Ismael Carvallo Robledo, Contra la ciudadanización como infantilización poética de la política, El Catoblepas 111:4, 2011 (original) (raw)
El Catoblepas • número 111 • mayo 2011 • página 4
Ismael Carvallo Robledo
Consideraciones puntuales ofrecidas en el contexto de algunos acontecimientos políticos en los que, en variedad de escenarios, se manifiesta la permanencia de una muy peculiar variable ideológica: la de la ciudadanización de la política
I
Aunque su manifestación se inscribe en una tendencia de relativamente dilatado alcance (cuyo punto de inicio podríamos situarlo en la novena década del siglo XX, cuando, como coronación y remate del fin de la historia, la democracia liberal se consideró triunfante tras el colapso del socialismo real), caracterización y análisis de la cual tendencia ha sido analizada con penetrante potencia por Gustavo Bueno en, por ejemplo, Panfleto contra la democracia realmente existente, El Pensamiento Alicia y El fundamentalismo democrático, ha sido no obstante en fechas recientes que tres acontecimientos puntuales han sacudido de alguna manera a los Estados nacionales en los que tuvieron lugar; y al margen de los muy variados grados de efectividad política objetivamente alcanzada, lo cierto es que en los tres fue suscitado el debate en torno de una serie de conceptos fundamentales de ese orden promovido precisamente como fin de la historia: la democracia, la libertad, el autoritarismo, la sociedad civil, el Estado, la política y los políticos (la clase política), la ciudadanía y, muy incisivamente, la ciudadanización de la política.
Nos referimos, uno, a los acontecimientos acaecidos en África del norte (Túnez, Egipto, Libia, Siria, &c.); dos, a la marcha ciudadana por la Paz con Justicia y Dignidad que en México tuvo lugar en el contexto de la condena a la guerra contra el narcotráfico que el gobierno federal lleva adelante desde su instalación en la cabeza del régimen político; y, tres, a la recientísima rebelión ciudadana que en España se organizó en el contexto de las recientes elecciones y que, bajo la consigna Democracia Real Ya, tomó las plazas centrales de importantes ciudades españolas.
Situándonos en la perspectiva crítica global que desde el materialismo filosófico (y desde el realismo político más radical) hacemos contra el fundamentalismo democrático, hemos querido reservar el espacio de esta entrega de Los días terrenales para ofrecer algunas puntualizaciones con el ánimo de que sean de utilidad al señalar o iluminar algunos aspectos y componentes de la cuestión.
II
Y la primera puntualización es la que tiene que ver con la recepción, análisis y, por decirlo de algún modo, ingenua homologación crítica que, en voz de periodistas, analistas y políticos en general, desde México se hizo de las tres manifestaciones ciudadanas: en un caso, la manifestación de un sector muy característico, el de los jóvenes musulmanes, que hubo al fin de rebelarse contra una serie de tiranías que, por lo menos desde hace 30 o 40 años, se habían instalado en el poder de los Estados de referencia; en el otro, la manifestación de un también muy concreto sector de la ciudadanía mexicana –el de las víctimas de la violencia desatada por la a ojos de muchos errónea estrategia de «guerra» contra el narcotráfico del gobierno federal– que llegó a la determinación de decir basta y organizarse de alguna manera en torno de la consigna Paz con Justicia y Dignidad, pero no ya con el propósito de derribar al gobierno o de tomar las riendas del poder del Estado, sino con el de articular una plataforma de interlocución, de «diálogo», entre gobierno y sociedad civil a efectos de poner en marcha reformas o modificaciones a la estrategia en cuestión; y, por último, la de otro igualmente particular sector de la sociedad española –jóvenes también- que, bajo la consigna de la Indignación, vinieron a organizarse en función de un más genérico propósito, a saber: el de cambiar el sistema (inspirados acaso por el principio neo-zapatista que, en boca de teóricos como John Holloway, dirige la acción política a «cambiar el mundo sin tomar el poder»).
La ingenua homologación crítica –ejercida con la misma ingenuidad con la que un niño de cinco años, al ver dos botellas saturadas con líquido incoloro, piensa que se trata en ambos casos de agua, sin ser capaz de tomar nota del hecho de que lo que en una de ellas hay no es agua sino alcohol, es decir, ateniéndose solamente a la forma al margen de todo contenido– se puso en operación en el momento en que analistas, periodistas y hasta políticos (muchos de ellos merecedores de todo nuestro respeto) comenzaron a meter todo en el mismo saco de la «indignación ciudadana», o del pueblo, frente al Poder, de tal suerte que los jóvenes árabes «ninis» eran los jóvenes que en México marchaban contra la violencia derivada de la guerra al narcotráfico; los «ninis» indignados españoles (entre los cuales hacían acaso legión artistas, teatreros, cineastas, juglares y poetas antisistema y antiglobalización, muchos de ellos, además de su sensibilidad ética y oriental y de su muy seguramente agudo ingenio poético, son acaso también poseedores de un analfabetismo político y filosófico sencillamente imbatible) eran también los jóvenes ninis que en México, ante la falta de alternativas a la que ha conducido el neoliberalismo implantado por la fuerza por políticos perversos, son reclutados como sicarios por los mismos cárteles del narcotráfico a los que el gobierno federal neoliberal declaró imprudentemente la guerra; una guerra que se pide a gritos que termine en una marcha de ciudadanos indignados que…
En uno y otro caso, lo que tiene lugar –nos dirán– es una protesta ciudadana, animada por una genuina, espontánea y legítima indignación contra el Poder que en manos de políticos y banqueros se manifiesta a través de las instituciones del Estado, o a través de la perversa máquina de terror a la que llaman muchos categóricamente Neoliberalismo. Ante tan diabólicos males, la solución propuesta, siempre desde la sociedad civil, es más democracia y la ciudadanización de la política. Se privilegia, como el niño ante las dos botellas con líquido incoloro, la forma (perspectiva sociológica) en desmedro del contenido (perspectiva política).
III
Y ha sido ni más ni menos que el señor Carlos Salinas de Gortari, presidente de México de 1988 a 1994, quien, sumándose al panfilismo ingenuo de analistas y políticos de linaje diverso, contribuyó con su granito de arena a tan filosóficos y profundos análisis. La ocasión no pudo sino tomarnos por sorpresa al haber sido precisamente él, Salinas, quien hubo de esgrimir también argumentos de semejante simplismo, toda vez que su figura ha sido señalada por muchos como la causa de todos los males de México: representante del cinismo y del más oscuro maquiavelismo político, artífice de las maquinaciones más sucias de la política y del Estado, padre y autor de la implementación del neoliberalismo maligno en el país, él, Salinas de Gortari, es para muchos la literal encarnación de la perversidad política.
Pero helo aquí, a Salinas, en efecto, defendiendo también la rebelión y la indignación ciudadana, aunque no sin incurrir, y siempre desde una interpretación de todo punto vulgar y llena de lugares comunes sobre la historia de las ideas políticas propios de manual de Bachillerato –es decir, utilizando a discreción la brocha gorda–, en el mismo totum revolutum conceptual en el que, al no dar otra cosa que fórmulas vacías, todo contenido, es decir, cualquier contenido, puede colarse. Dice pues en su artículo ‘La irrupción de la alternativa ciudadana’, aparecido en el periódico El Universal del 25 de abril de 2011, incurriendo en la homologación de la que hablamos al referirse a la «Revolución de los Ciudadanos» que, según él, tuvo lugar en Egipto a inicios de 2011, cosas como las siguientes:
«En la propuesta de la Democracia Republicana, la ciudadanía no se concede en función de la edad o el origen de las personas. Muy por encima del mero reconocimiento legal, la calidad de ciudadano, de hecho, no se otorga: se gana a través de la participación diaria, organizada y autónoma. No se es ciudadano para poder participar sino que es preciso participar para alcanzar la ciudadanía… Los ciudadanos tienen que abrir las puertas para que como individuos de una sociedad se organicen y hagan por sí mismos lo que nadie hará por ellos. Lo hacen de manera organizada, en organizaciones territoriales o vinculadas a la producción. Se involucran en la vida ciudadana mediante el diálogo y el debate, al tiempo que promueven la organización. Expresan su opinión y sus diferencias en reuniones y asambleas. Tras el diálogo y el debate, pasan a la acción a través de grupos y organizaciones autónomas, al margen de toda intervención del Estado… Se trata, en suma, de garantizar la libertad de las personas a través de un humanismo comprometido con la virtud y el sentido de la ciudadanía, que reconsidere la importancia de la participación, intensifique el sentimiento de pertenencia republicana y, como colofón de todo esto, propicie una revolución del lenguaje y los conceptos vinculados a los ideales democráticos. Hace cinco siglos la aparición y consolidación de una corriente humanista y republicana permitió dejar atrás el oscurantismo medieval; hoy representa una oportunidad para vencer los obstáculos que un mercado abusivo y un Estado opresivo le oponen a la soberanía y a la justicia para hacer realidad la libertad.» (Quien tenga interés, puede leer el artículo que al señor Salinas tuvo a bien publicar El Universal en su correspondiente sitio electrónico, www.eluniversal.com.mx, en la edición correspondiente al 25 de abril del año 2011 que corre.)
Y lo mismo ocurrió, como decimos, con los indignados españoles, cuyo movimiento fue de inmediato caracterizado, y no sin producir sonrojo, como spanish revolution y como modelo de lo que muy probable y justificadamente podría, y, según muchos, debería tener lugar en México (a ver si no se le ocurre al señor Salinas salir con la segunda parte de su anterior articulito para reforzar, así, el argumento, ¿verdad?). Pero ¿con qué contenido, señores míos? ¿Con el mismo que la revolución árabe? ¿O con el de los juglares antisistema españoles? ¿O con todos y ninguno a la vez? Porque no esperarán que nos quedemos tan tranquilos con la simple y, ya lo decimos, ingenua genialidad desde la que tantos agudos analistas llenan sus cabezas de pasión crítica al advertir y comentar el sorprendente papel que Facebook, Twitter o las redes sociales han tenido en todo esto, ¿o sí? Esta es la cuestión.
IV
Pero hemos dicho que ha sido una la variable que se manifiesta de manera singular en todo esto, y que hemos querido caracterizar en el título mismo de nuestro artículo como ciudadanización en tanto que infantilización poética –y ética– de la política.
Se trata de un repliegue operado en función de la supuesta separación hipostasiada entre la sociedad civil y el Estado a cuya luz se nos ofrece la imagen abstracta del ciudadano impecable del que habla Rafael del Águila (véase La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, 2000), y que se correspondería punto por punto con lo que nosotros podríamos denominar, siguiendo a Gustavo Bueno, el ciudadano Alicia, y cuyos perfiles proyectados a escala política podrían coincidir con los de un Rodríguez Zapatero, un Barack Obama o un Kofi Annan (o en este último caso, en realidad, con cualquier secretario general de la ONU, sistema por antonomasia del pensamiento Alicia), y, a la escala de la farándula/intelectualidad socialdemócrata pacifista y filantrópica, con un John Lennon, un Eduardo Galeano o un Juan Manuel Serrat. A juicio de del Águila, este ciudadano impecable es un nuevo tipo de ciudadano
«creado, alimentado, cuidado e incentivado por un sistema liberal democrático que parece tener en él hoy uno de los requisitos de su tranquilo funcionamiento. Este ciudadano se define como aquel que ha creído definitivamente en un relato que une bien común con justicia, exige la completa sujeción de la política por la moral, armoniza las tensiones políticas en la ley y sugiere que la razón universal y los intereses de los ciudadanos, del pueblo, coinciden en sus objetivos y en sus presupuestos. Así, el ciudadano impecable cree en la profunda armonía del mundo político y piensa que tal armonía pasa por él mismo, por su bien, su potenciación y su cuidado. Al tiempo, su bien, potenciación y cuidado constituyen la justicia, se siguen de la razón y se inscriben en sus derechos.» (Rafael del Águila, La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, 2000.)
El alimento de ese ciudadano impecable del que habla del Águila es la papilla democrática de la que habla Gustavo Bueno. Se trata, en efecto, nos parece, de una infantilización del ciudadano y de la política. Y hemos dicho también poética en el sentido de que obedece, más que a la praxis política, a la poiesis, a la imaginación desde la que artistas, cineastas, juglares y poetas imaginan otros mundos posibles, éticos, pero sin molestarse un segundo en tomar en consideración las dificultades dialécticas implicadas en su puesta en operación.
Y es un repliegue al que sorprendentemente acuden políticos experimentados del calibre de Carlos Salinas de Gortari, quien, como vimos al citar su confuso aunque para muchos acaso persuasivo artículo, pide liberarse no ya nada más de las garras del mercado sino de la opresión que el Estado mismo ejerce sobre la ciudadanía a cuya organización convoca desde su retórica plataforma de Democracia Republicana.
Desde esta infantilización de la política presentada como ciudadanización de todo estrato institucional del Estado (ciudadanización de los medios de comunicación, ciudadanización de los partidos políticos, ciudadanización de la policía y del ejército, ciudadanización de los órganos electorales, ciudadanización del poder judicial, ciudadanización del parlamento…) se desactiva el carácter dialéctico y contradictorio de toda política, haciendo perder de vista que, en su configuración histórica y doctrinaria, la razón de Estado estaba dando salida no ya tanto a la voluntad de poder de la clase política o del Príncipe, cuanto a las tensiones y antagonismos inmanentes, e irreductibles en el límite, de una sociedad civil en función de cuya anatomía, la economía política, se traban las instancias orgánicas del Estado en tanto que fase superior de organización de la sociedad política de referencia.
Porque de lo que no se han dado cuenta muchos defensores de la «sociedad civil» entendida como «vigilante» del Estado, es que el Estado está ya constitutivamente determinado punto por punto por la sociedad civil, pues los componentes que traban orgánicamente sus capas (basal, conjuntiva y cortical) no brotan ni del cielo ni de la nada, sino que se van ensamblando e intercalando desde el suelo mismo de esa sociedad civil, asentada sobre un territorio determinado y apropiado previamente por el Estado de referencia entre medio de cuyo curso de configuración se entremezcla todo, del mismo modo en que se entremezclan orgánicamente los huesos, órganos de todo tipo y músculos del cuerpo humano en sus distintas fases de desarrollo.
Esta desactivación del dispositivo dialéctico de la vida política y civil produce un alejamiento autocomplaciente del ciudadano impecable respecto de la decisión trágica que aparece como nervio central de la política y de la razón de Estado, y del que se deriva en su más grave sentido la idea de responsabilidad política.
El ciudadano impecable, replegado en la sociedad civil, es un ciudadano infantilizado e irresponsable que sólo pide derechos, incluido el derecho a desinteresarse de la política misma y del destino de la nación política de la que se forma parte. El drama aparece cuando el político oportunista y analfabeto, en su miserable afán por estar en el poder, dice que sí a todo derecho reclamado por ese ciudadano infantilizado:
«Y esto es justamente lo que caracteriza al ciudadano impecable: su creencia en que todo debe resultar gratis. En política, ni esfuerzo, ni trabajo, ni tensión, ni decisiones dolorosas, ni pérdidas, ni sacrificios, ni dudas. Ni siquiera aquellas que parecen necesarias para mantener la comunidad política democrática que debería garantizar esos bienes y aquella armonía entre ellos… Pero cuanto más se aleja el individuo del ciudadano, cuanto más dejamos de lado los deberes, incluyendo desde luego el deber de pensar o de juzgar políticamente las situaciones, cuanto más nos internemos en la suposición de armonía completa de nuestro bien con la justicia universal a través de la razón y la ley, cuanto más suponemos a nuestros intereses como el centro del universo político y a su gratuidad como su elemento definitorio esencial, más infantiles nos volvemos.» (Del Águila, págs. 17-18.)
Y no se trata en modo alguno de menospreciar causas y consignas tan dramáticas como la de la marcha ciudadana por la Paz con Justicia y Dignidad, convocada alrededor del poeta Javier Sicilia cuyo hijo hubo de perder trágicamente la vida en el contexto de la violencia derivada de la guerra contra el narcotráfico; tampoco se trata de desincentivar la tan necesaria «participación ciudadana» en la vida política nacional (en el caso de México).
No se trata en absoluto de eso ni mucho menos. Se trata solamente de distinguir forma y contenido políticos, porque la clave no es ya que se manifiesten, o no, unos y otros (en general, faltaba más, nos parece bien que lo hagan, además de que, dentro de los límites impuestos por las democracias homologadas, es muy poco lo que en realidad puede hacerse: otra cosa es plantear y diseñar estrategias no democrático-civiles, sino, por ejemplo, de revolución armada para el derribamiento de un gobierno, para lo cual se necesita fuerza, mucha fuerza sin duda ninguna, además de apoyos geopolíticos provenientes de otros Estados y de otros regímenes, lo que nos lleva a problemas reales y graves de soberanía política y, en el límite, de traición a la patria; pero es que ni la revolución ni la política son un juego de niños, precisamente), sino del contenido de su crítica, de los alcances de su fuerza política real y de los horizontes y rutas estratégicas, sabiendo siempre que no es ni desde la ciudadanía abstracta ni desde la sociedad civil que los problemas encontrarán solución, sino desde el Estado mismo; y decimos esto no ya porque estemos contra los individuos o contra la sociedad civil y la libertad que en su seno, según muchos, anida, sino porque consideramos que el enemigo del Estado no es el individuo. Los enemigos fundamentales del Estado, en principio, son dos, a saber: el caos (la distaxia) y otros Estados.
Y tampoco se trata de defender a la clase política y a los políticos. Pocas cosas tan deprimentes y deleznables como cruzarse con alguno de esos efímeros sin obra, con alguno de esos gesticuladores a los que «les gusta mucho la política». Pero es que el problema aquí es muy otro, porque no se trata de que todos los políticos sean iguales o de que «se vayan todos», sino de lo que ya Sócrates planteaba en la República de Platón, cuando, señalando la –digamos– inevitabilidad de la existencia del político y del gobernante, afirmaba también que «no hay nada peor para un hombre de bien, que no quiera gobernar, que ser gobernado por alguien peor que él».
Gramsci lo veía de modo semejante. En su artículo del Ordine Nuovo del 1 de marzo de 1924, escrito poco tiempo después, y con motivo, de la muerte de Lenin (el artículo se titulaba ni más ni menos que Capo, referido a Lenin), iniciaba sus argumentos del modo siguiente:
«Todo Estado es una dictadura. Todo Estado no puede no tener un gobierno, constituido por un restringido número de hombres, que su vez se organizan en torno de uno dotado de mayor capacidad y de mayor clarividencia. Siempre que sea necesario un Estado, siempre que sea históricamente necesario gobernar a los hombres, cualquiera que sea la clase dominante, se presentará el problema de tener líderes (capos, IC), de tener un líder (capo, IC)… Todos esos socialistas que se dicen marxistas y revolucionarios, y que sostienen querer aún la dictadura del proletariado, pero que no quieren la dictadura de los «capos» (de los líderes, IC), de no querer que el comando se individualice, que se personalice… es como querer una cosa pero al mismo tiempo no quererla en la única forma en la que es ésta históricamente posible.» (Fragmento de Gramsci tomado de La natura del potere, de Luciano Canfora, Laterza, Bari 2009.)
No es pues en definitiva que estemos en contra de que el ciudadano devenga político; estamos en contra de que el ciudadano se acerque a la política desde el infantilismo ético y poético, incapaz de entender la naturaleza trágica de la vida en la ciudad cuando se aprecia desde el momentum fundamental del Estado, e incapaz de entender que, ante el colapso de una república, el problema fundamental es saber quién es capaz de crear un orden nuevo (un ordine nuovo), y de saber en definitiva quién será el profeta armado y quién el desarmado, y quien juega, y bajo qué contenidos políticos y condiciones históricas concretas, el papel de César, y quién el de Augusto.
Es sólo desde una escala como ésta desde la que la política, a nuestro juicio, puede ofrecérsenos con todo su esplendor y fascinación como genuina pasión histórica.