revolución y orden político, El Catoblepas 105:4, 2010 (original) (raw)

El Catoblepas, número 105, noviembre 2010
El Catoblepasnúmero 105 • noviembre 2010 • página 4
Los días terrenales

El problema de Mirabeau:

revolución y orden político

Ismael Carvallo Robledo

Sobre Gabriel Honorio de Riquetti, conde de Mirabeau,

revolucionario y estadista a la vez

Joseph Desire Court, Mirabeau increpa al marqués de Dreux-Breze, Versalles 23 de junio de 1789

«Pero los antiautoritarios exigen que el Estado político autoritario sea abolido de un plumazo, aun antes de haber sido destruidas las condiciones sociales que lo hicieron nacer. Exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad. ¿No han visto nunca una revolución estos señores? Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto mediante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios.» (Federico Engels, De la autoridad, 1873/1874.)

«Es, sin disputa, más fácil y obvio no mentir que ser César o Mirabeau.» (José Ortega y Gasset, Mirabeau o el político, 1927.)

«Seríamos unos traidores si lo disimuláramos: la nación va a elevarse a su destino glorioso o a precipitarse en un abismo de infortunio. Una gran revolución, cuyo proyecto nos hubiera parecido quimérico hace pocos meses, se llevó a cabo en medio de nosotros; pero, acelerada por circunstancias imprevisibles, arrastra consigo la repentina subversión del antiguo régimen; y, sin darnos tiempo de apuntalar lo que debe ser aún conservado, de reemplazar lo que haría falta destruir, tiende de golpe un cerco de ruinas en torno de nosotros.» (Mirabeau ante la Asamblea Nacional francesa, en sesión del 2 de octubre de 1789.)

I

Dice Louis Madelin en su espléndido libro Los hombres de la revolución francesa (Ediciones B Argentina 2004) que basta tan sólo con haber agitado y luego gobernado a los hombres para juzgar mejor las cosas del pasado, y para dar así razón a los historiadores en su empeño de sustraerse de toda pasión política en el momento de acometer el juicio objetivo al que, por designio metodológico, obliga el oficio de la historia.

Tarea de gran dificultad la del historiador de la política sin duda ninguna, pero no más difícil en definitiva que aquélla a la que se ve sometido el hombre político en el momento en el que, en el seno de una dialéctica de trituración y reconstrucción revolucionaria, se ve obligado por necesidades objetivas de índole diversa (dialéctica de clases, dialéctica de Estados, el imperativo ontológico del orden político), a situarse a la altura del hombre Estado. Porque, ateniéndonos a la fórmula de Madelin, una cosa es la agitación de los hombres (ideológica, política, armada) y otra muy distinta –y sin duda más compleja– es el gobierno de los hombres. Buena parte de los grandes emprendimientos de la historia de la política encuentra las claves de sus más trágicos fracasos y peligros en esta contradicción fundamental, es decir, en la contradicción agónica entre revolución y orden político, toda vez que el momento de verdad de la política, de toda política, revolucionaria o no revolucionaria, es el orden político del Estado y su duración.

Y es la de Mirabeau la figura que de inmediato se aísla ante nosotros para ocupar un puesto de privilegio en el panteón de los grandes hombres políticos (César, Cicerón, Maquiavelo, Napoleón), perfiles de cuya vida se dibujan a la escala de los grandes problemas de la política, los de verdadero arrastre y calado ontológico: los problemas del Estado, que es el sistema por excelencia de la historia. Y es precisamente esa escala problemática aquélla desde la que nos es posible observar la manera en que la política agota, exprime literalmente la existencia del hombre político devenido estadista, templando su carácter y pensamiento con arreglo a formatos históricos de singular tensión trágica: tensión entre el principio (la libertad, la igualdad, el socialismo) y la realidad histórica, entre la norma ética y la norma política (el Estado y su eutaxia), entre autoridad y anarquía, y trágica por la fuerza de la inevitabilidad con la que un Estado demanda de sus hombres y dirigentes que miren a la muerte y a la guerra manteniendo imperturbable la consciencia de la necesidad de privilegiar siempre, so pena de perecer, un orden política determinado.

II

Gabriel Honorio de Riquetti, conde de Mirabeau (1749-1791), es, como se sabe, aquél que, en esa su primera y por demás dramática fase, acaso haya visto con mayor claridad el nervio central de la dialéctica del proceso llamado a convertirse en el modelo canónico de toda revolución ulterior, la Revolución francesa, un nervio que, por su centralidad, era preciso mantener intacto pues, de lo contrario, el sistema orgánico sometido a cirugía política colapsaría por entero y de manera catastrófica. La inminencia política y la necesidad histórica atenazaron sus últimos años de vida, acompasando su pulso al del alumbramiento de una nueva época. «Hasta la hora de expirar se ocupó de la cosa pública. Momentos antes de la muerte –acaecida el 2 de abril de 1791- envió al obispo de Autun, M. de Talleyrand, un discurso sobre las sucesiones, tal vez su pieza más bella», afirma de él Mérilhou según consigna María Victoria Suárez en sus notas a los Discursos en la Asamblea nacional de Mirabeau (Un pensamiento intempestivo, Buenos Aires, Leviatán, 2006, p. 173).

Dice por su parte Madelin (p. 46):

«Mientras tanto, eran convocados los Estados Generales. La suerte estaba echada. Pero Mirabeau permanecía perplejo. No lo embriagaba, en absoluto, una ideología totalmente sentimental, como a tantos otros que aspiraban, sin pesar las consecuencias, al advenimiento de una libertad dotada, de antemano, de todas las virtudes. Fundamentalmente monárquico, reclama una revolución. Y tocamos aquí el problema menos estudiado de la Revolución y, al mismo tiempo, el secreto de esta extraña carrera. Es hora de decirlo: Mirabeau fue el único tal vez en toda Francia, entre partidarios y adversarios de la Revolución, electores y elegidos, ministros y opositores, nobles y burgueses, sí, el único, o casi el único, que vio claro en la Revolución que se gestaba.»

Un juicio similar es el que aparece en voz del príncipe Andrei Bolkonsky en Guerra y paz de Tolstoi, pero dirigido a otra figura fundamental, situada ya en otra fase de esa revolución, la correspondiente a su despliegue imperial, arrasador y bélico por toda Europa: Napoleón Bonaparte:

«Los Borbones huyeron de la Revolución, dejando al pueblo en la anarquía; Napoleón es el único que supo comprender la Revolución y vencerla. Por eso, por el bien común, no pudo detenerse ante la vida de un solo hombre. Napoleón es grande porque se ha puesto por encima de la Revolución; ha reprimido sus abusos, pero ha conservado todo lo bueno…»

Misma escala de configuración la de Mirabeau y Napoleón –la escala del Estado y su eutaxia– al momento de situarse en la perspectiva de comprender, dominar y dirigir una revolución política; aquél acaso en un primer momento de configuración interna del despliegue dialéctico de contradicciones (dialéctica de clases), éste en un ulterior momento de obligada expansión geopolítica del Estado francés organizado según la morfología de un Nuevo régimen (dialéctica de estados).

Pero el príncipe Andrei (según la pluma de Tolstoi) es contundente en señalar la tensión trágica que diferencia al hombre de Estado grande del hombre político menor: por el bien común, Napoleón, habiendo comprendido y, sobre todo, vencido a la Revolución, no pudo detenerse ante la vida de un solo hombre. Esta es la clave de la cuestión del Estado, de todo Estado: que quien desde su seno pretenda tomar sus riendas debe saber que el costo será el estar obligado a mirar a la muerte sin inmutarse, porque las virtudes del hombre de Estado no pueden ser las mismas que las del hombre común. Dice Ortega a este respecto, en su formidable ensayo Mirabeau o el político, cuando arremete contra Chénier en el momento en que quiere éste criticar a Mirabeau por su falta de virtudes (confundiendo la virtud del político grande, del estadista, con la del hombre común), lo siguiente:

«Nuestro tiempo (el texto de Ortega es de 1927, IC) no hubiera nunca inventado estas dos palabras: magnanimidad y pusilanimidad. Más bien lo que ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan… La perspectiva moral del pusilánime, certera cuando trata de juzgar a sus congéneres, es injusta cuando se aplica a los magnánimos. Y es injusta sencillamente porque es falsa, porque parte de los datos erróneos, porque al pusilánime le suele faltar la intuición inmediata de lo que pasa dentro del alma grande. Así es la cuestión que ahora tangenteamos. El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión: vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las coas que están ya ahí, hechas por otros –sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público–…

«En vez de censurar al grande hombre porque le faltan las virtudes menores y padece de menudos vicios, en vez de decir que «no hay grande hombre sin virtud», en vez de coincidir con su ayuda de cámara, fuera oportuno meditar sobre el hecho, casi universal, de que «no hay grande hombre con virtud»; se entiende con pequeña virtud.
(Dos ensayos sobre Mirabeau. Mirabeau o el político, Mirabeau o la política, de Ortega y Gasset el primero y de Jesús Reyes Heroles el segundo, FCE, México 1993, págs. 35 y 38.)

¿Pero cuál era en todo caso la contradicción o el embrollo político-ideológico –digamos– en el que Mirabeau se situaba como tribuno que con más claridad hacía el diagnóstico de los problemas decisivos, y que con mayor implacabilidad veía en esos momentos lo que debía extirparse y lo que debía mantenerse del viejo orden para que el nuevo pudiera mantener en pie al Estado francés? El embrollo era este: que la defensa o postulación genérica y abstracta de la libertad y la igualdad como principios fundamentales de la Revolución impedía ver que el problema verdadero era el del reacomodo de los equilibrios internos entre las partes de un Estado preexistente y en marcha, un reacomodo sin el cual cualquier curso ulterior de la revolución y de Francia misma estaba llamado a fracasar inevitablemente. Un problema de abismal diferencia con aquél que hubo de enfrentar España pocos años después, puesto que Francia no era en absoluto un Imperio, mientras que el de España era el más grande e importante de su tiempo. El problema de España e Hispanoamérica puede ser considerado, desde este punto de vista, como de mayor envergadura universal que el de Francia.

En todo caso, Mirabeau tenía presente siempre, en otras palabras y en definitiva, el problema cardinal de la autoridad dentro del Estado; el enemigo para Mirabeau era la anarquía del mismo modo en que, años después, los enemigos de Marx y de Engels habrían de ser también los anarquistas. La revolución demandaba ser dirigida y demandaba, al igual que el Estado francés, de grandes dirigentes: «cuando se pone uno a dirigir una revolución, la dificultad no está en hacerla avanzar, sino en contenerla», habría escrito de Riquetti en octubre de 1789. No se trataba tanto de defender con el respaldo de la exaltación y el sentimiento una serie de principios abstractos determinados (la república, la libertad, la igualdad, la fraternidad), o de borrar de un plumazo siglos de historia política y de tradición, cuanto de encontrar las fórmulas políticas con arreglo a las cuales esos principios podían ser garantizados desde el Estado y contra otros Estados. No era una transformación por ruptura tácita, sino una transformación por anamorfosis política, pues nada surge de la nada.

Volvamos a Ortega nuevamente:

«La política de Mirabeau, como toda auténtica política, postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad. El impulso en 1789 era la nueva burguesía y su credo racional; el freno era el pasado de Francia, resumido en la autoridad real.» (Mirabeau o el político, pág. 48.)

Cuando se debatía la Declaración de los derechos del Hombre, por ejemplo, advirtiendo los riesgos de la tabula rasa y de la abstracción exacerbada de los principios metafísicos, Mirabeau no se dejaba seducir por la retórica (o por lo que hoy podríamos denominar con Lenin infantilismo de izquierda): «no somos salvajes venidos del Orinoco a formar una sociedad; tenemos un gobierno preexistente, un rey preexistente, prejuicios preexistentes. Hay que tratar, en la medida de lo posible, de combinar todas esas cosas con la Revolución y de evitar una transición brusca».

Es Madelin otra vez quien habla:

«Realista, añadiré que lo era a la manera en que, durante siglos y siglos, lo habían sido los grandes ministros de los reyes de Francia. ¿Qué significa esto? Que desde siglos, el trono de Francia buscaba liberarse del yugo que sobre él hacían gravitar, más que sobre la nación, los privilegios consentidos, desde hacía mucho, a todo ese feudalismo que, después de amenazar durante tanto tiempo la existencia misma de la realeza, seguía constriñéndola y molestándola.

Desde siglos, el país estaba de acuerdo con sus hombres de Estado. En 1789, no pretendía, en absoluto, hacer una revolución contra el trono. Nada de eso. Se hablaba, sin duda, del despotismo pero, para destacar que no se hacía responsables de él a los descendientes de San Luis, se añadía siempre: «el despotismo ministerial», con lo que se adjudicaban al Ministerio, impersonal chivo emisario, todas las enojosas medidas del gobierno. En realidad, la dinastía seguía siendo popular entre las masas, y Luis XVI más que ninguno de sus predecesores.» (págs. 46 y 47.)

Para Mirabeau, según Madelin, la nación política, que es el fruto más genuino y acabado de la revolución francesa, «sólo quería la abolición del feudalismo perimido y, por la supresión de los privilegios, el establecimiento de un estatuto social y político del que el rey sería no la víctima, sino el beneficiario» (p. 47).

III

«En todos los países, en todos los tiempos –dice Mirabeau en la Asamblea nacional, en febrero de 1789–, los aristócratas han perseguido implacablemente a los amigos del pueblo; y si, quién sabe por qué azar, alguno sobresalió en su seno, precisamente a ése golpearon, ávidos como siempre de inspirar el terror por la elección de la víctima. Así pereció el último de los Gracos a mano de los patricios; pero, herido de muerte, lanzó un puñado de polvo al cielo, como testimonio ante los dioses vengadores; y de ese polvo nació Mario, Mario, menos grande por haber exterminado a los cimbros que por abolir en Roma la aristocracia de la nobleza» (Un pensamiento intempestivo, pág. 22).

«Los amigos del pueblo», dice Mirabeau, el problema son los amigos del pueblo. Pero ¿quiénes son los amigos del pueblo? –pregunta que décadas después se haría también Lenin–. Palabra oscura y confusa en todo caso, tan metafísica como la idea de Dios o la de voluntad general o la de libertad individual. Vulgus, plebs o populus, según sus orígenes latinos; multitud, voluntad general o proletariado, según Danton, Robespierre o Marat, respectivamente. Cuestión, como se ve, irresuelta o dictaminada definitivamente hasta nuestro días. Es el núcleo central del problema de la representación política en todo caso, pues ahora la soberanía reside, o mana o brota, del pueblo, y encuentra su representación en la Asamblea. Cambio fundamental de coordenadas ideológicas dentro del cuadro general de configuración de la política del Antiguo Régimen, un cuadro en el que, a partir de la guerra de los 30 años y la Paz de Westfalia, promediando el siglo XVII, la soberanía había «descendido» para moldearse según los contornos del Estado y su razón (a la razón de Estado), tomando distancia con el Altar (de aquí la condena de los católicos a Richelieu, que puso a Francia y sus intereses como criterio fundamental de subordinación política, y que era, precisamente, el modelo a seguir de Mirabeau) pero sin llegar nunca a tocar al pueblo en modo alguno.

Es sólo con la Revolución francesa cuando, por cuanto a la configuración ideológica del Nuevo régimen, la historia se convierte en una experiencia de masas en tanto que es el pueblo en donde reside la soberanía; una soberanía que, a su vez, y aquí volvemos al problema inicial, tiene que ser representada dentro de los límites de una nueva morfología: la de la nación política. Siéyes quería que los diputados se considerasen «reconocidos y verificados por la nación francesa», mientras que Mirabeau proponía que fueran considerados sin más como «representantes del pueblo francés». La alternativa triunfante fue la del diputado Le Grand: Asamblea nacional sin más. Pero el Estado francés permanece. Nuevas partes constituyentes se abren paso en el arreglo de fuerzas. Pero el equilibrio es, siempre, necesario. Esta es la cuestión. Entonces dice Mirabeau:

«A lo dicho por mí respecto de la necesidad de la sanción real, Thouret replica que cuando el pueblo se ha pronunciado, no la cree necesaria. Y yo, señores, yo considero el veto del rey hasta tal punto necesario, que preferiría vivir en Constantinopla antes que en Francia, si no lo fuera: sí, lo declaro, no conozco nada tan terrible como la aristocracia soberana de seiscientas personas, que el día de mañana podría ser inamovible, pasado mañana hereditaria, y terminaría, como los aristócratas de todos los países del mundo, por invadirlo todo.» (Un pensamiento intempestivo, pág. 30.)

¿Qué estaba proponiendo Mirabeau? Ni más ni menos que esto: el veto del rey contra el parlamento; ¿por qué?, habría podido gritar algún fundamentalista democrático. La respuesta es esta: para evitar lo que de hecho ha ocurrido: la transformación de los representantes del pueblo en parte de la aristocracia (la partitocracia de hoy), una aristocracia que, como la de todos los países del mundo, termina siempre por invadirlo todo. La democracia degradada, por corrupción interna, en aristocracia demagógica.

Este era pues el peligro que veía Mirabeau en el seno mismísimo de la revolución francesa:

«El curso uniforme de la autoridad de los reyes en todas partes enseña con creces que es necesario supervisarlos. Este recelo, saludable en sí, nos lleva naturalmente al deseo de contener tan tremendo poder. Un terror secreto, a nuestro pesar, cuestiona los medios con los que hay que armar al jefe supremo de la nación, a fin de que pueda cumplir las funciones que le son asignadas… Sin embargo..., el monarca debe ser considerado el protector de los pueblos antes que como el enemigo de su bienestar.» (Un pensamiento intempestivo, pág. 60.)

Observamos pues en los discursos de Mirabeau la permanencia de un problema político de carácter ontológico que no es en modo alguno exclusivo de una revolución, y que mucho menos puede ser eliminado con la retórica de la democracia o la de la revolución misma, porque se trata de problemas intrínsecos al mecanismo interno de todo Estado: es el problema de la dialéctica inevitable entre revolución y orden político, entre transformación revolucionaria y autoridad.

Porque para Mirabeau, antes que la libertad o la igualdad, el problema mayor de la revolución francesa era la de acometer una alianza contra el despotismo ministerial y la aristocracia parlamentaria. ¿Cómo y entre quiénes organizar dicha alianza? La respuesta parece extraída, íntegra, de los textos de Maquiavelo. Vale la pena extenderse al seguir a Mirabeau:

«Dado que, por la naturaleza de las cosas, la elección de estos representantes (parlamentarios, IC) no necesariamente recae en los más dignos sino en aquellos que por situación, fortuna y circunstancias están señalados como los más aptos para hacer sacrificio de su tiempo en aras de la cosa pública, resultará siempre de la elección de dichos representantes del pueblo una especie de aristocracia de hecho que, obstinada en su tendencia a adquirir consistencia legal, devendrá por igual hostil al monarca, con quien pretenderá equipararse, y al pueblo, cuya permanente sumisión buscará.
De ahí la alianza natural y necesaria entre el príncipe y el pueblo contra cualquier suerte de aristocracia; alianza que se funda en que, al tener los mismos intereses, las mismas aprensiones, deben tener un mismo fin y, por lo tanto, una misma voluntad.
Si por un lado la grandeza del príncipe depende de la prosperidad del pueblo, el bienestar del pueblo reposa principalmente en el poder tutelar del príncipe.
Así, no en pos de su particular ventaja interviene el monarca en la legislación sino en interés del propio pueblo; y es en este sentido que se puede y se debe decir que la sanción real no es prerrogativa del monarca sino propiedad, dominio de la nación…
El príncipe es el representante perpetuo del pueblo, así como los diputados son sus representantes elegidos en determinado momento. Los derechos del primero, como los de los otros, sólo se fundan en la utilidad de quienes los han establecido. Nadie protesta contra el veto de la Asamblea nacional, que no es sino un derecho del pueblo confiado a sus representantes, para oponerse a cualquier propuesta que tienda al restablecimiento del despotismo ministerial: ¿por qué entonces protestar contra el veto del príncipe, que tampoco es sino un derecho del pueblo confiado especialmente al príncipe, ya que el príncipe está tan interesado como el pueblo en prevenir el establecimiento de la aristocracia?
(Un pensamiento intempestivo, pp. 61 y 62, énfasis añadido, IC)

Arduo problema en fin el que Mirabeau encaró y sobre el que advirtió a sus contemporáneos y a la posteridad. Pues lo que hubo de venir después, durante los siglos XIX y XX, fue todo menos la instauración y el afianzamiento armónico de la democracia parlamentaria o de la verdadera libertad, según puede apresurarse a afirmar algún analista políticamente correcto y fundamentalista democrático.

No: lo que ha visto el mundo en estos dos últimos siglos no es ni el avance de la libertad, ni el avance de la democracia, pero tampoco la instauración y ulterior colapso de un socialismo «puro» traicionado a su vez por los estalinistas o por la burocracia paquidérmica y atroz. En este sentido es completamente absurdo hablar de avances o de retrocesos históricos.

Lo que a nuestro juicio ha presenciado el mundo en estos dos últimos siglos es una serie de cambios muy determinados en la manera en que los equilibrios políticos entre las partes de Estados también muy determinados (los propios de las naciones políticas que, a partir de los tiempos de Mirabeau, comenzaron a recortarse alrededor del planeta entero) han sido fraguados con el propósito de mantener el orden al interior de sus propias estructuras. En momentos específicos, la alianza entre el Príncipe y «el pueblo» ofreció resultados muy característicos, sobre todo durante la primera mitad del siglo XX. En la segunda mitad –y en los inicios del XXI–, después del colapso de uno de esos grandes arreglos político-ideológicos que recorrieron el siglo (la URSS), pareciera que volvemos a ese cuadro que en tan baja estima tenía Mirabeau: la de la configuración de una democracia procedimental pero ficticia detrás de la cual se esconde una aristocracia de pusilánimes que, entronizados despóticamente en las burocracias de los gobiernos, en las de los partidos políticos (la partitocracia) y en el sistema parlamentario por entre cuyos pasillos y curules se rotan cada tres, cuatro o seis años, pero siempre ad aeternum, nos martirizan con sus gestos y sus voces sin cansarse de repetir que hablan como representantes del pueblo.

He aquí en todo caso algunos rasgos de lo que muy bien podríamos denominar el problema de Mirabeau.

¿Y los anarquistas, me preguntáis? Los anarquistas, como los antiautoritarios, no se enteran de nada.

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