los fundamentos clásicos de la historiografía moderna (V), El Catoblepas 132:4, 2013 (original) (raw)

El Catoblepas, número 132, febrero 2013
El Catoblepasnúmero 132 • febrero 2013 • página 4
Los días terrenales

Rescoldos clásicos
Investigaciones sobre los Estudios Clásicos

Ismael Carvallo Robledo

Comentario de la quinta lección de Arnaldo Momigliano, en The Classical Foundations of Modern Historiography, University of California Press

Arnaldo Momigliano (1908-1987)

«Estas historias palpitantes nacidas en un clima estoico…» Emiliano Aguado

I

De la misma forma que en el capítulo (entrega) anterior, la quinta conferencia Sather de Momigliano se edita con un título distinto al de la lectura original. Tácito y la tradición tacitista es en efecto el rótulo elegido para sustituir en nuestra edición de trabajo, con un ánimo digamos que más genérico o neutral, el por otro lado más enfático, preciso y, si se quiere, inquietante título por el que originalmente se inclinó el profesor Momigliano para abordar terreno de definitivo interés filosófico político: Tácito y el descubrimiento de la tiranía imperial.

Ocurre, en efecto, que la de Cornelio Tácito (55-120 d.C.), alto funcionario del imperio que desempeñó varios cargos y fue capaz de librarse de la persecución de Domiciano, fue figura que, por lo menos en los tres siglos que discurren entre la Reforma y la Revolución francesa (período en el que se configura el Antiguo Régimen como tal, es decir, como proceso de transformación de los reinos medievales europeos en imperios universales de régimen absolutista a partir del descubrimiento de América y de su ulterior incorporación orgánica al imperio español: la modernidad política en realidad cobra carta de naturalidad histórica con el proyecto de Carlos V), o bien inspiró, o bien inquietó, o bien incomodó (nunca, en todo caso, fue ignorado) tanto a políticos como a moralistas e, incluso aún, a uno que otro teólogo, en un período de tan importantes transformaciones históricas, políticas e ideológicas. Es el período del absolutismo, y el tacitismo, sentencia Momigliano, debe ser considerado, en definitiva, como el pensamiento político de la era del absolutismo.

Dos fueron los dominios fundamentales en los que Tácito ejerció influencia decisiva en este período que de tantas maneras, con excepción quizá del realismo político más duro y objetivo, ha sido tan incomprendido (nos referimos, digámoslo una vez más, al absolutismo político: revísese a este respecto el interesante trabajo de Reinhart Koselleck Crítica y crisis. Un estudio sobre la patogénesis del mundo burgués, original de 1973: Kritik und Krise. Eine Studie zur Pathogenese der bürgerlichen Welt, Fráncfort del Meno, y editado recientemente en español por Trotta en 2007), a saber: por un lado, fue suyo uno de los puntos de apoyo (a través de su Germania) para que los alemanes reafirmaran su nacionalidad, al tiempo de poder también, y en correspondencia, apuntalar su oposición a la iglesia de Roma en el proceso de dislocación político-religiosa de la Reforma. Por otro lado, ofreciéndosenos así como posible precursor de un Maquiavelo, aisló las claves y secretos de la conducta política a ojos tanto de los que gobiernan como de los gobernados. Habiendo conocido de cerca a los déspotas del imperio, escribió historia con crudeza para poder así lograr que los buenos gobernantes se destaquen y resalten con todo el vigor y ejemplaridad de su virtud y moral pública, tan caras a Tácito. Puso tanto a unos como a otros, gobernantes y gobernados, con un nervio marcado por la experiencia práctica y el pesimismo realista, en la advertencia general de la arquitectura de la necesidad propia del gobierno de los hombres; necesidad sometida, como se sabe, a los rigores de la tensión del ejercicio del poder dentro de una maquinaria estabilización de cuyo funcionamiento interno (eutaxia estratégica) puede sólo ser alcanzada ‘cuando cada quien logra entender su lugar y función en el todo’ (Momigliano); un todo político anatómicamente entendido según la morfología, precisamente, del Antiguo Régimen: con la Revolución Francesa esa morfología se desmorona, el Nuevo Régimen se reorganiza desde una perspectiva atómica (y no ya anatómica: los individuos –átomos- son ahora todos ciudadanos libres e iguales ante la ley, además de fraternos y solidarios los unos con los otros, según desearon y desean aún muchos hoy en día) y una nueva fase dialéctica se abre camino no menos contradictoria ni problemáticamente que cualquier otra en la historia universal.

En todo caso, Tácito pudo columbrar, sin haber podido nunca calcular sus consecuencias a plenitud, la importancia futura tanto de Alemania y los alemanes como de los cristianos y la cristiandad (Momigliano, p. 109). Fue sólo cuestión de tiempo para que, por ejemplo, a un Hegel o a un Thomas Mann les haya sido dado advertir en su respectivo tiempo relevancia y peso histórico semejantes, y que Tácito tan sólo, como decimos, barruntó. El primero, con su siempre tan característica seguridad, sentencia categórico en la introducción de sus Lecciones sobre la Historia de la Filosofía, demarcando con ello el terreno y la escala de interpretación, que ‘la filosofía germánica (el germanismo, dice luego él mismo, IC) es la filosofía dentro del cristianismo, en la medida en que éste pertenece a las naciones germánicas, es decir, a los pueblos cristianos de Europa pertenecientes al mundo de la ciencia y que forman, en su conjunto, la cultura germánica…’ (Lecciones sobre la Historia de la Filosofía, FCE, p. 97).

Por cuanto al segundo, su lamento ante la fatal constatación de las dimensiones verdaderas del problema alemán que a sus ojos estaba por alcanzar los registros problemáticos de una “tragedia sin precedentes” –aunque lo ame, es preferible la derrota de mi pueblo, pues su victoria, a la que temo como a ninguna otra cosa, puede comprometer el destino del mundo–, quedó plasmado en su poderoso Doktor Faustus, donde nos dice, por boca de Serenus Zeitblom, atormentado biógrafo de Adrián Leverkühn, que

«Este momento habrá llegado cuando se abran las puertas de la extensa y estrecha cárcel en cuyo aire viciado nos ahogamos, es decir: cuando la furiosa guerra que ahora está en marcha haya terminado de un modo o de otro –y me horroriza decir de un modo o de otro. Me horrorizo de mí mismo y me horroriza la situación violenta en que, por la fuerza del destino, se encuentra el alma alemana. Porque claro está que sólo pienso en uno de los dos “modos”. Sólo con ese modo cuento y en él confío, a despecho de los dictados de mi conciencia ciudadana. Una propaganda que no se da punto de reposo ha conseguido evocar en todos nosotros las consecuencias ruinosas, terribles y definitivas de una derrota más que cualquier otra cosa en el mundo. Y no obstante, hay algo que algunos de nosotros, en ciertos momentos como avergonzándonos, en otros con franca resolución, tememos más aún que la derrota alemana, y ello es la victoria alemana. […] Este es el motivo especial de mi crimen, motivo que comparten, aquí y allá, algunas personas, en número tan reducido que los dedos de ambas manos bastarían de sobra para contarlas. Pero mi estado de ánimo no es más que una derivación especial del estado de ánimo que es destino común de todo nuestro pueblo (exceptuando los casos de bajo interés y de estupidez insigne) y siento ciertamente ganas de proclamar que este destino encierra una tragedia sin precedentes, aun sabiendo que otras naciones se han visto también en el caso de desear la derrota de su Estado para salvar el porvenir del mundo y el suyo propio.»

II

A diferencia de Tucídides o Polibio, Tácito nunca quiso arrogarse atributos de originalidad metodológica en materia historiográfica. Sus coordenadas se insertan en la más acabada tradición de historiografía greco-romana que para esos momentos había. Pero no por esa falta de originalidad, nos dice Momigliano, es Tácito un historiador menos complejo o menos interesante en sus empeños. Escribió biografía, etnografía, historia política, y disertó sobre las razones históricas de la decadencia de la elocuencia: en todo ello aparece un notable grado de complejidad y experimentación. Su Agricola es una para su tiempo poco común biografía desplegada sobre el fondo de una investigación histórico-etnográfica, mientras que su Germania es, por su parte, una etnografía con mensaje político. El De Oratoribus es en efecto un ejercicio crítico donde se combina el intento de describir las reacciones subjetivas de ciertas personas en el marco del régimen político en que viven con un correspondiente intento por clarificar las causas y razones de la decadencia de la elocuencia. Sus Historias ofrecen un cuadro de la guerra civil en donde los líderes no son más importantes, si no es que de hecho lo son en grado menor, que las multitudes (soldados, el pueblo de las provincias, la masa), mientras que en los Anales la perspectiva se modifica para ofrecernos por su parte un cuadro donde las personalidades de emperadores y sus mujeres, la de algunos generales y la de algunos filósofos dominan la escena.

Pero hay una precisión que ante todo esto hace Momigliano relativa al carácter tentativo, aproximativo o experimental de la metodología de Tácito. Porque resulta ser que, en efecto, todas las obras aquí comentadas se nos aparecen casi siempre de manera inacabada, anunciada, tentativa, no desarrollada hasta sus últimas consecuencias críticas o metodológicas:

«El Agricola pudo haberse desarrollado como un estudio del impacto de la romanización de los nativos de Britania. El Germania es potencialmente una indagación sobre las relaciones entre los germanos libres y el Imperio Romano; el Dialogus demarca un campo de investigación sobre las interrelaciones entre la libertad política y las actividades intelectuales.»

Y nada de esto se desarrolla, como decimos siguiendo siempre a Momigliano, de manera exhaustiva o definitiva; son posibilidades, proyectos, esquemas que solo potencialmente pudieron haber llegado a tal o cual tesis o conclusión. Y esto fue así –y aquí viene la precisión en la que hemos querido detenernos– porque Tácito no ejercitaba en su hacer público una separación de dominios tal como hoy suele ser entendida: la academia o, pongamos por caso, el periodismo por un lado, y el quehacer público y político o de gobierno (o legislativo) por el otro. La imposibilidad de tomar toda la “distancia crítica” posible de la realidad analizada historiográficamente obedece a la imposibilidad de separar la historia de la política, la crítica del poder, la necesidad de la libertad en definitiva. La precisión es de gran interés, y el límite prudencial marcado por el problema ontológico político que señala es de sutil complejidad dialéctica: la “libertad de crítica” no puede ser nunca absoluta porque la materia en y desde la que se ejerce es objetiva y concreta: el estado romano.

«Ninguno de estos temas es tomado en serio y convertido en una historia a gran escala. Tácito se hubiera convertido en un historiador completamente diferente de haberlo hecho. Se hubiera convertido en un crítico de la estructura del Imperio Romano. Nos hubiera dicho explícitamente si creía realmente o no en la existencia de una alternativa razonable al régimen romano de su tiempo. El hecho mismo de que haya escrito su Agricola y su Germania en el 98 d.C., antes que sus Historias y sus Anales, son muestra de que en los comienzos de su carrera como historiador quiso preguntarse algunas cuestiones fundamentales sobre los gobiernos provinciales romanos. Pero no persiguió estos temas a profundidad; ni tampoco desarrolló el tema de la decadencia de la elocuencia fuera del Dialogus. Cualquier investigación de este tipo hubiera implicado una ruptura completa con la tradición política e historiográfica de Roma. Políticamente Tácito hubiera tenido que renunciar a la clase senatorial a la que probablemente había sido el primer miembro de su familia en acceder. Historiográficamente hubiera tenido que repudiar las tradiciones de escritura analística romanas, confinadas como estaban a eventos políticos y religiosos en el sentido limitado del término.» (p. 115)

El camino de esa ruptura, o si se quiere de esa crítica respecto de las estructuras de Roma, provendría de los cristianos o de los cínicos, habiendo los cristianos de hecho inventado formas historiográficas nuevas, como los Evangelios o los Hechos de los Apóstoles, para dar consigna de su particular perspectiva (Momigliano, p. 115). En todo caso, Tácito no era ni cristiano ni cínico: era un romano. Esta es la cuestión.

III

Ahora bien, el aspecto en el que podríamos decir que Tácito descuella para legarnos aportaciones de rango canónico es en efecto el concerniente con el estudio analítico del gobierno tiránico, de la tiranía: su descripción del despotismo se convirtió en clásica, nos dice Momigliano. Sus Historias son en gran medida sobre la guerra civil bajo el gobierno de tiranos y en conexión casi que causal tanto con la irresponsabilidad de las muchedumbres como con la codicia y ambición de poder de las clases elevadas. En los Anales, por otro lado, cada emperador es analizado en sus peores aspectos, sus allegados y colaboradores comparten su destino y solo algunos individuos –principalmente senadores con alguna fe de naturaleza filosófica– se salvan de la condena moral e histórica, aunque casi siempre porque se ven destinados a encarar el martirio (p. 115).

Acaso no haya sido el primero en tratar el tema de la tiranía, pero con Tácito el análisis adquiere su grado de distinción en el momento en el que, a diferencia de sus antecesores griegos para los que la tiranía era un periodo solamente temporal e impuesto sobre una estructura democrática, centra su atención en la descripción de las consecuencias de la supresión no ya temporal sino permanente de la libertad. El pesimismo de Tácito es en este sentido más acabado: sólo él –no así Plutarco o Dio– interpreta la crisis del 69 como resultado del colapso de la disciplina en las estructuras militares romanas derivado de la desmoralización de la aristocracia. En otras palabras, la decadencia política y la tiranía estaban siendo vistas por Tácito no como algo temporal sino como manifestaciones de una degradación estructural y permanente, como crisis orgánica del todo social y político. Y es en este sentido como puede también observarse su permanente interés por la moral pública, por la tradición y, en definitiva, por las virtudes romanas, con el añadido de que, en materia de política interna (como diríamos hoy), el occidente latino del imperio era considerado por él como más prometedor que la parte oriental griega.

«Constantemente se preocupaba por el honor de Roma, por la victoria de sus ejércitos, por la extensión del Estado Romano, incluso cuando no estaba tan claramente seguro de sus propios méritos. Una de sus acusaciones contra Tiberio fue que no estaba interesado en extender el Imperio. Sus descripciones de las guerras se basaban en la presuposición de que, una vez comenzada, la victoria de Roma era automáticamente deseable. Dio por supuesto el derecho del estado romano para conquistar y ganar –aunque cuestionara luego las consecuencias. Quería ecuanimidad para las provincias, pero no dudó nunca sobre el derecho para reprimir cualquier rebelión.» (p. 117)

Y era ese prestigio y honra romana el acicate para señalar y desnudar la forma tiránica de gobernar el imperio en la medida precisa en que fuera ésta vista como resultado de la degradación, la hipocresía y la crueldad. Y el centro de la condena recaía sobre todo en la corte imperial y en el senado, siendo la palabra adulatio una de las más utilizadas por Tácito. Mirar de cerca la prostitución de la aristocracia romana, nos dice Momigliano; tener que reconocer el hecho de que había en realidad más dignidad en un jefe germano o britano que en un senador romano: esta era en definitiva la parte más amarga de la tiranía. La crisis entera que va del 68 al 70 no es otra cosa que la consecuencia de la vergonzosa debilidad y flaqueza por parte del Senado romano con relación a los hombres fuertes del gobierno. Se tiene entonces por un lado la escualidez, la cobardía y la adulatio de la aristocracia senatorial; por el otro, la inanidad de la protesta contra el tirano: uno de los aspectos más característicos de la tiranía es, en efecto, el de imponer objetivamente, en una coyuntura política determinada, una disyuntiva de todo punto perniciosa e impotente entre la adulación y la protesta vacía. Es en un cuadro como este donde cristaliza el pesimismo de Tácito respecto de todo cuanto pueda tener que ver con las claves de la naturaleza humana en el momento en que se despejan sus fundamentos más característicos: el momento del ejercicio del poder tiránico concebido no ya como un aspecto individual o fenoménico sino como acabada manifestación de una sociedad política en plena decadencia.

Pero nuevamente nos ofrece Momigliano el matiz preciso para ponderar el pesimismo de Tácito desde un realismo político de cuño más bien estoico, manifestado en la necesidad amarga de mantenerse imperturbable ante la insolubilidad de un conflicto cardinal. Porque sin ser nunca un nihilista, su status de hombre político del imperio romano se le sigue imponiendo como coraza para contener el posible desbordamiento de su moralismo o de su nostalgia por la gloria virtuosa de Roma, destruida por el tirano o por un senado pusilánime, e impedir que modifique así su consciencia de la necesidad histórica del imperio Romano como único orden político posible y deseable, a pesar de toda su decadencia y su corrupción interna, a pesar de su pestilencia. Imposible no volver a ver en él a un precursor inequívoco del Maquiavelo cuya sonrisa se nos presenta como mezcla de ironía, amargura, desengaño y el más duro sentido del realismo político (véase a este respecto, de Maurizio Viroli, La sonrisa de Maquiavelo):

«Quizá haya un conflicto irresoluble en la aproximación que Tácito hace del Imperio Romano: hay mucho de él que aprueba a tal grado que no puede de hecho criticar la institución en su conjunto, pero le desagrada intensamente el despotismo que hay en él. Y sólo porque no puede criticar el Imperio en su conjunto viene entonces a aceptarlo como inmodificable. Y porque lo acepta como tal, no puede entonces ver cómo sea posible tener un Imperio sin tiranía. Puede que acaso haya tenido esperanzas en esa dirección cuando comenzó a escribir sus Historias, pero se desvanecieron tiempo después de haber comenzado con sus Anales. Y así fue llevado a reconocer un elemento permanente de maldad en el Imperio Romano. La psicología del tirano viene a convertirse tan solo en una manifestación prominente de la permanente codicia, lujuria y vanidad del hombre como tal. Paradójicamente, es su conservadurismo lo que fuerza a Tácito a ser un pesimista. Es un pesimista porque no puede siquiera concebir una alternativa al Imperio Romano… Tácito deja claro que cualquier idea de una República romana en el viejo sentido es de todo punto obsoleta, y, con ironía trágica, enfatiza el peligro que los bárbaros amantes de la libertad representan para el Estado romano.» (p. 118 y 119).

IV

La maduración del Tácito realista tendría que darse primero en solitario. Fueron pocos dentro de sus contemporáneos los que acaso hayan estado preparados para un mensaje de dureza, pesimismo y realismo semejantes. Momigliano recuerda a Plinio el Joven, y nos dice que, no obstante la patente admiración que tuvo por su amigo, no puede decirse que haya sido capaz de comprenderlo a cabalidad. Durante la Edad Media, Tácito fue leído por muy pocos, y casi todos ellos lo hacían en monasterios benedictinos, bien sea en Alemania (como el de Fulda), bien sea vinculados con Alemania (caso del de Montecassino).

Los manuscritos taciteanos (o más bien parte de ellos) se desplazan en un primer momento de Alemania a Italia. Estamos en el siglo xv. Y acaso no sea una simple coincidencia el hecho de que haya sido Florencia el centro intelectual y político en donde, antes que en cualquier otro, se haya suscitado la primera reacción al mensaje de Tácito (fue ahí, nos recuerda Momigliano, donde Polibio hubo de encontrar también sus primeros ecos renacentistas):

«Característicamente, Leonardo Bruni usó a Polibio como soporte de Livio para la historia de las guerras romanas y extrajo de Tácito la noción de que los grandes intelectos se desvanecen cuando todo el poder se concentra en un solo hombre. La cita que hace Bruni de Tácito en su Laudatio Florentinae Urbis (de aproximadamente 1403) es la primera evidencia de la aparición de Tácito en el pensamiento político moderno. Cerca de treinta años después Poggio Bracciolini se apoyó en Tácito nuevamente para defender, contra Guarino Guardini, la superioridad del republicano Escipión contra el monárquico César.» (p. 121)

En todo caso, según la información que Momigliano señala someramente, a partir de 1440 hasta el final del siglo XV Tácito fue dejado de lado en Italia… para volver a ser leído nuevamente, en un segundo momento, en Alemania: Enea Silvio Piccolomini fue quien acercó al ánimo alemán la Germania de Tácito alrededor de 1458. Para 1500, en los albores de la Reforma, se había convertido ya en el espejo predilecto de los alemanes para reconocerse a sí mismos:

«Conrad Celtis fue aparentemente el primero en dar una cátedra sobre Tácito en una universidad alemana, al parecer en 1492. Y fue él quien comenzó la tradición de investigación en las antigüedades alemanas que su pupilo Johannes Aventinus, junto con Beatus Rhenanus, Sebastian Münster, y muchos otros, hubieron de continuar. Las investigaciones implicaban y alentaban un reclamo de independencia y quizá hasta de superioridad en relación con la Roma imperial del pasado y con la Roma papal del presente. Tácito estaba comenzando a pagar la hospitalidad que había recibido en los monasterios alemanes durante la Edad Media.» (p. 121)

En un tercer momento, en 1515 y de vuelta nuevamente en Roma, se editan los primeros libros de los Anales; tres años antes Maquiavelo escribía Il Principe, y se encontraba en esos momentos en la redacción de su Discorsi sulla Prima Deca. Se ordenaban dos de los grandes movimientos políticos que durante el siglo XVI y XVII determinarían la dialéctica de configuración del Antiguo Régimen y del mundo moderno: la Reforma y, como hemos indicado ya, el absolutismo monárquico; el otro gran movimiento político es la Contrarreforma. Y no está de más recordar aquí que lo que Koselleck defiende en el libro mencionado (y que no dejamos de recomendar: Crítica y crisis, Trotta, 2007) es la tesis de que fue precisamente el absolutismo monárquico la salida política mediante la que logró estabilizarse la dislocación estructural producida por las guerras de religión en Europa: la crítica liberal burguesa e ilustrada del siglo XVIII no habría logrado entender la escala estratégica en la que se especificaban los contenidos políticos de tal formación histórica.

En todo caso, Momigliano comenta al respecto que en sus Ragguagli del Parnaso (Avisos del Parnaso, de 1612), Traiano Boccalini (escritor, político y jurista italiano, 1556-1613) hace que el reaccionario dios Apolo coloque a Lutero y los manuscritos de Tácito como las dos peores cosas que se hayan puesto jamás en el camino de Alemania. Por cuanto a Maquiavelo, nos dice Momigliano que

«En los Discorsi, Maquiavelo mismo cita muy poco a Tácito y casi nada de la entonces recién descubierta sección sobre Tiberio. Sus pocas citas, sin embargo, muestran algo de más general importancia que su obvia simpatía por Tácito. Muestran en efecto que los libros de Tácito hacen sentido solamente si se usan para explicar por qué incluso la Roma republicana –por toda su habilidad para transformar las luchas políticas en fuentes de fortaleza política– cayeron bajo el control de monarcas. Tácito era el complemento de Livio –el historiador que más que Tácito había sido la guía de los primeros historiadores humanistas. Guicciardini, con su talento por la palabra adecuada, produjo la fórmula para el nuevo movimiento de ideas: “Tácito enseña a los tiranos a ser tiranos y a los súbditos a comportarse ante los tiranos”. La ambivalencia de Tácito es aquí reconocida –quizá por vez primera. Es esta ambivalencia la que explica por qué puede él servir alternativamente a los propósitos tanto de los amigos como de los enemigos del absolutismo.» (p. 122).

A lo largo de todo el siglo XVI Maquiavelo y Tácito se disputan el favor o el desprecio, la admiración o la condena tanto de católicos como de protestantes al compás de una dialéctica cuya relevancia política, histórica y filosófica tiene que ser nuevamente puesta bajo el más riguroso y sistemático escrutinio. Mientras los clasicistas más conspicuos seguían aferrándose a la línea de Cicerón o de Livio, los hombres piadosos no dejaban en el olvido los ataques de Tertuliano a Tácito por sus páginas contra los cristianos.

Pero fue la dislocación interna producida por la Reforma lo que marcó el inicio de un nuevo período de autoridad de Tácito. Para Momigliano, el punto de inflexión habría que situarlo alrededor de 1580, año en que Marc-Antoine Muret inicia su cátedra sobre los Anales de Tácito en la Universidad de Roma, centro neurálgico de la Contrarreforma. En la parte francesa, desde Montaigne hasta Charron o La Rochefoucauld encontraron inspiración en él, y la literatura holandesa moderna arranca muy posiblemente su andar, siempre según Momigliano, a través de los contactos de intelectuales holandeses con la obra de Tácito.

Al final del siglo XVI, hay un doble proceso ideológico-político del que se derivaría una síntesis interesante: por un lado, la condena de Maquiavelo por parte de la Iglesia Católica en 1559 despeja el terreno para el paganismo de Tácito; por el otro, la crisis que en esos momentos padece la tradición ciceroniana despeja por su parte el terreno para que la popularidad de Séneca se imponga. Aparecía una síntesis neo-estoica en donde Tácito y Séneca se encontraban en los trabajos de uno de los más eminentes discípulos de Muret: Justus Lipsius, que, nacido y muerto católico, vivió no obstante buena parte de su vida en el bando protestante, y terminó haciendo propaganda tacitista para unos y otros.

En la centuria siguiente, fue la Italia maquiavélica la que guió el movimiento tacitista europeo, seguido por España, Francia y, valga la paradoja, Alemania. Por cuanto a la literatura tacitista en el continente, Momigliano la clasifica en cuatro grupos: (1) Extractos de Tácito en forma de aforismos: Abraham Gölnitz, en su Princeps, de 1636, describe las tareas que debe seguir un príncipe tanto en la paz como en la guerra sirviéndose de extractos de Tácito. (2) Extractos de Tácito acompañados de detallados comentarios políticos, caso de los Discorsi de Virgilio Malvezzi. (3) Teorías generales de la política vagamente fundadas en Tácito, como podría serlo el Quaestiones ac Discursus in duos primos libros Annalium de Petrus Andreas Canonehrius. Y por último (4) Comentarios políticos sobre Tácito, que oscilaban ambiguamente entre lo dicho por él y el análisis de los hechos a los que aludió.

Por cuanto a los círculos católicos, la reserva y distancia, si no es que la condena misma se mantienen en general abiertas contra Tácito al igual que contra Maquiavelo. El jesuita español Pedro Rivadeneira, por ejemplo, puso en la misma categoría a Tiberio (‘emperador abominable y vicioso’), a Tácito (‘un historiador pagano y enemigo de la cristiandad’), a Maquiavelo (‘el consejero impío’) y a Bodino. Y curiosamente hubo de darse, décadas después, una coincidencia entre la condena moral católica (por vía de la piedad) y la condena moral de los racionalistas por vía de un humanismo que miraba con recelo el desmedido cinismo del Tácito al que consideraban también demasiado bien escuchado por los oídos de la Contra-reforma. En Francia, el triunfo del racionalismo cartesiano y del jansenismo fue minando la autoridad de Tácito: la preferencia de Voltaire por Livio era síntoma del desvanecimiento del tacitismo.

Por otro lado, el auge del parlamentarismo proveniente de Inglaterra como contrafigura del absolutismo monárquico (un absolutismo que, como nos recuerda Momigliano, tanto sentido pudo encontrar a ojos del realismo tacitista) contribuyó también a que fueran Polibio y Livio, historiadores de la República romana, los favoritos.

Pareciera, nos dice Momigliano, que en el arranque del siglo XVIII la reputación de Tácito hubiera llegado a su fin. Pero no fue ése el caso: su legado fue recogido una vez más por círculos muy característicos. Giambattista Vico fue de los que reconocieron el valor de Tácito, situándolo de hecho como una de sus principales guías para el descubrimiento de las leyes de la historia:

«Estaba interesado en Tácito como estudiante de los impulsos violentos, primitivos –un complemento de Platón. Siguiendo una sugerencia de Francis Bacon (De augmentis scientiarum, 7, 2), Vico consideró a Tácito como el retratista del hombre como es, mientras que Platón contempla al hombre como debiera ser. Vico revaloró a Tácito y a Maquiavelo, como eran, desde un punto de vista más alto.» (p. 127)

Y en Francia fueron también (Tácito y Maquiavelo) recuperados tanto por Rousseau (quien en su Contrato Social consideró Il Principe como el libro de los republicanos) y los enciclopedistas (D’Alambert se encargó del término maquiavelismo en la Encyclopéde y publicó, también, una antología de Tácito). Gibbon, del lado inglés, afirmó que fue Tácito el ‘primero de los historiadores que aplicaron la ciencia de la filosofía al estudio de los hechos’.

Y llegamos así al período que cierra el ciclo de tres siglos en los que la sombra del tacitismo como pensamiento del absolutismo político recorre Europa: la Revolución francesa y el tiempo de Napoleón. Y en este caso lo que ocurre es que la interpretación ilustrada que de Tácito ofrecieron D’Alambert y Gibbon operó en él transformación tal que vino a convertirse ni más ni menos que en un republicano revolucionario, utilizado por ejemplo por un Desmoulins contra el tirano por antonomasia del primer período de la Revolución: Robespierre.

Con Napoleón (a quien la sola mención de Tácito ponía furioso) se abre una polémica interesante en función del papel de Tácito como antagonista del cesarismo, figura ideológico-política que encuentra, como se sabe, dos vías de encarnación tanto en el primer Napoleón como en el tercero:

«Los intelectuales franceses se dividieron entre aquéllos que admiraron a César y aquéllos que admiraban a Tácito. La bonapartista Revue Contemporaine era definitivamente contraria a Tácito. La Revue des Deux Mondes puede ser aproximativamente descrita como pro-Tácito. Gaston Boissier, que escribió el mejor libro sobre Tácito del siglo diecinueve, era colaborador de la Revue des Deux Mondes.» (p. 128)

La batalla sobre el cesarismo francés fue el episodio final, en la vida política moderna, en el que Tácito ocupó un papel de manera directa: con él se cierra la época iniciada con el arranque del siglo XVI y en la que por un aproximado de trescientos años Tácito enseñó al lector moderno lo que es y lo que significa la tiranía:

«Sin duda hubo filósofos y moralistas, desde Platón a Epicteto, que tuvieron cosas bastante importantes que decir sobre el particular. Pero los filósofos hablan en términos abstractos. Tácito retrató individuos. Fue tan lúcido, tan memorable, que ningún filósofo pudo competir con él. Fue Tácito quien transmitió la experiencia antigua de la tiranía a los lectores modernos. Otros historiadores y biógrafos –como Diódoro, Suetonio, y Plutarco– tuvieron mucho menor autoridad al respecto: fueron incapaces de producir un retrato lo suficientemente convincente, en tamaño real, de un déspota. Tucídides, Jenofonte, Polibio, Livio, Salustio, compitieron entre sí por la atención del lector moderno en asuntos del gobierno republicano. Tácito, sobre el despotismo, no tuvo rival… La influencia de Tácito como historiador fue inherente a su autoridad como fuente para la historia del Imperio Romano. Todo hombre educado lo leyó, aceptó su retrato de Tiberio o de Nerón, y aprendió de ahí la manera de entender la psicología del tirano.» (p. 129 y 130).

Concluye Momigliano esta tan interesante quinta Conferencia Sather sobre la tiranía en Tácito recordando la amargura de una de sus enseñanzas fundamentales: la tiranía no puede darse sin la desmoralización pública, que es la otra cara del despotismo. Entre la adulatio y la pusilanimidad de la aristocracia que se inclina ante el tirano y la impotencia de la protesta vacía, la moral objetiva desfallece.

Pero hay algo más que detecta el profesor Arnaldo Momigliano en Tácito. Es algo inquietante e igualmente amargo y desmoralizador: Tácito escribió como un hombre que estaba dentro del proceso de corrupción tiránica que estaba al mismo tiempo describiendo. Fue un político realista romano, ni cínico ni cristiano, describiendo tiempos palpitantes en un clima estoico. No había escapatoria ética, individual, crítica o, peor aún, utópica. Nadie puede entonces, a ojos de Tácito, sentirse absolutamente libre o inocente de la corrupción. La culpa recae en todos por igual. Leyendo a Tácito, nos dice Momigliano, nos damos cuenta de que también nosotros estamos dentro. ¿Y no era acaso un sentimiento como este el que estaba detrás del horror y de la culpa tan trágicamente alemana del Thomas Mann del Doktor Faustus?

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