Luis Ignacio Helguera o el juego vivo de la música (original) (raw)

Ismael Carvallo Robledo

Noticia breve de Atril del melómano, de Luis Ignacio Helguera, Conaculta, Ciudad de México, 2015, primera edición de 1997, 344 pp.

Para mi amiga entrañable, verdadera y de toda la vida,
Karla de Alba Vázquez

I

Es ciertamente imposible albergar duda alguna respecto de la pasión que habría de animar, como fuerza motriz configuradora de un destino desde el cual le quedaran señalados sus rumbos fundamentales, la vida de alguien a quien, a los trece años, se le ocurrió redactar una biografía de Ravel. Tal es el caso de Luis Ignacio Helguera, que lo hizo. Cuando una "novia" suya, siendo nomás un niño, no supo entender lo que le dijo al responder a la pregunta que le hiciera para saber cuál era su músico favorito -su respuesta, desde luego, fue Ravel-, terminó la relación al instante para pasar a redactar la procedente biografía, que tituló Respecto a Ravel. Puede que haya sido un niño de una cierta pedantería, es posible. Pero de que la duda en cuestión no tiene cabida, no tiene cabida ninguna.

Nació en la Ciudad de México, en 1962. En esa ciudad murió también, a la edad que en estos momentos yo tengo, en 2003.

'Crecí en un ambiente musical -nos cuenta Helguera-: camerístico y sinfónico por el lado paterno -al que soy más apegado en esto-; operístico y lateralmente popular por el materno. La casa llegó a ser un pequeño conservatorio, presidido por mi madre: en la sala sonaba el piano de mi hermana Beatriz; de un estudio venía el violoncello de mi hermana Maruca; desde el Metropolitan Bathroom entonaba mi hermano Pablo arias de Verdi; y en mi cuarto yo escuchaba largamente en el tocadiscos a Debussy y Ravel, a Stravinsky y Prokofiev, a Satie y Revueltas, y fracasaba en el violín que trató de enseñarme a tocar mi padre -también buen aficionado al piano y al órgano'. (Luis Ignacio Helguera, Atril del melómano, 2015, p. 9)

Además de haber estudiado filosofía en la UNAM, Luis Ignacio Helguera fue poeta, ensayista y, naturalmente, crítico musical, en el ejercicio del cual oficio se nos ofrece una muy completa y representativa muestra en este libro, Atril del melómano, reeditado por CONACULTA en la ciudad de México, recién en 2015, con primera edición de 1997. También fue ajedrecista.

Publicó, según se nos informa escuetamente en la solapa del libro, y cito tal cual: Traspatios (1989), Minotauro (1993), Antología del poema en prosa en México (1993), Murciélago de mediodía (1997), y los libros póstumos Peón aislado. Ensayos sobre ajedrez (2006), Zugzwang (2007) y De cómo no fui el hombre de la década y otras decepciones (2010). Me interesan de manera preponderante su trabajo antológico sobre el poema en prosa en México, y sus ensayos sobre ajedrez, que creo haber visto ya por ahí y en cuya pesquisa he puesto ya manos a la obra. Su pasión por ese juego tan estratégico y tan ruso, permítanme decir tan soviético, llama poderosamente mi atención de la misma forma en que lo hace la que por su parte tuvo también Juan José Arreola. Hay quien de hecho afirma, como Ricardo Cayuela, que su pasión fundamental, más que la música, fue el ajedrez en tanto que metáfora del mundo. Amo la música por encima de todo, dejó dicho en todo caso Helguera.

Cualquiera que sea la afirmación más cercana a la verdad, la impresión que nos queda nomás se abre Atril del melómano y se pasan los ojos por el índice y por la Breve confesión autobiográfica en la que nos cuenta aquélla anécdota de su -según él- sorprendentemente indocta novia infantil, que tuvo la desfachatez de no saber a ciencia cierta quién diablos era Ravel, es la de un tono impresionista, muy a lo Ravel precisamente, que coordina con equilibrio el conjunto de más de trescientas páginas que se leen con un deleite total y sin esfuerzo, al estar elaborados con una prosa madura, fina, segura y breve como la de un Alfonso Reyes o la de un Max Aub (que para la viñeta y la nota breve era perfecto, de estatuto canónico), y llena de conceptos y de elaboraciones musicales extraordinariamente bien logrados y de una soberanía total, que nos recuerda también, por otro lado, a uno de sus contemporáneos: Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962). Está de más lamentar que su muerte fue insultantemente prematura.

Cada uno de los textos de Atril del melómano, muy breves e impresionistas en su mayoría, lo que hace que su lectura sea por demás amable y de una fluidez muy singular según hemos dicho, refractan una prolongada conversación, que se antoja fascinante. En una de las escasas fotografías que se pueden hallar en internet, aparece Helguera con un grupo de amigos en la ya desaparecida Tasca Manolo de San Ángel, que es el único lugar -junto con el Bar Covadonga de la Colonia Roma, si se quiere- en cuya atmósfera nos lo imaginamos al instante, enfrascado en el formato tan español y tan único de la tertulia inteligente. Yo pude todavía ir a aquella tasca del sur de la ciudad de México libro y habano en mano, que tiempo después -no mucho, según creo recordar- pasó a mejor vida para transformarse en restaurante o bar de naturaleza más exquisita y sensible, es decir progresista, con la procedente, chocante, antiséptica y enfermizamente sanitaria restricción mediante la que se le recuerda al visitante que el sitio en cuestión es para no fumadores en su totalidad.

Helguera formó parte de ese fantástico, sui generis y en realidad único -o casi único- proyecto de difusión impresa de la música y la musicología en México que es la revista Pauta. Cuadernos de teoría y crítica musical, fundada y animada en 1982 por Mario Lavista por sugerencia -como no podía ser de otra manera- del gran orquestador de las artes, la música y las instituciones culturales que fue Carlos Chávez, con el propósito de convocar alrededor de sus páginas a estudiosos de la música culta (según la denominación al uso), la musicología y todo lo relativo a la creación musical, la composición y la orquestación. Por sus páginas y equipo editorial han desfilado Guillermo Sheridan, Luis Villoro y Luigi Amara (actual Jefe de Redacción), habiendo contado, entre otros, con colaboradores como Federico Bañuelos, Alberto Blanco, Juan Arturo Brennan, Gloria Carmona, Consuelo Carredano, Daniel Catán, Luis Jaime Cortez, Gerardo Deniz, Miguel Ángel Echegaray, Rodolfo Halffter, Eduardo Lizalde, Eduardo Mata, Ignacio Toscano y Juan Villoro, así como con los dibujos e ilustraciones de Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Francisco Toledo, Juan Soriano, Arnaldo Coen, José Luis Cuevas, Luis López Loza o Knut Pani.

Organizados en cinco bloques (Imágenes y viñetas; Temas con variaciones; Notas sobre libros, conciertos y composiciones; Páginas de músicos; Coda), los textos constitutivos de Atril del melómano recogen una selección correspondientemente filtrada por el autor que habían sido previamente publicados en la revista Vuelta (1993-1996), en Pauta (1990-1996), en la sección cultural del diario El Nacional (1990-1992), en la revista Textual (1991-1992), en el suplemento El Semanario Cultural de Novedades (1995), y como programas de mano para los conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, de 1993 a 1995. No se trata, se apuró a aclarar Helguera en su edición original, de textos ni de musicólogo ni de crítico musical ni de historiador de la música. Se trató más bien siempre, podríamos animarnos a decir con él, de pinceladas de melómano.

II

Hay dos figuras nacionales que, además de ser bosquejadas en Imágenes y viñetas, se destacan en realidad de manera notable a lo largo de todo el libro: Carlos Chávez (1899-1978) y Silvestre Revueltas (1899-1940). Dos contemporáneos -el primero de vida ordenada, disciplinada, mesurada y apolínea; el segundo de vida revuelta, bohemia, trágica y dionisíaca (p. 91)- que levantaron una estatura titánica, y que hicieron gravitar en torno suyo la historia entera de la música moderna de México, que con su obra e impronta fue por vez primera contemporáneo de la música universal (p. 127). Antes de ellos, Ernesto Elorduy (1853-1912), Felipe Villanueva (1863-1893) o Gustavo Campa (1863-1934) como un primer bloque de romanticismo afrancesado y de salón porfiriano, seguidos por José Rolón (1876-1945) y Manuel M. Ponce (1882-1948), o por Julián Carrillo (1875-1965) y Candelario Huizar (1883-1970), en el templado de un tono entre neoclásico y neorromántico. Después de ellos -Chávez y Revueltas-, José Pablo Moncayo, Blas Galindo o Carlos Jiménez Mabarak, seguidos por la estrella fulminante de Eduardo Mata (1942-1995), sin el cual sencillamente no se puede entender la Orquesta Sinfónica de Dallas, que dirigió de 1977 a 1993, y Mario Lavista (1943), o por Graciela Agudelo (1946), Marcela Rodríguez (1951) o Gabriela Ortiz (1964).

También nos cuenta Helguera sobre el genio de Higinio Ruvalcaba, de Joaquín Gutiérrez Heras y de Nicanor Zabaleta, o de Manuel Enríquez, que entre las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo pasado, en una coyuntura de cierto estancamiento de la música mexicana, entre el nacionalismo y la armonía tonal, representó la formulación de nuevas alternativas sonoras y expresivas, así como la difusión y el ejercicio de la vanguardia. Y de Heitor Villa-Lobos (1887-1959), ese dandy brasileño y primer gran clásico de la música de América que logró fundir sus dos grandes pasiones, Bach y Brasil, como nadie más podría hacerlo y la influencia de cuyos "choros" llegó hasta Enrique Nery.

Por cuanto a Argentina, es Alberto Ginastera (1916-1983) el primero de quien nos habla, que jugó un papel semejante al de Carlos Chávez en México en el sentido de haber sido de los más emblemáticos, polifacéticos y prolíficos promotores culturales, animador tanto de clubs musicales como de revistas de musicología o de ensayo y crítica musical o de instituciones educativas de la talla del Conservatorio Nacional, y uno de cuyos alumnos más luminosos fue Astor Piazzolla, al que muy intuitivamente asemeja Helguera a otro dandy, en este caso de Cuba y México: Dámaso Pérez Prado, haciendo residir la correspondencia en la capacidad que tuvieron ambos para conjugar, de una manera única, la suculenta orquestación, el dominio de las armonías complicadas y la soberanía técnica con géneros musicales tan cercanos al pueblo como lo fueron el tango y el mambo.

Además de todo esto, que se nos cuenta con una naturalidad mozartiana y en entregas que no exceden las tres, a lo mucho cuatro páginas por cada texto, nos pasa revista Helguera también de sus juicios o impresiones en viñeta sobre Tchaikovsky, Grieg, Rachmaninov, Rubinstein, Bartók, Stravinsky, Prokofiev o Shostakovich, así como de Brahms, Shubert, Shumann, Falla o Alban Berg, Schoenberg o Webern, o el trío por excelencia del impresionismo francés conformado por Ravel, Fauré y Debussy, autores constitutivos, todos, de nuestra tradición musical y que nutrieron la obra o la formación de la multitud de compositores, directores y uno que otro crítico musical, como Juan Vicente Melo, o literato, como Novo, Arreola o Bukowsky, que desfilan en la formidable selección que preparó Luis Ignacio Helguera para dar vida impresa a Atril del melómano.

En las páginas cercanas al final del libro, se nos ofrece también una selección de sus crónicas musicales sobre algunas ediciones del Festival Cervantino, además de que, como Coda, nos comparte lo que él, de haber estado en la hipotética posibilidad o condena de irse a vivir a una isla desierta, se llevaría como su lista selecta de obras del repertorio universal de la música, organizada según cuatro categorías para cada una de las cuales eligió diez obras: música sinfónica y coral (la primera de la lista es Las vísperas de la Virgen Bienaventurada de Monteverdi), conciertos (la segunda elección es el Concierto para clavecín y orquesta en Re, de Haydn), música de cámara (la tercera de cuya lista es la Sonata para viola y piano núm. 1 de Brahms) y música para un solo instrumento (en cuyo caso la elección es el piano y cuya cuarta elección es la de los Nocturnos o Mazurkas de Chopin).

Hay algo que llamó ligeramente mi atención y que hasta cierto punto no comparto, y fue la manera en que despacha Luis Ignacio Helguera al género del jazz en sus escritos, que lo menciona solamente de pasada y para situarlo, además y así nomás, cual émulo pedantesco de un abstracto, distante y dialéctico Theodor Adorno, en la categoría de música popular.

Y si digo que mi discrepancia comienza hasta un cierto punto es porque entiendo y podría estar de acuerdo en el hecho de que, antes del bebop (Charlie Parker, Dizzy Gillespie), la música de las grandes bandas se situaba en una franja ciertamente popular en el cuadro general de los géneros musicales; pero entonces vinieron Parker y Gillespie mismos, en efecto, sucedidos luego por Miles Davis y Coltrane y Bill Evans, insertando al jazz en la pista de la música refinada o culta, como se le suele decir. Apenas sugiere Helguera, en todo caso, algo más allá de esa clasificación, deslizándose tan sólo tangencialmente cuando, comentando los pormenores del XXIV Festival Cervantino de 1996, apuntó unas cuantas líneas, o más bien unas cuantas palabras sobre la obra para piano y orquesta de Eugenio Toussaint Bouillabaisse (In Memoriam Miles Davis).

Pero tangentes al margen, es rotundo el placer que supuso para mí la lectura de este libro, que recomiendo ampliamente y que estimo de gran valor por cuanto a la información histórica que nos ofrece, por la familiaridad con la que se nos habla de infinidad de aspectos relativos a la música tanto nacional como mundial y sobre el poderío de la belleza implícito en el aliento sinfónico de cada gran obra o autor comentado, y por cuanto a la pasión, prefigurada inequívocamente desde una muy temprana edad, que se nos transmite en cada línea y cada párrafo a través de cuya redacción quiso su autor, Luis Ignacio Helguera, acercar un poco más a nuestro ánimo el fulgor alegre y definitivo y apasionado del juego vivo de la música.

El Catoblepas
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