Fernando Rodríguez Genovés, Epicuro, la filosofía en el Jardín (2), El Catoblepas 134:7, 2013 (original) (raw)

El Catoblepas, número 134, abril 2013
El Catoblepasnúmero 134 • abril 2013 • página 7
La Buhardilla

Fernando Rodríguez Genovés

Semblanza del filósofo Epicuro que descubre –tras el personaje que dio nombre a la filosofía del Jardín– un temperamento misterioso, huidizo, paradójico, desconcertante

Epicuro

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Filosofía y sufrimiento

El ambiente del Jardín inflama y acompaña el espíritu del epicureísmo, pero fue el sufrimiento abisal –junto al terror irreprimible de su fundador– aquello que lo instituye, procurando encontrar allí remedio. Epicuro crea una filosofía como un antídoto frente a la sociedad y a los hombres de su tiempo, a los que consideraba enfermos. La doctrina que defiende es, primordial y primorosamente, terapéutica; tanto la Canónica (o teoría del conocimiento), como la física o la ética, quedando así compuestas las tres partes en que tradicionalmente se ha dividido su obra. «La filosofía de Epicuro», apunta A. A. Long, «es una extraña mezcla de terco empirismo, metafísica especulativa y reglas para alcanzar una vida sosegada.» (La filosofía helenística). La última finalidad imprime la pauta a las restantes. Epicuro escribe extensos papiros dedicados a la naturaleza y a los fenómenos astrales, pero no le interesa tanto la verdad del asunto científico como la influencia que tenga sobre la vida práctica.

En la Carta a Pítocles observa sin ambages que la investigación sobre los objetos celestes no tiene otro propósito que vivir sin sobresaltos (C.P., 87). El materialismo y el naturalismo epicúreos se empeñan en expurgar de la explicación científica cualquier resquicio de irracionalidad por el que pueda colarse la superstición y el mito, la imaginación y la fantasía, pero no tanto por amor al conocimiento sino porque en ellos reside la fuente de los temores. En las Máximas Capitales puede leerse esta declaración: «Si nada nos perturbaran los recelos ante los fenómenos celestes y el temor de que la muerte sea algo para nosotros de algún modo, y el desconocer además los límites de los dolores y de los deseos, no tendríamos necesidad de la ciencia natural.» (M.C., 11).

No es imprudente, por tanto, circunscribir la reflexión filosófica epicúrea al territorio estrecho de la salvación y la fuga, lo cual la mengua en sus pretensiones teóricas y de aspiración a la sabiduría, y la ciñe hasta tal punto al ámbito de la vida ascética y de renuncia, que resulta muy forzado no verse tentado a aproximarla al terreno de lo teológico más que a aquello que los griegos seguían, a pesar de todo, teniendo por filosofía. George Santayana tilda al epicureísmo de «filosofía de la abstención», en la que advierte asimismo otros síntomas paralelos: «Había en ella un silencio parecido al desamparo. Era una filosofía de la decadencia, una filosofía de negación y de huída del mundo.» (Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe).

Desconcertante paradoja la que se nos presenta: columbrar el fondo teológico de una filosofía que divulga la desafección por los dioses y sus acciones. Epicuro distinguió, a diferencia de Lucrecio, entre religión y superstición, donde el objeto de su crítica es la segunda, y tal vez ahí se halle alguna de las causas de los malentendidos que, según columbro, oscurecen y velan la doctrina epicúrea. Sobre este campo de Agramante, donde reina la duda sobre el sentido de la religiosidad epicúrea, volveremos más adelante.

No avancemos ni adelantemos de momento más juicios ni nos apartemos de las propias palabras y declinaciones de Epicuro: «el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia resulta algo más preciado incluso que la filosofía» (Carta a Meneceo, 132). Platón y Aristóteles tuvieron en alta estimación a la prudencia, noción que ocupa un lugar preferente en el bíos theoretikós, pero en ella no queda diluida, sino más bien fortalecida, la promesa de saber. Epicuro, en cambio, abandona los espacios del filósofo y se aproxima al ideal de sabio, a la condición de asceta, de profeta, de santo, de poeta. N.W. De Witt dice del epicureísmo que ha sido «la única filosofía misionera producida por los griegos» (Epicurus and his Philosophy).

Tampoco juzgo casual que en la tradición romana hayan sido, principalmente, poetas, como Lucrecio u Horacio, quienes se entusiasmaron por el verbo epicúreo, mientras los pensadores más involucrados con la escena pública y los espacios de la civilidad, del poder y la vida, de las glorias y las miserias del hombre, se mantuvieran en el terreno tradicional del discurso filosófico, como es el caso de Séneca, Cicerón y Marco Aurelio, y vieran en el estoicismo una filosofía más acorde con las exigencias de su tiempo, al conservar los atributos de un conocimiento que no huye del mundo y de la vida sino que de la necesidad y del sufrimiento hacen virtud y no simple lamento.

Según el epicureísmo, la determinación del placer como bien por excelencia no es otra cosa que una evitación por todos los medios del dolor. «Vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia ninguna dolencia del hombre», (frag. 221). En las Sentencias Vaticanas añade: «No hay que simular filosofar, sino filosofar realmente. Porque no necesitamos aparentar estar sanos, sino estar sanos de verdad.» (S.V., 54). Para Epicuro, la filosofía alejada de la tarea terapéutica es vana e inútil «simulación», esfuerzo perdido, espacio temerario, a la intemperie, campo de recusaciones y disputas. Epicuro, filósofo del miedo, rehúye el debate y la controversia, donde siempre ve pendencia y disgusto: la filosofía es su medicina y el Jardín su balneario. ¿Cómo ha podido albergar un alma tanto espanto? ¿Hasta qué punto está justificada tamaña aprensión?

Injusto sería, sin duda, resolver la cuestión mediante el cómodo, y no menos infame, recurso de querer encontrar la única explicación de este hecho en las múltiples y terribles dolencias que padeció el cuerpo de Epicuro, en su sufrida resignación –y en ocasiones, paralela ¡alegría!– cuando se hallaba bajo los efectos más agudos de un achaque. Tal circunstancia, tal padecimiento, en efecto, aconteció. Lo mismo que le ocurrió a Jean-Jacques Rousseau, Epicuro sufrió una constante afección en el bajo vientre (allí donde puede localizarse el símbolo de lo placentero), por culpa de una vejiga y unos intestinos rebeldes y remisos, atacados más por la inquietud que por la lascivia. Acaso Epicuro hablaba del placer y de la amistad con demasiada alegría… Tal vez se escondiese tras sus enseñanzas un sentimiento inconfesable. Daruch de Spinoza, quien tanto y tan sabiamente disertó sobre los afectos humanos, define el temor como «el deseo de evitar, mediante un mal menor, otro mayor, al que tenemos miedo.» (Ética). He aquí una cuestión sobre la que debemos abrir algunos interrogantes: «pregúntate: ¿qué es lo intolerable y lo insoportable de esta acción? Sentirás vergüenza de confesarlo.» (Marco Aurelio, Meditaciones).

Para Epicuro, el mal mayor es el dolor. Pues bien, ¿cuál es el temor mayor no confesado que le abruma?: «es el temor a la vida», responde Santayana. A lo que añade: «Epicuro había sido moralista puro y tierno, pero pusilánime. Tenía tanto miedo a ser causa y objeto de daño, a correr riesgos o a probar fortuna, que deseaba demostrar que la vida humana es un negocio breve, no sometido a grandes transformaciones ni capaz de grandes hazañas.» (Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe).

Sin reservas, Epicuro no arriesga ni invoca heroicidades ni invierte para el futuro forjando un alma y un cuerpo dispuestos al encuentro con el mundo. Homero y su espíritu han sido vencidos por el debilitamiento del ánimo griego, el futuro no se atisba porque aterra, y cuerpo y alma se retuercen por espasmos que ciegan toda esperanza.

Cuando niega la inmortalidad del alma, que supone continuidad de la vida tras la muerte, Epicuro se está enfrentando a un dogma sagrado de la religión y de la filosofía de su época; y quizá de la propia lógica de la cuestión, cuya postura más coherente hubiese sido negar sin más dioses y alma; Epicuro no se decide a dar este paso. No son los debates teóricos los que le impulsan a tamaño atentado a las creencias tradicionales; tampoco un brote de rebelión propia de espíritus valerosos y osados, atributos que difícilmente encontramos en su persona. Oponerse a la idea de la eternidad del alma implica desterrar toda esperanza de «más vida», pues eso es lo que más teme; con una vida tiene más que suficiente.

La creencia en el eterno retorno representó en las culturas tradicionales una fuente de alivio y de sugerente correctivo al conminatorio e inquietante devenir de las cosas. Para Friedrich Nietzsche representa además la demostración de plenitud espiritual en hombres audaces, la reafirmación de lo lo dado y sobrevenido. En este pronunciamiento tampoco hay mera rebelión, sino pasión por la vida. La idea de la vida acompañada de pasión, la imaginación de más vida, no hubiera hecho sino estremecer a Epicuro: «A quien un poco no basta, a ése nada le basta.» (frag. 69). No hay duda: asistimos aquí a una severa «filosofía de la abstención».

Profundos abismos son los que acogen las causas del sufrimiento de los individuos y espesos doseles los preservan de la revelación pública. ¿Es un problema de los tiempos que corren o más bien de los hombres que huyen de su tiempo? Leamos la siguiente consideración de Mircea Eliade, gran conocedor de los misterios ocultos en la historia de las creencias:

«La actitud de soportar ser contemporáneo de una época desastrosa, tomando conciencia del lugar ocupado por esa época en la trayectoria descendente del ciclo cósmico, debía sobre todo demostrar su eficacia en el crepúsculo de la civilización grecooriental.» (El mito del eterno retorno).

En vez de perdernos en una analítica contextual que todo lo explica y justifica, de encerrarnos en círculos cerrados, en ensimismamientos de legalidad interna más que dudosa, atendamos al mencionaso factor de la actitud del hombre y del filósofo frente a las «épocas desastrosas», porque, como ya se he señalado, ellas, en sí mismas, no nos dicen nada especial. Tampoco se prestan a lo ineluctable: «Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir.» (Otras inquisiciones), dice Borges en referencia a Juan Crisóstomo Lafinur; ni sirven para resignarse con ánimo resuelto y ligero: «donde es posible vivir, también allí se puede vivir bien», asegura Marco Aurelio en las Meditaciones. No enjuicio, pues, el valor de la filosofía de Epicuro, sino que busco sopesar el significado de los valores a ella atribuidos, y –¿por qué no?– también el valor moral del propio personaje.

Las fuentes que nos hablan de Epicuro son, como ha sido dicho, muy divergentes. Diógenes Laercio, quien ha proporcionado profusa información sobre el fundador del Jardín, le dedica enteramente el libro X de sus Vidas, dando con ellas finalizada este magno trabajo, acaso dando a entender que con Epicuro ha sido dicha la última palabra de los hombres eminentes, como él mismo afirma en la frase que cierra la obra: «haciendo coincidir el final con el comienzo de la felicidad». No pueden encontrarse muchos homenajes de semejante calibre y fervor, al menos entre filósofos.

En el frente opuesto, Cicerón atacó con firmeza la línea de flotación del epicureísmo, allí donde le parecía que se localizaba su punto más débil, a saber, la coherencia y la sinceridad del protagonista, así como las de la doctrina predicada: «No he visto a nadie que haya temido tanto como Epicuro lo que él niega que sea terrible: es decir, la muerte y los dioses. Donde las gentes normales no se sienten conmovidas sino en cierta medida, él proclama que el espíritu de todos los mortales está estremecido de dolor.» (De natura deorum, I, XXI, 86).

A propósito de los disputados diagnósticos sobre la salud moral e intelectual de Epicuro, acudamos, finalmente, a la consulta de uno de los mayores expertos sobre las peripecias del alma humana con la esperanza de encontrar alguna clave acerca de la exploración que llevamos a cabo. Para Sigmund Freud, las fuentes del sufrimiento humano son básicamente tres: «la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad.» (El malestar en la cultura).

Esta trilogía de la pasión humana, esta diagnosis de la entraña de nuestro ser, se adapta al pensamiento epicúreo en la siguiente secuencia de afecciones: temor a los dioses, temor a la muerte y temor a la sociedad de las personas. Consideremos a continuación estas tres asuntos claves.

Epicuro

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Temor a los dioses

En uno de los elogios que dedica Lucrecio a Epicuro en De la naturaleza (I, 60-65), poema que en sí mismo es todo un elogio y una irradiación de epicureísmo, dijo del maestro de la escuela que fue el primero en elevarse hacia las regiones celestes a fin de ofrecer resistencia a la religión que tenía postrada a la humanidad bajo su peso abrumador; y «el primero en forzar los apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza.» He aquí resumido el sentido básico del tratamiento epicúreo sobre este primer asunto expuesto: la aclaración respecto a la verdadera naturaleza de los dioses va ligada al establecimiento de la ciencia natural, en la medida en que la clara definición de ésta es la manera más segura de contrarrestar las pérfidas consecuencias que contiene el desconocimiento de aquéllos.

Epicuro siente que una de las principales fuentes de zozobra en los hombres proviene de los dioses, pero no tanto de su existencia misma cuanto de su providencia, de su acción sobre los mortales, siendo ésta una creencia vana y perversa asociada a la noción de destino. La superstición y la teología implícita en la filosofía imperante –entiéndase, la aceptabilidad de las teorías rivales del platonismo y del aristotelismo– serían la causa de una calumniosa aberración urdida para amedrentar y perturbar la vida humana

«Los dioses, en efecto, existen. Porque el conocimiento que de ellos tenemos es evidente. Pero no son como los que cree el vulgo. Pues no los mantiene tal cual los intuye. Y no es impío el que niega los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las manifestaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones sino falsas suposiciones.» (Carta a Meneceo, 123-4).

¿Por qué considera Epicuro «evidente» tal conocimiento? ¿Qué diferencia una correcta perspectiva de las cosas de las vanas opiniones? Diógenes Laercio ha sintetizado la teoría del conocimiento epicúrea contenida en el libro Canon, diciendo de la misma: «En su Canon, en efecto, dice Epicuro que los criterios de verdad son las sensaciones, las prenociones y las afecciones, pero los epicúreos añaden también las proyecciones imaginativas del entendimiento.» (Vidas, X, 20).

Sostiene, pues, Epicuro un empirismo, asociado a un complaciente pragmatismo, mediante el cual las sensaciones se erigen en la garantía de la verdad de nuestras percepciones de las cosas, siendo, al mismo tiempo, provocadoras de reacciones básicas, de emociones fuertes, de afecciones (como el placer o el dolor) y de efectos en la memoria; actuando como prenociones o preconcepciones, acaban fijándose en nuestro entendimiento. Gracias a ellas nos es dada la facultad del juicio –comparando las sensaciones–, así como la capacidad del lenguaje con el que darle nombre a las cosas.

Sin detenernos en los detalles de estas digresiones epistemológicas, centrémonos en la relación existente entre las sensaciones y la vivencia de la divinidad. Epicuro no deja claro el tipo de criterio al que corresponde el conocimiento de los dioses. Por una parte, parece deducirse de sus declaraciones que tenemos sensaciones de los dioses, pero sólo porque de ellos recibimos emanaciones o fluidos muy sutiles que no pueden confundirse con los que provienen del resto de objetos. Por otro lado, afirma aceptar su existencia en calidad de prenociones, lo cual supone equiparar a los dioses con los conceptos que tenemos de ellos, prefigurándose así un nominalismo atrevido, si es consciente; trivial, si accidental; en cualquier caso, irrelevante, porque no genera un criterio sostenible que le hiciese superior a las «falsas suposiciones» que provienen del vulgo. Finalmente, parece colegirse que los dioses no son percibidos por los sentidos sino por la mente, al estar hechos de una sustancia especial y muy sutil, que les hace diferentes.

No sé bien hasta qué punto insistir sobre estas indeterminaciones, cuando probablemente no fuesen siquiera de interés poderoso para el propio Epicuro. Según confiesa él mismo, los fenómenos naturales y celestes pueden acontecer de diversos modos, y su verosimilitud depende del poder que tengan de producir en el hombre turbación o felicidad. Atendamos a este fragmento de la Carta a Heródoto: «Es más, debemos pensar que es tarea propia de la ciencia física el investigar con precisión la causa de los fenómenos más importantes, y que precisamente de eso depende nuestra felicidad: de cómo sean las naturalezas que observamos de esos objetos celestes, y de cuánto contribuya a la exactitud de este conocimiento.» (C.H., 78).

Si nuestra felicidad y la exactitud de nuestro conocimiento son dependientes de una instancia exterior, ¿podemos adaptarlo a aquella explicación que nos congratule más, haciéndola así más plausible y acaso más verdadera? Epicuro parece invitarnos dirigir las conclusiones por este camino. Adopta el atomismo porque se acomoda mejor a sus exigencias prácticas y lo modifica según las conveniencias; por ejemplo, en lo que respecta al determinismo y al causalismo, que son incompatibles con su negación de la necesidad y del Destino: «La necesidad es un mal, pero no hay ninguna necesidad de vivir sometido a la necesidad.» (Sentencias Vaticanas, 9).

En suma, Epicuro demanda manos libres a la hora de elaborar una teoría filosófica a su medida, definida y condicionada por el ansia. Creo que tiene razón A. A. Long cuando escribe: «El que los hombres hallen más o menos reconfortante suponer que el mundo está determinado por un ser o seres sobrenaturales parece depender en gran medida del temperamento personal.» (La filosofía helenística). Me pregunto si la honda preocupación que anida en el corazón de Epicuro acerca de la superstición y las doctrinas filosóficas rivales se debía a su sensibilidad por el sufrir propio y ajeno en relación a aquéllas. Las inquietudes de una población que para el sabio no es más que muchedumbre y vulgo, de la que se mantiene prudentemente a distancia, y que, por otra parte, dudosamente pueden sentirse azoradas por una teología especulativa y abstracta como la que estaba en juego y que puede verse influida con no tanta sensibilidad como la que le atribuye, esas inquietudes, digo, no parecen suficientes para explicar el dramatismo que le concede el autor.

En un conocido pasaje de la obra de Lucrecio, De la Naturaleza (VI, 71-79), se dice que el hombre que vive con el corazón sosegado podrá acercarse a los sagrados templos de los dioses que descansan en plácida paz, haciendo posible el anhelo, el cual sin dicho sosiego y sin la verdad de la doctrina epicúrea quedarían tan sólo en el plano onírico o imaginativo, como «estos simulacros emanados de su santo cuerpo que se introducen en la mente de los hombres». En el libro III (18-24) de dicha obra, describe el hogar de los dioses como «sedes tranquilas», alejadas de las inclemencias del tiempo y de las contingencias intempestivas: «Allí la Naturaleza a todo provee y ningún cuidado menoscaba jamás la paz de espíritu.»

El epicureísmo habla de una divinidad a la que –habitando en los cielos– no le incumbe, en realidad, los asuntos humanos. ¿Cómo un hombre del sentir de Epicuro y unas creencias de semejante talante han podido ser vejadas y acusadas de iniciar el ateísmo (Clemente de Alejandría)? ¿Cómo puede acusarse de impía una filosofía que aspira a crear hombres a la altura de los dioses? Porque he aquí la impiedad y he aquí el sentido último del ideal de Epicuro: contemplar a los dioses como auténticos entes epicúreos y a los partidarios de su doctrina transportados al paraíso terrenal, perdidos en el Jardín, lugar donde es posible aspirar a una existencia divina.

No puede decirse tampoco que nos encontremos ante un proyecto humanista, pero cierto es que ilusionó a muchas personas, sobre todo, en el periodo romano, contagiadas por la ilusión epicúrea, tras ser inoculadas por el miedo que hacía receptivo el mensaje de auxilio. Las filosofías rivales pugnaban entre sí al objeto de ganarse el favor del poder político y de los discípulos (principalmente, los adinerados y aventajados intelectualmente). Cuando el cristianismo vituperaba al epicureísmo, al tiempo que se movía por causas no muy alejadas de las de esta doctrina, en el fondo estaba compitiendo por un discurso muy común al epicúreo (de ahí su especial agresividad hacia él), a saber, aquel que divulga un mensaje de paz, ofrece la gloria, cada uno a su modo, dirigiéndose ambos a gentes sencillas y dispuestas a la obediencia (hecho este que, recordémoslo también, disgustaba a las demás escuelas filosóficas que veían en ese comportamiento sumiso un talante demasiado pasivo, enojosamente plebeyo).

Con las siguientes palabras finaliza Epicuro su Carta a Meneceo:

«Estos consejos, pues, y los afines a ellos medítalos en tu interior día y noche contigo mismo y con algún semejante a ti, y nunca ni despierto ni en sueño sufrirás perturbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se asemeja a un mortal el hombre que vive entre bienes inmortales.»

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