cuando los jueces van a dictar sentencia el hada rompe su secreto y aparece en la corte para recuperar a Lanval.

El último Lais será origen de narraciones más extensas, pero su primer planteamiento es muy simple. Un caballero, Eliduc, casado felizmente en su ciudad, está mucho tiempo fuera de ella, y en sus nuevos destinos conoce a una dama de la que cada vez está más enamorado. Otra vez el conflicto entre las dos mujeres se resuelve a favor de la amante, por el procedimiento verdaderamente contundente de ingresar a la casada en un monasterio, y dejar así a Eliduc en libertad.

La Edad Media conoce otra forma de amor, la pasión plebeya y sensual, que va a ser el tema central de toda una literatura, compuesta en latín por notables poetas y cantada por los estudiantes trotamundos los clerici vagantes. Atentos al carpe diem, a aprovechar el momento de su vida fugaz, celebran los placeres de la mesa el vino y la cama. Todavía quedan muestras de estas composiciones en los Carmina Buriana y en las estrofas iniciales del inevitable Gaudeamus Igitur. María recoge dos lais en que los protagonistas de esa pasión sensual tienen un malísimo fin, aunque el casado sigue conservando su condición de antihéroe. En Equidán el señor se junta con la mujer de su senescal, hembra de tan malas intenciones que prepara un baño hirviendo para echar en él a su marido, pero por una serie de azares es su coime el que cae en la pila y ella la que le debe acompañar. Por una vez María añade una moraleja a su historia: quienes buscan el mal de otro, serán sus víctimas.

Los relatos rimados de María de Francia, a pesar de girar sobre un único tema, son de una agradable variedad. Briscablent es también víctima del amor sensual de su mujer, que, enterada de que su esposo es un hombre lobo, consigue que permanezca en esta condición animal para juntarse con un antiguo amador. También su relación tiene un pésimo final, pues su antiguo marido, la asalta y la marca con la mutilación de los criminales, que después heredarán todos sus descendientes. Por supuesto que Briscablent vuelve a adquirir su primitiva figura humana.

Queda un tercer tipo de amor, el más cercano a la doctrina de los cátaros, que renuncian a todo trato sexual en una suerte de sublimación de los deseos, que sustituyen por una unión puramente espiritual. María describe esta forma de pasión en cuatro Lais, los más sencillos por la acción y por las descripciones y personajes. No tienen recursos mágicos

y son tan reales y bellos como desgraciado es su fin. En el primero de ellos, un caballero y una dama que habitan en castillos vecinos consuman su amor, conversando todas las noches desde sus balcones, con el pretexto de que quieren escuchar al ruiseñor. El marido de la señora, que sigue siendo el villano del relato, organiza una montería y consigue cazar al ave, y ella entrega en cofre de oro a su enamorado el cuerpo muerto del ruiseñor, en memoria de la antigua pasión, definitivamente cortada.

En otro Lai –el doliente– cuatro caballeros corren aventuras, en busca del amor de una dama. Tres de ellos mueren y el único que queda ha recibido una herida que le impide realizar sus deseos. En la simbología de la época esta herida –por desgracia bastante frecuente– figura la renuncia al placer, que permanece en el varón apasionado en forma de sufrimiento. En La Madreselva se celebra la unión inseparable entre Tristán e Iseo, y finalmente en Los dos enamorados –uno de los relatos más bellos y el más sencillo de todos– se cuenta cómo un amor infinito es vecino de la muerte. El señor de la tierra sólo concederá la mano de su hija a quien sea capaz de llevarla en brazos a una alta montaña. Un joven acepta el reto, pero tanto es su entusiasmo que no quiere pararse a beber la bebida que le dará fuerza, y al alcanzar la cima del monte muere agotado por el esfuerzo.

Hay algo común a las tres formas de amor, el romántico, el sensual y sobre todo el cortés, y es el carácter inmediato y directo de la pasión, que pasa por encima de toda convención, de la organización social, incluso de una ética que impone normas abstractas. Es el camino que, por los mismos años en que María de Francia escribe, van a seguir en Provenza las trovadoras.

Señores, clérigos, caballeros

A partir de la segunda mitad del siglo XI, y de una forma más decidida en el siguiente, se opera el fenómeno que de una manera tópica recibe el nombre de primer renacimiento. Tres cambios económicos hacen posible este proceso: en primer lugar la extensión de las superficies cultivadas –es el comienzo de la era de las grandes roturaciones–. Además la desaparición de las amenazas de normandos, magiares y árabes, y la nula incidencia de la peste –la gran calamidad de la Edad Media– durante un largo período de tiempo, son ocasión de una expansión demográfica. Con un leve retraso sobre estos dos factores de producción, aparece la moneda, que en la centuria del XII es un instrumento de uso universal.

Este movimiento económico está acompañado de una trasformación social, que es al propio tiempo su causa y efecto. La aristocracia laica se va a beneficiar del progreso general de la riqueza, protegiendo la señoría rural, fuente de todas sus rentas, con dos medidas complementarias: por una parte disminuye y casi anula las donaciones de tierras a las iglesias, y por otra establece un régimen matrimonial que limita los nacimientos dentro del clan familiar. Para que el patrimonio en vez de dividirse y disminuir, permanezca constante y a poder ser crezca, los señores excluyen de la herencia a las hijas casadas y sólo consideran mujer legítima a la esposa del primogénito. Los demás hijos se destinan a la carrera eclesiástica o, en calidad de caballeros se lanzan a aventuras militares en tierras lejanas. Queda así asegurada la estabilidad del número de los linajes nobles y por consiguiente de su riqueza.

La condición de vínculo artificial que la sociedad feudal reserva al matrimonio, destinando al celibato legal a los caballeros segundones, hace que el amor auténtico se fije en el valor propio de la mujer sin tener en cuenta sus obligaciones y su patrimonio. El amor cortés, que florece sobre todo en estos dos siglos, hasta el inicio de la decadencia del feudalismo, es el lugar de las aventuras, de la poesía y de la libertad. No se trata de una peripecia personal entre una pareja de enamorados, sino de un movimiento colectivo que deja sus huellas en la historia y en la literatura.

La disparatada traducción de condiciones propias de la Edad Media a categorías de los tiempos modernos, hablan de amores adulterinos y de concubinatos. Los caballeros y damas del siglo XII no eran tan remilgados y hasta presumen de haber descubierto el amor. Efectivamente la unión de la pareja ya no depende de condiciones destinadas a mantener el edificio social, sino de una entrega inmediata y directa. El amor cortés, compuesto y cantado en el dialecto de Oc, florece en principio en las casas aristocráticas de Provenza, y desde allí se extiende hacia el resto de Europa.

Afortunadamente las mujeres no se resignan a ser objetos del deseo o de la admiración, y en un número indeterminado pero significativo se deciden a tomar parte como sujetos del amor y del correspondiente género literario. Ello permite resaltar todavía más la nueva forma de ver el mundo, específicamente femenina, algo tanto más interesante, cuanto que se puede comparar y distinguir de los desarrollos de los trovadores varones, con quienes con frecuencia componen sus poemas.

Las trobairitz

Las trovadoras de cuya vida o sus obras se tiene noticia, están localizadas en una zona limitada aproximadamente por el río Loira y los Pirineos en sentido norte sur y por el océano Atlántico y el Ródano. Entre las dieciséis de que se tienen datos biográficos la primera conocida Tibors de Sarenom, nace hacia 1130, y la más tardía, Guillerma de Rosers compone al alimón con Lanfranco a mediados del siglo XIII. De otras seis se conservan las trovas, pero nada se sabe de su vida. Naturalmente, todas ellas son la punta de lanza de un colectivo más amplio del que apenas se saben unos pocos nombres.

Las trobairitz tienen inevitablemente, además de su marido, un amante, en el que no distinguen –a diferencia de los trovadores de tendencia idealizante– la condición física y la espiritual. Por lo demás para ellas el amor es la cuestión fundamental de la existencia, pues no sólo dicta el comportamiento con el amado, sino que funda una ética. Se trata de una forma de vida que coloca, por encima de las normas impersonales, la inclinación inmediata y directa.

Sus composiciones –destinadas a cantarse públicamente ante la corte– tienen unas pocas y definidas formas. La cansó tiene un único intérprete y su motivo celebra la dicha de disfrutar del amado –la bona cansó– o por el contrario se queja de su indiferencia, su olvido y su lejanía –la mala cansó–. El tensón es un diálogo entre un caballero y una dama –la recitación por uno sólo anularía todo su dramatismo– y en él aparece muy claramente la distinta forma con que la mujer y el varón ven el mundo. Finalmente el partimén, un tensón donde se discute una cuestión ética, muestra la extensión del amor a todas las zonas de la vida.

La Cansó

Dejando aparte a Tibors de Sarenom –sólo se tiene noticia de una breve composición en ocho versos– la más ilustre trobairitz, y la más espontánea y desenfadada es la Condesa de Día. Nace en 1140, es esposa de Guillermo de Poitiers y amante del trovador Rimbaud de Orange para quien compone «muchas y bellas canciones». Las que se conservan, cantan la felicidad del amor en ágiles versos octosílabos, o se lamentan del afecto no correspondido en una espléndida composición, rimada en endecasílabos y musicada.

La primera bona cansó consta de cuatro estrofas de ocho versos, en rima consonante, según el esquema ababbaab. El virtuosismo de la Condesa es tan extremo –y es una propiedad de toda la poesía trovadoresca– que, no sólo las partes de cada estrofa concuerdan, adelantándose a las formas de la métrica moderna, sino que las estrofas son también unissonans, rimando cada uno de los versos de la primera «cobla» con el correspondiente de todas las demás, siempre en consonante. Esta brillante composición es una explosión de optimismo, de sinceridad y de homenaje a los valores del amante que ha elegido.

«Estoy llena de gozo y de juventud / pues como mi amigo es el más alegre / por eso yo soy graciosa y estoy alegre /… Una dama que admire la nobleza / bien debe poner su intención/ en un caballero valiente y cortés / y si es testigo de su valentía / ha de atreverse a amarle sinceramente / pues cuando una dama ama sin disimulo / quienes son nobles y valientes / no harán más que alabarla.»

La Condesa rinde homenaje a las condiciones espirituales del amante –valeroso, cortés, generoso, recto, prudente, discreto y sensato– pero todos estos valores son inseparables de la belleza física. Una nueva cansó –tres coblas unissonans de ocho versos– manifiesta un amor sensual y ardiente:

«Bien querría una tarde tener / a mi caballero desnudo entre mis brazos / y ser para él feliz / sólo por hacerle de colchón / …Bello amigo, amable y bueno / ¿Cuándo os tendré en mi poder / cuando me acostaré una tarde a vuestro lado / para daros un beso apasionado?»

La tercera bona cansó es un desafío de la dama feliz a quienes critican y quieren estorbar su amor. Este tema se repite un número considerable de veces en las composiciones de las trobairitz, probablemente porque su actitud es objeto de oposición de los bienpensantes.

«No me produce pesar / ni tampoco preocupación / saber que quieren mi desgracia / los envidiosos falsos y mezquinos. / Sus palabras no me atemorizan/ al contrario, soy dos veces más dichosa.»

Finalmente en una canción de dolor, la condesa se lamenta de un amor no correspondido en cinco estrofas de siete versos endecasílabos cada una con rima propia –son singulars, no unissonans– y un esquema peculiar aaaabab, ccccdc &c. Esta bella composición termina de retratar a la figura de la Condesa de Dia:

«La noble virtud que habita en vuestro corazón / vuestro alto valor me acobardan / pues no conozco dama lejana ni vecina / que no se incline ante vos si quiere amar / Pero, amigo, tenéis tanto juicio / que debéis acordaros de nuestro pacto / y mirar a la dama más perfecta.»

De Azalais de Porcairagues sólo se conserva una cansó, que por su estructura formal y su contenido parece un diálogo entre dos damas de distinta fortuna amorosa. La primera se lamenta en dos coblas unissonans de que ha perdido a su amante, y compara su estado de ánimo con el de un desolado paisaje invernal. Su compañera le reprocha haber elegido mal, y celebra su suerte en una tercera y cuarta cobla, pues su corazón pertenece a un amigo que no es traidor.

En cambio Castelloza, nacida a finales del siglo en Auvernia, mujer de Truc de Mairona y amante de Armán de Brion, ha dejado al menos tres canciones de dolor, en las que expresa su sentido de la libertad, la pasión con que se desespera y la condición realista de su amor. En vista de que su amante es enemigo, indiferente y lejano, es ella la que corteja a su caballero, despreciando las normas sociales y la censura de los que re prenden su atrevimiento.

Castelloza es una compositora magistral de sus canciones, todas ellas unissonans. La primera se compone de seis estrofas de ocho versos de once sílabas y esquema abbcddee, y compara la falsedad del amado con su pasión incondicional, que no se preocupa de cuanto diga la gente:

Es muy necio quien me censura / por amaros, pues nada me deleita tanto / y quien hace eso no me conoce bien / –ni del desprecio de su caballero– / Compongo canciones, con al fin de elevar / vuestro valor, pues no puedo soportar / que todos os dejen de alabar.

La segunda canción, se compone de siete estrofas de nueve versos en que se alternan con rara maestría las once sílabas de la entrada, las cinco del segundo y cuarto verso, y las siete de todos los demás.

Son la expresión más limpia y aguda de la desesperación ante la lejanía y la frialdad del amado:

«Bello amigo, por lo menos una vez / mostradme un rostro amable / antes que muera de dolor /… no me envíes suplicante / ni mensajero que diga / que desviáis la mirada / no hagas amigo / porque si el alivio no me sostiene / por poco el dolor me vuelve loca.

La tercera cansó empieza lamentando la lejanía del caballero, y la declaración de amor se acompaña de la acusación de una mujer dolorida y celosa:

Vuestra ausencia es para mí penosa y cruel / pues me jurasteis y me prometisteis / que en todos los días de vuestra vida / a ninguna amaríais más que a mí / y si os importa otra / me tendríais traicionada y muerta /… os amé desde que me disteis gozo / pero sé que he cometido una locura / pues me habéis abandonado /.

El final de la trova es una llamada al amante.

Si alguna vez me habéis faltado / os lo perdono de buena fe / y ruego que vengáis a mí / cuando hayáis oído / mi canción, que os asegura / que encontraréis feliz acogida.

Las canciones de las dos grandes trobairitz –la Condesa Día y Castonozza, aparte de su perfección formal, analizan un estado de ánimo tan complicado como el amor, desde su punto de vista. La sinceridad y el desafío a los envidiosos y maldicientes, la alegría de tener al caballero y el lamento por su pérdida, la expresión destemplada de la pasión y de la desesperación, la descripción atrevida del deseo y del gozo de la entrega, los celos de una dama traicionada, todo esto exige una actitud directa y realista de la mujer amante, alejada de la visión en general idealizante de los trovadores.

El salut d´amor de Azalais de Altier es una composición atípica –no es una cansó ni un tensón– sino la mediación entre Clara de Anduza y el trovador Uc de Saint Circ, que mantienen una relación tan apasionada como tumultuosa. Es también diferente por su construcción –ciento cuatro pareados octosílabos, que recuerdan por su forma a los lais de María de Francia–. Aparte de esta original composición todavía se conservan unas pocas canciones anónimas, pero atribuidas a mujeres por la rúbrica de los manuscritos o por la miniatura que les acompaña.

El anónimo IV pertenece a un género típico de la Edad Media, que describe dos categorías existenciales –la impaciencia y la morosidad– ligadas a la vivencia del tiempo. El alba o aubade canta la pena de dos amantes, que después de una noche pasada juntos, tienen que separarse al llegar el día.

«En un jardín, bajo las hojas del espino / tiene a su lado la señora a su amigo / hasta que el guardia dice que es de día / ¡Oh, Dios Oh Dios, que pronto llega el alba / Quisiera Dios que la noche no acabara / y que mi amigo de mí no se marchara / que ni el día. ni el alba el guardia vigilara / ¡Oh Dios, Oh Dios, que pronto llega el alba!

El anónimo VI es una balada que describe también melancólicamente el placer disfrutado en un tiempo pasado, que ya no vuelve, ni siquiera puede volver:

«Mensajero, levántate temprano / y emprende por mí el largo camino / y a mi amigo, dondequiera se encuentre / llévale la canción / dile que mucho me agrada / las palabras que me dijo besándome / bajo el dosel de mi cama / ¡Ay!

Los tensons

Un tensón es una pequeña obra maestra dramática, acompañada de música, que se representa públicamente en las cortes de Provenza. Sus protagonistas son un trovador y una trobairitz, que discuten sobre un tema amoroso o ético y que alternan sus opiniones a través de estrofas unissonans. Sobre las canciones, que son obra de un único cantautor, tienen la propiedad de presentar una original forma de ver el mundo de las mujeres, por oposición al universo masculino.

María de Ventadorn desciende de altísimo linaje, su matrimonio en 1183 con Eble V, la convierte en una figura generosa, noble y culta, y en su corte hallan protección un número considerable de poetas.

Con uno de ellos, Gui de Ussel, intercambia un tenson, donde se debate si los dos enamorados han de ser iguales en derechos, como dice Gui, fundándose en normas abstractas, o por el contrario el caballero ha de admitir sin más la condición de vasallo a que se obliga en cada caso. concreto, según defiende María.

La composición consta de seis estrofas de ocho versos en que los dos se alternan sus opiniones: importa saber el razonamiento y la conclusión de la dama:

«Gui de Ussel, al comenzar los amantes / no siguen esas razones / pues cada uno al suplicar / de rodillas y con las manos juntas / Señora, dice, dejadme que os sirva sinceramente / como vasallo y ella así lo acepta / yo juzgo que es por derecho traidor / quien se ofreció como servidos y quiere ser igual.

El tema del la timidez del caballero ante las excelencias de su dama es origen de una deliciosa obra teatral en forma de tensón entre una enigmática trobaitritz, Bona Dona, y el trovador Pistoleta. Frente al carácter igualitario de la moral tradicional otra vez aparece la relación desigual del vínculo amoroso. A través de siete estrofas de ocho versos, las dos primeras unissonans y las demás singulars, la discusión de la pareja desemboca en un inesperado desenlace, que proporciona argumento a todo el poema.

En el primer acto del pequeño drama el trovador declara su amor a una dama desconocida y su miedo a una negación: « Señora temo que si le pido su amor / me responda de malos modos / que presuma de su valor y de su honor / y que me diga que jamás de amará / voy a esperar, yo creo que es mejor / «, y la contestación de la dama que le anima a que deje su timidez: «Señor, quien hace una locura está loco / cuando el hombre sirve a la dama, pero no se atreve / luego se arrepiente, pues no gana nada / sólo cuando se decide a descubrirse / puede tener galardón y recompensa.»

En la continuación, la bona domna quiere ayudar al trovador: «Señor, os ruego me digáis el nombre de la dama / y así podré ayudaros / y os digo y quiero que me creáis / que sabré descubriros la verdad / … Decidme inmediatamente ahora su nombre / y no dudéis ni temáis.» Al final el trovador descubre que su amor es para la dama con quien está hablando: «Nada más que ver mi cara podéis conocer / que mis palabras son para vos / Vos sois aquélla que quiere mi corazón / ¡Piedad, dama, si hablo tan atrevidamente!»

Los dos siguientes tensons, tienen un claro sentido ético, y más que ninguno ilustran sobre la desconcertante forma femenina de organizar la vida social. Guillerma de Rosers y Lanfranco, van a desarrollar un tema típico de las cortes de amor. Las seis primeras estrofas son unissonans y tienen ocho versos de once sílabas, rimando siempre en consonante en el esquema ababcccb. Las dos últimas mantienen la correspondencia cccb.

«Señora Guillerma, muchos caballeros / perdidos de noche en medio del mal tiempo / suplicaban en su lenguaje un refugio / Los oyeron dos que por motivo de amor / marchaban con prisa hacia sus damas. / Uno se volvió para ayúdales / y el otro se dirigió corriendo hacia su amor / ¿Cuál de los dos hizo mejor lo que había que hacer?». La respuesta de la trobairitz se separa de la moral normativa extensa y abstracta hacia otra más inmediata y concreta: «Amigo Lanfranco, mejor terminó su viaje / a mi parecer, quien siguió hacia su amiga… pues vale mucho más quien cumple lo que ha prometido / que quien cambia de propósito.»

Las siguientes coblas todavía resaltan más esta doble ética de la alteridad y de la aliedad: «Debe agradar, señora, cien veces más a su dama / que si se hubiera encontrado con ella / quien por su amor libró de los tormentos a tantos caballeros.» Y otra vez insiste Guillerma en su primera actitud: «Lanfranco, quien actuó de esta manera / sabedlo bien cometió un grave ultraje / ¿Por qué no sirvió antes de nada a su dama, / pues el gentil servicio salía de su corazón?»

La dama H es una trovadora de cuya vida y personalidad nada se sabe, como no sea la inicial de su nombre, que la autora utiliza, probablemente como un juego de sociedad. En cambio sí se conserva un tensón de carácter ético, en que desafía el código trovadoresco y los hábitos y costumbres tradicionales, y defiende una conducta, que seguramente merece una aprobación universal de las mujeres. El partimen, cuyo interlocutor es Rosín, del que no se sabe tampoco más que el nombre, consta de ocho estrofas las seis primeras de diez versos y de esquema métrico abbacddcee, mientras que las dos últimas tienen seis versos y la rima cddcee.

La primera cobla plantea el problema amoroso y ético: «Rosin, ya que sois sabio, decid ¿Cuál procede mejor?. / Conozco una dama graciosa y virtuosa / que tiene dos amantes / y quiere que cada uno, antes de acostarse con ella / jure y prometa que no hará más / que abrazarla y besarla, uno se apresura / a terminar el acto, pues el juramento no le detiene / mientras que el otro no osa hacerlo por nada.» El trovador se inclina por la ética tradicional y normativa: «Señora, fue mucho más loco / el que desobedeció / que no es justo que el amante, cuando el amor le cautiva / incumpla por la fuerza / la orden de su dama.» La contestación de la dama H reune en unas pocas palabras la particular visión del estado de ánimo de los amantes y de la correspondiente ética, tal como la piensan y la cantan las trobairitz, desafiando el mundo de la moral tradicional: «Rosin, el miedo no detiene / a un amante cortés de conseguir el gozo / pues el deseo y el ardiente exceso / le empujan hasta tal punto / que a pesar de las protestas de su señora / no se puede contener ni dominar. / Porque al acostarse con ella y contemplarla / tan fuertemente se enciende su corazón / que no oye ni ve nada / ni distingue si hace bien o si hace mal.»


P.S. Cuando mi escrito sobre el descubrimiento del cero tenía todavía la tinta húmeda, ha recibido la visita de un censor, que defiende la superioridad de la ciencia griega frente a la de los indios y árabes, pueblos bárbaros, tercermundistas y tenderos. Hace ya dos meses entregué a mi agente en El Catoblepas una serie de artículos de reivindicación de la Edad Media y crítica de la antigüedad griega y romana. Con un poco de paciencia tendrá Vd. oportunidad de ponerme como unos zorros tanto más cuanto que al transitar por caminos poco explorados forzosamente cometeré los errores propios de un aventurero principiante. Si no es mucho pedir, no me haga decir disparates. Que en la historia aparecen las necesidades, la técnica, la ciencia y la filosofía, por este orden, es un lugar común que al comienzo de cada capítulo me empeño en subrayar. No se moleste en recortar una cita ambigua, interpretarla fuera de contexto y hacer a la filosofía madre o –todavía peor– madrastra de la ciencia.

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