Fernando Rodríguez Genovés, Adagios para un Erasmo errante, El Catoblepas 102:7, 2010 (original) (raw)
El Catoblepas • número 102 • agosto 2010 • página 7
Fernando Rodríguez Genovés
Semblanza de Erasmo de Rotterdam, escritor de la estirpe viajera de los vagamundos, pensador errante más que caballero andante
«Aldo está erigiendo una biblioteca cuyas fronteras son las fronteras de la tierra.»
Erasmo de Rotterdam, Adagios, II, 1
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El Renacimiento y la época de los descubrimientos fundan la primera etapa del cosmopolitismo en sentido estricto, la era de los grandes viajes, generadora de una «estirpe de navegantes» (Stefan Zweig), que explora mares, océanos, tierras y textos{1}. El desarrollo de la técnica, las transformaciones económicas y políticas y, sobre todo, un impulso en la mentalidad de los últimos hombres de la Edad Media y de los primeros de la Edad Moderna, unen sus fuerzas dando como consecuencia desplazamientos y mudanzas en cuerpos y espíritus.
En el siglo XIII, al tiempo que se crean las Universidades en Europa como depósito del saber, Marco Polo abre las rutas occidentales hacia China. En el siglo XIV, el magrebí Ibn Battuta recorre con tesón inagotable Asia y África. El siglo XV representa el momento de mayor valor simbólico de los grandes viajes: en 1488 Bartolomeu Dias dobla el cabo de Buena Esperanza; en 1492 Colón arriba a las Antillas; en 1487 Juan Cabot alcanza las costas de Labrador; se abren los senderos hacia la India y el Brasil; del año 1519 al 1522, Magallanes realiza la primera circunnavegación alrededor de la Tierra.
En el correr de tan señaladas fechas, en el año 1466, nace un pequeño gran hombre en la ciudad de Rotterdam, hijo «ilegítimo», de nombre adoptado. Estos hechos no le acomplejan, más bien le orientan en una posición más proclive a adoptar grandes determinaciones en la vida, empezando por dotarse de un sobrenombre, es decir, un nombre superior, más genealógico que genético, como tiene que ser reconocido un hombre de letras de pura tinta: Desiderius Erasmus Roterodamus. Retengamos esta firma y atendamos al orden interno de sus términos. Vástago del Deseo se hace llamar Desiderio (el latín en primer lugar); producto, no de la lujuria ni de la alcurnia, sino del Eros, se titula a sí mismo Erasmo (el griego a continuación); y oriundo de la ciudad holandesa, añade su procedencia a la rúbrica (la patria chica después de todo, y no “por encima de todo y de todos”): Rotterdam.
¿Quién recuerda hoy el nombre de pila, su nombre impropio, recibido en patrimonio, Geert Geertsz (Gerardo, hijo de Gerardo)? Poco importa ya, mas una vez consumado este ligero acto de memoria, dejemos el troncal cultivo de la procedencia y del origen a los neoheideggerianos, deconstructivistas o a los Departamentos de Inmigración... No nos detengamos aquí en la sangre ni en la cepa, no nos vayamos por las ramas. Descubramos ahora algo de su genio, sigamos sus pasos.
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Erasmo no quiere atarse a ninguna suerte definida por la fatalidad de la virtualidad o el sino de los tiempos. Vive en ellos, pero también a pesar de ellos. Prefiere la firmeza de ánimo a la fortuna, opta por la independencia y la integridad intelectual. Este dictamen de la voluntad libre ha sido siempre causa de serios disgustos para los que lo adoptan, para los hijos de la adopción. El resentimiento, el odio y la mezquindad no toleran quedar en evidencia. El elevarse por encima de la vana mediocridad ha exigido siempre grandes dosis de heroísmo. ¿Qué decir de los tiempos en que vivió Erasmo?
Como hijo «ilegítimo», como erudito en ciernes, la fuerza del destino le conduce al convento. La perspectiva allí abierta queda reducida a una fórmula combinatoria muy añeja, mezcla de beneficencia y ciencia, abadía y abandono, retiro y saber revelado. Pero Erasmo reacciona pronto frente a esta providencia. En el año 1492, es ordenado sacerdote, sin gran convicción por su parte, forzado por los tutores y las circunstancias, cumpliendo la orden. Aplicado a Erasmo, el adagio que afirma «el hábito no hace al monje» cobra valor y certeza como en ningún otro caso. Ni la condición de sacerdote ni el hábito eclesiástico están hechos a su medida, por lo que muy pronto logra desprenderse del peso de ambas servidumbres.
Hombre de palabras y letras, idea la manera de arrancar de la Santa Sede las dispensas necesarias para librarse de las exigencias inherentes a la vida monacal. Ahora que Colón ya ha descubierto América, Erasmo inicia su particular descubrimiento de Europa. Consigue el puesto de asesor latinista y secretario del obispo de Cambray, y viaja por Italia. Comienza a ordenar sus escritos, al tiempo que deshace con diplomacia los vínculos con la labor de funcionario, no siendo casual el tema ni el título de su primer texto: Antibarbarum liber. El destino que guía los pasos del joven pensador no está marcado, pero sí decidido ya en esos dos términos: el combate contra la barbarie y el fanatismo, desde la libertad y a través de los libros, procurando evitar la disputa directa, la acción directa y el tumultus: he aquí sus lemas y sus guías.
Erasmo viaja, pues, por Europa. En Francia, Inglaterra, Suiza, Italia y Alemania encuentra amigos con quienes debate sobre bellas artes y sabias palabras, y en ese espacio sin fronteras, la República de las Letras, decide situar el lugar pr= ovisional (siempre mudable) donde reflexionar y escribir. A ningún poder se sujeta, a ninguna lengua nacional se liga, ante ninguna doctrina, divina ni humana inclina su cuerpo, enclenque pero recto. Emplea el latín como lengua de elección, y no la holandesa, por nacimiento: nombre adoptado y lengua adoptada. Erasmo, hijo del amor a la libertad.
Hombre huérfano de padres, tampoco abraza ninguna Madre Patria. Su sentido de la religiosidad le conduce al humanismo, por el cual sólo sirve a Dios y a sí mismo, todo ello sin contradicción. No sirve a la Iglesia, ni a la realeza, tampoco a la docta ignorantia. Esquiva los deberes que le quieren imponer los priores, ignora las llamadas de nobles y emperadores, ya sean de príncipes locales o del mismo emperador Carlos V; y, simplemente, rechaza las ofertas que le hacen universidades de toda Europa para encadenarlo a una cátedra universitaria. He aquí su divisa, siempre íntegra: nulli concedo. A nada ni a nadie pertenece Erasmo, ante nada ni nadie se pliega. El hombre de letras no puede crear si pierde la libertad y la autonomía personal.
En pleno periodo de guerras nacionales, contiendas religiosas y disputas escolásticas, más profesorales que magistrales, Erasmo emprende la hazaña de construir una vida independiente, y simultáneamente empieza a labrar el porvenir del hombre espiritual. Escritor no identificado con el oficio de escribano, preludia la ruta por la que transitarán los librepensadores, los ilustrados y los enciclopedistas del siglo XVIII, anticipando, asimismo, el papel del intelectual de los siglos XIX y XX.
He aquí una actitud y una determinación portentosas para ser concebidas y llevadas a cabo en aquel momento histórico tormentoso. Con un pie en la Edad Media y el otro en la Modernidad naciente, Erasmo, igual que hizo Montaigne, inclina la balanza hacia el segundo de los platillos. Maniobra con mil estratagemas, ejecuta equilibrios asombrosos, a fin de no quedar descalabrado. Con tal habilidad y talento actúa que logra lo contrario: alcanzar fama y gloria en una Europa donde todos le respetan. En el momento de su mayor esplendor, en Basilea, Erasmo ve llegado el momento de conceder entrevistas a personas importantes y principales, pero sólo cuando tenga tiempo y esté en disposición anímica para ello…
Reina Erasmo en sus dominios, componiendo una realeza intelectual que Voltaire renovará en Ferney o Goethe en Weimar, aunque con más austeridad que éstos, y siempre huyendo del tumulto, la pompa y el bullicio. ¿Quién pondrá sus manos sobre Erasmo, por más que genere irritación y rencor en tantos brutos principales? Siglos más tarde vemos reproducido el dilema. Charles De Gaulle (hombre de Estado), se enfrenta al travieso y revoltoso Jean-Paul Sartre (hombre de letras), quien desafía leyes y pisotea convenciones sin contemplaciones. Finalmente, presionado por el deber de autoridad, y por otras autoridades menores, el general francés amonesta en privado al indisciplinado filósofo, y poco más. «¿Quién sería capaz de encarcelar a Voltaire?»
Hombre de paz y de pensamiento, Erasmo recorre el mundo para encontrar espacio, y para que aquellos propósitos puedan germinar. Pero son tiempos difíciles; ya se sabe, como todos. La provocación, la invitación al desafío y al lance llaman a su puerta incontables veces. Ello le fuerza a abandonar las residencias en donde se recoge, mas sin sacarlo nunca de sus casillas. Erasmo tiene más de pensador errante que de caballero andante. No cede a la afrenta pendenciera, rehúye el combate.
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¡Qué carácter y qué singular esta personalidad cuando la cotejamos con otros grandes hombres de su tiempo! Nicolás Maquiavelo y Martín Lutero, por ejemplo.
Maquiavelo fue también, a su manera, un conquistador, un hombre de armas literarias, que descubre para la posteridad una nueva ciencia: la política moderna. Según propugna, el arte de la organización y supervivencia del Estado aconseja saber de legislación, pero más aún de estrategia militar: he aquí el correlato de sus conclusiones sobre la naturaleza humana. En el capítulo XII de El príncipe establece este principio con claridad: «Y como no puede haber buenas leyes donde no haya buenas armas, y donde hay buenas armas conviene que haya buenas leyes, dejaré de lado el razonar de las leyes y hablaré de las armas.»
Corren tiempos de cambios vigorosos, de urgencias y reclamos incontinentes. Son estos tiempos de profunda transformación. Maquiavelo exige intervención inmediata, golpe y pasión. Erasmo necesita tiempo para pensar y poder tomar una decisión. Y esto si no hay más remedio y si vale la pena el esfuerzo. He aquí su sentir: «Me parece que se alcanza más con la modestia que con la violencia.»
Maquiavelo no destaca por las virtudes de la moderación y la paciencia. Más que la paz busca la seguridad; por encima de la verdad y la justicia sitúa la defensa de la patria, como valor supremo. La patria es para él el sueño de Italia, visto desde la dramática realidad de Florencia. Escribe en italiano o, por decirlo con mayor precisión, en «toscano», puntualización nada baladí, pues en el Discorso o dialogo intorno ala nostra lingua, había defendido la «florentinidad» de la lengua italiana. Escribe en «florentino», pues, las Historias florentinas (aunque quedan sin finalizar) por encargo del Studio florentino en el año 1520, según recoge el contrato correspondiente, en el «tiempo que le parezca más conveniente y en la lengua, o latina o toscana, que le parezca.»{2}
Siguiendo otros derroteros, Erasmo se une al destino de Europa y la recorre de un extremo al otro, porque es su hogar y su vocación. Europa no existe como realidad política y cultural, tampoco habla ella de manera explícita, pero la presiente. Maquiavelo, como los antiguos filósofos griegos, vive unido indisolublemente a la causa de la polis. Su propia vida sigue los designios de la ciudad, a la que sirve como secretario de la Signoria, o como asesor que ofrece sus servicios dirigiéndose a la poderosa familia Médicis, según las circunstancias dominantes. Diplomático de oficio, piensa como un funcionario, y como tal escribe sus obras políticas. Siempre a la sombra del príncipe, Maquiavelo busca fortalecerlo para procurarse la fuerza.
Aquí queda revelada el alma de subalterno que luce Maquiavelo, tan alejada del afán por la independencia de Erasmo, expresado en ideas, libros, en su ámbito…, sin servidumbres ni ligaduras. Maquiavelo, en cambio, es un servidor del Estado, trabaja, en primer lugar, para la República, viaja por Europa siguiendo encargos diplomáticos en legaciones oficiales, mas no es un viajero, sino un embajador; ni siquiera eso, pues irónicamente el gran teórico del poder no tiene estatus formal de embajador plenipotenciario, es un subordinado a quien encargan tareas de mediación y poco más, nunca decisivas ni de su entera responsabilidad.
Maquiavelo expresa todo el genio intelectual que posee cuando es apartado de la acción política. Servidor del Estado, deja de servir cuando queda alterado el orden interior político. Enfrentado tradicionalmente a los Médicis, en el momento en que éstos recuperan el control de la ciudad en 1512, desplazando así del poder a la República, Maquiavelo pierde el empleo, cae en desgracia y es expulsado de la ciudad, refugiándose en unas pequeñas posesiones familiares en San Casciano, cerca de Florencia, cuyas torres y campanarios majestuosos puede atisbar desde el mirador del exilio.
De esta manera, Maquiavelo nunca pierde de vista Florencia. El dolor por su mala fortuna lo comparte con el que siente por el destino del Estado amenazado en su propia unidad y grandeza. Maquiavelo es un expatriado, no un extrañado. Sólo abandona Florencia cuando es expulsado de la ciudad. Sólo piensa en retornar a la ciudad y en recuperar el cargo oficial. Bajo tal estado de ánimo, y con semejante propósito, Maquiavelo escribe sus grandes obras, El príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
El primero de los dos libros lo redacta de corrido, en pocos meses. No hay tiempo que perder. La patria no puede esperar. Ofrece prontamente en este clásico de la teoría política el perfil del príncipe redentor, garantía de la regeneración y de la salvación de la unidad nacional, en peligro a causa de los «bárbaros», los extranjeros, las sotanas, con la esperanza vana de que será recogida sin dilación su propuesta por parte de quien está llamado a ser el nuevo César de Italia. Con la pluma en la mano se siente Maquiavelo realmente poderoso e influyente, grande entre los grandes. En una célebre carta a su amigo Francesco Vettori confiesa que cuando entra en el gabinete de trabajo dispuesto a componer tratados políticos experimenta una transformación: «me pongo ropas reales y curiales, y revestido condignamente, entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde, por ellos amorosamente acogido, me alimento con esa comida que solum me pertenece y para la cual he nacido.»
¡Qué lejos estamos aquí de la serenidad de Erasmo! ¡Qué modo más opuesto de percibir el cometido y el rango de príncipe! Compárese la adhesión y la fe maquiaveliana hacia los príncipes con esta meditación de Erasmo:
«Imaginaos ahora un príncipe tal como es a menudo, un hombre ignorante de las leyes, casi enemigo del bien general, preocupado únicamente del propio provecho, entregado a los placeres, que odia la ciencia, la libertad y la verdad, al que nada importe menos que la prosperidad de su Estado, y que sólo tenga en cuenta sus logros y liviandades.»{3}
Aun siendo un gran teórico del pensamiento y un escritor exquisito, Maquiavelo siempre será un hombre de acción política más que un hombre de letras. Inventando la política (moderna) en estado puro, pone la praxis delante de la reflexión. Critica la neutralidad, acusándola de ser la responsable de la mayoría de calamidades que arrastra el Estado; nada, pues, de quid medium. Estamos en las antípodas del ideal erasmista, pero también del ideal del filósofo-rey de Platón: Maquiavelo no propone que el príncipe se convierta en sabio, sino que se deje asesorar por los sabios, adoptando así el puesto de consejeros del Estado, neo-sofistas de la República.
Aunque pueda parecerlo, no será éste el camino por el que marchen los ilustrados del siglo XVIII, dispuestos a instruir a los monarcas, pero sin perder la independencia ni la libertad de criterio. Voltaire en la corte de Federico de Prusia o Diderot en los salones de Catalina de Rusia no actúan como siervos ni como servidores. Con coraje y riesgo para sus vidas, dieron fe de ello. A su modo, y con las diferencias pertinentes entre ellos, los philosophes siguen la estela y la tradición del filósofo frente al político: Aristóteles o Diógenes frente a Alejandro; Catón frente a César; Séneca frente a Nerón; Tomas Moro frente a Enrique VIII; Erasmo de Rotterdam frente a todos los príncipes…
Erasmo adquiere la gloria de las letras sin unirse a una patria o un poder político, haciéndose un nombre propio que lo libera para siempre de la raíz bastarda. Maquiavelo ganó la fama, luchó por dar a conocer su nombre aunque finalmente el adjetivo «maquiavélico» logró eclipsar al apellido mismo. En la lápida que sella el sepulcro del funcionario toscano en la Santa Croce de Florencia queda escrito para la posteridad esta leyenda: Tanto Nomini Nullum Par Elogium.
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Lutero –«esa fatalidad de fraile»{4}– fue también a diferencia de Erasmo, un hombre de acción. Nuevos espíritus enfrentados, nuevos rostros encarados. De un lado, Erasmo, hombre de contemplación y orden; del otro lado, Lutero, hombre de lucha y confrontación. Ambos reformadores de la Iglesia, mas ¡qué religiosidad más distante practica cada uno de ellos! Lutero denuncia los desmanes de Roma y la inmoralidad reinante en el Vaticano, pero para dar cauce a este sentimiento enciende una hoguera que abrasará Europa. Aliado de la causa nacional de los príncipes alemanes, toma partido junto a ellos en la guerra de los campesinos (1424-25), vinculándose así a la campaña de guerra total en todos los frentes: religión y política, fe y batalla, el ángel exterminador…
En 1526 establece la «misa alemana» y en 1527 funda la primera Universidad Evangélica en Marburgo. Sin nunca perder el apetito ni el afán de comerse el mundo, Lutero asiste a las Dietas de Worms (1521) y de Augsburgo (1530), vocifera y clama al cielo, sin dar jamás el brazo a torcer. La historia nos ha legado sus palabras, definitivas, deterministas: «Aquí estoy; no puedo hacer otra cosa.» Sin voluntad propia, con el ánimo ungido por la cólera de la fe, ahí se planta Lutero; como siempre, el «siervo albedrío».
Erasmo, persona de voluntad libre, actúa de otro modo. Hombre que diserta sobre los buenos modales y sobre las artes de la civilización, hombre religioso e inquieto por la causa de la cristiandad, no es de la raza de los savonarola ni de los lutero: no quiere encender ninguna hoguera, de vanidades ni de hostilidades. El predicador de Wittenberg le asedia y le conmina para que tome partido por la guerra contra Roma y contra el Emperador. Erasmo pide calma y reclama sosiego; teme el remedio más que la enfermedad. Lutero traduce la Biblia al alemán, la empuña con manaza de acero y con ella amenaza a todo aquel que no siga sus consignas. Erasmo, mientras tanto, edita en el año 1516 en Basilea una nueva versión crítica del Nuevo Testamento (el Novum Instrumentum), en griego y con notas y traducción adjuntas en latín. Nacionalismo y universalismo, guerra y paz…
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En el año 1517, Erasmo fija la residencia en Lovaina. Más tarde, en 1521, vuelve a Basilea procurando huir del fuego que ya prende en Europa. Allí donde es hostigado no responde, hace las maletas y emprende nuevos trayectos, buscando la serenidad que necesita para el quehacer espiritual e intelectual. Finalmente, en 1524, procurando aplacar la ira que le persigue, decide responder a las llamadas y a las llamaradas que le lanzan. Manifiesta su postura ante los hechos en liza en un escrito titulado De libero arbitrio diatribe (Disquisición acerca del libre albedrío), con la intención de dejar zanjado el asunto. Lutero no desaprovecha la oportunidad que tanto anhelaba y replica con De servo arbitrio (Sobre el albedrío esclavo). No entremos en los detalles de la pugna teológica. Bástenos con fijar la vista y la atención en los simples títulos de los escritos para hacernos una idea de los términos del debate.
Las palabras, los libros, nunca aplacan los espíritus belicosos. Cuando las pasiones se desatan, poco pueden las razones en el intento por sosegarlas. Cuando la razón choca contra el dogma, es la razón la que suele quedar malparada: la razón gana cuando es empleada como acicate de la verdad y no como ariete del Verbo.
En 1529, la Reforma toma posesión de Basilea. El anciano Erasmo retoma el bastón de caminante ya cansado y emprende camino hacia donde pueda hallar tregua, tolerancia y sosiego. Largo periplo por Friburgo, Lovaina y Basilea, lugares inestables, todos inseguros. En 1534, dos años antes de su muerte, mientras Europa se bate en duelo contra sí misma, Erasmo redacta Sobre la concordia de la guerra. ¿Ironía o tragedia de la historia? El mismo año, mientras los hombres se matan en nombre de la fe y por el poder, Erasmo en soledad escribe Preparación para la muerte.
El gran humanista, el viajero, el cosmopolita, prepara el espíritu para el largo viaje, ansía asentarse definitivamente en un lugar y descansar, y esto para un hombre errante sólo puede significar la muerte. La Dama Negra, negándole más tiempo (¿qué es la muerte sino impura negación?), le asalta en Basilea. Los ojos serenos, nunca fijos, de Erasmo, puestos en la senda del viaje dispuesto y definitivamente truncado, se cierran para siempre.
Notas
{1} Reproducimos aquí el capítulo 9.1. (Parte IV: El ámbito expendido: erráticos y vagamundos, págs. 196-207) del libro del mantenedor de esta sección, Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Síntesis, Colección La voz escrita, nº 1, Madrid, 2001. Hemos introducido algunas pequeñas variaciones con respecto al texto original, siempre por motivos gramaticales y de estilo. El manuscrito que sirvió de base al libro fue galardonado con el Premio de Ensayo Juan Gil-Albert, en el marco de los Premios Literarios Ciudad de Valencia 1999.
{2} Federico Chabod, Escritos sobre Maquiavelo, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pág. 232.
{3} Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, Sarpe, Madrid, 1984, págs. 169 y 170.
{4} Friedrich Nietzsche, Ecce homo, Alianza, Madrid, 1978, pág. 117.