Fernando Rodríguez Genovés, Ética y culpabilidad (3), El Catoblepas 110:7, 2011 (original) (raw)
El Catoblepas • número 110 • abril 2011 • página 7
Fernando Rodríguez Genovés
Ensayo que analiza el fenómeno de la culpabilidad y su impacto en la ética. En esta tercera parte examinamos el origen del problema y el problema del origen
II. Acción y culpabilidad
«¡Conocer mi acción!
¡Mejor quisiera no conocerme a mí mismo!»
William Shakespeare, Macbeth
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La culpabilidad como ser y como hacerse:
el problema del origen y el origen del problema
¿En el principio fue la culpa o en el principio fue la acción? Esta pregunta apunta al núcleo comprensivo de la constitución de la conciencia moral: ¿cómo llega a conformarse el estadio ético en el sujeto moral? ¿Van ligadas necesariamente culpa y acción?
Consideremos, en primer lugar, el origen del problema. Una constante en el imaginario y la conciencia de Occidente consiste en vincular el nacimiento de la cultura y la historia (y, con ellas, la moralidad) a las nociones de «delito» e «infracción», productoras, a su vez, de sentimientos de culpabilidad y sufrimiento. Esta circunstancia la encontramos, tanto en la mitología y la tragedia clásicas como en la base de la religión judeocristiana, inspiradoras, por su parte, de las particulares versiones que las han continuado. Las figuras simbólicas del sacrilegio en Grecia (Prometeo, Sísifo, Edipo, etcétera) y del pecado original judeocristiano han servido de argumento en conocidas interpretaciones del asunto: el parricidio colectivo como delito cultural en Freud y la desobediencia frente al poder civil en Hegel (a partir del personaje de Antígona), por poner sólo dos ejemplos célebres. En un aspecto sí parecen ponerse de acuerdo la mayor parte de exégesis, a saber: los conflictos entre naturaleza y ley, norma y acción, ser y devenir, están presentes en el origen de la cultura.
Si el punto de arranque hermenéutico del problema ofrece caracteres comunes, es en su evolución donde constatamos notorias diferencias, constituyendo de esta manera el problema del origen. La famosa sentencia del Fausto de Goethe («En el principio fue la acción») parece apostar por una categoría: la acción. Apoyándose en la misma, una larga cadena de interpretaciones ha consolidado una influyente interpretación del tema. Pero, existe otro fundamento doctrinario del asunto: el que relaciona el origen de la cultura con la culpa. He aquí, pues, los modelos culturales dominantes en nuestra tradición cultural: el clásico y el judeocristiano. La cultura clásica es preponderantemente una cultura de la acción, concepto cuyo referente ancestral remite a la idea de delito, y donde, en rigor, no hallamos en ella rastro de conciencia de culpa. La noción de culpa es, por su parte, dominante en la tradición judeocristiana, y a diferencia del «delito clásico», no proviene del obrar, sino que establece un presupuesto originario del hombre.
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El delito en la Antigüedad
Las ideas de delito y trasgresión, en la antigua Grecia, comparten mapa conceptual con el destino y la fatalidad. Ya en la cultura homérica, como observa E. R. Dodds, la ate es vista como la sombra del hacer infortunado de los hombres, un término que puede traducirse «ceguera del alma, falta, desgracia, calamidad». Dodds, por su parte, lo define en términos de «estado de mente [...] anublamiento o perplejidad momentáneos de la conciencia moral»{1}.
Los efectos negativos que pueden comportar una determinada acción no son, en este contexto, resultado de una «mala» conducta, de un comportamiento contrario a una norma establecida. Ocurre que «la temeridad misma es la ate, o resultado de la ate, y no implica culpa moral discernible; es meramente un error inexplicable»{2}. Se habla aquí de accidente imprevisto, no calculado ni premeditado, a propósito de una acción desgraciada, por entender que el hombre no controla todos los hilos ni prevé todas las consecuencias del actuar. Sobre el sujeto sí actúa, sin embargo, una fuerza superior (destino o voluntad divina), que invisiblemente sigue sus pasos. En consecuencia, puestos a establecer acusaciones, sería a ese poder superior a quién habría que dirigirse a la hora de exigir cuentas. Cuestión de justicia: si la ate proyecta sobre el sujeto un contorno de fatalidad, justo es que éste lance sobre el hado el pliego de descargo. La acción delictiva, entonces, no mancha en exclusiva al sujeto. En la tradición del mito y la tragedia, el héroe clama públicamente su discurso disculpador, señalando al verdadero causante de la adversidad. El héroe sólo ha cometido un error. O acaso sucedió que algo que no ha acontecido según lo previsto.
En la cultura griega, el hombre no justifica su acción ante los dioses, ni demanda de ellos el perdón. Si cabe, el proceso sería el contrario: son los dioses quienes deberían responder ante los hombres por haber producido el infortunio. Y, efectivamente, tal actitud advertimos con bastante frecuencia en las épocas arcaica y clásica, momento en que comienza la rebelión de los poetas y trágicos contra el p= oder arbitrario de los dioses. Esta «revolución» informa de una notoria transformación en la sensibilidad helénica, al incorporar una incipiente moralización a la conducta, apreciable no sólo por el gesto mismo de la rebelión, sino por el crecimiento de los sentimientos de sufrimiento y dolor asociados a la acción delictuosa. Este tránsito ha sido calificado por Dodds como el paso, en nuestra civilización, «de una cultura de vergüenza a una cultura de responsabilidad».
Es el prestigio social, la consideración, de los demás, el honor y la fama, los motivos que inquietan fundamentalmente el alma griega, susceptibles de ser socavados por efecto de una acción errada.
El tratamiento dado en Grecia al delito está asociado a tres instancias: la cósmico-natural, la jurídico-política y la estética.
Durante la época clásica, la conciencia del delito está subordinada a la vida ciudadana, a la legislación, a la organización penal, esto es, a la justicia. En la etapa presocrática, un famoso texto de Anaximandro entiende, precisamente, la «culpa» en el mundo en términos de injusticia:
«ahí, de donde deriva la generación de los seres, también se cumple su disolución de acuerdo a una ley necesaria, pues ellos debían expiar recíprocamente la culpa y la pena de la injusticia en el orden del tiempo.»{3}
El filósofo de Mileto identifica el crimen con el principio de individuación, fuerza natural que rompe la plena armonía de lo Uno, dejando tras de sí un reguero de multiplicidad. Este referente inspiró posteriores enfoques jurídicos y estéticos del asunto. Según apunta Paul Ricoeur, la dike ciudadana fue el resultado de la racionalización y la moralización –en el marco de la _polis_– de la dike cósmica.
Lo jurídico y lo ético convergen en este punto porque justicia es sinónimo de piedad e injusticia, de maldad, en la medida en que «nunca se habló –afirma Ricoeur– de impiedad, ni siquiera de impureza, sin referirlas a la injusticia. Desde cualquier ángulo que se las mire se verá que estas fases de pureza, santidad y justicia aparecerán imbricadas constantemente en la época clásica»{4}. La ley dictada a los ciudadanos, a la que tienen que atenerse, atenúa su fundamento metafísico y cosmológico. La ley vigente entre los hombres es la dike de la ciudad. Antígona, por ejemplo, no será castigada por incumplir un mandato divino (precisamente a éste apela al enterrar el cadáver de su hermano), sino por infringir la norma legal ciudadana dictada por el rey Creonte.
Al coincidir en la práctica los vocabularios moral y jurídico, la culpabilidad (entendida como conceptualización de una falta, no todavía como conciencia culpable) conmueve el ámbito de la legalidad, lo que trajo consigo, entre otras cosas, el distinguir entre actos voluntarios e involuntarios, y a establecer grados y medidas de la culpa a partir de un código normativo legal.
La tradición judeocristiana introducirá una importante variante al unirse culpabilidad y «pecado». El pecado consiste en un acto voluntario, acto surgido de la elección que realiza un hombre «libre» entre el bien y el mal, una diferenciación conocida previamente a la acción. La visión clásica en mundo griego es notablemente distinta. Con estas palabras advierte el contraste Albert Camus en El hombre rebelde:
«La idea de la inocencia opuesta a la culpabilidad, la visión de una historia enteramente resumida en la lucha del bien y del mal les era extraña [a los antiguos]. En su universo hay más faltas que crímenes y el único crimen definido es la desmesura."{5}
La noción de «desmesura» es, en efecto, de gran importancia para nuestra exposición, paradigmática a la hora situar el tercer aspecto distintivo del delito clásico: el plano estético. La mitología griega y, sobre todo, la tragedia representan el principal escenario del mismo.
Aristóteles percibe en la acción la categoría fundamental de la tragedia:
«La tragedia no imita a los hombres, sino una acción, la vida, la felicidad o la desgracia; ahora bien, la felicidad y la desgracia están en la acción, y el fin de la vida es una manera de obrar, no una manera de ser [...]. Además, sin acción no puede haber tragedia.»{6}
Pero, no menos conocida que la del Estagirita, es la particular interpretación nietzscheana del origen de la tragedia. Para Nietzsche, las dos grandes visiones del mundo de los griegos, la apolínea y la dionisíaca, unen sus destinos a fin de dar a luz la tragedia.
Los griegos, pueblo sensible por excelencia y «excepcionalmente capacitado para el sufrimiento»{7}, crearon a los dioses con el objeto de proyectar sobre ellos los efectos dolorosos de la existencia. Apolo, símbolo del mundo olímpico, es el dios del arte, fundado en la mesura, el equilibrio y el sentido del límite. Bajo su inspiración, el hombre plasma el ideal de la bella apariencia del mundo. El arte significa, entonces, el juego con el sueño, el anhelo de la individuación:
«Esta divinización de la individuación –afirma Nietzsche–, cuando es pensada como imperativa y prescriptiva, conoce una sola ley, el individuo, es decir, el mantenimiento de los límites del individuo, la mesura en sentido helénico.»{8}
La concepción dionisíaca, por el contrario, apunta al reencuentro con la naturaleza, a la apoteosis de la embriaguez y el éxtasis. El arte actúa ahora como un juego con la embriaguez, que rompe límites y barreras. La concepción dionisíaca, de procedencia asiática, irrumpe en el mundo con melodías mágicas, y en ellas «la desmesura entera de la naturaleza se daba a conocer en placer, dolor y conocimiento, hasta llegar al grito estridente»{9}. Simboliza, entonces, el reencuentro del hombre con la naturaleza, lo que implica anular la individualidad y retornar a lo primario. Mientras en la concepción apolínea triunfa lo individual, como creación privada del ámbito onírico, en la dionisíaca prevalece lo colectivo y lo múltiple, la representación salvaje de la vida en estado natural.
Frente a la apariencia, plano dominante en lo apolíneo, el culto a Dionisos representa la verdad de la naturaleza, sin límites ni restricciones. Síntesis de ambas concepciones, la tragedia representa la voluntad humana de elevarse a niveles más altos de existencia, esto es, la fuerza que estimula la lucha heroica contra cualquier autoridad que pretenda anularla o rebajarla. Esta lucha, marcada por la voluntad de vivir y la voluntad de poder, es la que lleva a cabo el héroe, quien, imponiéndose al dolor y el sufrimiento, proclama la verdad y la justicia, aunque para ello tenga que infringir las leyes y provocar la cólera de los dioses. La tragedia heroica implica un canto de afirmación, valiente y sabio, ya que «la sabiduría es una trasgresión de la naturaleza»{10}.
Sigmund Freud ha denominado{11} la vivencia sufriente que acompaña la hazaña del héroe, «culpa trágica». La conciencia de la culpa/infracción aparece en la tragedia íntimamente hermanada con la figura del héroe, quien personifica la rebelión contra la autoridad, divina o humana, acompañada por la solidaridad y el apoyo de su grupo comunal, representado por el coro. La expresión «culpa trágica», empleada por el padre del psicoanálisis, puede, no obstante, llamar a la confusión, pues aludir a la epopeya heroica con el calificativo de «culpable» resulta equívoco. La culpa, entendida en términos de sentimiento, es una categoría extraña para los antiguos griegos.
La trasgresión y aun el sacrilegio no revestían en la Antigüedad caracteres negativos, sino positivos, de afirmación de la plena humanidad. Prometeo, Sísifo, Edipo o Antígona no se nos presentan como personajes consumidos por el remordimiento y la pena, como correlato de su acción. Más bien parecen dispuestos, ante todo, a explicarse, reivindicando así la inocencia. Antígona califica su acción como «delito piadoso» y su padre Edipo declara que él no realizó los actos, sino que los padeció. Albert Camus, por su parte, nos invita a contemplar «la alegría silenciosa de Sísifo» dueño de su destino, y de su piedra; y concluye: «Hay que imaginarse a Sísifo dichoso»{12}.
La predestinación y el destino son los verdaderos «culpables» del delito cometido, no la acción, ni su presunta intención, ni las imprevisibles consecuencias de la misma. Los hombres no son más que instrumentos de voluntades y designios externos: «el mismo mito trágico –afirma Paul Ricoeur– es el que nos proporciona el esquema de la irresponsabilidad y el principio de disculpa; en efecto, si el héroe fue víctima de una obcecación fulminada por los dioses, entonces no es culpable de sus crímenes.»{13}
El término de «héroe» ya contiene en su propia significación los valores nobles del hombre superior. Y un ejemplar así no puede ser imputado de maldad ni juzgado con maldad:
«El hombre noble no peca –señala a su vez Nietzsche– quiere decirnos el poeta: tal vez a causa de su obrar perezcan toda ley, todo orden natural, incluso el mundo moral, pero cabalmente ese obrar es el que traza un círculo mágico y superior de efectos, que sobre las ruinas del viejo mundo mágico derruido fundan un mundo nuevo»{14}.
En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche teorizó, asimismo, sobre los dos modelos culturales de la falta o pecado original, el ario y el semítico, el primero apoyado en la leyenda de Prometeo y el segundo fijado por el mito adámico. Pues bien, lo que enfrenta a ambas interpretaciones es, justamente, el tema de la acción:
«Lo que distingue a la visión aria es la idea sublime del pecado activo como virtud genuinamente prometéica [frente al] mito semítico del pecado original, en el cual se considera como origen del mal la curiosidad, la concupiscencia, en suma, una serie de afecciones preponderantemente femeninas»{15}.
Esta distinta apreciación del tema confiere un rumbo y un porvenir distintos a cada tradición. El sufrimiento le viene al griego del hacer, al judeocristiano, del ser.
No es Grecia, por tanto, donde buscar el acta de nacimiento de la noción de culpabilidad. La concepción jurídica, moral y estética del mundo y de la vida mantenida por los griegos, sus mismas ansias de vivir, hacían imposible semejante alumbramiento. La constatación de este hecho, empero, puede ser valorado desde diferentes puntos de vista. Mientras Nietzsche ve en este hecho una corroboración del vigor y la grandeza del mundo clásico, no perdido aún por la comezón del sentimiento destructor de la culpa, Søren Kierkegaard, por el contrario, advierte una prueba de inmadurez histórica, de incapacidad para el amor auténtico y una falta de libertad creadora.
Paul Ricoeur observa lo siguiente:
«Es fuerza confesar que si sólo contásemos con el testimonio de Grecia, jamás podríamos formarnos una idea coherente sobre la sucesión tipológica de la impureza, del pecado y de la culpabilidad.»{16}
Parafraseando a Albert Camus, podríamos decir que la historia de la culpabilidad (él habla de la rebelión) es mucho más la de los hijos de Caín que la de los discípulos de Prometeo. No obstante, el mundo helénico va a servirnos todavía de contrapunto para examinar mejor el sentido estricto de la culpa, y, de paso, para justificar por qué el sentimiento culpable está más unido a los tipos del ser que a los del hacer.
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La culpa como intención, ser y omisión-reproche
La teologización de la culpa no puede articularse sin la idea de intención. A diferencia de la concepción ético-jurídica clásica, que valora la culpa según el patrón del post-efecto material de la acción, la culpa teologizada sostiene que el verdadero sentido del pecado se encuentra en la intención. Al entender el pecado como producción libre y responsable del hombre, basta la conciencia intencional para hacer de él un sujeto culpable. La acción pasa, así, a un segundo plano: lo relevante, lo que le da sentido a la experiencia moral, es la intención.
La voluntad y el propio deseo constituyen el fundamento del sentimiento culpable. Una acción realizada por accidente o ignorancia carece, en principio, de carácter punitivo. Sólo cuando el sujeto elige, da significado a la acción. Al elegir establece de facto la oposición bueno/malo. Un hecho falto de intencionalidad es, pues, un acto fatal, exento de plena responsabilidad moral. Para hacer el mal es preciso conocer previamente la realidad de la ley y asumirla, quedando así fijado el significado de lo lícito y lo prohibido.
En conclusión, sentirse culpable significa sentirse inclinado a hacer lo que se supone –y, sobre todo, se acepta– que está mal. Es la intención que mueve el desear lo que se experimenta como infracción, toda vez que, las más de las veces, los deseos no llegan a materializarse en hechos.
La intención adquiere, de este modo, la forma de conciencia apriorística, una suerte de barrera o límite inhibidor de la acción. No es causa de culpa el haber hecho lo que se hizo, sino no haber hecho lo que se debía hacer y, por tanto, no se hizo. La negatividad de la acción no apunta aquí al objeto, sino al sujeto moral. La culpa, reacción interiorizada de la limitación a enfrentarse a una realidad problemática, significa un no estar a la altura de las circunstancias, no actuar según se debiera. Nietzsche ve en este punto la raíz de una máxima principal de la conciencia legislativa: «el reo merece la pena porque habría podido actuar de otro modo.»{17}
El vocabulario mismo de la culpabilidad es aclarador. El concepto de «falta» es sinónimo de delito o pecado. La acción mala, negativa, es, en consecuencia, falta, no por lo en sí cometido, sino por lo que soporta de ausencia de una buena acción. La falta constituye, más que nada, una carencia.
Acción supone, por consiguiente, omisión. He aquí el estado característico de la inhibición-reproche, situación paralizante y estéril, propia de la culpa. Castilla del Pino ha escrito que «la angustia ante la responsabilidad sume al sujeto en la indecisión y, en consecuencia, en un no-hacer. Mas, luego, este no-hacer, en la medida de irreparabilidad, se experimenta asimismo como culpable, por cuanto la situación sobre la que habría de hacerse es irreversible.»{18}
Entendida como una disposición previa al actuar, más que efecto del actuar, la culpa carece, pues, de contenidos; su esencia es un puro ente formal. No importa la fruta prohibida que uno coma, sino el mismo hecho de comer del árbol prohibido. La culpabilidad, más que de la acción, proviene del hecho de cuestionar o desobedecer una norma dictada por la autoridad, sea ésta la de un sacerdote, un padre, el Estado o un juez.
La culpabilidad tiene un sentido universal: alcanza a todo ser humano por el hecho de serlo. Al constituir una herencia perpetua del pasado, el hombre, cada hombre, es culpable por el solo hecho de haber nacido.
«Pecador soy, pecador me concibió mi madre». El propio concepto de pecado señala, en primera instancia, a la persona, no a la acción. Si la culpa preexiste, como disposición «natural», en el hombre, adopta la forma de una raíz originaria que decide de partida su porvenir. Dejaremos para la cuarta y ultima parte de este ensayo el enfoque existencial de nuestro asunto.
Notas
{1} E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Alianza Universidad Textos, Madrid 1980, pág. 19.
{2} Ibíd., pág. 19.
{3} Simplicio, Física, 24; citado por Rodolfo Mondolfo en El pensamiento Antigüo, Losada, Buenos Aires, 1969, tomo I, pág. 43.
{4} Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1982, pág. 268.
{5} Albert Camus, El hombre rebelde, Alianza, Madrid 1982, pág. 41.
{6} Cfr. Fernando Savater en La tarea del héroe, Taurus, Madrid 1981, págs. 56-57.
{7} Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid 1979, pág. 53.
{8} Ibíd., p. 58.
{9} Ibíd. p. 59.
{10} Ibíd. p. 91.
{11} Sigmund Freud, Tótem y tabú, Alianza, Madrid 1980, pág.202.
{12} Albert Camus, El mito de Sísifo, Alianza, Madrid 1981, págs. 161 y 162.
{13} Paul Ricoeur, op. cit., pág. 273.
{14} Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., pág. 89.
{15} Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid 1980, pág. 93.
{16} Paul Ricoeur, op. cit., págs. 268-269.
{17} Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, op. cit., p. 72.
{18} Carlos Castilla del Pino, La culpa, Revista de Occidente, Madrid 1968, pág. 29.