Gustavo Bueno, Sobre el caso Charlie-Hebdo, El Catoblepas 155:2, 2015 (original) (raw)
Gustavo Bueno
Se ofrecen algunas consideraciones sobre las reacciones a los asesinatos terroristas ocurridos en París el 7 nivoso de 2015.
La reacción más común fue acaso la invención de un cartelito (colgante o presentado con ambas manos) en el que figuraba la leyenda «Je suis Charlie». Este cartel aparecía multiplicado por millares y aún millones de individuos, no solamente en las manifestaciones de París del 11 de enero, sino también en hemiciclos parlamentarios, anfiteatros de universidades, &c.
En la manifestación de París pudo observarse como muchos (muchísimos) manifestantes se habían puesto en la oreja, al modo de los carpinteros, un lápiz o un bolígrafo, que otros enarbolaban como arma intelectual disponible frente a las pistolas o kalashnikov de los mahometanos. Como se ha señalado, los manifestantes se polarizaron en contra de los asesinatos de la calle Nicolas-Appert, y parecía como si no dieran importancia a los cuatro judíos asesinados en el supermercado Hypercacher de Porte de Vincennes.
A juzgar por el comportamiento de tantos manifestantes, provistos de carteles y de lápices, cabría inferir no sólo el rechazo a los atentados, lo que es obvio, sino también el punto de vista desde el cual se les condenaba: era el punto de vista de «la inteligencia» y de la libertad de expresión, el punto de vista de «los intelectuales», cuya arma simbólica era el lápiz o el bolígrafo.
Durante el mismo mes de Nivoso del año 2015 se repuso en Madrid la obra Rinoceronte, de Ionesco, que se había estrenado en Madrid hacía más de cincuenta años. Entre los comentaristas de esta reposición hubo alusiones a la actualidad de esta obra, interpretando desde luego a los terroristas como los verdaderos rinocerontes de nuestros días. Sin embargo a ninguno de estos comentaristas, que yo sepa, se le ocurrió aplicar la imagen del rinoceronte ionesquiano a los portadores de los carteles «Je suis Charlie» o de los lapiceros o bolígrafos «intelectuales».
Y esto a pesar de que los admiradores de la profundidad de la obra de Ionesco también se consideran intelectuales, por el simple hecho de ver como rinocerontes a los individuos que, obedeciendo a las leyes de la imitación, repetían masivamente un estereotipo dado. Lejos de analizar las cuestiones que la obra de Ionesco planteaba, subrayando, por ejemplo, que su metodología crítica estaba acaso más próxima a la «mentalidad primitiva» o simplemente infantil, que a cualquier otra cosa, pues todo el éxito de Ionesco consistió en haber acudido a una imagen grosera evitando referirse a ideas abstractas, que no eran propiamente de su dominio.
Es cierto que algunos, en tertulias, cartas al lector, twitter, &c., rechazaban la identificación de los intelectuales que actuaban detrás de Charlie Hebdo, sin por ello dejar de condenar enérgicamente a los asesinos.
En muchas ocasiones parecía como si los partidarios del cartelito o quienes mostraban el lápiz, es decir, los candidatos a intelectuales, se regían por el más puro dualismo cartesiano entre el cuerpo y el espíritu, incluso en la forma en la que ya lo utilizaron algunos gnósticos: «Dad carne a la carne y espíritu al espíritu». Supuesto el dualismo los aspirantes a intelectuales querían mantenerse dentro del puro mundo intelectual, admitiendo un eslabonamiento de ciertos contenidos corporales con otros, pero al margen de toda conexión con actos espirituales.
Podría hablarse de un paralelismo entre ambos órdenes de eslabonamientos, un paralelismo entre las secuencias intelectuales y las secuencias corpóreas. Lo que no podía admitirse era la grosera aberración de eslabonar contenidos intelectuales con contenidos somáticos o recíprocamente. Pues las cadenas espirituales se suponían incomunicables con las cadenas corporales.
Este dualismo de cadenas espirituales y corpóreas sería la razón por la cual adquirió el estatuto de un axioma el enunciado siguiente: «El pensamiento no delinque; el pensamiento es libre.»
La libertad de pensamiento, tal como la defendían los «librepensadores», era una reivindicación que seguía atribuyendo al espíritu la posición más alta. Pero el intelectual es, ante todo, un librepensador (al menos en opinión de quienes llevaban el lapicero encima de la oreja). Por ello, mientras alguien se mantuviese en su línea intelectual (por ejemplo, dibujando caricaturas de Mahoma, por agresivas que ellas fueran) no podría acusársele de agresividad grosera. Las cadenas espirituales (o intelectuales) sólo son la expresión de la libertad del pensamiento.
Por ello habrá que condenar enérgicamente a quien responde con un puñetazo a alguien que, en sus barbas, pronuncia palabras insultantes y gratuitas contra su propia madre. El diario El Mundo, en una página editorial de aquellos días, acusaba al papa Francisco de incongruencia: «A un dibujo se responde con otro dibujo, pero no con un puñetazo o con una ráfaga de fusil.»
Ahora bien, este encapsulamiento de las palabras (Worter) en la cadena sonora y de las cosas (Sachen) en la cadena de los significados, reduciría a los hablantes a la condición de monadas leibnicianas. Porque cuando alguien insulta a mi madre yo no debo tomar a sus palabras en suposición formal. La interacción entre los sujetos humanos sería imposible. Y sin embargo esta regla, inspirada en el dualismo cartesiano («responde a un dibujo con otro dibujo y no con una bala»), parece a los intelectuales la verdadera quintaesencia de la conducta intelectual.
Los dibujos de Charlie Hebdo, que contienen una intención agresiva orientada a ridiculizar a Mahoma (presentando, por ejemplo, a su rostro en figura de perro), pueden herir a los islamistas. La intolerancia ante las palabras no tiene por qué convivir pacíficamente con la intolerancia ante las cosas (sobre todo cuando en el grupo de Charlie Hebdo parece observarse una obsesión por meter el dedo en el ojo de los mahometanos). El Tratado de la tolerancia de Voltaire fue recordado ante las masas que se manifestaban con el lapicero en la oreja, a la manera como La Paz perpetua de Kant se recordó y se reeditó repetidas veces cuando la oposición a la Guerra del Golfo, unas masas que jamás habían leído una página de Kant o de Voltaire, ni las habían de leer después de las manifestaciones.
Ni la tolerancia ni la intolerancia son derechos naturales, son hechos que hacen derecho, y que dependen de la fuerza que posee cada facción enfrentada. Las «actas de tolerancia» que comenzaron a producirse en Francia o en Austria durante los siglos XVII y XVIII no eran efectos de algún metafísico derecho natural, sino del hecho de que los hugonotes habían alcanzado fuerza frente a los antiguos católicos.
En todo caso, las caricaturas de Mahoma no contienen tanto una crítica seria al Islam, una crítica producto de una libertad de pensamiento, cuanto insultos lanzados contra quienes creen en Mahoma. ¿Qué crítica a Mahoma y al islamismo puede haber en la caricatura que ofrecía su nariz en la forma de un pene?