¡No nos representan! (original) (raw)

Ismael Carvallo Robledo

Sobre el problema de la representación política.

Las Meninas, Pablo Picasso, 1957Las Meninas, Pablo Picasso, 1957.

Es el reclamo que se oye por todos lados. ¡No nos representan! ¡Los políticos no nos representan! Desde Madrid hasta Grecia, pasando por Argentina, Nueva York o México. Desde que yo recuerde, en cada ronda electoral se comenta lo mismo: ¡no nos representan! Y de las campañas mejor ni hablar. Los partidos, por su parte, responden: «lo admitimos, hay una crisis de los partidos, de la representación; tenemos que acercarnos a la gente. Pedimos perdón. El partido X, el partido Y, será desde ahora un partido más cercano a la gente.» Y lo firman ante notario. Pasa el tiempo, viene la siguiente elección y lo mismo: ¡No nos representan! Y luego aparecen otros, promoviendo la abstención o la anulación del voto, como protesta contra la falta de representatividad de la clase política o de la partidocracia. Y al poco tiempo vienen también otros más, promoviendo la solución definitiva: la «ciudadanización» de la política. Los ciudadanos, nos dirán, tomaremos ahora las riendas del asunto. Nosotros seremos los candidatos. «Yo sí te represento». Pero ocurre luego que el «ciudadano» que llega o al Gobierno o al Congreso comienza de inmediato a comportarse como político, como no podría ser de otra manera.

Los reclamos se repiten ad aeternum, en círculo vicioso. Y surge entonces la pregunta, que, por obvia, es inevitable: si los políticos y los partidos existentes no nos representan, ¿entonces quién? El problema no es sencillo, porque la representación política es una abstracción, lo que no significa que por ello sea falsa. ¿Es posible, por ejemplo, esa representación directa y sin mediación, sin políticos, de ciudadano a ciudadano, pregonada por quienes defienden la ciudadanización de la política? ¿Pero cómo se calcula o se opera o se mide tal supuestamente transparente representación? ¿Y en función de qué contenidos específicos: representación de intereses económicos, de los intereses de la patria, de virtudes morales, de demandas sociales, de principios ideológicos, de principios religiosos? ¿De unos nada más? ¿De todos a la vez? ¿Y cómo representarlos con coherencia en una sociedad compleja cuando son éstos, por definición, contradictorios?

La representación está en el centro del proceso de comprensión y legitimación del orden político. Se explica por el principio de que es imposible que un pueblo se gobierne a sí mismo. Una asamblea o un gobierno en donde todos estén presentes, en deliberación permanente, es imposible. Siempre tiene que haber, por tanto, necesariamente, un grupo gobernante (una parte) que gobierne al resto (el todo). Gaetano Mosca (1858-1941), el gran teórico político italiano, no se anduvo con rodeos cuando en el capítulo once de su clásico texto Elementos de ciencia política afirmó lo siguiente: �en todas las sociedades, comenzando desde aquellas mediocremente desarrolladas y que apenas han arribado a lo primordial de la civilización, terminando por las más numerosas y más cultas, existen dos clases de personas, una de los gobernantes y la otra de los gobernados�. El capítulo llevaba un elocuente título, que nos lo dice todo: «La clase política». Su afirmación no era ni crítica ni positiva. Estaba solamente describiendo y constatando el mecanismo de organización de una sociedad política compleja, encarando, como Maquiavelo, la verdad efectiva de las cosas.

Gustavo Bueno (1924) dice por otro lado que hay dos maneras de plantear la cuestión. Habría por un lado una «representación informativa», en la que los diputados serían tan sólo, y nada más, algo así como meros altavoces o informadores, o voceros, en la asamblea o en el gobierno, de los fines y objetivos de la voluntad del pueblo. Por otro lado, habría una «representación conformativa», en la que, dada la complejidad de los asuntos de gobierno y de Estado, los diputados son los que conforman o determinan, en realidad, mediante programas y partidos, la voluntad popular. El problema, en todo caso, sería desentrañar ese carácter nebuloso de la idea de voluntad popular.

Norberto Bobbio (1909-2004), por su parte, recuerda que la distinción fundamental debe hacerse en el enfoque. Cuando la representación se mira «ex parte principis» (de parte del gobernante), la prioridad es la unidad del Estado en relación con los individuos; cuando se mira «ex parte populi» (de parte del pueblo), la prioridad es la libertad individual respecto del Estado.

A mí me contaron que cuando lo de las protestas contra la «casta política» del movimiento de los «Indignados» en España, en alguna calle de Madrid, ante el grito furibundo de algún anarquista que vociferaba a los cuatro vientos «¡Los políticos no nos representan!», alguien más, que andaba por ahí, le dijo muy serenamente: «Pues tú a mí tampoco», y siguió caminando.

El problema entonces es que no puede haber consenso sobre el asunto. Quien reclame mayor representación tendrá que dar, por tanto, para ser coherente, coordenadas. De lo contrario será mucha, y densa, la oscuridad. Y mayor aún la confusión. ¿No te representan? Pues tú, a mí, tampoco.

El Catoblepas
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