Ismael Carvallo, ¿Marx poeta?, El Catoblepas 137:4, 2013 (original) (raw)
El Catoblepas • número 137 • julio 2013 • página 4
Ismael Carvallo Robledo
Noticia sobre la reedición del texto de 1976 de S. S. Prawer, Karl Marx and World Literature, a cargo del sello Verso Books de Londres, en 2011
«Parece acontecerle a la filosofía griega lo que no debe suceder en una buena tragedia: presentar un desenlace débil.» (Tesis doctoral.)
«Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.» (Manifiesto del Partido Comunista.)
«Completamente absorbida por la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la competencia, esta sociedad ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero por muy poco heroica que sea la sociedad burguesa, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y la matanza nacional. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica.» (El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.)
Habida cuenta del desdén con el que tocando en la médula caracterizó Carlos Marx, en La Sagrada Familia, a los halbwissende literati: literato que sabe las cosas a medias; caracterización esbozada sin que haya tenido que sufrir todavía a los Premios Nobel de Literatura metidos de asistemáticos críticos de la banalización de la cultura, o de ideólogos de la Libertad, de la defensa de la Humanidad o de cualquier otra idea sublime sin definir –pensamos en un Vargas Llosa, en un Paz o en un Saramago–, y que se nos ofrece hoy tan llena de sentido y que con tanta fuerza podría atraer a su campo semántico a tantas figuras susceptibles de encajar en él de manera natural: literato intelectual pedante y ético, sensible y esteta exquisito a veces “divertido” aunque teóricamente poco potente, y que sólo a medias es su saber de las cosas del mundo aunque opine sobre todo –pensamos ahora en Monsiváis–; habida cuenta de todo esto, decimos, no puede dejar acaso de llamar a sorpresa la noticia de que, al parecer, lo que en realidad quiso ser siempre Carlos Marx fue ni más ni menos que poeta romántico, además de que fue al parecer también permanente, y no solo circunstancial, su afán por medir la potencia de significación de sus metáforas y quiasmos, o la catadura de la belleza de su prosa electrizante, con Esquilo, Goethe o Shakespeare.
Y no se trata, como se podría pensar quizá, de que sus intereses poéticos hayan sido los habituales en las épocas de juventud y lirismo, habiéndose formado él, además y sobre todo, en tiempo y dominio tan propicios para la “exaltación y la tormenta” como la Alemania romántica pos-napoleónica y de la fallida revolución del 48. No fueron afanes juveniles nada más: la poesía y filosofía griega y latina (Homero y Platón, Ovidio, Tucídides y Esquilo, Lucrecio y Cicerón), la prosa de la ilustración (Voltaire, Lessing, Diderot), la literatura clásica alemana (Goethe), y sobre todo Shakespeare, atravesaron y atenazaron su vida toda, dispuestos en el centro del sistema de contenidos del mundo sobre los que volcó toda la fuerza devoradora de su pasión intelectual, dejando junto con Engels un total aproximado de mil páginas de textos sobre arte y literatura.
Cuenta Paul Lafargue, según comentario que Miguel Vedda inserta en su acabada e interesante introducción a los Escritos sobre literatura de Marx y Engels, editados bajo su cuidado por Ediciones Colihue de Buenos Aires en 2003, que Carlos Marx
«Conocía de memoria obras de Heine y Goethe, que citaba a menudo en la conversación; leía continuamente a poetas que escogía de todas las literaturas europeas; todos los años leía en el original griego a Esquilo; reverenciaba a este y a Shakespeare como los dos más grandes genios dramáticos que haya producido la humanidad… A William Cobbet lo tenía en gran estima. Dante y Burns se encontraban entre sus poetas predilectos… como Darwin, era un gran lector de novelas. Marx amaba especialmente las del siglo XVIII, y en particular Tom Jones de Fielding; los escritores modernos que más lo entretenían eran Paul de Kock, Charles Lever, Alejando Dumas padre y Walter Scott… Mostraba una expresa predilección por las narraciones de aventuras y humorísticas. Colocaba por encima de todos los novelistas a Cervantes y Balzac. Don Quijote era, para él, la épica de la caballería agonizante, cuyas virtudes se tornaron hábitos ridículos y grotescos en el mundo burgués naciente. Era tan grande su admiración por Balzac, que planteaba escribir una crítica de… La comedia humana tan pronto como concluyera su obra económica.»
Tan pronto como pudiera encontrar un resquicio de tiempo tras la conclusión de su obra económica, dice Lafargue que decía Carlos Marx, era ni más ni menos que la monumental obra de Balzac a lo que hubiera querido avocarse en condiciones. De momento no tenemos noticia de que haya logrado reservar ese tiempo para faena semejante (habría que revisar esas mil páginas al parecer, entendemos, inéditas), pero la escala del proyecto y la multitud desbordante de argumentos con los que vertebraba su vida es lo que nos parece igualmente fascinante que sorprendente, y nos confirma en la convicción de que este hombre fue un portentoso e inigualable dínamo teórico y filosófico, y que fue también, qué duda cabe ya, de esa clase de personas cuyo magnetismo hacía sentir a quienes le rodeaban que, en el aire que lo circundaba, soplaba el viento de un acontecimiento de la historia, y que en su derredor latía, con la inminencia permanente y severa de la conspiración, la fragua de un destino.
El problema de la tragedia en el mundo moderno burgués tan poco heroico fue para él, nos parece, uno de los nodos de articulación de sus indagaciones históricas y políticas, y no ya nada más sociológicas o económicas (y el sociologismo y el economicismo son dos de los peores y más desastrosos reduccionismos de los que han sido presas los fundadores del materialismo histórico: estamos hartos ya, por ejemplo, del clásico insolente que piensa que para hablar de Marx hay que vestirse y vivir de cierta manera), y aunque compartía en lo general el planteamiento de Hegel según el cual las posibilidades de configuración de la colisión trágica en su sentido clásico se habrían desvanecido de manera definitiva en el modo de vida burguesa, creía poder encontrar todavía una modulación moderna del héroe trágico, localizándolo en el plano fundamental de la cuestión revolucionaria y haciendo residir la naturaleza trágica de su cometido en los perfiles del revolucionario adelantado, es decir, aquél que llega en una situación histórica en donde objetivamente no es dable aún el estallido político-social revolucionario.
Toda la carga irónica de penetración intuitiva deslumbrante que se encuentra en pasajes ya clásicos sobre la farsa y la tragedia, sobre la levedad del carácter burgués en el mundo moderno, sobre la caracterización de la comedia como última fase de la decadencia de una formación histórica o sobre la incapacidad de la burguesía para advertir el hecho de que su mundo era velado por los espectros severos de la guerra y la tragedia romanas; todos estos dispositivos metafóricos y dramáticos, en modo alguno externos sino metodológicamente internos, son indicativos de la existencia de un sistema filosófico, vale decir ontológico-político, desde el que Marx emprendió todos sus monumentales proyectos de investigación económica, histórica y filosófico crítica, y sus estrategias de intervención político-ideológica.
Se aprecia una organicidad en el ejercicio de la cual es imposible separar dominios gnoseológicos o disciplinas como si de la organización de una Universidad se tratara, porque en el cerebro de Marx –y esto es ya un lugar común en toda regla– están trabajando Hegel, Smith o Ricardo, pero también, ya lo vemos, lo hacen, y a la misma escala, Homero, Lucrecio o Cicerón, Cervantes y Walter Scott, Shakespeare o Balzac. En esto estriba el poderío teórico y dialéctico de este hombre gigantesco del siglo XIX. A las tres fuentes fundamentales del marxismo, según caracterización canonizada por Lenin, habría entonces que añadir una cuarta: la historia del drama, de la tragedia y de la literatura occidental. La primera figura de la tríada constitutiva del espíritu absoluto dentro del sistema de Hegel: arte, religión y filosofía.
Hemos citado el trabajo introductorio de Miguel Vedda a los Escritos sobre literatura de Marx y Engels (Ediciones Colilhue, Buenos Aires 2003). Pues bien: fue en ese trabajo donde se cita la obra de S. S. Prawer Karl Marx and world literature por mí, hasta entonces, desconocida. Indagué un poco sobre el mismo, y ha sido cosa de días nada más para que pueda tener a la vista, en mi mesa de trabajo, la espléndida edición de Verso Books de Londres del libro original, de 1976, y reimpreso en 2011.
Siegbert Salomon Prawer fue Profesor Emérito Taylor de alemán y literatura en la Universidad de Oxford, y Asociado en el Queen’s College de la misma Universidad. Nació en 1925 en Colonia, Alemania, y murió recién en 2012, en la citada ciudad universitaria.
En el prefacio nos indica que ni se trata de un libro de marxismo, ni se trata de otra teoría literaria marxista más: lo que nos ofrece es simplemente una reconstrucción histórica de «lo que Marx dijo sobre la literatura en diferentes momentos de su vida; sobre el uso que dio a las muchas novelas, poemas y dramas teatrales que leyó por disfrute, para recreación o instrucción; y sobre la manera en que introdujo, en trabajos no necesariamente sobre literatura, la terminología y los conceptos de la crítica literaria».
Es el libro sobre la vida de Carlos Marx dispuesta a la luz de una de sus múltiples pasiones (por el drama, la poética, la retórica y la tragedia) llevada al plano de alta imantación teorética de la filosofía y la crítica, que no era, según él mismo decía, una mera pasión de la cabeza sino la cabeza de la pasión. Imposible encontrar mejor definición de su trabajo. Se trata entonces de un conjunto bien trabado de intereses intelectuales que en modo alguno podemos seguir considerando como supuestamente externos o sobreañadidos a un núcleo teórico fundamental organizado en función de la economía, la historia, la política y la filosofía, no se diga de la lucha de clases (que es a lo que críticos y lectores a medias lo reducen todo casi siempre cuando de Marx y marxismo se trata) sino como igualmente centrales y definitivos en el universo entero de su obra.
El empeño histórico que anima Karl Marx and world literature, nos dice Prawer, obedece a una necesidad fundamental: para los años en que escribió su trabajo eran ya montañas de comentarios y comentaristas a través de los que se ofrecía una versión por completo distorsionada de lo que Marx había dicho sobre cuestiones de estética, arte y literatura. A estas alturas no nos parece nada nueva en realidad esta puntualización: hablar de las múltiples distorsiones, tergiversaciones o reduccionismos de Marx es también ya un lugar común en toda regla.
Pero era necesario siempre y en todo caso, continúa Prawer, el rastreo y reconstrucción, y en un capitulado de trece apartados –Prometheus; The Lantern of Diogenes; Shylock, Timon, Mephistopheles; Mysteries of Paris; Praxis and Ideology; From Grobianus to Jean Ziska; World Literature and Class Conflict; The Reign of Pecksniff, Crevel, and Crapülinski; Historical Tragedy; Orators and Culture-heroes; Models and Metaphors; Capital; Book-worming– nos ofrece un panorama del universo literario, poético y dramático a través del que se nos abre un ángulo de interpretación del vastísimo mapa de contenidos y de coordenadas constitutivos de la vida y obra de una figura fundamental cuyas ideas y consignas, para bien o para mal, han contribuido de manera decisiva y trágica –nunca mejor dicho– a la construcción y entendimiento histórico de nuestro mundo.
Más afín a un Raskólnikov (“raskolni” significa cismático o disidente), a un Hamlet o a un Rey Lear, a un Quijote, pero nunca a un hombre sin atributos sino más bien todo lo contrario: pareciera que este hombre devoró todos los atributos de su época para, habiéndolos hecho trizas, arrojarlos otra vez al mundo con una nueva forma, en síntesis renovada y explosiva, sabedor atormentado de que el problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico sino práctico, y que es ahí, en el terreno movedizo e incierto de la práctica histórica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, la realidad y la potencia de su pensamiento. Luego Gramsci expresó la misma idea –se trata como se sabe de la tesis tres sobre Feuerbach– con otras palabras, afirmando que el «que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y de forma unitaria la realidad presente es un hecho “filosófico” mucho más importante y “original” que el hallazgo, por parte de un “genio filosófico”, de una verdad que sea patrimonio de pequeños grupos de intelectuales».
Carlos Marx era afiebrada avidez en estado puro, nacida de la cólera contemporánea pero sistematizada y como contenida, a punto de estallar pero a la postre frenando cualquier desbordamiento sentimental o utópico, dentro de la arquitectónica poderosamente racionalizada de Hegel. El edificio resultante fue monumental y aplastante, advirtiendo no obstante que la monumentalidad de su colapso podría ser igual o peor. Pero era fascinante. Y habría de arrastrar a millones en una aventura humana de riesgo incalculable. Tenía la peligrosidad del fuego, que, para ser, debe arder y consumirse, quemando y reduciendo a cenizas todo aquello que, al mismo tiempo, en intensa metáfora en la que la dialéctica se hace vida, ilumina.
Y por más que, por rigor metodológico, haya querido anularse como individuo, lo que a la distancia observamos no es otra cosa que la fantástica aunque solitaria puesta en escena, en clave hegeliano-germánica, de la idea napoleónica del individuo histórico-universal. Un ejemplo devastador de la divisa clásica según la cual carácter es destino, porque, como Balzac o Vasconcelos, fue un hombre enfermo de absoluto. En ese sentido, podría decirse que Marx mismo fue actor de su propia tragedia, según la caracterización del héroe trágico moderno por él esbozada. Su obra dio nueva forma, en la época en que la técnica comenzaba su marcha contundente y la despolitización burguesa se anunciaba como variable independiente, a la pasión política. Advirtió con precisión angustiante y desesperada que en la sociedad capitalista el progreso económico significa perturbación y destrucción, y que con la revolución francesa y Napoleón la historia se había convertido de manera irreversible en una experiencia de masas, transformando al buen bebedor de cerveza de las tabernas alemanas en un ciudadano histórico alemán. Todo lo sólido se desvanece en el aire, habría de decir luego en el Manifiesto del partido Comunista, tratando de comprimir en pocas palabras la resultante dialéctica de la racionalización y la técnica llevada a todos los ámbitos del espacio antropológico. Pero sus palabras eran de tal densidad y dramatismo, de demasiado realismo como para ser soportadas por la sociedad que incontrolablemente no podía dejar de describir. Imposible que fuera de otra manera. La maquinaria seguía imparable su marcha contundente. Schumpeter lo entendió todo al decir de él, con palabras de elocuencia cristalina y de belleza sobrecogedora, que
«No importa que casi nadie, entre aquellos millones de hombres, fuese capaz de comprender y de apreciar el mensaje en su verdadera significación. Tal es el destino de todos los mensajes… Predicar desde una actitud analítica y analizar con la vista puesta en las necesidades profundamente sentidas por los hombres, conquistó para el marxismo una adhesión entusiasta y proporcionó a los marxistas ese don supremo que consiste en el convencimiento de que lo que se es y lo que se defiende nunca puede ser derrotado, sino que, por el contrario, ha de terminar alcanzando la victoria.»
Pensó que había que revolucionar el mundo. Elevó el estatuto de la idea de Revolución al plano de la filosofía de la historia. Ahora sabemos que había muchas cosas que era mejor conservar. La herencia dualista hegeliana, ilustrada y positivista, lo llevó a errar en su análisis de la religión. Pero intuyó por otro lado, dando en la diana con una exactitud de la que acaso no fue siquiera consciente, que la revolución en España, y por consiguiente en Hispanoamérica, era un acontecimiento de la historia universal configurado a otra escala y otro ritmo, de empeños y problematicidad de mayor dilatación y proyecciones, imposible de ser comparada, sobre todo, con la revolución francesa. Esa Francia, que tan errática ha sido siempre, con la excepción quizá de Mirabeau, Danton o Napoleón.
Muy pocos han leído tanto y tan inteligentemente como él, decía Bakunin. Y Kolakowski dijo, como queriendo terminar con las conjeturas y las clasificaciones y con los reduccionismos de los insolentes, que Marx no fue otra cosa que un filósofo alemán y punto. A mí me dijo José María Laso Prieto, en la última vez que lo vi meses antes de su muerte, que no dejara de luchar nunca por el marxismo. Pues eso.
Y ni hablar de lo deseable que sería tener pronto la correspondiente traducción al español de un libro, el de Prawer, que promete tanto. Hay quien piensa, y fue si no mal recuerdo una alemana de Nueva York estudiosa de nuestra lengua, según me lo ha hecho saber mi querida amiga de Buenos Aires Lucía Álvarez, que la fuerza y belleza expresiva, que el poderío poético y evocador del marxismo es mucho mayor cuando se lee en español que en alemán. ¿Hay mejor manera de subrayar la relevancia tan cardinal que en materia histórica, ideológica y política, que en materia de cuestiones humanas en definitiva, tienen la retórica, la poética, el drama y la tragedia, como con tanta lucidez y pasión supo ver siempre ese gigantesco pensador trágico que fue Carlos Marx?