Ismael Carvallo Robledo, Un inventario de sacrificios, El Catoblepas 151:4, 2014 (original) (raw)
Ismael Carvallo Robledo
Revaloración contemporánea del realismo socialista ruso.
La historia conoció hasta ahora formas de arte monárquico, aristocrático, burgués, todas basadas en la riqueza y el ocio de las clases cultivadas. Aquí se trata de saber si el arte proletario es posible o, admitiendo que pueda existir, si puede sobrepasar el nivel rudimentario del arte campesino.
Louis Réau, El arte ruso.
Vosotros ya podéis trabajar para el proletariado; nosotros, escritores revolucionarios de Occidente, trabajamos en contra de la burguesía. Con estas palabras interpelaba André Malraux en su discurso a los asistentes al Primer Congreso de Escritores Soviéticos, celebrado en Moscú en agosto de 1934. Fue el congreso donde se definieron las líneas maestras del realismo socialista como plataforma estética de combate contra el modernismo occidental. Frente al abstraccionismo decadente y burgués, a la promoción del cual no fueron ajenas las estrategias de inteligencia y espionaje de las potencias de Occidente, y de cuyas redes no pudo tampoco evitar zafarse el propio Malraux poco tiempo después, según dejó constancia Frances Stonor Saunders en La CIA y la guerra fría cultural (1999); frente a ese arte abstracto que no dice nada se enderezaba entonces el realismo representacional soviético situado en el estrato de la producción, el trabajo y la guerra como ámbito fundamental y ejemplar de la fragua y configuración objetiva del mundo.
A la distancia pudiera parecer acaso una frase panfletaria más la de Malraux. Pero no lo era. Estaba calando hondo. Porque siendo él un lector de genio además de agudo dialéctico, que controlaba soberano lo mismo a Nietzsche que a San Agustín o a Carlos Marx, lo que advertía era el pulso del advenimiento de lo que otro autor de genio, Ernst Jünger, denominó los Titanes Venideros: la técnica y su predominio avasallante se abría paso como el instrumento de reorganización del mundo moderno. Y en el mismo tenor con que dijera Marx que el invento de la pólvora había borrado para siempre la posibilidad de redacción de otra Ilíada, para Malraux la última guerra romántica habría de ser la guerra civil española. Con ella encontraba su fin toda una época. Porque la Primera Guerra Mundial, que anunció algunos años antes la tecnificación total del combate y la desaparición definitiva de la lucha cuerpo a cuerpo, significó el advenimiento de otra. Y lo había cambiado todo.
De ese proceso de tecnificación contundente y tempestuoso, y ante el cual Spengler vislumbró la hoguera del crepúsculo de Occidente y en el que Benjamin advirtió el carácter trágico y el núcleo eminentemente destructivo por imparable de lo que hubo de llamarse progreso, la figura del trabajador se levantaba con toda su potencia como la única magnitud que a escala antropológica se podía medir con la técnica y controlarla. Es la escala de la producción, cuya iluminación ontológica debe ser tenida, según Gustavo Bueno, como de las más altas aportaciones de Carlos Marx a la historia de la filosofía, habiendo sido solamente suyo el logro de aislar el hecho de que en su determinación dialéctica se daban cita sintéticamente la idea de fabricación de la economía política inglesa con la de objetivación de la filosofía clásica alemana. Marx, nos dice Bueno (Ensayos Materialistas, 1972), ha situado la Idea de Producción al nivel de los principios mismos de la Antropología filosófica.
Es así en todo caso que, mientras que Occidente, según les dijera entonces Malraux a sus camaradas del congreso soviético moscovita, se reía amargamente de sí mismo frente a la figura del Chaplin de los Tiempos Modernos, la Unión Soviética se organizaba como la plataforma histórica del trabajador. Chaplin contra Lenin. El planteamiento, visto desde esta perspectiva, no carecía necesariamente de sentido.
Tampoco carecía de pertinencia ni de operatividad estratégica, porque, en menos de una generación, la Unión Soviética llevó a cabo la revolución industrial que Rusia no tuvo durante el XIX, tal como si la tuvieron el resto de los países de la Europa noroccidental y Norteamérica: a finales de los años treinta, dice Eric Hobsbawm (Historia del siglo XX, Crítica, 1995), la única modificación importante del mapa mundial de la industrialización era la que se había registrado como consecuencia de los planes quinquenales soviéticos. Todavía en 1960 más del 70 por 100 de la producción bruta mundial y casi el 80 por 100 del «valor añadido en la manufactura», es decir, de la producción industrial, procedía de los viejos núcleos de la industrialización de Europa occidental y América del Norte. (p. 209).
Fue así entonces como, en poco más de un cuarto de siglo nada más, un país agrícola y económicamente atrasado como la URSS fue capaz de acelerar el minutero de la historia para transformarse en la potencia bélica, y por tanto industrial y económica, que pudo sostener y hacer avanzar a su ejército hasta las puertas de Berlín en la primavera del cuarenta y cinco, durante una Segunda Guerra Mundial que para ellos fue su segunda Guerra Patria –la primera fue, lo sabemos bien, contra Napoleón– para darle el tiro de gracia al ejército alemán precipitando, así, la caída del III Reich de Hitler.
Pero los sacrificios habrían de ser enormes. Enormes y extenuantes. Y también trágicos. ¿Cómo se manifestó todo este esfuerzo en el terreno de la creación artística? ¿Y cómo interpretar lo producido a la distancia? Sí, es necesario que la Unión Soviética se exprese; decía entonces Malraux en aquélla alocución de Moscú del 34. _Sí, es necesario que se haga ese inmenso inventario de sacrificios, de heroísmo, de tenacidad. Pero cuidado camaradas. Norteamérica ya nos ha demostrado que_…
Vladimir Lenin en el Smolny, Isaak Brodski, 1930.
Joe Neumeyer, periodista independiente radicado en Moscú, escribió recientemente para ARTnews (mayo de 2014: www.artnews.com) un artículo donde pareciera que se está escuchando como fondo la consigna de Malraux: es necesario, señores, que la Unión Soviética se exprese. El paso de las décadas, en efecto, ha permitido situar en sus justos quicios y en su justa dimensión las producciones artísticas aparecidas en una plataforma histórico-política y cultural tan decisiva para la historia del siglo XX como lo fue la Unión Soviética. Y en ese mismo sentido es que Neumeyer nos da cuenta del proceso de revaloración o renacimiento del realismo socialista que tanto en Rusia como en Europa y Estados Unidos está tenido lugar recientemente.
El texto original, aparecido en la edición impresa de la revista, lleva el elocuente título de «_Return to the Worker's Paradise_», literalmente: el retorno al paraíso de los trabajadores. De lo que se trata, nos dice Neumeyer, es de un proceso impulsado fundamentalmente desde ciertas instituciones y figuras de la Rusia actual a través del que se busca delimitar con precisión y objetividad el lugar del realismo socialista en la historia del arte ruso, para así ponderar con justicia su valor y repercusión en la historia del arte universal.
El criterio de reconstrucción historiográfica que se utiliza es el de trazar una línea de continuidad entre la tradición del realismo del XIX –en un tenor como el del realismo literario de Máximo Gorki– y el soviético del XX, de modo tal que el segundo pueda ser visto quizá como una suerte de modulación que, no obstante los evidentes matices ideológicos, se mantiene en una misma tesitura de configuración pictórica y estética. Así, autores como Isaak Brodsky (1884-1939) o Alexander Gerasimov (1881-1963) se nos ofrecen como artistas que en realidad se mantuvieron en una misma perspectiva creativa antes y después de la revolución: el realismo. ¿Y quién es hoy capaz de decir que prefiere un cuadro abstracto de Malevich a algún otro realista de Brodsky, como aquél ciertamente fantástico donde retrata a Lenin trabajando con sus notas en el Smolny?
Nuevo Moscú, Yuri Pimenov, 1937.
A la tarea están abocados magnates rusos como Alexei Ananyev, impulsor del Instituto Ruso de Arte Realista (www.rusrealart.ru), donde recientemente tuvo lugar la exposición «Soviet Sport», o Andrei Filatov, fundador del Fondo Familia Filatov para el Arte (www.filatovartfund.org), dedicado a la colección y acopio del arte soviético realista para su exposición tanto dentro como fuera de Rusia.
En 2010, el cuadro de Yuri Pimenov (1903-1977), Celebración del Primero de Mayo, de 1950, fue rematado en 1.5 millones de dólares en la prestigiosa casa de subastas Sotheby's de Londres, lo que nos confirma –sin dejar por ello de ser una abrumadora paradoja de la historia– que el renacimiento actual del arte soviético, concebido inicialmente como arte proletario dirigido por el estado para abolir una época en esos momentos para muchos, por decadente, ya fenecida –lo que no significó nunca la destrucción de monumentos sino la modificación de su contenido y función–, al parecer promete y promete mucho por lo que concierne al circuito de arte capitalista de coleccionistas, aficionados diletantes y nuevos mandarines.
Pimenov, Celebración del Primero de Mayo, 1950.
Tanto para Ananyev, de 49 años, como para Filatov, de 42, nos dice Neumeyer, el realismo socialista no es otra cosa que la representación pictórica de su juventud. Eso es todo. No se trataría entonces nada más de un burdo instrumento de dominación política o de una caja negra, según se afirma habitualmente, sino de la manifestación de toda una sociedad en un período concreto de su marcha histórica y, por tanto, de una legítima representación de lo que fue la experiencia artística en la Unión Soviética. Para la adecuada ponderación de todo esto, nunca como hoy puede quizá ser más justo y propicio recuperar la vigencia de aquéllas palabras de Lukács en las que decía, hablando sobre los problemas del realismo, que 'lo que hay de humano a la base de una obra de arte, la actitud que ella plasma como posible, como típica o ejemplar, es lo que decide en última instancia –aunque solamente en última instancia– acerca de cómo se presentan el contenido y la forma en la obra en cuestión, acerca de lo que ésta representa en la historia del arte y en la historia de la humanidad' (Problemas del realismo, FCE, 1966).
San Petersburgo, a las orillas del Neva, fundada en 1703 por Pedro el Grande. Hasta 1914 llevó ese nombre. Luego Petrogrado. Diez años después, en 1924, se cambió por el de Leningrado, hasta la caída de la Unión Soviética, en 1991.
En el marco de una historia general, el arte ruso se inicia como tal con la cristianización en el 989, después de la conversión de Vladimir y de su pueblo al cristianismo de rito griego. En esta primera fase, toda la creación artística gravita en torno del polo de irradiación de Bizancio, de cuyo arte el ruso es casi solamente una simple copia. Las sedes principales fueron Kiev, Nóvgorod y Vladimir.
Con la caída de Constantinopla en manos turcas en 1453, se inicia una segunda fase, en donde comienza a perfilarse una plataforma ruso-bizantina como matriz de configuración del arte ruso. Moscú será desde entonces la sede, que se convierte además en el epicentro de la resistencia contra la invasión mongólica (es decir, en la Oviedo de Rusia) y en la segunda Bizancio, es decir, la tercera Roma, luego de la toma de Constantinopla.
Estas dos primeras fases, la primera organizada en torno a Kiev, la segundo en torno a Moscú, tienen como bastidor de fondo el arte de Bizancio, que constituyó una plataforma aislada de la marcha del occidente romano-latino, razón por la cual en Rusia no se tuvo en sentido estricto ni un arte gótico ni uno renacentista.
El aislamiento bizantino termina con Pedro el Grande (1682-1725), que inaugura la tercera gran fase de configuración del arte ruso. Con Pedro Rusia voltea a occidente, y se incrusta tanto en sus estructuras y corrientes como en su dialéctica histórica y política. O de otra forma: se incrusta en su destino, porque fue ahí donde Napoleón y Hitler encontraron su suerte.
A partir de entonces, Rusia habría de participar de cuerpo entero en el barroco, el clasicismo, el romanticismo y el realismo del XIX, y las vanguardias tanto futuristas como cubistas de principios del siglo XX, donde destacarían, entre otros, Natalia Goncharova, Alexander Rodchenko y Kazimir Malevich. La nueva sede sería San Petersburgo, la Ciudad de Pedro, fundada por él mismo a las orillas del Neva en 1703 como «la ventana rusa a occidente».
La influencia artística provendría ahora, fundamentalmente, de Francia. Y es en este dominio histórico-político y cultural donde habrían de conocerse las formas de arte monárquico, aristocrático y burgués configuradas todas dentro de la morfología cristiana de estirpe greco-bizantina y luego romano-latina occidental. Lo típico, lo ejemplar y lo posible como criterios de configuración estética y creativa se pondrían en operación sobre una gama de contenidos de los que se derivarían la pintura religiosa y la pintura aristocrática, la pintura histórica y la clásica, la pintura romántica y la nacionalista…
Hasta que un día de abril de 1917, en plena guerra mundial, un tren procedente de Alemania arribara a la estación de Finlandia de la ciudad entonces ya llamada Petrogrado, con un grupo de vehementes exiliados rusos reunidos en torno de la figura de Lenin, determinados todos en singular unidad de propósitos para asestarle un giro brusco a la marcha de la historia y un golpe de muerte a la burguesía y la aristocracia rusas.
Con la Revolución bolchevique de 1917 arranca la cuarta fase de la historia del arte ruso. Es la fase del realismo socialista, en efecto. Su significado solamente puede compararse con la profundidad de la Revolución autocrática de 1703 de Pedro el Grande. Los cortes fundamentales podrían entonces delimitarse así: del arte cristiano bizantino de Kiev (siglo X) al arte ruso-bizantino de Moscú (siglo XV), primer corte. Del arte ruso-bizantino moscovita al arte occidentalizado de San Petersburgo (siglo XVIII), segundo corte. Despliegue dentro de esa matriz del arte monárquico, aristocrático y burgués (siglos XIX y XX). Revolución bolchevique de octubre y crítica radical del arte previo. Nacimiento del arte proletario y tercer corte.
La Ciudad de Pedro se transformaría en Leningrado, la Ciudad de Lenin, pero la capital se trasladaría a Moscú. El 19 de diciembre de 1918, Lenin firmaba, en el Código de leyes y disposiciones del Gobierno Obrero y Campesino, lo siguiente:
El Consejo de Comisarios del Pueblo dispone:
Declarar propiedad estatal de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia las colecciones de obras de arte de A. I. Morózov, I. S. Ostroújov y V. A. Morózov y ponerlas bajo la dirección del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, al que se encarga de redactar urgentemente y poner en vigor el Reglamento de Utilización de las Colecciones en consonancia con las necesidades actuales y con las tareas de democratización de las instituciones artístico-ilustrativas de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia.
Como primer paso, se hace acopio, por vía de nacionalización en beneficio del pueblo, de la herencia. Lo mismo ocurrió con el surgimiento de las bibliotecas públicas (es decir, al servicio del pueblo) tras la avalancha de la revolución francesa. Como segundo paso, veintiséis años después, en aquél congreso de escritores soviéticos de 1934, se establecerían, como tenemos dicho, las directrices maestras de creación artística en todos los ámbitos a instancias del delegado del Comité Central designado para los efectos, Andréi Zhdanov, con cuyo nombre quedaría sellado para la posteridad, como sabemos, esta corriente histórica: el zhdanovismo. Toda creación artística tendría que guiarse por una matriz de criterios en donde primara el punto de vista proletario, en donde se plasmaran escenas típicas del pueblo, en donde el método de representación fuera el del realismo y en donde el contenido de la obra tuviera siempre el mismo direccionamiento del estado y el partido.
Viktor Popkov, Los constructores de Bratsk, 1960.
Fueron cincuenta años de embridamiento soviético del proceso artístico ruso, en donde surgirían nombres como los de Kuzma Petrov-Vodkin, Isaak Brodsky o Yuri Pimenov durante la tercera y cuarta décadas; Arkady Plastov y Vladimir Stozharov durante la quinta; y Víctor Ivanov, Geli Korzhev, Viktor Popkov o Nicolai Andronov como representantes de la corriente interna surgida durante la década de los sesenta y que fue denominada como Estilo Severo.
Para situarnos generacionalmente, tomemos en cuenta que, por ejemplo, de esta última corriente, la del estilo severo, mientras que Popkov vive entre 1932 y 1974, Andronov lo hizo entre 1929 y 1998.
André Malraux vivió de 1901 a 1976, y con las palabras siguientes concluía su discurso frente a los soviéticos en aquél memorable encuentro del 34:
Los camaradas obreros que en los círculos literarios de las fábricas siguen de muy cerca la literatura, querrán dentro de diez años las obras que no quieren sus camaradas que sólo prosiguieron su cultura técnica. Y sin duda querrán también las que tocan lo que hay de fundamental en el hombre. Pero sabed bien que esas obras nuevas mantendrán en el extranjero el prestigio cultural de la URSS, como hoy lo mantienen las de Pasternak después de las de Maiacovski. Duques y tejedores escuchaban juntos a Shakespeare. En esta hora en que los occidentales sólo pueden reunirse para reírse amargamente de ellos mismos frente a la figura de Chaplin, en esta hora en que tantos de nuestros mejores artistas escriben para fantasmas o para hombres que nacerán, vosotros, semejantes y sin embargo diferentes como las manos de un mismo cuerpo, vosotros hacéis surgir aquí la civilización de la cual surgen los Shakespeare. Que no los sofoquen bajo un arte fotográfico, por más hermoso que éste sea. El mundo no sólo espera de vosotros la imagen de lo que sois, sino también la de lo que os sobrepasa, y que bien pronto sólo vosotros podréis dar.
Malraux decía que detestaba su infancia. Y que deploraba el hecho de que en las memorias o en las autobiografías se hiciera perder el tiempo al lector haciendo el recuento de los primeros años del autor o personaje en cuestión. Lo mismo dijo Trotsky en Mi vida. Él, Malraux, por su parte, según afirmara en algún lugar, entró en política a través de la historia, a la que a su vez llegó por su pasión por el arte y la arqueología. Ahí es donde comenzó todo.
En ese sentido, era difícil encontrar en esos momentos de convulsión revolucionaria a un interlocutor más adecuado para hablar y alertar a un público con quizá demasiada confianza en su triunfo y en la fuerza del trabajador, que, por más rotunda que pudiera parecerle su victoria, la realidad era que no sabía muy bien qué diablos hacer con el perfume de las rosas y con el claro de luna con que se deleitaba una ociosa y anémica burguesía, como señaló con tanto tino Réau en su historia del arte ruso escrito en Francia en 1945. El tiempo del individualismo ha pasado, nos dice en descripción entre escéptica y crítica aunque pretendidamente neutral por tentativa y preliminar del nuevo arte proletario ruso que ante sus ojos nacía.
El escritor, al igual que el artista, no tiene derecho de permanecer neutral y apartarse de la lucha; debe participar con su obra en la actividad social. A la poesía aristocrática, esotérica y apartada de la vida que floreció en los cenáculos poco antes de la Revolución, debe sucederle una poesía batalladora, a la altura del diapasón de las reuniones públicas y que no temerá alzar la voz. Los motivos de flauta de los simbolistas decadentes cederán su lugar a los metales altisonantes del orfeón bolchevique. Tanto peor para el oído de los delicados. La verdadera misión del poeta es redoblar a la carga como el tambor de la Revolución. Este dinamismo utilitario entraña necesariamente una renovación completa de los temas… (Louis Réau, El arte ruso, FCE, pp. 134 y 135).
Esa era la cuestión. La renovación completa de los temas. O quizá más bien la reformulación de las preguntas, o el reacomodo de las variables ontológicas a través de las que se intentó plasmar una idea concreta del hombre, en este caso el hombre soviético. ¿No es esto precisamente, la reformulación de las preguntas, quizá casi siempre las mismas, lo que permite advertir el corte histórico que delimita los dominios de una época que se destaca de las otras? ¿Y no había dicho ya Marx que el planteamiento de un problema equivale a su resolución?
En una dirección un tanto similar, Malraux escribiría, en su suprema obra sobre arte Las voces del silencio, firmada en 1951, una quizá más reposada ponderación del curso histórico del arte, cuya herencia no consiste en un inventario de conciliaciones entre una y otra época del que se nos podría ofrecer una concepción acabada de la realidad y del mundo en armónica sincronía, sino en la trabazón dialéctica de ciertas parcelas de la realidad que, en cada época, se imponen a los hombres en función de la belleza que en cada tiempo y lugar se piensa que nos revela según se quiera ver y cultivar. El proceso no es lineal, es metamórfico. Y es así entonces que
una civilización no sobrevive –o no revive– por su naturaleza: nos intriga por la parte del hombre que nos revela, o nos asiste por los valores que nos transmite. Sin duda, esos valores nos son transmitidos por una metamorfosis; tanto más notoria cuanto que, si las civilizaciones de antaño sintieron como una totalidad su noción del hombre (el del siglo XIII, el griego de Pericles, el chino de los Tang, no fueron, por ellos mismos, hombres-de-un-tiempo-particular, sino hombres a secas), el fin de cada época nos revela la parte del hombre que cultivó.
André Malraux.