Ismael Carvallo, Sobre Thomas Mann, El Catoblepas 142:4, 2013 (original) (raw)
Ismael Carvallo Robledo
Comentario general sobre la figura y obra de una de las cimas de la literatura en lengua alemana, particularmente en función de La Montaña Mágica y el Doctor Faustus.
Thomas Mann: 1875–1955
«Yo también soy un ‘burgués’. Pero el simple hecho de saber cuál es hoy la situación histórica de la burguesía significa ya que se escapa a esta forma de vida y que se lanza una mirada de lado a una forma nueva…Desde el momento en que uno se reconoce, no se es ya el hombre que se era.»
Informe parisiense.
Thomas Mann
Maestro indiscutible del estilo elevado, grave y sinfónico. Resumen en clave germánica del fin dramático de toda una época: la del optimismo liberal burgués europeo del siglo XIX que frenaba la posibilidad de comprender los problemas y contradicciones desencadenados por el sistema capital–imperialista en cuya cima se situaba él mismo como cobertura de legitimación ideológica. Ese liberalismo abstracto con el que se ha intentado –y se intenta– matizar o anular la ideología política más poderosa sobre la faz de la tierra desde Napoleón: el nacionalismo, y que no pudo entender las razones que hicieron que Hitler pensara que él y solo él, con el pueblo alemán a su pies, era el único verdaderamente capaz de detener a Lenin, del mismo modo en que tampoco ha sido capaz de aceptar o comprender las razones por las que solamente pudo ser Stalin, con el pueblo ruso desplegado en estratégica guerra patria, el que haya parado a su vez a Hitler en Stalingrado y en Berlín. Se trató de la colisión histórica de dos grandes nacionalismos: el alemán y el ruso. Otra cosa es que, estratégicamente hablando, Hitler haya cometido los dos mismos errores que Napoleón: no invadir Gran Bretaña y haber intentado invadir Rusia.
Y es que la realidad de las cosas es que la primera gran víctima ideológica del proceso de concentración y expansión monopolista que se abría paso a escala imperial en el tránsito del siglo XIX al XX fue el liberalismo en su versión democrática, habiéndose hecho estallar por los aires a su núcleo duro doctrinal: la idea, prefigurada de alguna manera ya desde Vico, de que el hombre es una entidad que se singulariza de forma tal que se afirma en su capacidad para «hacer su historia», y que, al menos en teoría, al hacerla se convierte también, y de manera preponderante, en su protagonista.
El último gran realista burgués, diría Lukács de Thomas Mann, entendiendo a ese realismo burgués como continuación de la rebelión humanista contra, precisamente, el capitalismo en fase imperialista. Era la opción más digna en el campo burgués, a juicio de Lukács. La otra era la salida o –quizá más bien– escapatoria vanguardista–decadente, anti–realista: ante la imposibilidad de hacer inteligible el caos de la realidad en el mundo capitalista burgués, se busca la salida en el absurdo, en la nada o en el mareo de la carencia de sentido de la vida humana.
La otra gran plataforma que como alternativa histórica veía Lukács era obviamente que la socialista, el realismo socialista. De un lado, entonces, o realismo crítico burgués o vanguardismo decadente negador de la realidad; del otro, el realismo socialista (Gorki, Shólojov) más afín al realismo clásico del siglo XIX –como, por ejemplo, el de un Balzac–, caracterizado por la unidad y consistencia objetiva en las conexiones que estructuran el drama, frente a la dispersión y el dislocamiento de la unidad objetiva de la literatura vanguardista.
No es entonces, nos dice Lukács en Significación actual del realismo crítico (Era, México, 1963; original en alemán de 1958), una antítesis entre el realismo socialista y la decadencia burguesa,
«sino, por el contrario, entre el realismo crítico burgués y el vanguardismo decadente. En consecuencia, no se trata de que el escritor, para encontrar una salida a la actual crisis social e ideológica cuyo reflejo es el problema central de la literatura de nuestra época, tenga que situarse en el terreno del socialismo, tenga que afirmar el socialismo; se trata simplemente de que él –en su propio interés humano y artístico– no rechace el socialismo a limine, no tome incondicionalmente una posición en contra del socialismo. Pues con ello –y esto es lo esencial de estas consideraciones– llegaría a obstruir su propia visión del porvenir, se confundirían sus facultades para ver el presente tal como es, y se privaría de la posibilidad de crear obras dramáticas, obras con una perspectiva artísticamente fructífera.» Pag. 77.
No se trata –o se trataba, para la época de Mann y Lukács–, entonces, de tomar partido necesariamente por el socialismo, sino tan solo de contemplarlo dialécticamente como alternativa histórica en el proceso de plasmación estético–literaria de la realidad en el momento de ponderación y crítica de la opción realista en literatura. Acaso podamos encontrar, nos parece, una exposición metodológico–sistemática similar –no podría ser de otra manera tratándose de otro gran dialéctico– en el prólogo que el profesor Gustavo Bueno hace a su monumental Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», escrito ni más ni menos –y precisamente– que en 1991, luego del fracaso, por su colapso, de la alternativa socialista realmente existente, la soviética; una caída ante la cual, no obstante, lejos de darle la espalda, nos sitúa en la obligación dialéctica de encarar su estructura, fundamento y funcionamiento a fin de bascular las razones objetivas y concretas de su desmoronamiento histórico, y el grado de racionalidad inmanente a esta o cualquier otra alternativa política:
«Consideremos, por vía de ejemplo, las dos familias de opciones generalísimas que nos abre la vida social en sus relaciones con la acción política, a saber, las opciones aristocráticas y las opciones socialistas –las opciones orientadas al beneficio de un grupo (incluso de una nación, considerada privilegiada) a costa de los demás hombres, y las opciones orientadas al beneficio de todos los hombres. No se trata de apelar, como hemos dicho, para inclinarnos por una u otra opción por motivos morales, edificantes, o al deber ser del que alguien pudiera sentirse mediador o guardián, pues no podemos arrogarnos este título más que cualquier otro hombre. Sólo podemos apelar, no ya a lo que debe ser moralmente, sino a lo que es racional. La pregunta se planteará así: ¿puede demostrarse que es irracional toda opción aristocrática, o bien que lo es toda orientación socialista? Aun cuando por hipótesis la defensa de la opción aristocrática pueda utilizar argumentos tan filosóficos (tan verdaderamente filosóficos) como la defensa de la opción socialista, ¿no cabría concluir que esta opción es sin embargo la opción filosófica verdadera? Aun cuando la inclinación por estas opciones no pueda tomarse aisladamente sino sólo tras haber debilitado la contraria, ¿no sería suficiente resultado el poder proponer la propia opción como siendo una opción tan filosófica, por lo menos, como la opción opuesta, aun concediendo que sólo por el enfrentamiento con ella la propia opción se configura y cobra sus propias proporciones?» (Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas”, Logroño, 1991, p. 24)
El acometido de Mann fue entonces el de encarar y retratar acuciosamente la decadencia, la caída abrupta y el colapso que, ante su advenimiento, no podía dejar de anunciar y describir. ‘La época de que hablo, para la cual yo había profetizado mi muerte, nos dice en Los orígenes del Doctor Faustus, fue un período de verdadera decadencia, lenta y progresiva’.
Testigo, pues, de la caída de un mundo al que no necesariamente despreciara pero que, habiéndolo visto pactar con el diablo, no le quedaba otra más que describirlo vivamente con severidad atenazada por el nervio y la inminencia trágica.
«Se acabó ya –nos dice en el Epílogo de su _Faustus_–. Un hombre viejo, encorvado, deshecho casi por los horrores de la época en que escribió y por aquellos que son objeto de su narración, contempla con vacilante complacencia el alto montón de las cuartillas que su esfuerzo animó, que son obra de mi industria, producto de estos años, tan llenos de sucesos presentes como de pasados recuerdos. He dado cima a una tarea que, dada mi naturaleza, no era yo el más apto para llevar a cabo, pero a la que me llamaron el cariño, la lealtad y el deseo de ofrecer un testimonio fiel.»
Era un alemán hasta la médula incapaz de contener su temor por el destino de su pueblo: ‘a mí me asustaba el título. Se trataba, claro está, de la palabra “alemán”’, afirmará también en Los orígenes. Esto explica las siguientes palabras de Serenus Zeitblom, el atormentado doctor en filosofía y narrador de la vida llena de frialdad de su amigo Adrián Leverkühn en Doctor Faustus:
«Me horrorizo de mí mismo y me horroriza la situación violenta en que, por la fuerza del destino, se encuentra el alma alemana. Porque claro está que sólo pienso en uno de los dos “modos”. Sólo con ese modo cuento y en él confío, a despecho de los dictados de mi conciencia ciudadana. Una propaganda que no se da punto de reposo ha conseguido evocar en todos nosotros las consecuencias ruinosas, terribles y definitivas de una derrota alemana hasta el punto de hacernos temer esta derrota más que cualquier otra cosa en el mundo. Y no obstante, hay algo que algunos de nosotros, en ciertos momentos como avergonzándonos, en otros con franca resolución, tememos más aún que la derrota alemana, y ello es la victoria alemana. No sé cuál de estos sentimientos domina en mí. Quizás un tercero, que consiste en desear la derrota sin vacilaciones, pero con constantes remordimientos de consciencia. Mis deseos y mis desesperanzas me obligan a oponerme a la victoria de las armas alemanas porque bajo su loza quedaría enterrada la obra de mi amigo, prohibida y olvidada quizá durante un siglo, condenada al destierro en su propia época y a no recibir más honores que los históricos de la posteridad. Este es el motivo especial de mi crimen…»
Thomas Mann fue un pintor de almas y de épocas que concibió la vida literaria como un gran campo de batalla, y que sabía que el problema central de toda gran literatura realista era no ya tanto dar respuesta sino la formulación más adecuada a la pregunta sobre lo que es el hombre y el significado de su existencia histórica, que es, por necesidad, una existencia nacional. Ya se trate de Aquiles o de Werther, de Edipo o de Tom Jones, de Antígona o de Ana Karenina, de Don Quijote o de Vautrin, nos dice nuevamente Lukács en Significación actual del realismo crítico, «el elemento histórico–social, con todas las categorías que implica, es inseparable de lo que Hegel llamaba su realidad efectiva, de su ser en sí, de su modo ontológico esencial, para usar un término de moda. La singularidad puramente humana, profundamente individual y típica de estas figuras, su manifestación artística, está inseparablemente unida a las circunstancias concretas, históricas, humanas y sociales de su existencia.»
Las grandes ideas, o quizá más bien los grandes planteamientos problemáticos, constituyen la acción unificante de la totalidad elegida en cada obra de Thomas Mann, nos dice ahora José Revueltas en peculiar y penetrante texto prácticamente desconocido o poco referido, titulado A cien años del nacimiento de Thomas Mann: la vida vista desde La Montaña Mágica, de 1975. En esta novela–tratado, como le llama Revueltas,
«Todos esos componentes, sin excluir ninguno, situaciones, trama, acción, paisaje, atmósfera, hacen de La montaña mágica una estructura rítmica de ideas, que obedece al dibujo geométrico de una sinfonía grandiosa donde todos los instrumentos están sabiamente concertados: el sentido múltiple del tiempo, la libertad y la sumisión, el Estado y la persona, la tortura y la confesión, el amor, la belleza y la fealdad, la vida y la muerte.» (En Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas), Era, México, 1983, p. 290).
Como si lo verdaderamente significativo de la vida histórica del hombre estuviera cifrado en la decadencia mortal; como si solamente en el momento de la caída definitiva, o, también, en el singular estado de enfermedad, es donde aparecen con luminosidad cristalina las claves de la vida como drama político, como drama de la historia. Habla Thomas Mann en La Montaña Mágica:
«La enfermedad es perfectamente humana –replicó de inmediato Naphta–, pues ser hombre es estar enfermo. En efecto, el hombre es esencialmente un enfermo, y el hecho de que esté enfermo es precisamente lo que hace de él un hombre, y quien desee curarle, llevarle a hacer la paz con la naturaleza, “volver a la naturaleza” (en realidad no ha sido nunca natural), todo lo que hoy se exhibe en materia de profetas regeneradores, vegetarianos, naturistas y otros, todo ese estilo Rousseau, por consiguiente, no busca otra cosa que deshumanizarle y aproximarle al animal.»
En carta a Juan García Ponce, ese proverbial, fino y extrañamente olvidado ensayista católico mexicano que fue José Villaseñor (1928–1968), centra sus reflexiones sobre el Faustus y La Montaña de Mann en torno de la idea del desarraigo (¿o desgarradura quizá?). Sus consideraciones son del siguiente tenor:
«Entiendo por qué después de la Montaña mágica, Thomas Mann hizo el Doctor Faustus. Es su continuación obligada. Adrián es hijo de Hans Castorp, un hijo nacido ya en el círculo mágico del sanatorio Berghóf, un enfermo constitucional.»
En La Montaña Mágica, Hans Castorp atestigua la enfermedad; en Doctor Faustus Adrián Leverkühn es él mismo la enfermedad de su época, es un muerto en vida. Tiene lugar un desplazamiento, una traslación del centro de gravedad en la configuración de la obra. Y entonces continúa Villaseñor:
«En la Montaña Mágica se nos muestran las causas y el proceso del desarraigo. Vemos por qué Hans Castorp se evade del mundo de abajo –la realidad, la vida, la comunión activa– y cómo se adapta progresivamente al de arriba. Vemos cómo la enfermedad –orgánica y psíquica–, latente y adormecida en la llanura, despierta ante el estímulo de una ascensión vertiginosa, sobrecargada de las más variadas impresiones: congestión por exceso de riqueza cualitativa y por falta de tiempo orgánico para asimilarla. Resultado: el nacimiento de un nuevo Hans Castorp, proteico, ebrio de cualidades, sin ningún dominio sobre su riqueza interior, sino a la entera merced de ella.
Pero Adrián Leverkühn no tiene por qué experimentar esos mareos. Él es un nativo de la Montaña, y como tal, en posesión del orden inmanente que gobierna ese caleidoscopio siempre variante de espejismos. El mundo desarraigado de la cultura fáustica tiene para él una estructura matemática, y eso le basta. Adrián es entonces un verdadero muerto para la vida. Por eso he hablado de autopsia: porque a la luz fáustica el mal de desarraigo se convierte en una realidad ontológica.
Ahí tienes mi versión provisional del Doctor Faustus. Me quedo pues con la Montaña Mágica, porque prefiero ser un ebrio de cultura y no un muerto por ella y para ella, porque prefiero pensar que el desarraigo es un trastorno fenomenológico y no una estructura metafísica.»
(José Villaseñor, Ensayos y reflexiones, UAM, México DF, 1990)
Alemania como la gran plataforma de la existencia histórica del hombre, del hombre burgués retratado críticamente, y la vida quizás entonces, también, como el lamento donde se configura una pasión. Como si Mann no dejara de repetirnos que ser hombre es estar enfermo, y que todo en realidad es cuestión de tiempo. Este es, podríamos decir entonces, el gran bastidor histórico donde se despliega el sorprendente empeño creativo de esta figura gigantesca de las letras universales que fue Thomas Mann.
Estas son las letras finales de su Epílogo a ese grave e inigualable Faustus, donde nos habla distanciado como hombre solitario que, en gesto de plegaria, cruza con calma sus manos:
«Alemania entonces, enrojecidas las mejillas por la orgía de sus deleznables triunfos, iba camino de conquistar el mundo, en virtud del tratado que firmara con su sangre y que trataba de cumplir. Hoy se derrumba, acorralada por mil demonios, un ojo tapado con la mano, el otro fijo en la implacable sucesión de catástrofes. ¿Cuándo alcanzará el fondo del abismo? ¿Cuándo, de la extrema desesperación, surgirá el milagro, más fuerte que la fe, que le devuelva la luz de la esperanza? Un hombre solitario cruza sus manos y dice: “¡Amigo mío, patria mía, que Dios se apiade de vuestras pobres almas!”»
¿Qué hubiera dicho Thomas Mann de haber vivido lo suficiente como para constatar con nosotros el hecho indiscutible e inquietante, enormemente inquietante de que, a la vuelta del siglo XX, y luego de recuperarse de la derrota en dos guerras mundiales, una de las grandes triunfadoras ha sido ni más ni menos que Alemania?