Ismael Carvallo Robledo, Horas de estudio, El Catoblepas 155:4, 2015 (original) (raw)

Ismael Carvallo Robledo

Entrevista realizada al autor en 2014 por el maestro Arturo Herrera Melo, de la Facultad de Psicología de la Universidad Veracruzana, para un libro de próxima aparición.

Los días terrenales

1. Independientemente de que todos conocemos su trabajo (filosofía política, filosofía mexicana, materialismo filosófico, antropología, etc.), ¿podría usted contarnos qué ideas lo inquietan recientemente? ¿Qué cuestiones se ha replanteado últimamente?

De manera muy general, y en un primer plano de aproximación, mis actividades de estudio y trabajo teórico se organizan en función de tres o cuatro grandes dominios: la filosofía, la historia, la política (en donde incluyo a la economía política y, desde luego, a la praxis y la militancia política), la literatura y el arte. Alrededor de estos núcleos se despliegan mis líneas de investigación y, en realidad, mi vida. O de otra forma: digamos que esas son las cuatro grandes áreas o bloques teóricos, como decía Eisenstein, en que se organiza mi biblioteca, a la que concibo de la misma forma en que Alfonso Reyes concebía la suya: como el fractal de un proyecto intelectual y como la constelación en función de cuya disposición se organiza tu vida. La metáfora es de una potencia hermosa, porque es evidente que no tendrás vida para abarcar todo tu proyecto, toda tu constelación vital–intelectual, pero el hecho es que tú eres ya parte de ese proyecto: aunque sabes en parte, eres parte de lo que sabes y, más aún, de lo que anhelas saber. Esa consciencia es la tensión que articula tu conducta y el motor que te afianza en el mundo.

Claro, cada uno de estos bloques puede desdoblarse luego en infinidad de direcciones, haciendo que la marcha no tenga fin, como si del universo en expansión se tratara: en filosofía, el materialismo filosófico de Gustavo Bueno primero que todo, pero también el estudio sistemático de Aristóteles, de Hegel, de Santo Tomás o de Espinosa; en política, el materialismo histórico, el realismo político, vida y obra de Gramsci, vida y obra de Marx, vida y obra de Lenin, de Trotsky, de Malraux, de Vasconcelos o de Stalin, vida y obra de Carl Schmitt� pero también historia de la revolución rusa, de la mexicana, de la cubana, de la guerra civil española, historia de las corrientes internacionales de la izquierda comunista, o el estudio del conflicto en medio oriente y su incrustación en la dialéctica geopolítica mundial como catalizador en la organización de la izquierda comunista occidental de postguerra; en historia, pues toda la historia universal, la obra del gran hispanista británico John Elliot (sobre Olivares y Richelieu, sobre Felipe II y sobre el imperio español) y los trabajos de Eric Hobsbawm, el gran historiador británico –y marxista hasta su último suspiro– del mundo moderno, además de un muy peculiar apasionamiento que tengo por lo que se conoce como los Estudios Clásicos greco–romanos: Arnaldo Momigliano, Luciano Canfora, Ronald Syme, Moses I. Finley, Alfonso Reyes. Hay una cuestión incandescentemente atractiva para mí, que es la investigación sobre la interpretación que de la política y la historia hizo Marx en función de su correspondiente interpretación del mundo clásico, sobre todo a partir de El 18 Brumario. Al parecer, según Luciano Canfora, Marx fue lector atento de Mommsen, que prácticamente fue su contemporáneo, por lo demás.

En El Catoblepas abrí una subsección especial, dentro de mi espacio habitual, dedicado a reseñas, notas y textos sobre todo lo que tenga que ver con este campo tan vasto y fecundo; la llamé «Rescoldos clásicos», haciendo honor a esa delicia de erudición y sencillez que es el Rescoldo de Grecia de Alfonso Reyes. Tengo pendiente el estudio y reseña de un libro, editado por Akal, titulado algo así como «Marxismo y estudios clásicos».

Por otro lado, me anima también una muy puntual inclinación por toda la producción histórica, social, política, artística y, en general, teórica generada en la Unión Soviética. Toda esa literatura, que es de unos alcances sorprendentes, se consigue a precios muy accesibles en librerías de viejo. Como podrá inferirse quizá, soy un crítico radical de la Leyenda negra antisoviética.

Y en literatura, pues mis intereses se organizan también en un escenario muy amplio. Mis lecturas van de Melville a Broch o Lezama Lima, de Dante o Dostoievski a Marechal y José Revueltas, pasando por Thomas Mann, Malcolm Lowry, Malaparte, Torrente Ballester, Max Aub, Saint–Exupéry, Jünger, Malraux o Robert Musil. Soy un gran apasionado de la literatura. Últimamente leo con verdadera devoción todo lo que se ha producido en Cuba, fundamentalmente durante el siglo XX, antes y después de la Revolución: Lezama, Vitier, Marinello, Enrique Serpa, Lino Novas Calvo, Lisandro Otero, José Prats Sariol o Norberto Fuentes, por poner algunos ejemplos. A Norberto Fuentes lo habré descubierto hace ya como ocho años más o menos, aunque comencé a leerlo a consciencia hace como dos o tres. Es el autor de la autobiografía «no autorizada» de Fidel Castro y vive ahora en Miami. Es un autor fantástico, grave y épico. Su lectura, si bien reciente, ha sido para mí definitiva. Estuvo en el núcleo duro de la revolución cubana, muy cerca de Fidel, y luego en la campaña de Angola, con el grupo de Arnaldo Ochoa y los hermanos de la Guardia. Ochoa y uno de los de la Guardia serían luego juzgados y ejecutados en la tristemente célebre «Causa número 1» a fines de la década de los ochenta. Fuentes sabe lo que es la guerra, la revolución y el poder político. Y por eso su literatura es trágica y desencantada, severa, pero nunca lacrimosa. A mí me recuerda mucho a Tácito o a Jünger. En todo caso, las letras cubanas son de una calidad y estilo muy característicos y de una factura de primer orden. Las tengo en gran estima.

Se me escapan muchos otros autores de momento, pero no sé: Salvador Espriu, Juan Eduardo Zúñiga, Rosario Ferré o Mauricio Wacquez son nombres quizá no tan conocidos, que hay que rastrear y buscar muy pacientemente en librerías de viejo, pero que son de una sutileza, de una potencia poética y de una calidad literaria tremendas.

En todo caso, no se trata nada más de una «afición» por la literatura. Es una pasión racionalizada, una intensidad intelectual, si se puede decir así y con perdón, pues detesto el término y, sobre todo, la figura del «intelectual».

Además de esto, en el terreno de la literatura me interesa muchísimo el ensayo y la crítica literaria. La lectura de Lukács a este respecto ha sido decisiva, tanto en su etapa pre marxista como en la marxista: El alma y las formas, La novela histórica, Teoría de la novela o Significación actual del realismo crítico son obras de verdadero rango seminal. Lukács era gigantesco, una mente privilegiada y poderosa. Recuerdo que cuando leí su biografía me sentí terriblemente insignificante al lado de semejante trayectoria y vida.

Estoy trabajando en estos momentos un libro bellísimo, titulado Karl Marx and world literature, de S. S. Prawer. Es una reconstrucción biográfica de Marx en función de todo su sistema de referencias literarias, que eran muchísimas y profundas. Era un amante de la literatura, y de los clásicos griegos. Marx es también, qué duda cabe, un gigante verdaderamente sorprendente. Una de las cimas del pensamiento universal. Tengo un texto en El Catoblepas, que titulé «¿Marx poeta?», en donde hice un comentario sobre el libro, que redacté nomás lo tuve en mi escritorio, es decir, que no es una reseña, sino más bien una noticia sobre el libro. Ahí afirmo que a las tres fuentes fundamentales del marxismo, según caracterización canonizada por Lenin (la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés), habría que añadir una cuarta: la historia del drama, de la tragedia y de la literatura occidental.

Pero en el terreno de la crítica me interesan también Harold Bloom, T. S. Eliot, la crítica fina y eterna de un Alfonso Reyes o la de Jaime Torres Bodet (Tres inventores de realidad: Stendhal, Pérez Galdós y Dostoievski es un libro delicioso y lleno de sabiduría y erudición) o la de Carlos García Gual, Gramsci mismo o Milan Kundera (a quien me siento cercano por el hecho de ser músico y pianista –yo toco el piano de forma no profesional, aunque es una de mis grandes pasiones– y tiene además una amplitud de horizontes culturales y literarios sorprendente: fue él quien centró mi atención en un autor titánico, del que es imposible recuperarse una vez que tomas contacto con él: Curzio Malaparte), además de Eric Auerbach, Gilbert Highet o Ernst Robert Curtius, que se sitúan ya en un plano histórico–crítico e incluso filosófico. Auerbach es poderosísimo: su clásico Mimesis y su libro sobre Dante, poeta del mundo secular son verdaderas joyas de interpretación histórica de la literatura. Recientemente descubrí a Northrop Frye, un agudísimo y penetrante crítico literario canadiense.

La lectura de José Vasconcelos es algo también central en mi vida y en mi formación. Y a él lo tengo que poner antecedido por un punto y aparte, pues su figura, obra e impronta tienen un peso decisivo y definitorio. Es uno de mis grandes troqueles vitales. Una forma única de aproximación a la pasión humana de escala universal. Vasconcelos puede solamente medirse con los grandes genios universales.

Debo añadir también que, en virtud de mi reciente incorporación como profesor en la Universidad Panamericana, he dedicado también mucho tiempo a la organización de cursos sobre historia de México (en el contexto de larga duración de la historia universal), sobre administración pública y sobre historia del pensamiento o de las doctrinas económicas. Además de esto, por mis tareas en el ámbito laboral (he sido y soy funcionario público durante ya casi diez años, tanto a nivel local –en el gobierno del DF– como federal), he estado también muy interesado en la historia del derecho y en cuestiones relativas a la filosofía del derecho, que por lo demás empalman de forma geométrica con toda la obra y trayectoria de Carl Schmitt.

Ahora bien, tengo dicho que lo anterior constituye el material de mis intereses en un primer plano de aproximación; digamos que se trata de los contenidos en función de los cuales distribuyo mis «horas de estudio», como decía Pedro Henríquez Ureña.

Pero si nos situamos en un segundo plano, con mayor distancia y más alcance histórico, hay –digamos que– una intensa preocupación filosófica que se sitúa como variable fundamental que organiza de manera global el cuerpo entero de mis indagaciones e intereses, y que se ha venido madurando a lo largo de los últimos cuatro o cinco años más o menos, y que recién en los últimos dos he podido ya comprender y situar con mucha mayor consistencia y precisión. Se trata, podríamos decir, de la constatación de un escándalo de envergadura universal. A todo esto llegué –y sólo así pudo haber ocurrido– a través del minucioso, puntual y exhaustivo estudio de la obra de Gustavo Bueno, mi maestro, que comencé hace ya diez años, en el Ateneo de Madrid.

No es lugar aquí para exponer el recorrido de mi camino hacia el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Solamente diré que se trata, a mi juicio, del sistema filosófico más importante de nuestro tiempo. No conozco nada que pueda comparársele, por cuanto a su rigor y sistematismo, y por cuanto a sus alcances prácticamente universales. No hay región del conocimiento que no pueda ser reinterpretado, a la altura de nuestro tiempo, desde las coordenadas de su ontología y de su gnoseología.

Sólo a través del materialismo filosófico me ha sido posible advertir el peso que tiene la tradición del pensamiento filosófico español a escala universal; una tradición cuyos orígenes puedan acaso situarse de alguna manera en la senda trazada por Isidoro de Sevilla, siglos VI y VII, que encuentra luego un vértice geodésico crucial en la Escuela de traductores de Toledo, siglos XI al XIII, y que se despliega posteriormente en las grandes escuelas escolásticas. El otro gran vértice geodésico es la filosofía crítica de Feijoo, siglos XVII y XVIII. Toda esta vasta y multisecular tradición, que arrastra infinidad de vectores: de filósofos hispano–judíos, de teólogos, de médicos, que se podría denominar como la tradición del realismo materialista y que se desarrolló fundamentalmente en latín, encuentra su más potente, sistemática y omnicomprensiva síntesis en el materialismo filosófico de Gustavo Bueno.

El descubrimiento ha sido para mí explosivo, y me ha arrastrado de forma inevitable. Porque no se trata nada más de que el materialismo filosófico abreve de esa larga tradición a la que he hecho referencia: es que es además la única plataforma de la que tengo noticia que te permite hacer una reconstrucción coherente y sistemática, una síntesis de los grandes sistemas filosóficos universales, y muy particularmente de la tradición del materialismo moderno, fundamentalmente en su versión soviética. En otras palabras: así como Hegel representó en su tiempo la gran síntesis filosófica luego de la sacudida universal producida por la revolución francesa y las guerras napoleónicas (cuando cae Napoleón se le encarga a Hegel, en la Universidad de Berlín, la sistematización de una Filosofía del Derecho), Gustavo Bueno –y no Derrida, Deleuze, Foucault, Habermas o Zizek– representa la gran síntesis, la gran summa filosófica de nuestro tiempo tras el colapso de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Hay que entender que la caída de la URSS demarca el límite de nuestro presente histórico universal, es el marco de referencia de los grandes problemas geopolíticos, filosóficos e ideológicos de nuestro presente. Como dice Fernando López Laso, en un extraordinario texto sobre el metamorfismo de Marx que acabo de leer, �con la caída de la URSS se desmorona un gran imperio y Rusia invierte una tendencia histórica de varios siglos, volviendo a las dimensiones y el status internacional de la época anterior a Pedro el Grande.

Pocos hombres asisten en sus vidas a una catástrofe histórica de estas dimensiones, que evoca incluso en su lejanía la atmósfera en la cual compuso Agustín de Hipona La ciudad de Dios, bajo la conmoción del saqueo de Roma por las tropas de Alarico I en el año 410. No es superfluo recordar que nadie esperaba entonces el súbito desenlace que se produjo; y, cuando éste ya fue un hecho, las emociones predominantes fueron el estupor y el sobrecogimiento ante la incertidumbre. Rusia había sido una gran potencia desde el siglo XVIII y el derrumbamiento de su colosal imperio dejaba un vacío hegemónico que carece de precedentes en el mundo moderno. Una vastísima extensión geográfica de potenciales desórdenes, enfrentamientos y catástrofes. El orden bipolar de la Guerra Fría ejerció un cierto influjo estabilizador de los conflictos bajo la cobertura del principal, que enfrentaba a las potencias occidentales con el bloque comunista. Una vez desvanecido, el escenario se volvió rápidamente incontrolable incluso para el único imperio superviviente.�

Fernando López Laso, «El metamorfismo de Marx», fronterad, Revista digital, http://fronterad.com/?q=metamorfismo–marx

El problema fundamental, entonces, es que no se ha procesado, al nivel de una teoría de la política, de la historia y del Estado con la potencia y sistematicidad necesarias, el colapso de la Unión Soviética en tanto que realización histórica de lo que fue el socialismo real, la izquierda política real. La tradición marxista de Europa occidental se decantó, o bien hacia la crítica posmoderna, o bien hacia la mezcla de psicoanálisis y marxismo, en plan ultra–crítico y emancipatorio, bien sea en su versión frankfortiana (Freud y Marx procesados por Adorno, Horkheimer y todas las sucesivas oleadas de la Escuela de Frankfurt, incluido, ya en suelo americano, Bolívar Echeverría), bien sea en su versión francesa (Lacan y marxismo pasado por el filtro de Althusser, de donde luego surgiría un Zizek o un Badiou, además de que, por otro lado, Deleuze, Foucault y Derrida quisieron desarrollar rutas propias).

Toda esta plataforma «crítica», que venía del marxismo y la militancia comunista, pierde el rumbo, a mi juicio, con el colapso de la Unión Soviética (Garaudy, por ejemplo, terminó sus días como musulmán), y se diluye la figura del Estado como problema central de la política. Todo se desplaza hacia el pensamiento «crítico» abstracto y genérico o hacia la ética (de la que se desprenderá toda una industria de los derechos humanos): la crítica a la dominación, la crítica a la microfísica del Poder (con mayúscula), la crítica a la autoridad, al autoritarismo. Todo se potenció por el fenómeno del 68, que considero uno de los más rotundos mitos ideológicos de la segunda mitad del siglo XX. Es puro anarquismo. En Hispanoamérica aparece la filosofía de la liberación, con Enrique Dussel a la cabeza, que es una delirante mezcla de indigenismo, Escuela de Frankfurt, Levinas, pensamiento cepalino y teología: un delirio absoluto y sobre todo una estafa ideológica destructiva.

La única plataforma que a mi juicio tiene la posibilidad de procesar todo este caos es el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, tanto por lo relativo a su teoría del Estado, de la política y de la historia como por su teoría del espacio antropológico, su teoría materialista de la religión o su crítica al mito de la cultura o el de la felicidad.

Ahora bien, ¿a qué se debe el escándalo al que hice referencia? A que esa tradición filosófica española es totalmente ignorada en el mundo occidental (ya lo he dicho: o eres lector de franceses o de alemanes, de lo contrario no estás en la moda intelectual). Y no se trata nada más de un olvido filosófico: en las historias de las ideas políticas o en la historia política misma, España y su historia es siempre puesta en segundo o tercer orden. No hay un solo autor español, por ejemplo, en la por otro lado formidable Historia de la filosofía política de Leo Strauss, ni un solo autor, habiéndose tratado de uno de los imperios más importantes de su tiempo. ¿Ni un solo pensador de la política ha producido España? Imposible. Imposible y ridículo.

Pero volviendo a la filosofía, que es nuestro terreno fundamental: lo que he entonces advertido es que se tiene que remar literalmente contra corriente, para así poder ir reconstruyendo y recuperando los grandes bloques geológicos de la filosofía en español (buena parte de ella, lo tengo dicho ya, escrita en latín), para poder así darse cuenta de que muchas de las claves del así llamado pensamiento moderno son de cuño español. Este es el escándalo al que me refería.

Ahora bien. No se trata de que con estas aseveraciones mías me sienta yo español, que es lo que quizá podría pensarse de inmediato en una interpretación de bote pronto. No es esa la cuestión. El problema es que a los americanos que hablamos español, a los hispanoamericanos, seamos mexicanos, argentinos, venezolanos o nicaragüenses, nos han educado por generaciones en un esquema de desprecio por el pasado erróneamente llamado colonial (fue más bien virreinal). Según estos esquemas, lo que tenemos que reconocer nosotros como fuente de nuestra «identidad», de manera general, es el pasado prehispánico y la reconstrucción ideológica de la épica de la independencia y de la etapa ya nacional, poniendo entre paréntesis tres siglos de virreinato. Estas son las coordenadas ideológicas que Rivera, sobre todo Rivera, plasma en sus murales, que considero de un maniqueísmo y simplismo deplorables. Es pedagogía barata e infantil, al margen de que Rivera haya sido un genio de la pintura (de eso no tengo duda). Luego Eisenstein hizo lo propio, cuando visitó México, y llevó esa plástica a sus películas sobre México, que son igualmente repulsivas, por su maniqueísmo y cursilería.

En todo caso, no tengo yo problemas con reconocer las independencias americanas ni mucho menos. Faltaría más. Lo que critico son las tergiversaciones ideológicas simplistas. Y sostengo que no podemos despreciar en bloque el pasado virreinal, en un esquema maniqueo de buenos y malos. Porque es sólo a través del reconocimiento objetivo de ese período, de ese pasado, como nos es posible entonces remontar los siglos para poder advertir la relevancia filosófica de la que acabo de hacer referencia: la relevancia universal de la tradición filosófica genuinamente española, es decir, pensada, hablada y escrita en español, que es nuestra lengua.

Si se logra desmontar ese cerrojo ideológico (cuya fórmula es: desprecio por la conquista y la herencia española en América, reivindicación del pasado indígena y de la historia estrictamente nacional) seremos capaces entonces de reconocernos como herederos objetivos de una amplísima tradición de pensamiento filosófico, que encuentra su cumbre más poderosa y acabada, efectivamente, en el materialismo filosófico de la Escuela de Oviedo. Yo sé que no es fácil llegar a estas conclusiones. Implica un esfuerzo dilatado de estudio riguroso, de mucha discusión, de mucha investigación. Lo tengo dicho: es remar sencillamente contra la corriente.

En resolución: no se trata ni de despreciar el pasado indígena, ni de despreciar el pasado o la herencia española: se trata de tener la capacidad dialéctica de comprensión histórico–crítica y filosófica para advertir la escala en la que se dibuja el hecho fundamental de que constituimos una plataforma histórico–cultural de cientos de millones de hispanohablantes. Y que ahí hay un potencial enorme para influir en la marcha de la historia.

2. Dado este contexto de formación y reflexión, ¿cómo se ve América Latina en general, y México en particular?

En el planteamiento que me hace está ya ejercitada una reconstrucción ideológica. Porque dice usted América Latina, y no, por ejemplo, Hispanoamérica. La referencia a la América española como América «Latina» es obra del imperialismo francés, cuando en tiempos de Napoleón III se quiso desde Francia intervenir e influir en la dialéctica política americana (nosotros lo sufrimos con Maximiliano de Habsburgo). Su idea era diluir o más bien anegar la tradición española dentro de un cauce mucho más amplio, el de la civilización latina, de modo tal que ahí pudiera encajar Francia como epicentro de esa plataforma: lo hispano de América queda anegado en lo latino. Pusieron en circulación esa idea y, como vemos, ha perdurado en el tiempo.

Pero aquí nosotros hablamos español, ¿por qué no referirnos entonces como hispanoamericanos? Es curioso, por ejemplo, que en Estados Unidos, los migrantes mexicanos, o los de otras repúblicas americanas, no se refieren a sí mismos como «latinos», sino como «hispanos», precisamente.

Es el problema de las variables ideológicas para apresar y configurar una entidad histórico–cultural. Estados Unidos, en su inevitable expansión imperialista, puso en circulación la idea de Panamérica: ni hispana ni latina. Esto está detrás, por ejemplo, de la plataforma de la OEA: Organización de Estados Americanos.

En su momento, Víctor Raúl Haya de la Torre, creador del APRA peruano, en el contexto de los debates tanto con José Carlos Mariátegui como con Julio Antonio Mella, puso en circulación, por su parte, la idea de Indoamérica: ni hispanoamericanismo, ni latinoamericanismo ni panamericanismo: indoamericanismo.

¿Qué somos entonces? Pregunta fundamental. Y respuestas hay muchas, dependiendo de las coordenadas. Esta es la cuestión.

Yo definitivamente recupero y me sitúo en la tradición hispanoamericanista, y en la pregunta anterior he dado cuenta de las razones filosóficas de ello: ni Latinoamérica, ni Indoamérica ni Panamérica. México es un país Hispanoamericano, el de mayor número de hispanohablantes del planeta. Y la ciudad de México es, por tanto, la capital del mundo en español, que no es cualquier cosa.

Y es entonces desde esa gran plataforma, que es por lo demás la plataforma desde la que siempre habló y actuó Vasconcelos, desde la que interpreto los procesos histórico–políticos e ideológicos tanto en México como a escala continental. Debemos de defender, como única alternativa de sobrevivencia geopolítica, la unidad continental. Como dijo Jorge Abelardo Ramos: fuimos argentinos, venezolanos, nicaragüenses o mexicanos porque fracasamos en ser americanos (hispanoamericanos, diría yo), en esto estriba todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá.

Pero atención: en todo este planteamiento estoy incluyendo a España, pero no tanto en el sentido de que quiera yo que vengan las empresas españolas a apropiarse de todo (habría que analizar eso en su momento y desde las coordenadas adecuadas: y es agotador que siempre se quiere reducir todo a eso), sino sobre todo en el sentido ya apuntado anteriormente: los problemas de España nos incumben a los americanos de manera constitutiva. El tema es muy amplio, amplísimo, y de rango de filosofía de la historia. La clave está en el proceso histórico que se activó con la invasión napoleónica a España en 1808, que fue lo que detonó la crisis en toda la monarquía, y que derivó, como se sabe, en la configuración de la nación española en las cortes de Cádiz de 1812, y en la posterior disolución de toda la unidad en las repúblicas americanas que hoy hablamos español, como tengo dicho.

Evidentemente que yo me reconozco en esa historia de construcción nacional, tanto para el caso de México como para el del resto de nuestras repúblicas hermanas. Pero no por esto ignoro que el problema nacional español se mantuvo abierto, y al día de hoy no lo han resuelto, sobre todo por el secesionismo vasco o catalán. Y ahí hay que tomar posición al respecto. Nosotros los americanos, tal como lo hicieran, por ejemplo, Ramos Arizpe o Melchor de Talamantes cuando fueron diputados americanos en las Cortes de Cádiz. Esto es lo que quiero decir. Mi posición es que los hispanoamericanos debemos defender, situándonos en las coordenadas de la izquierda liberal heredera de Cádiz, la unidad nacional española. Esto genera muchísima polémica, porque en el siglo XX quien defendió esa unidad fue Franco y las derechas organizadas alrededor suyo. Pero yo no tengo nada que ver con ellos. Repito: la clave está en el siglo XIX y en las Cortes de Cádiz, partera de la izquierda liberal. Que es otra de nuestras grandes tradiciones, en este caso ideológico–políticas. Pero la clave está también en nosotros los americanos: porque ¿a quién puede interesarle la independencia de Cataluña o del país vasco, si de entrada lo que harían sería erradicar el español como lengua común, siendo que para nosotros es la materna? ¿Se entiende mi argumento? ¿Quién en su sano juicio puede defender el vascuence, siendo cientos de millones los que hablamos ya español? Es ridículo, y muestra de una ignorancia tremenda, defender eso.

Carlos Marx, con su genio gigantesco, y como no podría ser de otra manera, entendió de manera lúcida y penetrante la singularidad histórica de la revolución en España. Hay un libro fundamental al respecto, que debemos leer los americanos, todos, titulado La revolución en España, que es una recopilación de los artículos que él y Engels escribieron en la década de los cincuenta y los sesenta del siglo XIX, como corresponsales para el New York Daily Tribune de Nueva York. Ahí lo dice Marx con todas sus letras: España no pudo seguir la «moderna moda francesa» de hacer una revolución en tres días, sus empeños eran mucho más dilatados. ¿A qué se refería Marx? A que España tenía un imperio gigantesco, el más grande durante tres siglos. Imposible hacer una revolución en poco tiempo, como lo hizo Francia. Yo tengo la edición soviética de La revolución en España, que es baratísima (no pasa de veinte pesos). Hay una edición nueva, de Trotta, pero mucho más cara. Quedémonos entonces con la opción soviética.

Por mi parte, tengo varios textos publicados en El Catoblepas al respecto, sobre la Constitución de Cádiz y sobre el problema de 1808.

En todo caso, yo complementaría su pregunta. ¿Por qué sólo me pregunta sobre México e Hispanoamérica, y no incluye además a España? Esa es la cuestión. No se trata nada más de que entre ecuatorianos, bolivianos o venezolanos y mexicanos nos entendamos, en el sentido de ese ridículo término inventado por el ideólogo Horacio Cerruti: pensamiento «nuestro americano». ¿Cabe más cursilería e infantilismo? A mí me parece que hispanoamericanos y españoles estamos ante un proceso dilatadísimo de escala universal, de historia universal. Pero a unos y a otros, me parece, nos han educado por generaciones en una misma dirección: despreciar el pasado imperial español considerándolo como una aberración de la historia. Los americanos somos las víctimas (los buenos) y los españoles los verdugos (los malos). Yo creo que ese esquema hoy en día ni un niño de seis años se lo cree. Y es que si unos y otros despreciamos el pasado común, terminamos en un complejo y en un autodesprecio tremendo. Lo que hay que hacer entonces es desmontar ese complejo. Mirar la historia dialécticamente, entender la escala de la partida que se jugó desde el siglo XVI y no despreciar eso: tomarlo con estoicismo. Sé que este planteamiento es muy complejo, incorrecto políticamente y arriesgado. Pero mantengo la tesis.

3. Tomando en cuenta las caracterizaciones que ha hecho tanto de América Latina como de México, ¿qué elementos cree usted serían exclusivos de México y América Latina y qué elementos considera serían una especie de efecto de conjunto de la época que viven todos los individuos?

Bueno, pues las preguntas y respuestas se van concatenando de manera casi natural, porque lo que podría responder aquí está prefigurado en lo anteriormente dicho. Es evidente que mis respuestas se van ordenando en función del gran problema filosófico–universal que, como dije en la primera pregunta, organiza todas mis indagaciones, al margen del resto de intereses de estudio y trabajo que pueda tener.

A México e Hispanoamérica nos vinculan dos cosas fundamentales: el catolicismo y el español. Y hablo desde un punto de vista materialista y ateo, pero eso no impide que pueda yo ponderar el peso histórico universal tanto del cristianismo en general, y del catolicismo en particular, como plataformas de configuración de las grandes magnitudes históricas occidentales. Y lo mismo ocurre con el español, de lo que ya he hablado.

Las nuestras son sociedades católicas en su mayoría, seamos creyentes o no. Eso no importa. Quiero decir, que las catedrales distribuidas en todo el territorio de México –e Hispanoamérica– son catedrales católicas, y no mezquitas musulmanas o templos budistas. Eso es un factum histórico objetivo, desplegado por encima de nuestra voluntad, pues es el resultado de una acumulación y sedimentación socio–cultural e ideológico–política de siglos. Y la metodología materialista obliga a ser capaz de dar cuenta de ese dato objetivo, por más ateos –repito– que nos declaremos: pero es que yo soy un ateo católico precisamente, pues una cosa es ser ateo aquí o en Madrid o en Sevilla, y otra cosa es ser ateo en Islamabad o Teherán, es decir, ser ateo dentro de una sociedad musulmana.

Yo recuerdo a este respecto un comentario muy sutil –por más que haya sido polémico y provocador– de Gerard Depardieu, cuando tuvo lugar el escándalo un tanto ridículo y esperpéntico de las «Pussy riots» en Rusia, habrá sido hace un año o dos. Si no mal recuerdo, se trataba de unas jóvenes o adolescentes, no sé si formaban un grupo de rock o algo así, pero que en todo caso se manifestaron, me parece que semidesnudas, en una iglesia ortodoxa en Moscú, protestando –creo recordar– contra Putin. El comentario de Depardieu tocó la médula, refiriéndose a las Pussy riots, con toda razón, como «oposición estúpida» y diciendo que «si hubieran intentado hacer eso en una mezquita no hubieran salido vivas».

Ahora bien, es evidente que hay problemas que las sociedades mexicana e hispanoamericana comparten con el resto de su contemporaneidad, pero es importante mantenerse en la perspectiva de que, por más que se trate de problemas de carácter, digamos, universal (globalización, explosión demográfica, crisis económica, nihilismo individualista–capitalista), no dejan de ser procesados desde unas coordenadas histórico–culturales muy precisas: la de sociedades, en efecto, de estructura católica e hispana.

Lo que quiero decir de manera crítica es que lo que no existe es el género humano, o la humanidad, como una entidad unívoca. Lo que existen son grandes plataformas histórico–culturales y antropológico–políticas, que son además el resultado ni más ni menos que de los grandes imperios históricos: el inglés, el español, el soviético, el otomano, el austrohúngaro, el chino, y que es a esa escala en donde se irán definiendo los grandes antagonismos, los grandes problemas, y también las grandes respuestas, por parciales que puedan ser.

A este respecto, y espero que se me entienda bien (es decir, que hablo desde una perspectiva radicalmente atea y al margen de cualquier congregación o grupo religioso, es decir, que en ese sentido mis coordenadas son absolutamente ateas y laicas), el significado de que el Papa Francisco hable español tiene una trascendencia no ya nada más de historia universal, sino geopolítica e ideológica de la más intensa vigencia. En este hombre se conjugan, precisamente, los dos atributos que comparten en común México e Hispanoamérica: el catolicismo y el español. ¿Se necesitan acaso más señales para comprender el peso que tendremos como sociedades históricas en por lo menos los siguientes 50 años, si no es que en el siglo entero? ¿Qué relevancia puede tener que en Cataluña comiencen a hablar catalán, o en el país vasco vascuence, cuando en cualquier municipio del Estado de México, o de Veracruz, hay más hispanohablantes que catalanes y vascos juntos? No sé si me explico.

4. En este diagnóstico que usted ha hecho, ¿qué papel considera ha jugado la ética, la ciencia y la Universidad en la configuración del presente, por llamarlo de alguna manera?

Bueno, para ser sincero, estimo un tanto difícil hablar de los tres términos (ética, ciencia y universidad) puestos uno al lado del otro. No sabría muy bien cómo trabarlos en una explicación coherente o con sentido.

En todo caso, diré, por cuanto a lo que a la ciencia concierne, que lo que se observa en el presente es una tendencia muy característica, que llamamos desde el materialismo filosófico como fundamentalismo científico. Es una tendencia de larga gestación, que se prefigura con la consolidación de las ciencias a partir, principalmente, del siglo XVIII, y que coincide con el proceso de secularización de las sociedades occidentales modernas acompasada con el despliegue del individualismo burgués, el positivismo, la revolución industrial y el capitalismo de masas.

La clave definitoria de esta tendencia consiste en querer hacer a la ciencia la monopolizadora o dueña de la razón, relegando a cualquier otro sistema de coordenadas de sistematización de la realidad, como la religión o, incluso, la filosofía, o bien como irracionales o bien como metafísicas o bien como ideológicas.

De esto se ha desprendido una tendencia de mímesis absoluta de las ciencias, es decir, de la proliferación y sobre–abundancia de disciplinas que quieren reputarse como científicas cuando en realidad no lo son, o por lo menos es altamente problemático y precario su pretendido estatuto científico: ciencias de la información, ciencias de la administración, ciencias de la cultura, ciencias de la conducta, ciencias de la felicidad, etc., etc. Si no son capaces estas disciplinas de justificar su estatuto de ciencia pierden prestigio y relevancia.

Este es el momento en que aparece con toda su rotundidad el papel –y necesidad– de la filosofía en sentido riguroso, es decir, la filosofía construida como sistema y con la capacidad para evaluar estas problemáticas, para lo cual es necesario contar con una ontología (que gira en torno a la idea de realidad), y una gnoseología (que gira en torno de la idea de verdad).

Por cuanto a la Universidad diría algo en el mismo sentido de lo antedicho, porque precisamente es la universidad el lugar natural donde se manifiesta con todo dramatismo este problema: por un lado, proliferan las facultades con arreglo a esa necesidad de justificación «científica», pero, por otro, surge el problema complementario: la fragmentación de saberes, que se trata de resolver con la idea de «interdisciplinariedad» o sus modulaciones (transdisciplinariedad, etc.). Y entonces proliferan también los proyectos o plataformas interdisciplinarias, a través de las que se trata de re–articular la producción del conocimiento. Es un problema complejo, de no fácil salida, porque paralelamente se van generando inercias, que arrastran estructuras, burocracias, intereses, recursos, etc.

Y por cuanto a la ética la respuesta no puede darse unívocamente, porque éticas hay muchas. Es otra tendencia también muy característica de nuestro tiempo, buscar la resolución de los problemas políticos, económicos o de crisis social a través de la apelación a la ética. Pero si no se especifica el sistema ético desde el que se habla: la ética aristotélica, la ética de Espinosa, la ética católica, pues todo se queda en el aire, en retórica política o en ideología: «hay que volver a la ética» dicen unos, «hay que acercar la política a la ética» dicen otros. Puro ruido de palabras si no se determinan los criterios y coordenadas.

5. Dicho todo lo anterior, ¿considera usted que aún es posible salvar ideales como los de «desarrollo sustentable», «cultura democrática», «justicia social» «estado de bienestar», etc.? ¿Considera que habrá que redefinir estas nociones, cambiarlas, reorientarlas, etc.?

Definitivamente tienen que replantearse o por lo menos resituarse en un marco realista y objetivo, materialista. ¿Qué sentido puede tener hablar en abstracto de estado de bienestar o de ética sin tomar en cuenta la magnitud geopolítica, militar, demográfica y económica que representa por ejemplo China en el presente?

Y por cuanto a la cultura democrática, respondería parafraseando a Lenin: ¿democracia para qué? ¿Qué es lo que se resuelve con la democracia? ¿Y por qué no defender la cultura aristocrática, es decir, la cultura que sostiene que deben de gobernar los mejores? Yo en ese sentido me considero un aristotélico de cuerpo entero: en su Política no hace necesariamente una apología de la democracia; la considera como un régimen político más, dentro de un cuadro de opciones concretas. A este respecto recomiendo muchísimo un libro excepcional, breve, conciso y profundo de Norberto Bobbio: La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, que son, sin no recuerdo mal, las notas de su curso de 1975 o 76 en la Universidad de Turín. Ahí va explicando Bobbio con mucho detalle pero con sencillez explicativa (son sus notas de curso) la trayectoria de las grandes problematizaciones sobre las formas de gobierno, de Tucídides y Polibio a Marx, pasando por Maquiavelo y el período medieval, que está por cierto lleno de claves fundamentales.

En todo caso, yo lo que sí puedo afirmar con rotundidad es que me considero un patriota. No me preocupa presentarme como demócrata o no. Un patriota, eso es lo que soy. ¿Por qué no mejor salvar el ideal del patriotismo?

6. Independientemente de que es cuestionable para la filosofía e independientemente de que es muy arriesgado para un pensador sensato hacer prescripciones, ¿qué recomendaciones haría usted en el terreno de la «ética», de la «ciencia» y de la «universidad» para que cada una de ellas pudiera articularse de mejor manera de como lo están haciendo hasta ahora?

Es una pregunta muy difícil de responder, por lo que usted mismo ya ha señalado en su formulación. Por cuanto a la ética nada diré. Mi respuesta es la misma, que es en realidad otra pregunta: ¿de qué ética se me habla? Desde el materialismo filosófico defendemos las coordenadas de la ética de Espinosa, que tiene como criterio fundamental al cuerpo y su tendencia a perseverar en el ser, de modo tal que la virtud ética fundamental es la fortaleza, que se desdobla en firmeza (la fortaleza aplicada al propio cuerpo) y la generosidad (la fortaleza aplicada al cuerpo de los demás).

Y por cuando a la universidad y a la ciencia es igualmente difícil afirmar algo en sentido prescriptivo. Acaso sea más crucial, me parece, y con esto podría yo terminar, la formación antes de la universidad, en el bachillerato o incluso en el nivel secundario. Lo fundamental es propiciar la educación racional, crítica y objetiva, pero sustentada en saberes históricos, y hacer esto en los jóvenes antes de que entren a una carrera universitaria. Si antes de que alguien entre a estudiar contabilidad, matemáticas, filosofía o ingeniería a la universidad, sabe distinguir el problema de Dios a escala filosófica, es decir, si sabe desdoblar el problema entre la esencia (la idea) y la existencia de Dios, y sabe también por ejemplo que en realidad Dios es un imposible ontológico, sin perjuicio de que pueda distinguir lo que es el Dios de los filósofos, el de Aristóteles o el de Santo Tomás, o la diferencia entre la idea de Dios de un musulmán (completamente abstracta e incorpórea) y la de un católico (corpórea además de trinitaria); si sabe también cómo se ha desarrollado el pensamiento humano, y sabe que no puede equipararse el pensamiento mágico, o la concepción metafísica de un chamán, con el sistema aristotélico, o el de Leibniz o el de Newton; si se logra hacer algo así con un joven de bachillerato, independientemente de que vaya para contador, abogado o arquitecto, se habrá dado un paso de gigantes.

El Catoblepas
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