Ismael Carvallo, Titanes en el acantilado, El Catoblepas 136:4, 2013 (original) (raw)

El Catoblepas, número 136, junio 2013
El Catoblepasnúmero 136 • junio 2013 • página 4
Los días terrenales

Ismael Carvallo Robledo

Lecturas de Ernst Jünger

Dresde bombardeada por los aliados, vista desde la torre del Ayuntamiento. Febrero de 1945. Foto de Richard Peter

«Cuando dirigimos la mirada al pasado, contemplamos tumbas y ruinas, montones de escombros. Pero ocurre entonces que también nosotros somos víctimas del espejismo del tiempo: pensamos avanzar hacia adelante y progresar, cuando en realidad nos estamos moviendo hacia este pasado. Pronto le perteneceremos: el tiempo pasa sobre nosotros, nos deja atrás. Esta tristeza arroja su sombra sobre el historiador.» (Ernst Jünger, Eumeswil.)

«Hay un cuadro de Klee (1920) que se titula Ángelus Novus. Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.» (Walter Benjamin)

Cuentan que Malaparte decía que el mejor antídoto contra la tiranía era la lectura de Guicciardini. No tanto Maquiavelo, no. Era el sórdido de Guicciardini, según caracterización de Gramsci, el maestro del cómodo arte de plegarse a las circunstancias, y el que con mejores réditos representaba según Malaparte el ‘Vade mecum del perfecto ciudadano de un Estado privado de libertad, un compendio de reglas indispensables para el que quiera vivir sin problemas bajo el escarpín charolado del dictador moderno’ (Curzio Malaparte, Muss. El Gran Imbécil. Sexto Piso, 2013).

En el mundo clásico, la figura que de inmediato se nos aparece es la de Tácito. También Jenofonte y su Hieron o de la tiranía. En el siglo XX, es imposible no pensar en Jünger. En el anarca por él caracterizado, sobre todo en su hermosa y genial novela Eumeswil, que en realidad es a nuestro juicio un ensayo filosófico político editado por primera vez en 1977, pareciera que estamos viendo ejercitado ese vade mecum del estoico moderno que, a diferencia del clásico, vive en un mundo controlado, configurado a la escala de la técnica. El anarca, el trabajador y el soldado anónimo son entonces para Jünger las figuras ontológicamente constitutivas de nuestro mundo. Si buscáramos la correspondencia con la teoría de las tres capas del cuerpo político del materialismo filosófico, el anarca se situaría en la región de la capa conjuntiva, el trabajador en la capa basal y el soldado anónimo en la capa cortical.

El anarca, que acaso pudiéramos estar en posibilidad de ver entonces como el estoico en el mundo de la técnica, es lo contrario del anarquista. Cristo es anarquista, Pablo no, nos dice Jünger. El anarquista es dramático, el anarca es trágico, podríamos decir nosotros. El primero busca la libertad absoluta, abstracta y con mayúscula. La liberación o emancipación se diría ahora. Es un nihilista. No tiene ya una idea de la grandeza, porque la grandeza sólo puede medirse en función del ejercicio del poder, cosa que Malraux o Vasconcelos también sabían a la perfección. El segundo –el anarca– es solamente prudente. Y se repliega: ‘ya dije que no tengo nada contra la autoridad, aunque no creo en ella. Más exactamente, diría que la necesito, porque tengo una idea de la grandeza. Por eso me mantengo, aunque no sin escepticismo, al lado de las primeras figuras’, dice Jünger en Eumeswil, en su página 107. Y en la 49, edición de Seix Barral, de 1993, nos explica:

«El anarquista es el antagonista del monarca. Sueña con aniquilarlo. Se dirige contra la persona, pero consolida la sucesión. El sufijo “ismo” tiene una función restrictiva. Acentúa la voluntad a costa de la esencia… La contrapartida positiva del anarquista es el anarca. El anarca no es el antagonista del monarca, sino su polo contrario, algo a lo que el poder del monarca no llega, aunque también es peligroso. No es el adversario del monarca, sino su correspondencia… El monarca quiere dominar a muchos, mejor aún, a todos. El anarca sólo a sí mismo. Esto lo sitúa en una relación objetiva, y también escéptica, respecto del poder, cuyas figuras deja desfilar –sin tocarlas para nada, aunque no sin emoción interna, no sin pasión histórica. Todo historiador es, en mayor o menor grado, un anarca; si tiene talla suficiente, a partir de esta base se convierte en juez imparcial.»

En las tres entrevistas publicadas en 1997 bajo al título de Los titanes venideros, donde se recoge su ideario último a juicio de quienes realizaron ese intercambio, Antonio Gnoli y Franco Volpi, Jünger destaca el hecho de que el año de su nacimiento, 1895, fue también el año con el que se inaugura el siglo de la técnica con el descubrimiento de los rayos X por Röntgen.

Durante la primera guerra mundial, los efectos de la técnica en la dialéctica de configuración ideológica (nematológica) del mundo no se mostraban aún con toda su potencia. Era todavía posible en esos años encontrar un cierto atisbo de heroísmo, de activismo heroico en palabras de Jünger, al margen de que ya Marx hubiera previsto con su genio formidable que después del invento de la pólvora no sería posible nunca más concebir otra Ilíada. Aquello fue un choque entre potencias industriales: el patriotismo y el nacionalismo fueron desde el principio variables fundamentales, aunque lo que estaba viendo Lenin era el despliegue del capitalismo en su fase superior imperialista. Esto supuso el fracaso de la Segunda Internacional, y Lenin, en consecuencia, organiza la Tercera. A la postre, el enfrentamiento entre la Segunda y la Tercera internacionales recorrería en toda su extensión el siglo XX en función de la variable fundamental del nacionalismo político. Cuando colapsa la Unión Soviética, desde el interior del nacionalismo político estalla el nacionalismo étnico. Lo que estuvo siempre en colisión eran grandes plataformas imperiales.

En ese contexto de la primera guerra mundial, la lectura e influencia de Spengler fue para Jünger y su generación decisiva. Pero era preciso no sucumbir a la desesperación pesimista. La fatiga al anochecer es saludable, pero antes del mediodía es preocupante, les dice Jünger a Gnoli y Volpi (Los titanes venideros, Península, Barcelona, 1998). Entonces:

«Nuestra actitud era la de quien quería reconocer con mirada desencantada la nueva realidad de la técnica y del trabajo y tomar parte en ella sin añoranzas nostálgicas ni proyecciones apocalípticas. En todo caso, casi de lo que se trataba era de volver a encontrar, en el mito o en la historia, una potencia que obrase como contrapeso del pesimismo. Tal como había dicho Nietzsche en Ecce homo: “…yo soy un décadent: pero también soy su antítesis”. En la hoguera del crepúsculo anunciado por Spengler lo que yo vi fue erguirse en toda su potencia la figura del trabajador. Fue la segunda guerra mundial lo que nos hizo descender a las profundidades del M�lström, al vórtice del nihlismo.» (págs. 19 y 20.)

El nihilismo y el totalitarismo, en efecto, que para Leo Strauss no es más, precisamente, que una variante de la tiranía clásica más la técnica moderna y la ideología. Hitler era, según Malaparte, un nihilista romántico. Y para Norberto Bobbio, hablando del fascismo y de la inquietante atracción que produjo para los hombres de su generación, con Hitler en el poder la guerra dejó de ser un mito apasionante y se transformó en un programa político preciso. La técnica y la tecnificación de la política desactivan en efecto el apasionamiento del mito en tanto que dispositivo maestro de la trama de la historia.

En todo caso, hubo quien no compartió, porque no entendió –como Spengler o Schmitt según Jünger–, la escala ontológica desde la que interpretó al trabajador como la figura prometeica del mundo tecnificado. Creían que se acercaba demasiado peligrosamente al proletariado, al movimiento obrero. Pero lo que él veía era la prefiguración de los grandes titanes del mundo moderno: la técnica y la energía, y, como decimos, el riesgo, el advenimiento de la correspondiente consecuencia de su predominio: el nihilismo, que hoy está en la base de la ideología vacía y genérica del progresismo. Jünger dice que quien se olvida de la Historia gana en libertad. Esa es una manera de ver las cosas, porque lo que puede ocurrir también es que quien se abandona a tal olvido, como los progresistas de hoy, más que libre se hace más imbécil, más ingenuo, más evanescente y leve, más ignorante.

La síntesis de Gustavo Bueno a este respecto, el de la técnica y el trabajador, queremos decir, es poderosa, e identifica precisamente a Marx en el centro de la cuestión, porque la idea que se coordina con la figura del trabajador como variables fundamentales del módulo de configuración del mundo tecnificado es precisamente la idea de producción. Y quien elevó el rango de esta idea a sus más altos registros filosóficos fue, nos dice Bueno, Carlos Marx:

«La evolución cósmica contiene, en su proceso interno, la aparición de los cuerpos humanos, que, a su vez, se absorben en el proceso general. Cuando este proceso es analizado a la «escala» de los cuerpos humanos, de suerte que desde la «interioridad» de esos mismos cuerpos se planea la recurrencia del proceso mantenido a esa escala, entonces aparece el proceso evolutivo mismo en la forma de Producción. La Idea de Producción comienza ahora a ser una Idea filosófica central –y no sólo un concepto categorial de la Economía política. La Idea de producción es así el verdadero nervio del Materialismo histórico, como alternativa genuina de la Actividad del Espíritu del Idealismo alemán (o del Espíritu como Actividad). Producción no es sólo fabricación (que reduce la Idea a M1), ni tampoco creación poética (que se reduce a M2). Es necesario apelar a M3 para llevar adelante la Idea de Producción –a contenidos M3 que nos presentan precisamente, como unidades ideales, a nuestros cuerpos. Sólo en este sentido recuperamos la profundidad de la evidencia de Spinoza: «el cuerpo es la Idea mediante la cual el alma se piensa a sí misma». La objetivación del propio cuerpo es el proceso mediante el cual, y en el curso mismo de corrientes que lo desbordan (como figuras inconscientes), se realiza la Producción. Marx ha sido quien ha introducido esta Idea en Filosofía. Al ligar –ya en los Manuscritos– la Idea de objetivación (Vergegenst�ndlichung) –procedente de la filosofía clásica alemana– con la Idea de fabricación –procedente de la Economía política, que, a su vez, interfería aquí con la Tecnología–, Marx ha situado la Idea de Producción al nivel de los principios mismos de la Antropología filosófica. Marx ha usado ulteriormente, según las variaciones más insospechadas, la Idea de Producción, pero no la ha expuesto académicamente. El análisis de la Idea de Producción es una de las tareas abiertas a la filosofía materialista del futuro.» (Gustavo Bueno, Ensayos Materialistas, Taurus, Madrid 1972, págs. 469-470).

Desde esta perspectiva, es perfectamente factible entender lo que sin problemas podríamos denominar como el materialismo de Jünger.

Por cuanto a su interpretación de la literatura como forma de vida y como conformadora de un sistema de racionalidad y comprensión del mundo pero que choca con la realidad efectiva de las cosas –y es imposible no pensar en el canon del Quijote a este respecto–, sobre todo habiendo vivido Jünger en carne propia la experiencia de la guerra, le responde lo siguiente a Gnoli y Volpi (página 75 de Los titanes venideros):

«Desde mi perspectiva actual puedo decir que la experiencia de la guerra fue importante, pero muy pobre si la comparamos con la riqueza de experiencias que he tenido a través de la literatura. Incluso durante la guerra, como les he dicho, la lectura de Ariosto fue para mí más apasionante que otras cosas vividas. Ariosto arrebata al lector y lo transporta en una visión espiritualizada que transfigura la realidad, en la que nos encontramos con demonios, con héroes y heroínas… y el alma se llena de una riqueza infinita. El problema es que la transfiguración y la espiritualización de la realidad mediante el arte están amenazadas por la técnica.»

Parece la experiencia de un hombre que ha tenido el privilegio de ser al mismo tiempo actor y espectador de aquel terrible teatro, le preguntan Gnoli y Volpi. Pero, ¿en qué medida ha incidido, en esta condición suya, el hecho de que aquella guerra fuera diferente de todas las demás? A lo que responde Jünger:

«Hay para mí una diferencia fundamental entre la primera guerra mundial y la segunda: la primera fue una guerra entre naciones, la segunda una guerra cosmopolítica. En consecuencia, también mi relación con la experiencia del conflicto fue diferente: en la primera guerra me identificaba con los ideales que la habían desatado, en cierto sentido heroísmo y defensa de la patria eran todavía unos valores; en la segunda guerra, en cambio, la realidad que para mí importaba era diferente de la realidad de los acontecimientos. Se había generado una distancia, una fractura insuperable. De ahí mi replegarme en mí mismo, en mi mundo interior, en la realidad de los libros y la literatura. Como si el actor de antaño hubiese desaparecido y sólo quedase el espectador.»

Esa fractura aparece también en Eumeswil, donde nos dice Jünger, por voz de su personaje Manuel Venator, que

«El soldado que se lanzaba al ataque sabía que podía caer herido o muerto; esto formaba parte de su oficio y era incluso glorioso. Recibir un tiro mientras se va a la caza del pato sería simplemente un hecho con el que ni el rey ni la patria tendrían nada que ver –un accidente laboral… De más difícil solución es el problema de los ultrajes; aquí entran en juego conceptos de honor hondamente arraigados. Armar caballero era el definitivo honor que podía impartirse con la espada plana. Tras esto, ya sólo podía recurrirse al filo. El oficial que caía herido en una guerra nacional recibía condecoraciones. Pero si había recibido una afrenta en el seno de la sociedad, tenía que obtener un desagravio suficiente, so pena de quedar descalificado… La guerra civil mundial modificó los valores. Las guerras nacionales se libraron entre padres, las guerras civiles entre hermanos. Desde siempre ha sido mejor caer en manos del padre que del hermano. Es más sencillo ser enemigo nacional que enemigo social.»

Jünger fue uno de los grandes estoicos del siglo XX. Sus teorías del anarca y del trabajador, y claro está que también la del emboscado, deben ser tenidas como de las más finas elaboraciones a través de las que se intentó mantener la firmeza de la vida ante la vertiginosa marcha de la historia tan llena de catástrofes en la era de la técnica y la tecnificación total. Ningún gran dolor ni ninguna gran pasión ni política ni histórica fueron ajenas a este hombre de corta estatura y semblante delicado como T. E. Lawrence: vivió las dos guerras mundiales, vivió el nazismo, atestiguó el colapso soviético, y tuvo que soportar la muerte de sus dos hijos. Imposible enumerar la cantidad de personajes fundamentales del siglo XX que conoció.

Toda esa experiencia vital queda plasmada como sabemos en un obra novelística, ensayística y autobiográfica (nos referimos a sus Diarios) de vigorosa, nítida, breve y elegante técnica narrativa (desestimaba el estilo de Thomas Mann: excesivamente denso, excesivamente ampuloso a su juicio) y a cuya lectura es siempre sano y recomendable acudir, bien sea en tiempos de exaltación e inminencia, bien sea en tiempos de reposo y estudio.

No era un hombre romántico, porque para él el anarca no puede serlo. El hombre romántico, le dice a Gnoli y Volpi, de alguna manera huye de la realidad y se construye con la fantasía poética o con el sueño un tiempo y un espacio suyos.

«El anarca, en cambio, conoce y evalúa bien el mundo en que se encuentra y tiene capacidad para retirarse de él cuando le parece. El anarca sabe que la libertad tiene un precio, y sabe que quien quiere disfrutarla gratuitamente da muestra de no merecerla.»

No era pues un romántico, mucho menos un progresista. Para él, el naufragio del Titanic en 1912 representó una metáfora luminosa y potente del mito del progreso. Y tanto más aún cuanto que el nombre remitía a lo titánico, a los titanes supuestamente invencibles pero que, al final, ya lo vemos, colapsan.

Ernst Jünger nació en 1895 y murió, con ciento tres años, en 1998. Para ese entonces eran ya varios los años que llevaba replegado, pertrechado como buen anarca, en las soledades de Wilflingen, en la Alta Suabia alemana. Por cuanto a Hitler, interpretó su posición como la de un opositor, pero no un opositor político. Sencillamente, dice, estaba en otra dimensión.

Cuentan que cuando Goebbels y Goering pidieron su cabeza, la respuesta de Hitler fue: Jünger no se toca.

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