Bélgica, Modelo de desunión europea (original) (raw)

Fernando Rodríguez Genovés

Bélgica no es, en realidad, un país, ni funciona como Estado-nación unitario, y, en la práctica, tampoco como una democracia. Tal es el deterioro reinante en la capital de Europa, en corazón del Viejo Continente

«La situación es desesperada..., pero no grave», declara Otto Ludwig Piffl (Horst Buchholz) en la delirante película dirigida por Billy Wilder, Uno, Dos, Tres (One, Two, Three, 1961). Dejando atrás la acción revolucionaria practicada en el Berlín Este de la posguerra, el joven protagonista del film, aprende rápidamente las artes de la diplomacia y la política, sin las cuales no es posible cambiar de bando ni prosperar. Cuando se estrena la cinta, Berlín está a un paso de ser dividida por un Muro infame. El sentido del humor de Wilder convierte, no obstante, la tragedia en comedia, permitiendo que aquélla pueda hacerse más soportable.

Hoy, algo semejante parece estar ocurriendo en Bélgica, ese otro país de nunca jamás. En situación integral inestable, prácticamente desde su fundación como Estado, en estas últimas décadas, vive cada día al borde de la escisión y la desintegración. Separada en dos comunidades lingüísticas irreconciliables -la neerlandesa (Flandes) y la francófona (Valonia)-, las costuras fronterizas que fijan la unidad formal del Estado están cogidas con alfileres. ¿Hasta cuándo resistirán?

Bélgica sobrevive en precario en el corazón de Europa (casi propia decirse que ella misma es el corazón de Europa). Si Bélgica cae o colapsa, la Unión Europea seguirá sus pasos sin remedio. Bélgica no es, sin embargo, Kosovo o Ucrania, y una ruptura cruenta parece improbable en esa parte del mundo. ¿Qué queda, pues? Un escenario desesperante, pero todavía no inaguantable... ¿Qué hace que siga Bélgica tanto tiempo de pie en medio de la tempestad?

En el libro Belgistán. El laboratorio nacionalista (2010), Jacobo de Regoyos realiza un encomiable esfuerzo en aras a recomponer, en sentido intelectivo, el tremendo rompecabezas que es Bélgica; aclarar el embrollo del origen del «problema belga»; esclarecer la vieja querella de las etnias, las lenguas y otras historias que están en la base de la crisis crónica en este país fracturado, que, sin embargo, se mueve. Aunque, ¿hacia dónde? El sentido del humor de los belgas, apunta el autor del ensayo, permite, de momento, que la sangre no llegue al río. Hay, no obstante, otras causas que explican el «fenómeno belga».

Corresponsal en Bruselas para el área europea de una cadena radiofónica española desde hace más de una década, Jacobo de Regoyos está en magníficas condiciones para aportar luz a quien desee penetrar en el oscuro túnel belga. Para empezar, y sin rodeos, llama -irónicamente- a las cosas por su nombre. De ahí, el título del libro: Belgistán. Sucede que Bélgica no es, en realidad, un país, no funciona como Estado nación unitario y prácticamente tampoco como una democracia. Tal es el deterioro reinante en la zona. En el espacio virtual de Belgistán, la anomalía es la norma.

Veamos algunos ejemplos. En las elecciones de 2010, triunfó la opción política separatista flamenca, asumiendo así el mandato de gobernar una nación los que niegan su propia condición nacional. y porfían por quebrarla todavía más. Bruselas es capital de Bélgica y de Europa. En ambos casos, diríase que virtualmente. Pues bien, Flandes -bajo paraguas y ya pueden lloverle las críticas- toma Bruselas como capital, contradiciendo así, de modo flagrante y bramante, la ordenanza del Consejo de Estado que no contempla que una región tenga la capital en una región distinta a la que pertenece. En este caso, Bruselas/región, ámbito administrativo que no reconoce (la tercera región es la francófona Valonia).

El voto electoral en Bélgica es ¡obligatorio! Es más, el votante belga actúa de modo disciplinado y programado: Valonia vota, casi sin excepción, izquierda; Flandes, derecha. Desde hace décadas, resulta imposible que haya un primer ministro francófono, aunque sume más votos que su oponente. Las autoridades flamencas impiden tomar posesión de su cargo a varios alcaldes francófonos electos en la periferia bruselense (territorio flamenco) por haber hecho campaña. en francés. Las autoridades de la Unión Europea han exigido a las flamencas que rectifiquen, una orden que éstas no aceptan ni cumplen.

Bélgica, milagro de la multiplicación de administraciones públicas, tiene más de ochocientos mil funcionarios, en una población total de sólo diez millones y medio de habitantes. En el territorio de Flandes -«La territorialidad es la forma de defender una lengua que no se impone por sí sola ante el francés» (pág. 128)-, está prohibido rotular un comercio en una lengua distinta al neerlandés. Las denuncias anónimas son aceptadas por las autoridades locales. Alquilar un piso a un francófono puede ocasionar al propietario serios problemas. Formalizar plaza en un colegio o guardería (por supuesto, en neerlandés) obliga al solicitante a jurar que el neerlandés es la lengua utilizada regularmente en casa (pág. 135).

Flandes niega, en fin, el estatus de minoría a los francófonos de la periferia de Bruselas. Pero, ¿quién es (o está en) minoría?: «Que el nacionalismo que se siente víctima conserve en realidad el control de la situación puede ocurrir en Bélgica. Los flamencos son el único nacionalismo del mundo que se siente “oprimido” por el Estado en el que son la primera fuerza económica, política, demográfica. e incluso últimamente en el plano cultural.» (pág. 278).

El «caso belga» es oportunamente comparado en el libro con otros países que han soportado conflictos semejantes -Kosovo, Bosnia, Checoslovaquia, Canadá (caso Québec)-, así como con escenarios parejos que los han resuelto de diferentes maneras: Estados Unidos de América, Suiza, los Emiratos Árabes Unidos. El último capítulo del libro, lleva por título «Comparación con los nacionalismos en España».

«¿Pueden evaporarse los países? Otros ya lo han hecho. Pero el Estado belga no es cualquier Estado. Es un Estado central, un Estado fundador, el Estado que ejerce de capital de la Unión Europea. El Estado que tantas veces se ha puesto como ejemplo de que la construcción es posible porque Bélgica es un ensayo general de la Europa federal.

«Y ahora es Bélgica quien muestra una nueva vía a los nacionalismos centrífugos. La globalización podría haber matado al nacionalismo del siglo XIX, pero éste lucha por adaptarse dentro de su supuesto Armagedón, la Unión Europea. La construcción europea es como la tela de Penélope: alguien la teje desde arriba mientras otros las destejen por abajo. Y lo que es más irónico, en nombre de esa misma construcción europea.» (pág. 296).

La experiencia de Bélgica ha consagrado la expresión «compromiso a la belga», queriendo significar con ella el arte de despachar un conflicto recurrente sin satisfacer del todo a las partes beligerantes, pero que sirva para llegar a la próxima reunión negociadora. De hecho, desde 1970, el estado natural de Bélgica no es otro que la negociación en el reino de la burocracia.

Para bastantes analistas, el independentismo de Flandes es sólo un «farol», una reivindicación permanente que le asegura ampliar el poder sobre la comunidad francófona, mientras mantiene el discurso victimista. Algo similar a lo que ocurre con la Comunidad Autónoma de Cataluña en el Reino de España. De cualquier forma, sólo queda por saber cuánto tiempo aguantará Bélgica con esta mala salud de hierro y con ese peculiar sentido del humor que, hasta el momento presente, frenan lo peor. ¿Incluso una cadena de ataques terroristas yihadistas, para cuyos perpetradores, los belgas ni son valones ni flamencos, sino, simplemente, infieles, como todos los europeos y occidentales, condenados a la desintegración y a la muerte?

El Catoblepas
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