los fundamentos clásicos de la historiografía moderna (III), El Catoblepas 126:4, 2012 (original) (raw)
El Catoblepas • número 126 • agosto 2012 • página 4
Rescoldos clásicos
Investigaciones sobre los Estudios Clásicos
Arnaldo Momigliano: los fundamentos clásicos
de la historiografía moderna (III)
Ismael Carvallo Robledo
Se continúa con el comentario del libro de Arnaldo Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, University of California Press
I
La tercera conferencia que Arnaldo Momigliano presentó en su intervención en las Conferencias Sather que la Universidad de California en Berkeley convocó para el curso de 1961-1962 se titula El surgimiento de la investigación anticuaria (The Rise of Antiquarian Research), y se organizó con el propósito de ofrecer reflexiones en torno del papel que jugaron los anticuarios en la investigación histórica y sobre, también, la dialéctica dada entre el saber propiamente histórico y el saber u oficio del anticuario. Tema de evidente interés para la gnoseología de la historia desarrollada desde el materialismo filosófico en la medida precisa en que su teoría de la Historia tiene como tesis fundamental la afirmación según la cual el objeto o materia de la Historia, antes que el «pasado» o «la memoria», son precisamente las reliquias y los relatos.
Pero acaso sea más paradójica la manera como Momigliano aborda la cuestión, o por lo menos eso podríamos pensar por cuanto a lo que tiene que ver con los perfiles y rasgos que, en su desarrollo renacentista, nos muestra de figura tan peculiar como la del anticuario, porque, según su caracterización, la definición esencial de su actividad, tan cercana a la tarea del historiador dice Momigliano, tan transparente y sincera en su vocación, tan nítida en sus entusiasmos pero a la vez tan misteriosa en sus propósitos fundamentales, podría hacerse descansar o bien en una paradoja o bien, en efecto, en un misterio, pues el anticuario es para Momigliano el tipo de hombre que se interesa en los hechos históricos pero ‘sin estar interesado en la historia’.
«Hoy en día es una rareza cruzarse con un anticuario puro. Para encontrarlo tiene uno que adentrarse en las provincias de Italia o de Francia y estar preparado para escuchar largas explicaciones de viejos hombres en incómodamente fríos y oscuros cuartos. Tan pronto como el anticuario deja su desgastado palacio que preserva algo del siglo dieciocho y entra en la vida moderna, se convierte en el gran coleccionista, se ve confinado a la especialización, terminando muy seguramente por convertirse en el fundador de un instituto de artes o de antropología comparada. El largamente honorado anticuario termina siendo víctima de una era de especialización. Se trata ahora de algo peor que un anacronismo: se ha convertido él mismo en un problema histórico a ser estudiado sobre el fondo de un intrincado cruce de corrientes de pensamiento y de cambiantes visiones del mundo («Weltanshauungen») – todo lo que precisamente quería ser evitado por él.» (Momigliano, p. 54).
¿Pero cómo puede alguien estar interesado en hechos históricos sin estar interesado en la historia como tal? La cuestión, en efecto, se nos presenta contradictoria, y en esto estribaría a ojos de Momigliano el misterio cifrado en las claves de la actividad del anticuario renacentista. El misterio remitiría a la atmósfera escéptica de cuño pirrónico desarrollada según la gravitación que en torno de Sexto Empírico hubo de darse en ciertos círculos en los siglos XVI y XVII, y en la resonancia de cuyos ecos habría de aparecer el que Momigliano señala como el arquetipo de todo anticuario: Nicolas-Claude Fabri de Pieresc (1580-1637), cuya vida se desarrolla en la región de Provenza, en el Mediterráneo francés. A su muerte, en Aix de Provence, se encontraron alrededor de diecisiete mil antigüedades entre medallas, monedas, estatuas, libros, manuscritos, plantas, minerales, instrumentos científicos y toda esa gama de reliquias cuyo resguardo daba el índice de la sui generis universalidad de intereses de aquel arquetípico anticuario, tan sui generis como lo era también la selección de personajes con los que de alguna u otra manera tuvo él interlocución: desde Grocio hasta Rubens, pasando por Gassendi (quien de hecho terminó siendo su biógrafo), judíos y herejes, los dos Nostradamus o Tomás Campanela.
Y es a través de Gassendi como nos es posible acercarnos a los linderos del círculo pirrónico de los libertins érudits, uno de cuyos mentores habría sido en efecto Sexto Empírico (ca. 160-ca. 210), y cuya influencia, a su vez, habría llegado también a los oídos de un Montaigne o de un Francisco Sánchez, «el Escéptico».
Sexto Empírico, nos dice Momigliano, tenía mucho qué ofrecer a todos aquellos que vivían en los bordes o en los cruces de las religiones, al tiempo de ofrecer también nuevas perspectivas críticas para quienes de alguna manera estaban cansados de las controversias teológicas. ‘Peiresc era un pirrónico en la medida en que a los pirronistas les gustaban las cosas tangibles, y Peiresc y Gassendi coincidían en que la observación empírica era mucho más confiable que la filosofía dogmática’ (Momigliano, p. 56). Aunque nunca admitieron en realidad ser ateos o de vivir fuera de la fe, se inclinaron siempre por la experimentación, los documentos, los hechos individuales, en una tesitura intelectual de intereses universales, esa virtud tan estoica, y de desconfianza de todo dogmatismo. Por otro lado, la centralidad que Galileo hubo de darle a la observación como fulcro de su metodología de trabajo influyó también en este anticuario francés que, junto con Gassendi, no tuvo problemas en declararse como pupilo de Galileo:
«No tengo duda de que tanto Gassendi como Peiresc y sus amigos estaban tratando también de ampliar el método galileico de observación a sus propios estudios anticuarios. Estaban convencidos de que podían examinar objetos materiales del pasado de una manera científica y positiva, y desconfiaban del sesgo de los historiadores que trabajaban con evidencias suministradas por igualmente sesgados predecesores.» (p. 57)
Pareciera que hay una correspondencia entre la dialéctica gnoseológica que en torno del siglo XVII y sobre un fondo polarizado por las ciencias modernas en gestación y la especulación teológico-filosófica, estaba dándose entre la historiografía y la anticuaria (lo tangible y observable), y la dialéctica que, en el siglo XIX y dentro del área de difusión alemana, se dio entre la Escuela histórica de Ranke y la Escuela filosófica de Hegel, habiendo sido Ranke, como se sabe, el que arremetió contra la excesiva especulación filosófica que en Hegel se advertía en sus cursos universitarios que cobrarían luego forma definitiva en su monumental Filosofía de la Historia Universal. ‘Tener «ideas» es cosa para los filósofos. El historiador debe huir de ellas’, decía Ranke embargado acaso por su intento de aferrarse a lo tangible con la persistencia de un pirrónico modélico. ‘La idea histórica es la certificación de un hecho o la comprensión de su influjo sobre otros hechos. Nada más, nada menos. Por eso, según Ranke, la misión de la historia es «tan solo decir cómo, efectivamente, han pasado las cosas»’ (José Ortega y Gasset, ‘La Filosofía de la Historia de Hegel y la Historiología’, Prólogo a las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, de G.W.F. Hegel, Revista de Occidente, Madrid, 1974, p. 18).
En todo caso, este nuevo pirronismo se convirtió en instrumento de choque contra los historiadores ordinarios en los tiempos de Peiresc. Los anticuarios comenzaron a cobrar fuerza, una fuerza que se correspondía con la solidez de la evidencia que los objetos materiales de tiempos pasados ofrecían sobre esos propios tiempos mejor que cualquier otra especulación:
«Como el gran español Antonio Agustín escribió en un trabajo publicado en 1587, y que muchos otros repitieron después, nada podía ser más confiable que las monedas romanas (documentos oficiales garantizados por las autoridades romanas mismas). Por supuesto que los libertins érudits eran conscientes de que los objetos podían ser falsificados, pero también sabían cómo detectar falsificaciones. Por una moneda falsificada, hay cien que son auténticas y que sirven como verificación. ¿Pero cómo podría uno verificar la evidencia de una batalla en Tucídides o en Livio si ésta había sido la única que tuvo lugar?» (Momigliano, p. 57)
II
La peculiar distinción entre lo que era propiamente historia y aquél tipo de investigación erudita vinculada con el pasado pero sin ser historia se mantenía en todo caso vigente. La «mentalidad» del anticuario estaría caracterizada por un interés incisivo por la observación empírica, la desconfianza en la tradición literaria, el desagrado o desinterés por las controversias teológicas, y un eventual desinterés, he aquí la cuestión, por la historia política. Y el escepticismo que aparece como nervio que determinaba esta distancia respecto de lo que era propiamente historia puede rastrearse hasta la antigüedad misma:
«También en la Antigüedad, la investigación erudita floreció durante períodos de duda intelectual. El surgimiento de los sofistas, el nacimiento de las grandes escuelas filosóficas después de Alejandro, la introducción del escepticismo académico en Roma en el segundo y primer siglo a.C., son simultáneos con los mejores períodos de erudición antigua.» (p. 59)
Pero además de esa constante escéptica, el recorte mismo de la investigación histórica hecha por Tucídides en contraposición con Herodoto tuvo como efecto el que se haya segregado a otro ámbito distinto del histórico-político, en el sentido tucidideo, la gama de contenidos que pasarían a constituir el material del anticuario. Sobre el fondo de la vastedad de intereses de Herodoto aisló Tucídides la materia de estricta índole política o político-militar, de modo tal que si Herodoto se hubiera mantenido como el modelo de historiador no hubiera habido espacio para la actividad del anticuario (todo habría quedado incluido en la historia more herodoteo). Así, el deslinde dialéctico de Tucídides, un deslinde que a la postre ha hecho de él el fundador del pensamiento político (la Historia de la filosofía política de Leo Strauss, por ejemplo, comienza en efecto con Tucídides), fue lo que permitió también que ese espacio, que no era el espacio de la historiografía, llegara a existir.
Pero fue un espacio de mayor generalización teórica, podríamos muy bien decir, a través de cuyo recorrido pudiera acaso darse cita otro tipo de saberes, como pudo haber sido el de los saberes filosóficos desarrollados en esos tiempos por los sofistas o por Platón. Materiales carentes de interés estrictamente político militar en el sentido tucidideo de la historia tales como los alfabetos, la domesticación de los animales, el origen de las ciudades, la comparación entre leyes y costumbres entre bárbaros y griegos o el surgimiento de los oficios, pudieron haber constituido un interés «de segundo grado», es decir, filosófico, orientado a la resolución de cuestionamientos de orden más general en donde las ideas de ciudad, de hombre o de civilización habrían de aparecer como necesitadas de una sistematización distinta de la rigurosamente política o militar. Es en este sentido que Momigliano destaca la similitud apreciable entre la sistematicidad o erudición del anticuario con la sistematicidad filosófica:
«La conexión entre la investigación filosófica y la erudición se mantuvo durante el siglo IV. Platón carecía de interés en la historia en el sentido tucidideo pero promovió la investigación sobre costumbres y leyes, a juzgar por su propio trabajo en Las leyes y por las actividades enciclopédicas de su pupilo Heraclides Póntico. El tercer libro de Las Leyes de Platón es un examen de los orígenes de las civilizaciones según los principios establecidos por los sofistas. Lo que Diógenes Laercio llamó libros históricos de Haraclides, «Sobre los pitagóricos» y «Sobre los descubrimientos», son, de hecho, investigaciones anticuarias fuera de la corriente principal de la historia: «los descubrimientos» son un típico objeto de erudición sistemática.» (p. 63 y 64).
La amalgama entre erudición y sistematicidad filosófica alcanzó su más alto grado de acuñación en Aristóteles y en su círculo de influencia:
«Aristóteles basó todas sus conclusiones, y particularmente las relacionadas con la política, en extensos y sistemáticos estudios sobre datos empíricos. Sus pupilos Teofrasto y Dicearco desarrollaron sus visiones sobre la religión y la civilización sobre la base de investigación anticuaria. Un ejemplo famoso es el estudio de Teofrasto sobre ofrendas y sacrificios a los dioses, lo que fue también un ataque contra los sacrificios manchados de sangre. Uno de las características más notables de la enseñanza de Aristóteles es la combinación de la investigación anticuaria con la crítica y edición de textos.» (p. 64).
Una de las consecuencias de esta –digamos que- consolidación de los saberes eruditos frente a la tradición tucididea de la historia durante el siglo III a.C. fue la del perfilamiento de un tipo de investigación de gran singularidad: la biografía. Se tienen evidencias de los estudios biográficos en el siglo IV, pero fue sobre todo en la etapa alejandrina, con indudable influencia de los peripatéticos alejandrinos, cuando se desarrolla con más brío. La generalización desarrollada en función de tipos (humanos, nacionales) habría de dar la escala de indagación para el florecimiento de estudios biográficos, tanto en el área griega como en la romana, sobre tiranos, artistas, poetas y filósofos. Las figuras de Plutarco, de Diógenes Laercio o de Suetonio se nos aparecen de inmediato como arquetípicas en este sentido: las Vidas paralelas, las Vidas de los filósofos ilustres o Las vidas de los doce césares son trabajos de inequívoca factura biográfica y de definitivo rango canónico.
El interés de Momigliano sobre la biografía como específico tipo de saber histórico fue tal que de hecho hubo de dedicarle de manera exclusiva otra serie de conferencias, en este caso las organizadas en la Universidad de Harvard, en abril de 1968, bajo los auspicios de la Carl Newell Jackson Classical Lecture y que habrían de editarse luego bajo el título de The Development of Greek Biography (El desarrollo de la biografía griega). Tenemos a la vista la edición de la Harvard University Press (1971 y 1993), y habremos de dedicarle otra serie de artículos a su comentario pormenorizado.
En todo caso, el señalamiento general habría que dirigirlo hacia el hecho de que lo que en realidad fue ocurriendo fue que el acompasado desarrollo de la línea tucididea de investigación histórica junto con la línea de investigación anticuaria y erudita terminarían por incorporarse luego a un corpus de saber historiográfico más vasto y consistente, en donde los documentos, los archivos, pero también los templos, las estatuas, las monedas o las biografías comenzaron a ser consideradas dentro del campo de interés histórico en el mundo helenístico y, sobre todo, en el romano.
III
Y a ese respecto destaca Momigliano cinco líneas dentro de lo que ya es referido por él como erudición helenística (vinculando al anticuario con la erudición, la minuciosidad, el sistematismo o la perseverancia): la primera es la de la edición y comentario de textos literarios; la segunda es la de la colección de tradiciones antiguas sobre ciudades, regiones, santuarios, dioses e instituciones. La tercera línea corresponde a la descripción sistemática de monumentos y al copiado de inscripciones; la cuarta a la compilación de biografías y la quinta correspondería con lo que llama cronología. ‘Algunos de los objetos que pondríamos hoy en el centro de la investigación histórica eran reservados para los eruditos. Trataban con cuestiones relativas a la evidencia originaria del pasado, estudiaban las primeras manifestaciones de la civilización, mantenían contacto cercano con la filosofía, y eran de hecho ellos los biógrafos profesionales. Los historiadores políticos tenían conocimiento de esto solo marginalmente y eran por tanto incapaces de presentar a la historia en un contexto más amplio. Por otro lado, los eruditos trataban a veces de conectar sus materiales con desarrollos políticos’ (p. 68).
Con el ulterior trasvase del helenismo dentro de los moldes romanos, la universalidad de intereses eruditos queda acoplada al universalismo histórico político que solo en Roma pudo haberse dado. La figura en donde mejor se perfila esta perspectiva es Polibio. Y en Varrón se manifestó también el espíritu de sistema helenístico con nuevos registros por cuanto a sus alcances y la fuerza de sus resultados. Siglos después, en San Agustín se puede apreciar también la continuidad de la erudición helenística que por vía de Varrón llega hasta sus veinticinco libros de antiquitates rerum humanarum y sus dieciséis libros de antiquitates rerum divinarum.
Desde esta perspectiva, el imperialismo romano no puede ser tenido en modo alguno como una máquina de depredación, sino como una plataforma generadora de todo punto, como irresistible centro de amalgamación en donde quedan arrastrados y fundidos nuevos contenidos, nuevas intensidades políticas y nuevos destinos históricos. Lo dice Hegel con su genio gigantesco en la tercera parte de sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, dedicada en efecto al mundo romano:
«Napoleón dijo una vez, ante Goethe, que en las tragedias de nuestro tiempo la política ha sustituido al destino de las tragedias antiguas. Con el mundo romano la política entra de hecho, como destino universal y abstracto, en la historia universal. El fin y el poder del Estado es algo irresistible, a que todas las particularidades han de someterse. La obra del imperio romano es esta política, como poder que encadena a todos los individuos éticos. Roma ha recogido, paralizado y extinguido en su panteón la individualidad de todos los dioses, de todos los grandes espíritus; ha roto el corazón del mundo.» (Página 499 de nuestra ya citada edición de Revista de Occidente de las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel).
Momigliano dice por su parte que
«El imperialismo romano no era enteramente una influencia negativa. Polibio y Posidonio son impensables sin Roma… Polibio reconoció que los romanos hicieron posible la historia universal. Y aún más, los romanos mismos descubrieron en la erudición una fuente de fuerza nacional. Incorporaron a la tarea de asimilación de los métodos griegos un sentido de urgencia que hubiera sorprendido a sus maestros griegos. La erudición histórica se acercó más a la política en Roma que en el mundo helenístico. La investigación anticuaria reveló a los romanos costumbres a ser revividas y precedentes a ser usados. Emperadores como Augusto y Claudio fueron rápidos para apresar y entender las ventajas inherentes en una bien explotada anticuaria.» (p. 68)
Ahora bien, la investigación y la erudición anticuarias se mantienen en Roma hasta el final (hasta la caída del imperio romano), pero pierden el vigor creativo que pudo haberse encontrado en Varrón y en los tiempos de César. La del anticuario deja de ser, en los tiempos romanos posteriores a Augusto, un trabajo de creativa y dedicada investigación para pasar a ser más bien una tarea de compilación, de burocratización podríamos muy bien decir en un sentido contemporáneo. De la erudición se pasa a la compilación, y de la compilación al sumario, al extracto, al escolio. Momigliano destaca a Macrobio o a Símaco como los últimos paganos del siglo IV d.C. en donde quedan aún reductos de la erudición anticuaria, pero que no pueden a su juicio ser ya comparados con un Varrón, en cuya línea solamente sería San Agustín el que todavía mantiene el vigor creativo y filosófico combinado con el nervio erudito del anticuario. En la Edad Media, la tradición anticuaria mantiene hasta cierto punto su trayectoria.
IV
Pero sólo hasta cierto punto, pues según Momigliano hubo una suerte de paréntesis de cierta dilatación, entre la mitad del siglo VII hasta el XIV, en el que el interés y desarrollo de la erudición anticuaria decae notablemente. Figura fundamental a este respecto es en todo caso, y sin duda ninguna, la de Isidoro de Sevilla (556-636). En él se puede observar todavía, antes del paréntesis señalado por Momigliano, tanto la erudición anticuaria como, sobre todo, el totalismo enciclopédico (su obra Etimologías es una voluminosa enciclopedia que recoge la historia del conocimiento desde la antigüedad pagana hasta sus días) que luego tendría tanto celo Francia en reputárselo como propio. Tomando distancia de la escuela alejandrina, Isidoro opera un giro fundamental en la disposición de las claves de transmisión del saber humano insertado en un esquema ya cristiano, pero que a la postre terminaría por establecer un particular esquema de racionalidad y sabiduría católicos e hispánicos con evidentes ecos estoicos (imperturbabilidad del alma, intereses universales y ausencia total de vanidad) desde el cual interpretar incluso la idea misma de progreso. Para Isidoro, el cometido del saber es, ante todo, descubrir plenamente el orden que Dios ha establecido en el Universo, de modo tal que progresar, en este sentido isidoriano e hispánico (podríamos decir), consiste en saber más y no necesariamente en el aprovechamiento material del conocimiento: progresar es crecer en el conocimiento.
Pero el paréntesis de siglos tiene en efecto lugar en la exposición de Momigliano, y con la excepción de la noticia que nos da de Agnelo de Rávena, con su notable trabajo Liber Pontificalis del siglo IX, y de Guillermo de Malmesbury, con su De antiquitate Glastoniensis Ecclessiae, nos traslada al siglo XIV, deteniéndose en algunas consideraciones en torno de la erudición anticuaria en el área de difusión italiana en donde pareciera que se reconcentró el interés por la erudición anticuaria para propagarse nuevamente después.
Petrarca (1304-1374) recupera el interés por el detalle histórico y de lenguaje en la revisión de la literatura antigua con empeño y logros que, según Momigliano, no se habían visto desde el siglo IV. Su método es llevado hasta sus más altos registros por Biondo (1392-1463), en sus Roma Triumphans,y Poliziano (1454-1494), en sus Miscellanea. Poliziano
«imitó en la Miscellanea la combinación de la investigación anticuaria y la filológica que Aulio Gelio había desarrollado en sus Noches Áticas. La principal diferencia es que era él mucho más agudo e inteligente que Aulio Gelio. Biondo recuperó formas antiguas que habían desaparecido hacía mil años. Trató deliberadamente de revivir las Antiquitates de Varrón. El resultado, que fue quizá algo distinto del Varrón original, terminó siendo el prototipo de toda la investigación posterior sobre la antigua Roma. Luego de haber dedicado su Roma Triumphans a las instituciones romanas y su Roma Instaurata a la topografía romana, produjo su trabajo más original en su Italia Illustrata.» (p. 70)
Biondo, que rigurosamente separó la investigación anticuaria de la historia, hubo de fungir como guía para similares trabajos anticuarios en Alemania, España e Inglaterra; y así como Poliziano pasó a ser el maestro de un nuevo tipo de investigación con especial atención por los detalles individuales, Biondo terminaría por ser el padre de los «manuales» sistemáticos de anticuario y el fundador, de hecho, nos dice Momigliano, de la moderna investigación científica anticuaria de todos los países europeos.
V
Y fue esa influencia de Biondo la que sirvió de catalizador de un proceso singular de reorganización de las ideologías nacionales en España, Alemania o Inglaterra consistentes en tirar de la tradición clásica, de la antigüedad greco romana, hilos históricos con contenidos políticos, estéticos, literarios, arquitectónicos o artísticos para el apuntalamiento de sus respectivas plataformas nacionales. El término Renacimiento desarrollado en los siglos XV y XVI,nos dice Momigliano, no podría usarse mejor para el caso de los anticuarios; algo en efecto fue traído de nuevo a la vida: la investigación anticuaria erudita como una disciplina con soberanía propia inconfundible con la historia. En el siglo XV, el término antiquarius era utilizado en efecto para referirse al estudioso de objetos, costumbres e instituciones antiguos con la perspectiva de reconstrucción de la vida antigua. ‘La filología y el anticuarianismo habían sido inseparables en la antigüedad; en el Renacimiento volvieron a ser inseparables.’ (p. 71).
Por otro lado, el cierto desdén con el que historiadores veían al anticuario con singular celo tucidideo también se mantenía, o bien ignorando de plano todo lo que tuviera que ver con ello, o bien considerándolo como historia de clase y rango inferior. En 1605, por ejemplo, partiendo de la distinción entre Antigüedades, Monumentos e Historia Perfecta, Bacon se refirió a las antigüedades como «historia desdibujada» o como «remanentes de la historia que casualmente se han escapado del naufragio del tiempo».
Pero avanzando los siglos, entre el XVI y el XVII, el repunte de los métodos científicos, sobre todo por vía de Galileo, comenzó a jugar a favor de los anticuarios, quienes como Peiresc y su pirrónica compañía, además de hacerlo en el escepticismo, encontraban también respaldo metodológico en la investigación more galileico. Dos generaciones después de Peiresc, Giovanni Giusto Ciampini incorporó la investigación anticuaria en el marco de las actividades de la Accademia físico-matematica de Roma.
Ahora bien, ante el ataque escéptico pirrónico de los anticuarios ¿cómo se dio la respuesta ante semejante cuestión en el contexto teológico religioso? Es evidente que los antagonismos político-religiosos se incrementan notablemente durante el siglo XVII, con graves resultados para la investigación histórica como tal. Momigliano señala a este respecto que, en un primer momento, pareciera que los anticuarios procuraron mantenerse de algún modo lo más alejados que fuera posible de disputas y controversias: ‘su respuesta ante las dudas sobre la confiabilidad de la historia era la de apuntar hacia la evidencia de la autenticidad indiscutible – monedas, estatuas, edificios, inscripciones.’ (p. 72)
Pero no habría que permitirnos ir demasiado lejos en esta conjetura (no hay que ser tan ingenuos dice en efecto Momigliano), pues en realidad era inevitable el arrastre a la que a todos sometió la dialéctica político-religiosa, en particular durante el siglo XVII. Y fue un hecho cierto que los libros anticuarios dedicados a las relaciones entre el paganismo, el judaísmo y el cristianismo comenzaron a cobrar fama. Eran libros de rara singularidad en donde se combinaba la investigación anticuaria y erudita con, en efecto, todo tipo de desarrollos teológicos al uso. Jesuitas y Benedictinos, por ejemplo, establecían controversias los unos contra los otros en los términos de las falsificaciones en que unos y otros hipotéticamente habrían de incurrir. A partir de entonces, ‘la introducción de argumentos anticuarios representó un avance definitivo en las controversias eclesiásticas y dinásticas’ (p. 73).
Y si hay que hacer una distinción entre las posibilidades de desarrollo de la investigación anticuaria en el área de difusión católica respecto de la protestante, la ventaja católica es según Momigliano total. Los católicos hicieron un mayor y mejor uso de las inscripciones, las monedas y en general de la evidencia arqueológica. Los protestantes, por su parte
«se sirvieron de la crítica de la Biblia y del estudio de los Padres para respaldar sus posiciones. La iniciativa en la crítica de textos literarios fue suya. Richard Simon se engañó a sí mismo cuando pensó que podía llevar la crítica bíblica al campo católico: Bossuet, con un ojo puesto en Spinoza, decidió que su intento debía ser expuesto y castigado. Monumentos, inscripciones, reliquias y la liturgia constituyeron una nueva área en la que los católicos tenían buenas razones para confiar en sí mismos. Tenían la ventaja de controlar Roma, con toda su riqueza de documentos paganos y cristiano. Entendieron también acertadamente que la arqueología podía muy seguramente corroborar, si no todas, algunas tradiciones.» (p. 73 y 74)
VI
En los siglos XVII, XVIII y XIX, lo que acontece, según la iluminación que de todo esto hace Momigliano, es en realidad la misma errática relación entre la erudición anticuaria y el trabajo de los historiadores. Por un lado, hubo quienes en efecto encontraron en los descubrimientos anticuarios algún interés determinado, caso de Scipione Maffei, quien, alrededor de 1715, en sus proyectos de reforma de la Universidad de Padua, llamó la atención sobre la necesidad de introducir el estudio de inscripciones y monedas como parte del entrenamiento general de los historiadores. Por otro lado, y en ese mismo sentido de reconocimiento, A.L. von Schlözer y J.C. Gatterer hicieron de Gotinga, en Alemania, el centro de una escuela histórica en la que el trabajo de los anticuarios tuvo reconocimiento pleno como herramienta de utilidad concreta para la investigación histórica.
Pero lo que nos ofrece un particular interés es la nueva disputa en la que, con el avance del tiempo, los eruditos anticuarios se vieron inmersos: la disputa con los enciclopedistas franceses, pues fueron ellos quienes de hecho declararon «la guerra» contra la erudición. Esto implicaba una fractura dentro de lo que antes fue considerada como una alianza entre la erudición anticuaria y la filosofía. Según Momigliano, los enciclopedistas habrían advertido que la erudición había dejado de ser un aliado de la así llamada «libertad de pensamiento». Y esto se debía ni más ni menos que al notable renacimiento y consolidación de la erudición escolástica católica en Francia e Italia entre 1690 y 1740.
«Después de Mabillon, Montfaucon, Tillemont y Muratori era claramente difícil acusar a los católicos o de ignorantes o de acríticos. En disputas eruditas mostraron tanto conocimiento y sentido crítico como sus rivales. Aprendieron a utilizar los pies de página, en un tiempo el instrumento polémico favorito de Bayle. Así, Voltaire abolió los pies de página por completo. En un nivel más alto, el ataque de los enciclopedistas contra la erudición se dirigió hacia el significado de la historia. Reconocieron plenamente la importancia de las materias estudiadas por los anticuarios (leyes, instituciones políticas, religiones, costumbres, inventos. Pero pensaron, sin embargo, que los anticuarios estudiaban el material incorrectamente, acumulando detalles insignificantes e ignorando la lucha entre las fuerzas de la razón y las de la superstición.» (p. 75)
La reyerta con los franceses quedó en todo caso circunscrita a Francia, pues en otros países la erudición y la filosofía mantuvieron una interesante y fructífera simbiosis, como fue el caso de Italia, en donde Vico se nos aparece como la figura fundamental en la que puede encontrarse una singular síntesis entre erudición enciclopédica y sistematismo filosófico. Y por cuanto a Alemania e Inglaterra son Winckelmann y Gibbon quienes también nos salen al paso, pues tanto la Historia del arte griego del primero como la Historia de la decadencia y caída del imperio romano del segundo son trabajos de inequívoca factura sistemática y enciclopédica. Y es sabido ‘lo consciente que era Gibbon de ser tanto un anticuario como un filósofo, es decir, que era él un historiador filosófico con un amor de anticuario por las minucias y la evidencia no literaria’ (Momigliano, Ibid.).
Y fueron ellos dos, Winckelmann y Gibbon quienes pasaron a convertirse en los maestros durante el siglo XIX. La síntesis metodológica entre erudición anticuaria y sistematismo histórico-filosófico se dejó ver luego en trabajos como los de Mommsen, cuya historia de Roma se basó en textos legales, inscripciones, monedas y en el estudio de lenguas itálicas. Pero la reticencia no obstante se mantenía, pues siempre quiso él que su obra fuera considerada como obra de un historiador de Roma más que la de un historiador de las instituciones romanas. Por otro lado, alguien como Droysen consideró que era preciso omitir de plano los estudios anticuarios dentro de su teoría del método histórico.
En todo caso, es ciertamente difícil tratar de aislar, dentro de la marcha de la historiografía del siglo XIX, el juego de la investigación anticuaria dentro de las disputas más generales en torno de la historia y su significado filosófico. El trabajo del erudito quedó desbordado por la más amplia disputa, que reproducía a su vez la disputa herodotea-tucididea, abierta por la escuela historiográfica alemana del XIX contra la idea, propia del siglo dieciocho y defendida por un Voltaire, un Condorcet, un Ferguson o un Robertson, según la cual la historia de la civilización, que es la línea herodotea, es más importante que la historia política, la línea tucididea. Desde Droysen a Treitschke, pasando por Ranke y su consistente interés en privilegiar la política exterior, los grandes historiadores de Alemania son indudablemente historiadores de la política y, por tanto, historiadores políticos.
La disputa entre estos saberes, la historia y la erudición anticuaria, que como aquí se ha intentado mostrar siguiendo la conferencia de Momigliano se mantienen a lo largo del tiempo con una distancia entre uno y otro terciando entre ellos el sistematismo filosófico, llega al siglo XX a una situación un tanto peculiar. Lo que encuentra Momigliano es que la disputa se transforma en una nueva relación dada entre disciplinas que a partir del siglo XIX surgen y se consolidan, a saber: la sociología, la antropología y lo que ha sido dado en llamarse estructuralismo. Para él, la dialéctica en marcha era la que ponía de un lado el enfoque sistemático o estructural y del otro el enfoque histórico o historicista. La confusión gnoseológica estaba a la vista de Momigliano, y lo estaba sin que acaso fuera él incluso capaz de esclarecerla completamente.
«No sé lo suficiente de historia de la sociología y de la antropología para ser capaz de decir hasta qué punto los estudios anticuarios contribuyeron en algo en el surgimiento de la moderna sociología o de la antropología. En algunos casos individuales la relación entre los estudios anticuarios y la sociología es obvia: Max Weber era, y él mismo se sintió, un pupilo de Mommsen. Émile Durkheim era un pupilo de N. Fustel de Coluanges, otro precursor del estructuralismo en su Cité Antique. En otros casos la situación no es tan clara. W. Roscher, el padre fundador de la moderna Staatswissenchaft, fue el más grande admirador de Tucídides. Cualquier que sea la relación genética entre los estudios anticuarios o estructurales, es un hecho que el estructuralismo está apropiándose del enfoque sistemático de los anticuarios.» (p. 79)
Para los años en que Momigliano advertía toda esta mezcla de saberes de raigambre clásica con saberes emergentes como la sociología o el estructuralismo, 1961 y 1962, la advertencia general era la del desvanecimiento del canon tucidideo para entender y hacer historia, que es el enfoque estricta y exclusivamente político. Y si esto implicaba volver al canon herodoteo, la consecuencia era entonces, recordando la tesis inicial, que estaríamos acaso ante el desvanecimiento de los estudios anticuarios como disciplina con soberanía propia: todos los materiales en cuestión podrían ser susceptibles de ser objeto legítimo de interés historiográfico. En este sentido, el anticuarianismo podría ser entonces declarado como muerto. Su herencia quedaría en manos de la sociología. Sin embargo, concluye Momigliano, acaso sea lo más pertinente tomar todas estas consideraciones de manera puramente conjetural y tentativa.
«Es claro que la relación a tres bandas entre la filosofía, el anticuarianismo y la historia perfecta está siendo ahora reemplazada por la relación entre la filosofía, la sociología y la historia. Hipias tiene su sucesor en Comte, y la obstinada reticencia de Mommsen de abandonar el enfoque anticuario a las instituciones romanas ha sido reivindicado por su pupilo Max Weber. En este sentido el anticuarianismo está vivo, y no hemos escuchado aún la última palabra sobre él.»
Puede que, para los años en que Momigliano hacía estas advertencias, el argumento tuviera cierta consistencia. Pero sería cuestión de pocos años para que la proliferación y burocratización universitaria de muchas de estas nuevas disciplinas (sociología, antropología, etnología), al cruzarse con vulgarizaciones del marxismo de cuya mezcla habrían de desprenderse luego enredos ideológicos de notable oscuridad y reduccionismo dispuestos siempre en desmedro del vigor histórico y filosófico del canon tucidideo para entender la política, más que sustituir con nobleza el oficio del anticuario, terminaran por enterrar la pasión por la historia, por la política y por la erudición antigua tal como el profesor Momigliano lo hacía evidente y cercano, con genio pero sin vanidad, en cada oportunidad que tuvo.