Ismael Carvallo Robledo, El problema de César y el problema de Maquiavelo, El Catoblepas 124:4, 2012 (original) (raw)

El Catoblepas, número 124, junio 2012
El Catoblepasnúmero 124 • junio 2012 • página 4
Los días terrenales

Ismael Carvallo Robledo

Con motivo de las elecciones presidenciales de 2012 en México

Elecciones presidenciales de 2012 en México: Enrique Peña Nieto, Compromiso por México PRI-PVEM; Andrés Manuel López Obrador, Movimiento Progresista PRD-PT-MC; Josefina Vázquez Mota, PAN; Gabriel Quadri de la Torre, Nueva Alianza

«Los romanos tenían una palabra para momentos como ese. Discrimen, los llamaban, un peligroso instante de insoportable tensión en el que los logros de toda una vida pendían de un delgado hilo. La carrear de César, como la de cualquier otro romano que aspirase a la grandeza, había consistido en una sucesión de tales momentos de crisis. Una y otra vez se había jugado al azar todo su futuro, y siempre había salido victorioso del envite... Además de «momento de crisis», discrimen también tenía otro significado: «línea divisoria». Y eso era, en todos los sentidos, el Rubicón.» (Tom Holland, Rubicón. Auge y caída de la República romana.)

«Invocando a Pericles en una obra de ética, en el mismo lugar en el que antaño había citado a Anaxágoras o Tales, Aristóteles no podía menos que afirmar, de una manera que debió parecer provocadora, su oposición al platonismo clásico: se ha hablado de una rehabilitación aristotélica de los hombres de Estado; digamos más bien que, en una perspectiva muy diferente de lo que será más tarde el maquiavelismo, el político simbolizado por Pericles se encuentra erigido en modelo de una virtud de la cual Aristóteles no dice que sea una virtud solamente política, y que se encuentra desde ese momento propuesta a la imitación tanto del hombre privado como del hombre público. Al conceder un lugar a Pericles en la galería de los retratos éticos, Aristóteles reintegra la experiencia propiamente política en la experiencia moral de la humanidad.» (Pierre Aubenque, La prudencia en Aristóteles.)

Nuestro artículo aparecerá unas pocas horas antes de que tenga lugar el proceso electoral mexicano del primero de julio de 2012. Hace unos días, el 27 de junio pasado para ser exactos, el período de campañas electorales encontró su fin. Los candidatos correspondientes son, del PRI (aliado con el Partido Verde Ecologista de México), Enrique Peña Nieto; del PAN, Josefina Vázquez Mota; del Partido Nueva Alianza, Gabriel Quadri; y del bloque de las izquierdas organizado en torno del así llamado Movimiento Progresista (alianza entre el PRD, el PT y el así también llamado partido Movimiento Ciudadano), Andrés Manuel López Obrador. Estas palabras están dedicadas a él, pues lo consideramos el líder político más importante que México ha tenido en las últimas décadas. El resto de los candidatos nos parecen, al margen de quien gane el primero de julio, políticos de magnitud infinitamente menor.

Muchos encontrarán de inmediato un voluntarismo idealista en esta consideración, pues el único criterio objetivo que en política es válido para reputar a un líder o dirigente como «el más importante», se nos dirá, es el criterio de la victoria real, es decir, no necesariamente ni nada más electoral, sino de poder político efectivo para imponerse en el núcleo del poder del Estado. Desde este punto de vista, si López Obrador no fue presidente de México en 2006, si no logró hacerse con el poder del Estado, ¿cómo puede ser entonces posible tenerlo como el líder político más importante del México contemporáneo?

Nuestra respuesta es esta: López Obrador es el líder más importante de México desde un punto de vista dialéctico, porque el antagonismo que él ha dibujado, es decir, la dialéctica de poder que en torno suyo se ha activado es, dentro del marco constitucional mexicano, la que más altos registros y la que mayor tensión histórica ha alcanzado en la escala de configuración política del Estado mexicano de nuestro presente. Tanto en 2006 como en 2012, él es la variable independiente en la disputa por el poder porque en él convergen vectores históricos de antagonismo político e ideológico fundamentales y de larga duración.

Es sabido por todos que en las elecciones de 2006 el triunfo en las urnas no quedó nunca aclarado, y que muy seguramente fue López Obrador quien, en ese terreno, ganó. Pero la clave de la cuestión, en esa coyuntura tan importante, no tiene que plantearse tanto en los términos estrictamente electorales, sino de poder político efectivo: no se trata de que López Obrador haya ganado en las urnas o no, se trata de que, en 2006, a López Obrador políticamente no lo dejaron llegar (y más importante aún: no lo dejaron porque ya se había decidido que no lo iban a dejar llegar) al poder del Estado. Nadie entonces como él, en el plano de la política definida real organizada en función de la toma del poder dentro de las estructuras del régimen (y con esto dejamos fuera a tantos izquierdistas infantilistas «críticos», caso de los petulantes tontos útiles neo-zapatistas que tanta fama tienen en España o en Italia y que se consideran como la verdadera opción revolucionaria y ultra-crítica, pero que no quieren tomar el poder del Estado porque ninguna opción les satisface en su búsqueda juvenil y adolescente de la «verdadera emancipación» en la que se «mandará obedeciendo»), nadie como López Obrador, decimos entonces, ha demarcado un cuadro de tensiones políticas desde una posición alternativa de poder real como la que él encabeza. Y es ese antagonismo el que hace entonces que su figura se recorte como la de mayor peso, altura y arrastre nacional, como la que más riesgos encarna para las oligarquías económicas, mediáticas y políticas que tienen al país en los primeros lugares de violencia, corrupción e impunidad, y en los peores o más mediocres lugares de desarrollo económico o de distribución de la riqueza a escala mundial.

Mientras a los zapatistas, éticamente satisfechos con su radicalismo inofensivo, se les ha dejado organizar sus «comunidades autónomas», sus «caracoles», sus foros «alter-mundistas», anti-globalización y de pensamiento crítico en Chiapas, apoyados y muy seguramente financiados por la ingenua izquierda indefinida española o italiana, a López Obrador, por ser una opción real de poder político efectivo en el seno del Estado, sencillamente no lo dejaron llegar en 2006. Pero precisamente por eso, por ser la verdadera opción de cambio político transformador, es que la suya es la trayectoria de liderazgo político revolucionario más importante de las últimas décadas en México.

No serán pocos los sicofantes (periodistas, ideólogos) que de inmediato, desde la cortedad de horizontes históricos y filosófico políticos que cada vez más caracteriza y define a la clase política, periodística e «intelectual» del país, nos dirán que, en efecto, López Obrador es, según lo que aquí hemos dicho, un peligro para la estabilidad y para la vida democrática e institucional de México. Pero es poco lo que se puede discutir si no se lleva la cuestión a un marco histórico de mayores alcances explicativos y problemáticos, vale decir filosóficos. Y esto es lo que aquí intentaremos hacer.

Porque no se trata de que López Obrador, o cualquier otro líder político de fuerza y arrastre nacional y popular, sea un hombre con atributos de personalidad y caracterológicos peligrosos (mesiánico, autoritario, demagogo, populista, etc.: todo político, la política misma en realidad, tiene componentes mesiánicos, autoritarios, demagógicos o populistas, de mentira política, en definitiva), se trata de que en él se resumen problemas fundamentales de la praxis política en su más clásico sentido y profundidad filosófica. Nosotros, a partir fundamental pero no exclusivamente desde el año 2000 (cuando llega a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México como plataforma política fundamental), hemos visto en él y en sus empeños políticos la convergencia de dos problemas clásicos de la política, y que hemos querido llamar el problema de César y el problema de Maquiavelo.

Se trata de dos problemas de orden estratégico político que a lo largo de la historia se han presentado en momentos y coyunturas específicas, y que en sus resoluciones prácticas y en sus correspondientes teorizaciones se ofrecen a la historia de la política y del pensamiento político como conceptos clave.

Los dos se dibujan en el marco de organización de los estados o sociedades políticas (entendidas como la forma más intensa de organización de la vida colectiva, siendo la línea de intensidad divisoria la guerra y el Estado, que separa a la antropología de la historia) según fue elaborado en su sentido clásico por Heródoto, Tucídides o Aristóteles: monarquía, aristocracia y democracia, con sus correspondientes corrupciones: tiranía, oligarquía y demagogia (dejamos de lado de momento la consabida «confusión» que en el caso de la democracia existe en Aristóteles), y los dos problemas encuentran la clave de su sentido en tanto que se plantean desde la perspectiva del gobernante dentro de la configuración ontológica del poder del Estado, es decir, desde la perspectiva ex parte principis, que se define en función de la unidad del Estado en relación con los individuos, y no al revés (ex parte populi), y que es en donde se perfila una doble necesidad histórico-política fundamental y trágica: la de la estabilidad del poder (eutaxia) como garantía de durabilidad estratégica en el tiempo, y la de la existencia de una sola dirección como garantía indispensable de unidad política.

El problema de César es el que se le plantea a Julio César en el momento del trazado y recorrido de una trayectoria política, del Rubicón a Farsalia, en el contexto histórico de la revolución popular de los Gracos que traería como consecuencia la intensificación del antagonismo de dos bandos en el seno de la República romana: los optimates y los populares (el partido de César), y que terminaría con el paso de una forma aristocrática de gobierno a otra monárquica pero con un protagonismo nuevo de las masas populares, sobre el fondo de conflictos sociales y de guerras civiles que desembocaría en la disolución de la república misma, llamada a transformarse no obstante en la plataforma expansiva de un Imperio de dimensiones extraordinarias.

El problema de César consiste en que, en el momento del mayor poder político acumulado por parte de sus enemigos, él decide arriesgarlo todo y vence, pero para morir a la brevedad e inevitablemente asesinado en medio de una conjura resultante de la perturbación histórica y política por él provocada. Porque en su victoria arrastra y reorganiza las estructuras e instituciones de la república romana en un sentido cuyas resonancias llegan hasta nuestros días, ‘cuya gran sombra será el mundo entero’.

La clave de su fuerza es el resultado de la conjunción de una doble base política: la de los populares (la plebe urbana) de Roma, y la nueva base de extracción militar, la de las legiones, resultante de la campaña de la Galia: ‘como guerrero y caudillo no tenía rivales’, dice Plutarco. César logra, tras la campaña gálica, la síntesis perfecta de audacia, fuerza moral, más que numérica, y prudencia que luego le permitiría ir avanzando en su trayecto vertiginoso e intempestivo del Rubicón a Farsalia. Con un ejército de la mitad del de Pompeyo, en Farsalia las pérdidas son de un desequilibro sorprendente: cerca de 200 hombres por parte cesariana (la mitad de los cuales eran oficiales), y cerca de 15,000, entre muertos y heridos, de parte pompeyana (Luciano Canfora, Julio César.Un dictador democrático, p. 205). Las palabras de Rubén Bonifaz Nuño y de Amparo Gaos en su introducción a la Farsalia de Lucano son categóricas y bellas al señalar la magnitud y sentido inverso de aquélla desproporción, desproporción que define in nuce el problema de César:

«Con armas desiguales, dos ejércitos se enfrentan en batalla; llega el caso donde los que forman el que en ese momento es inferior, huyen o se retiran; pero no todos; ésa es la circunstancia esperada por el héroe. En medio del temor y la fuga de sus compañeros, él decide quedarse y resistir. Y lo hace. La epopeya no puede carecer de ejemplos de ese caso, en el cual se manifiesta la sola conducta humana digna de ser llamada heroica: el hombre, consciente de su propia debilidad, solo y sin amparo, se opone así, por un deber que él mismo se impone, a poderes que sabe incontrastables.»

El problema de Maquiavelo es muy similar al de César, aunque se abre paso en el contexto nuevo de organización histórica de la nación y del Estado nacional en un sentido moderno. Mientras que el de César es un problema de desequilibro de poder y de riesgo estratégico mayúsculo de un caudillo y su nueva base político-militar enfrentados con la oligarquía (el Senado y los optimates), el de Maquiavelo es un problema, también estratégico, pero dentro de un cuadro de necesidades históricas nuevo: la necesidad de lograr la unidad nacional en un contexto donde las condiciones para lograrlo son inexistentes (un país, la Italia de Maquiavelo, parcelado, dividido y condenado a la permanente invasión extranjera), circunstancia de la que se deriva una necesidad más, a saber: la de actuar en soledad o desde condiciones extraordinarias y nuevas, donde tanto la virtud como el dominio estratégico de la fortuna juegan un papel fundamental.

El problema de Maquiavelo se define entonces en función de la necesidad de fundar un nuevo Estado con una materia política dada, ya existente, pero desde condiciones totalmente desfavorables para la tarea de renovación política. ¿Cómo lograr fundar un Estado nuevo que dure en el tiempo?, ¿cómo conjugar lo nuevo con el orden y la duración, con la eutaxia?, son las preguntas fundamentales maquiavélicas. Porque la fundación de algo en política no significa nada sin la perspectiva de su continuidad y su duración. ¿Cómo lograr esa conjugación orgánica y revolucionaria al mismo tiempo? Mediante la figura histórica del Príncipe nuevo, del estadista nuevo, del político virtuoso que funge como dispositivo de estabilización de las relaciones de fuerzas sociales a través de las que se vertebra un principado nuevo y sus leyes (un nuevo Estado, una nueva república), garantía de su duración.

La tarea estratégica maquiavélica es la de la conjugación de la virtud y la fortuna como criterios fundamentales de la praxis política y como contenidos de la coyuntura, y que se despliega en función de varias fases tácticas: la descripción y apreciación de la coyuntura; la búsqueda, en esa coyuntura, del vínculo entre virtud y fortuna; la búsqueda e identificación de las vías y posibilidades de control de esa relación; y el hallazgo del momento estratégico preciso para transformar esa coyuntura, ese acontecimiento, en acción política que dure, en acción, digámoslo así, eutáxica (véase a este respecto el formidable texto de Louis Althusser Maquiavelo y nosotros, Akal, España, 2004, del que nos servimos como base para esta caracterización del problema de Maquiavelo.).

Son pues el de Maquiavelo y el de César dos problemas históricos de toda política orgánica y no sólo coyuntural, de toda alta política y de toda acción política estatal, que es siempre acción estratégica en la medida en que se dibuja en la escala donde aparecen los problemas de orden nacional, de unidad nacional, y de creación de nuevos estados. Gramsci lo sabía muy bien, y dedicó penetrantes reflexiones a uno y otro caso. Y es significativo de todo punto que los dos problemas aparecen en un mismo cuaderno, el 13 de sus Cuadernos de la cárcel (1932-1934), bajo el clasiquísimo y elocuente título de Notas breves sobre la política de Maquiavelo. En la nota 27 (página 65 del tomo 5 de nuestra edición de ERA), nos dice Gramsci con su genio eterno y sintético lo siguiente:

«El cesarismo. César, Napoleón I, Napoleón III, Cromwell, etcétera. Compilar un catálogo de los sucesos históricos que han culminado en una gran personalidad «heroica». Se puede decir que el cesarismo expresa una situación en la cual las fuerzas en lucha se equilibran de modo catastrófico, o sea que se equilibran de modo que la continuación de la lucha no puede concluir más que con la destrucción recíproca. Cuando la fuerza progresista A lucha contra la fuerza regresiva B, puede suceder no sólo que A venza a B o B venza a A, puede suceder también que no venzan ni A ni B, sino que se agoten recíprocamente y una tercera fuerza C intervenga desde fuera sometiendo lo que queda de A y de B. En Italia, después de la muerte del Magnífico, sucedió precisamente esto, como sucedió en el mundo antiguo con las invasiones de los bárbaros. Pero el cesarismo, si bien expresa siempre la solución «arbitral», confiada a una gran personalidad, de una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas, no siempre tiene el mismo significado histórico. Puede haber un cesarismo progresista y uno regresivo y el significado exacto de cada forma de cesarismo, en último análisis, puede ser reconstruido por la historia concreta y no por un esquema sociológico.»

Pero hay en todo caso una fuente previa que está detrás del problema de César y del de Maquiavelo. Es el problema de la prudencia, de la prudencia política. Y es a través de ella como puede conectarse entonces a la política con su fundamento trágico: Aristóteles es la vía. Porque al ser el Estado, el todo, anterior a la parte, es aquél lo que, en política, debe mantenerse y durar, no el hombre. El político verdadero, el estadista verdadero puede solamente serlo si es un político prudente, que sabe que es siempre mejor aspirar solamente a lo posible sin perjuicio de haber dibujado en el horizonte lo imposible. Esta tensión trágica entre el horizonte utópico donde se dibuja siempre toda retórica política y la necesidad de atenerse a lo posible remite al problema ontológico de la posibilidad. Pierre Aubenque desarrolla estas ideas de manera magistral en La prudencia en Aristóteles (Crítica, Barcelona, 1999), donde nos dice que:

«No se puede hablar de la prudencia sin preguntarse por qué el hombre tiene que ser prudente antes que sabio o simplemente virtuoso. El problema de la prudencia y, secundariamente, ciertas variaciones extrañas de su sentido, no podía ser resuelto mientras no se hiciera de él un problema metafísico. Aristóteles nos orienta, sin embargo, en el camino correcto: la prudencia no tiene por objeto, nos dice, lo contingente, que es denominado azar cuando somos afectados por él; es más bien sabiduría del hombre y para el hombre. ¿Será, pues, la sabiduría de los dioses impotente o muda porque el mundo donde vivimos es contingente? ¿Será, pues, porque el hombre no es un dios que debe contentarse con una sabiduría apropiada a su condición? Estos problemas no eran nuevos y, sin embargo, no son platónicos. La tragedia griega estaba llena de interrogantes de este género: ¿qué le está permitido conocer al hombre? ¿Qué debe hacer en un mundo en el que reina el azar? ¿Qué puede esperar de un futuro que le es ocultado? ¿Cómo permanecer, puesto que somos hombres, en los límites de lo humano? La respuesta, incansablemente repetida por los coros de la tragedia, se resume en una palabra: phrónesis. Se puede uno extrañar, es cierto, de que no se haya percibido antes una filiación tan manifiesta. Pero, por haber enfocado siempre a Aristóteles a la sombra de Platón, se había acabado por olvidar que era ante todo un griego, más griego quizá que su maestro, más cercano que él a esa prudencia reverencial, verdadero mensaje trágico de Grecia, del cual Platón había creído desterrar los últimos escrúpulos, disipar las últimas sombras, y que renace en el hombre aristotélico, el cual ya no llega, en un mundo dividido, a dirigir el espectáculo de un Dios demasiado lejano.» (p. 40)

* * *

Estos son en todo caso los problemas que he encontrado yo siendo encarados por Andrés Manuel López Obrador a lo largo de los últimos años en una trayectoria personal y política fascinante y llena de energía y vigor, y que llega en estas elecciones de 2012 a otro punto fundamental de su curva histórica: el problema de César (arriesgarlo todo en posición de extrema debilidad frente al enemigo, pero con fuerza moral inigualable; la tensión y firmeza de carácter que arrastra a quienes lo siguen); el problema de Maquiavelo (proyectar una necesidad histórica: la de fundar un nuevo Estado a partir de una materia política ya dada pero corrompida hasta la médula; la soledad necesaria para acometer esa tarea); el problema trágico de la prudencia política (el cálculo agónico entre lo posible y lo imposible, entre lo racional y lo deseable, entre la lucha política y la resistencia civil en los límites del desbordamiento táctico revolucionario).

No he conocido a alguien que hasta hoy se le compare. Los mejores hombres y mujeres de México están con él, lo que me hace recordar aquél magistral cuadro histórico político que Andrés Molina Enríquez dibuja en su formidable e imprescindible libro Juárez y la Reforma, de 1906, donde hace un balance generacional y de grupos políticos señalando el decisivo papel que tuvo Juárez por su capacidad de convocar en torno suyo a lo mejor de su generación.

Uno de ellos es, por ejemplo, don Jorge Agustín Ortiz Pinchetti (1937), Secretario de Gobierno del DF en el gabinete de López Obrador (2000-2006) y eventual Secretario del Trabajo de ganar la presidencia en 2012, y quien, en interesantísima entrevista en Plaza de Armas de octubre de 2009, en el momento en que le pregunté sobre el liderazgo de López Obrador, me dijo, tocando fibras que llevan, me parece, a los problemas políticos que aquí estamos comentando, lo siguiente:

«Andrés Manuel fue muy cuidadoso de no meter en su gabinete (cuando era Jefe de Gobierno del DF, IC) a gente que estuviera demasiado identificada con las corrientes [del PRD]. Y eso fue un éxito inmenso. Generalmente era gente que él conocía, gente en la que él confiaba. No éramos figurones de la política. Pero éramos gente confiable. Andrés era un excelente director de orquesta, y todos tocábamos el instrumento que nos correspondía. Yo no había conocido a Andrés a fondo. Uno puede conocer bien a una persona trabajando con él. Y me di cuenta ahí de sus increíbles cualidades. Cuando me preguntan «¿bueno, por qué sigues, después de la derrota, por qué estás con él?». ¡Como estamos todos! Porque nadie ha desertado, prácticamente nadie ha desertado. Estamos con él porque tiene dos cualidades que es dificilísimo que se asocien: la más perfecta rectitud; yo no he conocido una gente tan recta en la política, cosa que es dificilísima en la política de cualquier parte del mundo. Pero con otra cualidad, que es la astucia. La astucia más increíble. La capacidad de entender... yo por eso digo que se parece mucho al señor Ruiz Cortines, es una reencarnación de Ruiz Cortines. Porque es un político sagaz, que conoce los resortes de la personalidad humana y de sus interlocutores. Que sabe actuar por sorpresa siempre. Y que gana la mayoría de las partidas, gracias a esos planteamientos, en zigzag, a esos golpes oportunos, a esas sorpresas. Es verdaderamente fascinante observar cómo se mueve en las distintas ¡gravísimas! coyunturas. Hay que recordar lo que fue el desafuero, lo que fue el ataque de los videos, todas esas infamias, y por supuesto lo que fue lo del 2006, y ahora, hace unas cuantas semanas, en Iztapalapa, una verdadera obra maestra de la política, de estrategia política. Yo nunca he conocido a una persona que tenga esa capacidad de trabajo.

En unas horas habrá llegado a su fin esta etapa fundamental de una figura fundamental de la vida política de México. La siguiente se definirá en función del resultado de esa consulta electoral. Pero su andadura política sin duda ninguna seguirá, pues siendo como es uno de sus momentos fundamentales, la política en todo caso no se agota en modo alguno en el momento electoral, y el tiempo de la política es y ha sido siempre todo tiempo.

Andrés Manuel López Obrador nació en Macuspana, Tabasco, el 13 de noviembre de 1953. Fue jefe de gobierno de la ciudad de México de 2000 a 2006. En ese mismo año, el régimen político mexicano impidió que llegara a la presidencia de México. En 2012, compite por segunda ocasión por ese cargo tan importante lejos del cual será imposible llevar adelante la transformación política que México requiere, y que ha sido proyectada por él como la cuarta gran transformación política nacional: la primera fue la independencia, la segunda la Reforma y la tercera la Revolución mexicana.

Su figura y liderazgo nos han hecho pensar en grandes problemas que históricamente se han dado en la política, y que nos han acercado a la certeza de que es sólo a su luz como es acaso posible entender en su más alto grado de complejidad histórica la magnitud y alcance de su trayectoria personal, y el contenido y registro de la intensidad de una pasión política que ha hecho que muchos, a su lado, hemos llegado a pensar con Malraux que no siempre en la vida se tiene la suerte de combatir.

Y es precisamente eso por lo que también pensamos que muy seguramente es él de esa clase de personas, de esa clase de líderes políticos que difícilmente se repiten en la historia, como lo fue también el general De la Róvere, el antifascista italiano que en el contexto de la segunda guerra mundial murió en cautiverio nazi, y cuyo carácter, rectitud, dignidad y firmeza hicieron decir de él a Indro Montanelli, de manera inspirada y sentida, que ‘por él, me sentí héroe una noche en mi celda; por él, P... y F... se encaminaron al paredón con andar de coroneles; por él, quien carecía de valor lo encontró’.

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