Santiago Montero Díaz / Los separatismos (original) (raw)
Los separatismos
Cuadernos de Cultura, Valencia 1931
1. Nación, estado, región, 5
2. La formación de las nacionalidades, 7
3. Resurgimientos nacionales, 9
4. Supervivencia del sentimiento nacional, 10
5. Nacionalismo y regionalismo, 13
6. Aclaración de la fórmula separatista, 16
Capítulo I. Antecedentes históricos anteriores al siglo XIX
1. La formación del Estado español, 19
2. Evolución externa de las distintas nacionalidades, 20
3. Evolución interna, 25
4. El centralismo imperialista, 28
5. Las nacionalidades españolas hasta el siglo XIX, 29
Capítulo II. Los movimientos nacionalistas y el separatismo desde los resurgimientos hasta 1930
1. Los resurgimientos: características generales, 32
2. Evolución del separatismo catalán, 33
3. El nacionalismo gallego, 37
4. Vasconia, Valencia, Andalucía, Baleares, &c., 39
5. Los separatismos y la Dictadura, 40
Capítulo III. Conclusiones: la doctrina separatista frente a los grandes temas contemporáneos
1. Separatismo y estructura armonitaria, 42
2. Nacionalismo y cosmopolitismo, 43
3. La doctrina nacionalista ante el imperialismo, 44
4. Los nacionalismos españoles y Portugal, 45
5. Nacionalismo y socialismo, 46
Preliminar
Este trabajo ha sido compuesto exclusivamente para la divulgación.
Comprende dos partes. La primera (o Introducción) estudia conceptos generales, enfocados al panorama mundial. La segunda estudia los casos concretos de España. Es decir: la teoría, primero; el hecho particular, después. Mi intención ha sido doble: exponer los separatismos españoles, pero también los conceptos previos y esenciales de todo nacionalismo o todo separatismo, como doctrinas políticas, sin concreción de espacio ni naciones.
La característica de estas páginas es, sobre todo, la brevedad. He preferido dar una explicación clara de la génesis de nuestras nacionalidades, y de los motivos y justificación de las mismas, aunque para ello tuviera que reducir algo los detalles referentes a la historia de los movimientos nacionalistas desde mediados del siglo pasado hasta su estado actual, detalles que, por otra parte, resurgen y se leen con frecuencia en la prensa.
He querido hacer, en lo posible, una explicación integral de los nacionalismos o separatismos españoles, más que un memorándum de sucesos, aunque no descuide, ni mucho menos, la parte informativa.
Téngase en cuenta que esta concisión es forzosa, no sólo por el carácter de esta publicación, sino por la misma complejidad del asunto. La sola bibliografía sobre separatismos españoles llenaría un volumen bastante mayor que éste: júzguese, pues, la angustiosa brevedad que hay que emplear para desarrollar sintéticamente el contenido de bibliografía tan copiosa.
Introducción
1. Nación, Estado, Región
Para exponer el sentido de la fórmula separatista en todo su alcance político, conviene recordar algunos conceptos previos. Todo separatismo encierra un contenido de nacionalidad. Separatismo no es sino un ansia de renacionalización, es decir, de renacimiento nacional contra un régimen, una organización o un estado de mediatización política.
El primer problema cuyo perfil se presenta nítidamente a nuestros ojos al plantearnos la cuestión separatista es, por lo tanto, el problema de la nacionalidad. ¿Qué es una nación?
El concepto nación encierra contenidos espirituales e históricos. La ciencia política, especialmente aquella que aspira a la máxima ejemplaridad y al mayor clasicismo, distingue pulcramente la nación del estado.
Constituyen una nación aquellos grupos humanos que viven bajo una comunidad de lenguaje, de costumbres, de aspiraciones.
Cuando un pueblo ha realizado sus destinos históricos con cierta independencia con respecto a los demás, cuando se ha creado su idioma, su estilo de vida, su carácter [6] peculiar y distintivo, ese pueblo forma una nacionalidad. Naturalmente que la existencia de todos estos elementos presupone un largo proceso, una trabajosa elaboración histórica: por eso decíamos que toda nación ofrece un tejido de contenidos históricos.
El estado es la organización, la estructura orgánica y convencional que un grupo humano acepta como reguladora de su vida. Por eso el economista alemán C. J. Fuchs decía, con sagacidad aunque simplistamente: «Una nación no es esencialmente otra cosa que una gran tribu, y el estado, a su vez, es la organización política de un pueblo o nación.»
En esta definición de doble filo quedan plenamente contrapuestos y delimitados los dos conceptos: estado y nación.
El concepto estado encierra la nota típica de organización, por eso hoy es preciso ampliar algo la fórmula de Fuchs, ya que existen estados compuestos de varias naciones.
Supongamos ahora una nación sin organización política propia, es decir, sin vida independiente. O sea: una nación que no ha podido estructurarse en estado. ¿Podrá subsistir? Evidentemente. Hemos dicho que la nación es el resultado de una elaboración histórica, de una larga sedimentación a través del tiempo. Cuando un pueblo adquiere caracteres y contenidos de nacionalidad, rara vez se despersonaliza, rara vez se disuelve y desaparece, como no sea por aniquilamiento.
Perdura, aunque sea políticamente mediatizado o sometido. Sus elementos esenciales (idioma, aspiraciones comunes, tradiciones, costumbres) se mantienen vivos a través de muchos siglos. Y en ocasión propicia recobran su primitiva personalidad, y reanudan su marcha en la historia.
Por eso el estado debe ser expresión orgánica de la nación. Debe existir ese equilibrio inalterable: que al estado responda un contenido nacional, y que, a su vez, la nación encierre su personalidad en una fórmula estatal. [7]
La existencia de estados formados a base de la centralización de varias nacionalidades bajo la hegemonía de una de ellas es frecuente causa de disturbios. Esos estados heterogéneos e inconsistentes se desmoronan a la primera ocasión: sirva de ejemplo el caso del Imperio Austrohúngaro después de la Gran Guerra.
Esto no implica imposibilidad de formar un estado a base de varias naciones, pues existe una fórmula conciliatoria: la federación, el pacto de varios estados.
Fijados ya estos dos conceptos, es fácilmente comprensible la idea de región. La región responde más bien a un concepto geográfico. Cuando en una nación se dan ligeras variantes dialécticas, folk-lóricas o geográficas entre sus partes, sin que estas diferencias sean radicales barreras que separen sus personalidades, decimos que cada una de esas partes forma una región. La Idea de región, por tanto, es puramente geográfica, va inscrita a la idea da terreno, al revés que la idea de nación, completamente independiente de toda circunscripción geográfica.
2. La formación de las nacionalidades
Hemos dicho que la nación es un resultado de un proceso histórico. En Europa el gran período de estratificación de los sedimentos nacionales fue la Edad Media. Al llegar el Renacimiento (época crítica) se empiezan a delinear claramente los perfiles, ya definitivamente formados, de las nacionalidades elaboradas en Europa desde la desaparición (evolución, no ruptura) de la unidad romana.
Un pueblo adquiere la conciencia de su personalidad al observar que ha realizado en la historia un destino propio, y que desea, para lo sucesivo, un ritmo de vida personal.
En algunos casos, sin embargo, esta conciencia nacional no se revela como fruto de una observación del pasado, sino como resultante de una actitud ante el porvenir. Los Estados Unidos constituyen, innegablemente, una [8] nacionalidad. ¿Cómo se reveló esa nacionalidad a los colonos y pobladores que habitaban aquel territorio en el siglo XVIII? ¿Se reveló acaso como producto de un pasado histórico de que carecían? No.
Su nacionalidad apareció ante sus ojos, no como una comunidad de pasado, sino como una comunidad de porvenir. Aquella población heterogénea (francesa, alemana, inglesa, criolla) se dio cuenta de que para realizar sus aspiraciones económicas era necesaria una independencia política con respecto a la metrópoli.
Y así surgió aquella nacionalidad, de un modo completamente nuevo para los tiempos modernos, como expresión de una actitud común frente al porvenir.
Después se afianzó su personalidad en el ejercicio de dos siglos de historia, adquiriendo una trayectoria y un estilo de vida perfectamente propios.
Hay que distinguir, por lo tanto, en el proceso de formación de las nacionalidades, dos actitudes: una, con respecto al pasado; otra, con respecto al porvenir.
Con respecto al pasado se adquiere la conciencia de la nacionalidad, se perciben los lazos o vínculos típicamente nacionales, se formula la característica de la propia historia, de la propia trayectoria nacional a través del tiempo.
Con respecto al porvenir se afianzan todos esos vínculos. El porvenir es revelador y unificador. En nacionalidades latentes, no nacidas aún, como los Estados Unidos en el siglo XVIII, hace sentir la necesidad de comenzar la vida propia, es decir, de crearse. Y en nacionalidades sometidas o mediatizadas, que han perdido temporalmente su ritmo de vida, su independencia, su marcha peculiar y libre, hace sentir (como en Lituania, a raíz de la guerra), la necesidad de reanudar ese ritmo, esa independencia, esa marcha interrumpidas.
Esa urgencia de reanudar la personalidad interrumpida, en las nacionalidades mediatizadas, es la que crea los separatismos. [9]
3. Resurgimientos nacionales
En efecto. Hemos asegurado que las naciones pueden subsistir sin ser estados. Que pueden sobrevivir a su propia independencia. Y que pueden reaparecer en una ocasión propicia. Vamos a citar un ejemplo típico en la historia política: el ejemplo de Polonia.
La nacionalidad polaca se elabora a través de toda la Edad Media, y se estratifica en los comienzos de la moderna. A fines del siglo XVIII la agitan disturbios políticos que la ponen en manos de las potencias vecinas. El territorio polaco se reparte por primera vez. El 17 de febrero de 1772 se firma este despojo magistral. Rusia, Austria y Prusia se aprovechan de la debilidad polaca.
Sobreviene la reforma de Poniatowski. Los disturbios persisten. Se renuevan las cuestiones fronterizas. Intervienen otra vez las potencias, y en 1793 un nuevo reparto vuelve a mermar el territorio polaco. (Es el momento de la sublevación de Kosciusko. Se enciende la guerra, y Suwaroff, el general de Catalina II, incendia Varsovia y aprisiona a Kosciusko. La nacionalidad polaca parecía muerta definitivamente. Kosciusko formula su célebre sentencia : Finis Poloniae.)
Como si esto fuera poco, en 1795 vuelve a repartirse el suelo polaco. Y la nación polaca queda desgarrada, mutilada, entregada al arbitrio de tres potencias distintas, bajo la férula de tres estados de diversa estructura.
Pasó así más de un siglo. Todo ese tiempo, sin embargo, no logró alterar lo más mínimo el espíritu nacional. Nada pudieron para modificarlo aquellos tres poderosos reactivos políticos que actuaban sobre distintos puntos del suelo polaco: Alemania, Rusia, Austria. La unidad espiritual de Polonia no se quebrantó ni un momento.
Durante esos años los gobiernos de las potencias dominantes tuvieron que luchar contra tres males internos. En [10] cada una de las tres naciones expoliadoras se planteó el mismo problema: separatismo polaco.
El pueblo sintió exaltarse su imaginación ante los tres sucesivos atropellos imperialistas. Y se habló del papel mesiánico de Polonia. Nuestra nación –dijeron– fue repartida como la túnica de Cristo. Así se formuló la teoría del mesianismo polaco (Lutoslaski).
Aquellas tres manifestaciones separatistas, gallardamente mantenidas durante un centenar de años contra las tres potencias dominadoras, dieron por resultado el resurgimiento de Polonia, al final de la guerra europea. Entre 1795 y 1918 Polonia padeció una larga esclavitud. Durante este período no se hubiera podido decir que Polonia era un estado. Pero sí se pudo decir que Polonia era una nación. Y una nación de formidable vitalidad, que supo dar un clásico ejemplo de resurgimiento nacional, de persistencia separatista.
4. Supervivencia del sentimiento nacional
Para perfilar aún más las ideas anteriores, ampliaré lo que llevo dicho.
Queda demostrado que una nación puede sobrevivir a largos períodos de mediatización, y a su propia independencia. Puede incluso renacer después de amputaciones y desgarramientos dolorosos.
Ahora vamos a depurar aún más el concepto de nacionalidad, desligándole del concepto de territorio. Las teorías de Ratzel y los geógrafos alemanes (ya apuntadas en Montesquieu e incluso en nuestros cronistas de Indias), llevaron a una amplia concepción de la tierra como modificadora del hombre. Y se habló de la sociedad antropogeográfica. O sea: de la solidaridad entre el hombre y el terreno.
Este concepto es irrebatible, pero no conviene exagerarlo. Algunos teoristas políticos han querido radicar el elemento sustancial de la nacionalidad, en la circunstancia [11] geográfica. La razón suprema de la nacionalidad, decían, es el territorio.
Concepto falso. Existe otro caso, también típico, de nacionalidad sin territorio. Es el caso judío.
Aquella nación, después de peregrinaciones y deportaciones en masa, había estabilizado su existencia en Palestina.
Allí sufren tres dominaciones extranjeras. La persa, la griega, la romana. No gozan de un momento de auténtica independencia. Y el año 69 son dispersados por Tito. Flavio Josefo relata la catástrofe. Se destruye la capital, se deshace el foco religioso, se ahuyentan los pobladores de Judea.
Desde entonces no tienen un lugar de residencia fija. Se establecen en multitud de sitios. Motivos religiosos en la Edad Media les convierten en perseguidos, y motivos comerciales les convierten en solicitados. Entre esas dos corrientes, una que les rechaza y otra que les llama, pasan siglos. Se crea, con sonora repercusión literaria, el mito del judío errante: Ahasverus.
Sin embargo, en veinte siglos no se pierde la conciencia de su nacionalidad. Ni siquiera sus caracteres raciales. Conservan su idioma, a pesar de hablar en la vida corriente las lenguas vivas del país que habitan.
Y a pesar de las distancias la vinculación religiosa, el confesionalismo mesiánico persiste. A este respecto el judío alemán no difiere del judío norteamericano o italiano.
Es la nación sin territorio, y, por consecuencia, sin estado. Actualmente se habla de un renacimiento sefardita. Error. Los sefardíes no precisan renacimiento, porque su espíritu nacional no se debilitó un solo momento. Renace la expectación europea o la atención mundial ante el «caso» semita, pero nada más.
¿Cuál es la razón de esa milagrosa persistencia nacional, sin estado ni territorio? De una parte, un poderoso separatismo; de la otra, una máxima tendencia a la homogeneidad. [12]
El separatismo judío no sólo se manifiesta colectivamente, sino individualmente. Son inasimilables como pueblo y como individuos. En este sentido puede hablarse de un «separatismo individualista», o mejor, de una reacción individualista contra todo estado que no sea el propio, contra toda nación que no sea la suya.
Al hacer esta breve disquisición sobre el ejemplo judío, me guió la intención de deducir algunas conclusiones alusivas al tema que tratamos y fortalecer cuanto llevo dicho.
1. El estado presta a la nación más consistencia, la cohesiona y la prepara contra las eventualidades históricas; toda nación debe organizarse en estado, pero sin serlo puede subsistir, no solamente un siglo, como Polonia, sino veinte, como la nación judía.
2. El mismo territorio no es elemento esencial a la nación. La nación con territorio propio y fijo se robustece y enraíza en sus propios destinos, pero no es ingrediente absolutamente necesario. Sin embargo, la historia presenta escasos ejemplos de nacionalidades errantes. La tendencia es buscar tierra en que enraizarse y establecerse definitivamente, hasta confundirla con la propia esencia nacional.
3. Es inútil asentir cuál es el vínculo más útil a la persistencia de la conciencia nacional. En unos casos aislados es el idioma; en otros, la costumbre; en otros, como en el judío, la conciencia religiosa y la aptitud comercial. En realidad, la nación no se confunde con uno solo de estos elementos, ni siquiera con el más destacado. La nación es la resultante de la armonía unificadora de todos ellos.
Hemos citado los dos casos típicos de supervivencia nacional: Polonia y el pueblo judío. Existen otros muchos, de casos semejantes al de Polonia, como Lituania. Lo esencial es mostrar algunos ejemplos históricos de pueblos que recobraron su personalidad, que parecía aniquilada y perdida.
Podemos, por tanto, reconocer, en el vasto campo de las fuerzas históricas, una fuerza latente e inextinguible: la supervivencia del sentimiento nacional. [13]
Advirtamos que no sólo entran entre los componentes de esta conciencia nacional contenidos exclusivamente ideales, sino también contenidos económicos.
No olvidemos la concepción marxista de la Historia, en gran parte verdadera. Uno de los ingredientes del nacionalismo es factor económico. Una nacionalidad no puede realizar sus destinos económicos y satisfacer sus propias necesidades agrícolas, industriales o financieras, supeditada sin libertad a un estado, y privada de su arbitrio para regirse.
Por tanto, hay que tener muy en cuenta el contenido económico, en la supervivencia del sentimiento nacional.
Ahora podemos entender más claramente el separatismo. Separatismo no es sino una manifestación, una modalidad, un matiz de esa supervivencia. Cuando en un país sobrevive su conciencia nacional por encima de toda mediatización, y actúa para restablecer a su primitiva libertad el ejercicio de sus destinos, ese país hace labor separatista. Ahora comprenderemos también por qué el separatismo, sea cualquiera su época y su actuación, encierra contenidos económicos.
5. Nacionalismo y regionalismo
Ahora podemos definir estas dos doctrinas, cuyo concepto es necesario fijar para captar las esencias de la política separatista. La palabra «nacionalismo» tiene una superabundancia de acepciones que la hace peligrosa. Es preciso evitar confusiones originadas en este exceso de significaciones.
Primeramente vamos a exhumar su sentido económico. En la economía actual se plantea el problema del mercado nacional frente al internacional. Hay naciones como Inglaterra que pueden llamarse «estados puramente industriales», ya que en ellos la industria es inmensamente superior a la agricultura. Estos estados atienden al tráfico mundial, aspiran al mercado internacional. Realizan un [14] programa económico que recibe el nombre de cosmopolitismo. Otros, por el contrario, constituyen estados agrario-industriales, y atienden a sus propias necesidades, preocupándose poco del mercado mundial. Esta tendencia en economía se llama nacionalismo. No es esta acepción de la palabra nacionalismo la que manejaremos aquí.
Ahora expongamos su sentido imperialista. Algunos llaman nacionalismo a cierta doctrina de máxima depuración del tipo nacional. En este sentido, los partidos nacionalistas aspiran a eliminar, o, por lo menos, a neutralizar en el estado, todo lo que no sea nacional, impidiendo que intervengan en la vida pública elementos que no sean depuradamente indígenas. Tal es el sentido del nacionalismo alemán. Claro que este tipo de nacionalismo se da solamente en aquellos países en que estado y nación casi se confunden, en que no hay varias naciones dentro de un mismo estado. Pero tampoco es esta la acepción que utilizaremos aquí.
Y llegamos al tercer sentido de la palabra nacionalismo. Cuando dentro de un estado centralizador existe una nación mediatizada, que aspira a una restitución de sus derechos, su autonomía administrativa, su personalidad como pueblo libre, esta aspiración puede llamarse nacionalista. Concretados al caso inglés, podemos citar como ejemplo a Irlanda. Irlanda atravesó dolorosas etapas de su vida para conseguir su actual constitución política. Deseaba restablecer en ella (céltica y no sajona) cuanto había constituido en otro tiempo su antigua individualidad, ya que no su independencia. Esta aspiración irlandesa, y la política realizada para conseguirla, es lo que también llamamos nacionalismo, y lo que aquí entenderemos por tal. En el mismo caso puede hablarse de nacionalismo en Francia, concretándonos al país bretón, en el macizo armoricano. Y, en efecto, existe allí, según Scheu, un efectivo movimiento nacionalista.
Esta tercera y última acepción del vocablo nacionalismo, es la que emplearemos al hablar de los nacionalismos españoles. [15]
Bien claramente se desprende de aquí que esta explicación de la palabra «nacionalismo» se basa sobre el concepto nación. Pero ahora es el momento de hacer una distinción necesaria para evitar posibles confusiones.
En el lenguaje habitual solemos decir indistintamente estado o nación sin diferencia aparente. Esto se debe a que en la mayoría de los casos el estado, en efecto, se confunde con la nación. O sea, como antes decíamos, que el estado es la nación organizada. Así hablamos con exactitud al decir «estado alemán» y «nación alemana», «estado argentino» y «nación argentina». Pero no al decir «estado británico» y «nación británica». Estado británico puede decirse, ya que las islas británicas (Inglaterra, Irlanda, &c.), viven bajo una fórmula estatal. Pero no puede decirse nación británica, porque Irlanda e Inglaterra son dos naciones distintas, formando, por una especie de pacto, un estado único, hoy con el vínculo de unión sumamente debilitado.
Cuando hablemos de separatismo, al emplear el vocablo nacionalista ha de restituirse mentalmente al concepto nación todo su riguroso sentido, evitando por completo la corriente confusión con el concepto estado.
Y ahora, explicado el nacionalismo, comparémosle con el otro término: regionalismo.
Al construir el concepto nacionalismo hemos tomado como base la idea de nación. Del mismo modo, para formarnos una definición del regionalismo hay que partir del concepto de región.
Hemos concebido la región como una modalidad, una variante meramente geográfica. En una nación pueden existir varias regiones, según las modalidades étnicas, lingüísticas, económicas, &c., que ofrezcan sus diferentes circunscripciones geográficas.
Por lo tanto, el sentimiento de regionalismo, o sea, estudio y defensa de las realidades e intereses regionales, es mucho menos eficaz y vital que el de nacionalismo.
No pueden, pues, ser confundidos.
Si un catalán nos dice «soy regionalista» nos da a entender, con arreglo al resto de España, una política totalmente [16] distinta que uno que diga «soy nacionalista». (Sin embargo suele hacerse un abuso del término regionalismo, empleándole con imprecisión, pues hay quien le confunde con la doctrina nacionalista.)
Intentaré una diferenciación genética de estos dos conceptos. El nacionalismo actúa por convicciones, se presenta como una necesidad, como una urgencia de restituir a una nacionalidad mediatizada sus derechos. Tiene, pues, un carácter de exigencia, de cosa necesaria y patética.
El regionalismo, por el contrario, tiene un concepto más atenuado de la personalidad.
En ambos sentimientos, nacionalista y regionalista, (más palpitante en el primero que en el segundo), existe una característica constante: la espontaneidad.
En tal sentido habla Charles Brun de un regionalismo espontáneo. Y mayormente aún puede hablarse de nacionalismo espontáneo. Todo nacionalismo supone un sentimiento de personalidad, que puede estimularse, enardecerse y avivarse por la propaganda, pero que está ya latente, primario y real en la conciencia.
Por eso, y solamente por eso, el nacionalismo no es una fórmula, sino una doctrina; tiene un valor de ejemplaridad y clasicismo, más que una rigidez o un hermetismo formulista.
Nacionalismo es doctrina y aspiración, o sea: teoría y sentimiento; mientras que regionalismo es solamente sentimiento. En el nacionalismo se vinculan dos fuerzas: una económica, otra sentimental. Nacionalismo es esencia; regionalismo es modalidad.
6. Aclaración de la fórmula separatista
Hemos llegado al fin de esta trabajosa introducción, en condiciones de esclarecer terminantemente el sentido del separatismo. El separatismo es una tendencia a disgregarse del estado [17] centralizado, restituyendo todos los derechos a la nacionalidad, acumulando en ella todas sus primitivas autonomías, independizándola en absoluto de toda mediatización.
Es natural que la tendencia separatista ha de apoyarse por fuerza en la concepción doctrinaria del nacionalismo. Separatismo sin nacionalismo carece de sentido.
Supongamos el caso de Galicia, juzgado por un regionalista y por un nacionalista. El regionalista, considerándola simple matiz, simple variante de una nacionalidad más amplia, no pedirá desintegrarla del estado español. El nacionalista, juzgándola por su historia, su lengua, sus usos, su derecho consuetudinario, su ritmo de vida, en una palabra, como una nación mediatizada desde el siglo XV por otros territorios peninsulares, pedirá una separación. Todo separatismo, por tanto, se apoya en una previa doctrina nacionalista. Entre estos términos hay una absoluta interdependencia. Nacionalismo significa teoría; separatismo significa táctica. Nacionalismo es doctrina, razonamiento previo, premisa. Separatismo es acción, deducción, consecuencia.
Concretándome al caso de España, expondré aquí un pensamiento básico que desarrollaré después más extensamente.
Desde los tiempos de la Dictadura se viene presentando el separatismo (especialmente en lo que respecta a Cataluña) como una perniciosa tendencia. El separatismo, se dice, destruiría a España. Separatismo es disgregación, anarquía, pulverización del estado. Se presenta la concepción separatista de España como una época de Taifas.
Conviene aclarar que solamente una intención maligna puede lanzar a la circulación afirmaciones tan ingenuas y tan desprovistas de sentido, concebibles sólo en una propaganda al servicio de un régimen en ruinas.
Por el contrario, el separatismo sería la auténtica integración de España. Restituiría a las naciones que integran el solar español sus derechos, sus autonomías administrativas, sus libertades. En una palabra: el arbitrio de sus destinos. [18]
Y después, libremente, las mismas naciones españolas podrían volver a unirse, a confederarse, estableciendo la verdadera unidad hispánica, basada en un principio de armonía, no de compacta estructuración; de confederación, no de centralización.
España sería, así reconstruida, un concierto de naciones libres, que por un contrato realizado con plena responsabilidad y solvencia, uniría sus destinos y los subordinarían a un ritmo común de vida, ya que las condiciones geográficas externas, y las también externas circunstancias históricas les impulsan a necesitarse, a ayudarse y a desarrollar juntamente sus vidas.
Una previa separación de las naciones españolas no destruiría, ni mucho menos, la unidad hispánica. La. robustecería por contrato. Es ingenuo o maligno sostener lo contrario, ya que, bien sabido es, nuestras naciones, económicamente, se complementan y se necesitan.
Ahora bien, ¿cuáles son esas naciones españolas? ¿cuál ha sido su génesis, su sentimiento nacionalista, sus características fundamentales? ¿En qué momento crítico de la historia resurgieron las conciencias nacionales latentes bajo la centralización absolutista de los siglos XV a principios del XIX?
Esto es lo que constituirá el objeto de las páginas siguientes, después de explicados en general los conceptos fundamentales.
Capítulo primero
Antecedentes históricos anteriores al siglo XIX
1. La formación del Estado español
El estado español como conjunto es una idea bien moderna. No data más allá del siglo XV. Pero la génesis de nuestras nacionalidades hay que buscarlas en la Edad Media, larga etapa de la adolescencia de la historia española.
Nos encontramos ante un hecho común que da a España un carácter histórico peculiar frente a Europa: la invasión árabe. Este hecho determina, no solamente una fisonomía particular para los territorios españoles, sino un robustecimiento de las individualidades étnicas, geográficas e idiomáticas de cada uno de esos territorios.
«Cuando el Islam dejó de constituir un vecino peligroso para la mayoría, cada uno dirigió su mirada a horizontes diversos, lucharon repetidamente entre sí, y en su aislamiento crearon lenguas, regímenes y tradiciones diferentes. Francia, en medio de su fraccionamiento feudal, siempre fue una; en Alemania, por cima de la multiplicidad de sus estados, dominó siempre la idea del Imperio; en España no hubo Landesherren, porque jamás existió una sola monarquía subdividida, sino muchas y pequeñas.» (Sánchez Albornoz.) [20]
En la reacción contra el Islam tenemos que distinguir, por tanto, dos momentos. En el primero, el peligro es común. Se forman tres focos de resistencia a lo largo de toda la línea norte de la Península. Estos focos de resistencia van ganando terreno hasta consolidarse lo suficiente. Al llegar el siglo X existen ya formados tres estados: León y Asturias, Navarra, Cataluña.
El año 1035 por un reparto herencial se forman dos nuevos reinos en la Península: Castilla y Aragón.
A partir del siglo XI el peligro musulmán ya no es común. Ya los estados españoles tienen suficientemente garantizada su vida. Desde ese segundo momento cada cual sigue sus propios destinos, luchando indistintamente contra los estados musulmanes o contra los cristianos, según las conveniencias y las circunstancias, y sin que exista esa solidaridad cristiana frente los sarracenos, ni esa epopeya hispánica de reconquista que la retórica tradicional ha querido presentarnos.
Así se desenvuelve la vida española en la Edad Media. Los árabes, cada vez más debilitados, van perdiendo terreno. Esta decadencia del Islam no se debe a una coalición permanente de los estados cristianos, sino a la acción constante de cada uno por separado, en defensa de los propios intereses.
Con el siglo XV cambia el estado de cosas. Uno de los focos de absorción política logra sobreponerse a los demás: Castilla. Un matrimonio dinástico pone en unas mismas manos todo el territorio español. Y así aparece el concepto de España como estado. Fruto de una centralización, no de una fusión de nacionalidades.
2. Evolución externa de las distintas nacionalidades
Durante la Edad Media cada una de las nacionalidades españolas sigue un camino diferente y recorre distinta trayectoria.
Desde el primer momento Cataluña va adquiriendo su ritmo propio. En el siglo IX comienza a desarrollarse su [21] historia bajo la influencia francesa. Ludovico Pío constituye la marca hispánica, como provincia española de su imperio, iniciando así el régimen feudal en Cataluña, donde gozó de mayor arraigo que en ninguna otra parte de España.
Años más tarde (874) uno de los condes catalanes, Wifredo el Velloso, se encuentra lo suficientemente capacitado para independizarse de los francos, y así lo realiza, luchando contra Carlos el Calvo.
Con Wifredo comienza la serie de condes independientes. Durante este periodo Cataluña se vigoriza, se afianza su personalidad, formula su ritmo de vida. La serie de condes independientes termina en 1137. En este año se unen Aragón y Cataluña, por el matrimonio de su conde Ramón Berenguer IV con la hija del rey de Aragón doña Petronila. Esto revigoriza el estado aragonés, que realiza sus amplios destinos históricos merced al esfuerzo catalán vinculado desde entonces.
Esta unión no hace perder su personalidad a ninguno de los dos estados. Cataluña conserva su lengua, su literatura, sus tradiciones, su derecho. Si alguna vez una extralimitación aragonesa comprometió la personalidad o los intereses catalanes, una inmediata rebelión volvió las cosas a su primitivo equilibrio, como en la sublevación de la Diputación catalana contra Juan II de Aragón y Sicilia en 1462.
El estado aragonés-catalán encontró sus rutas históricas en el Mediterráneo, una vez terminada, con entera rapidez, su reconquista, una formidable fuerza de expansión económica y política les impulsa a Italia y a Oriente. Y en estos escenarios europeos se realiza la mejor historia exterior de estas naciones españolas.
Por su parte, Castilla aparece también como reino independiente en 1035. Su separación de León y Asturias no tenían otro fundamento que las ambiciones o los repartos personales dentro de una dinastía. No había las suficientes diferencias nacionales para justificar una desmembración entre sus territorios, y así, desde los primeros [21] momentos, tienden a una cohesión que se consolida en 1217, año de la unión definitiva de León y Castilla.
Constituida con formidables vínculos esta nacionalidad, su poder de absorción es tremendo y se extiende a cuanta tierra aparece a su alrededor. Galicia, más débil y desgarrada por luchas internas, es prontamente mediatizada. Los grandes esfuerzos de Castilla se dirigen al sur, donde están las tierras islámicas, teatro de sus ansias expansivas. Los destinos de Castilla no podían ser marítimos. Quedaron comprimidos tierra adentro, y esto hizo más poderosa su fuerza centralizadora, su mediatización constante.
Por eso ha podido decir Sánchez Albornoz: «A su alrededor no encontró más que a España, sintió más que ninguna otra la solidaridad superior de raza, de cultura, de tradiciones, de intereses que unían a los reinos ibéricos, y se lanzó a la empresa de rehacer España.» Es innegable que Castilla fue la gran vinculadora de España, pero por absorción, no por fusión de las distintas personalidades nacionales de la Península. Rehizo España con violencia, centralizándola, no armonizándola. Conviene tener presente que esa superior solidaridad de que habla Albornoz ha sido creada por una circunstancia geográfica de aislamiento de Europa (Pirineos) y una circunstancia histórica de invasión común. Es, pues, una solidaridad efectiva, pero no tan honda que borre las esenciales, humanas y radicales diferencias nacionales.
Así como Aragón se lanza al Mediterráneo, con Cataluña, Castilla se lanza al Sur. Concluye la obra de la reconquista. Y une a su reino, bajo un mismo cetro, regiones con personalidad propia (Extremadura, Murcia) pero que no constituían nacionalidades.
Por su parte, Galicia lleva otra marcha histórica ajena y distinta a la catalana, la aragonesa y la castellana. La vida de Galicia en la Edad Media es una dolorosa tragedia política. Región rica y pobladísima, de gran tradición intelectual desde la época romana, coadyuva a la reconquista desde los primeros momentos, y envía millares de pobladores a los terrenos que la expansión leonesa y castellana [23] van arrancando al Islam. Galicia conquista y repuebla. Pero su esquinamiento en un extremo de España, encerrada entre dos mares y una nacionalidad poderosa la somete a una especie de asfixia. El feudalismo se recrudece en su seno y este exceso de vida (individualismo feudal) la desgarra, facilitando la mediatización castellana.
Esta mediatización se realiza. En un principio los reyes de León (como Alfonso III) son coronados en Compostela como reyes de Galicia. Bermudo II también es coronado en Galicia contra Ramiro III de León, y a la muerte de éste pasa Bermudo II a ocupar los dos reinos.
Estos hechos revelan la indudable individualidad nacional de Galicia. Pero los disturbios nobiliarios mantienen la nación en convulsión perpetua. En 1065 pasa el reino de Galicia a manos de García, hijo de Fernando I. Cuando parecía que iba a comenzar una era de independencia nacional, Alfonso VI se apodera del reino. Continúa la mediatización.
Viene después la época de doña Urraca y del arzobispo Gelmírez, ambicioso y turbulento. Se desencadena entonces una anarquía permanente. Y, sin embargo, como manifestaciones nacionales surgen una literatura y un arte florecientes y magníficos. Se acentúa la tradición intelectual, y Galicia desempeña el papel de mantenedora del ecumenismo: ella mantiene a España en constante relación con Europa por las peregrinaciones.
Los siglos posteriores al XIII transcurren en guerras intestinas, luchando entre sí el poder real, los nobles, los prelados y los poderes populares. Castilla continúa detentando la libertad de la nación gallega, y su obra de mediatización culmina con los Reyes Católicos.
Tales eran la marcha de las nacionalidades gallega, catalana, aragonesa y castellana. Por su parte, las provincias vascongadas y Navarra habían seguido independientemente su propio ritmo. Navarra es un reino de orígenes algo nebulosos, esclarecidos en parte por Ximénez Embún (siglo XIX). Tuvo un momento de centralización en que llegó a ser el reino más poderoso de España, con [24] Sancho el Mayor. Esta unidad quedó reducida prontamente al lógico fraccionamiento nacional con el reparto del mismo rey en 1035, que origina la aparición de Aragón y Castilla.
Después Navarra conserva una permanente nacionalidad, unas veces fundida a Aragón, independiente otras, hasta que los Reyes Católicos la unen a sus dominios al centralizar el estado español. Navarra, como Cataluña, vivió parte de su historia bajo la influencia francesa.
Otras regiones españolas no lograron cuajar en nacionalidades. Las provincias vascongadas presentan un extraño fenómeno. A pesar de su comunidad de raza y lengua, dice Altamira: «nunca formaron unidad política ni las relaciones entre ellas fueron muy íntimas ni frecuentes en la vida pública». El individualismo vascongado (personalismo ibérico) retrasó el nacionalismo. A pesar de existir los vínculos que constituyen una nación, faltó esa voluntad o arbitrio de unión, que cohesiona a un pueblo y acentúa más su nacionalidad. Fue modernamente, en el siglo XIX, cuando los vascos recapacitaron su historia y sintieron, en vista de circunstancias económicas y políticas que hasta entonces no habían afrontado, la necesidad de unirse. Y así surgió, muy recientemente, un nacionalismo vasco que no tiene profundas raíces históricas, aunque sí auténticas justificaciones raciales, idiomáticas y económicas que hasta entonces no habían afrontado, la necesidad de unirse.
Nos queda por examinar el caso de Valencia y el caso de Andalucía. Valencia, fecundísima en sus aportaciones propias a la cultura española, no constituye realmente una nacionalidad. Su lengua es dialecto del catalán, con influencias diversas. Durante unos momentos (1094), conquistada por el Cid, recibe influencia castellana. Reconquistada por los árabes, pasa, por fin, ya algo tarde, en 1238, a la corona de Aragón. Así entra Valencia, bajo Jaime I, a formar parte de los reinos del Este de España, que realizaron juntos una enorme labor de expansión cultural, comercial y política. Valencia presenta un [25] cuádruple carácter: largo tiempo retenida entre los árabes, no puede sustraerse a una veta de islamismo que creó su gran agricultura y su fina sensibilidad literaria; por parte de Aragón, recibe una herencia política; por parte de Cataluña, influencias idiomáticas y jurídicas; por parte de Castilla, diversos elementos transmitidos por los contactos políticos. Este carácter mixto la convierte en una región matizada de distintas nacionalidades, de fecunda diversidad.
Andalucía, sometida a la acción pasiva de los árabes que le legaron costumbres y enseñanzas tradicionales, y a la acción incesante de Castilla que le imponía nuevos usos, idioma e instituciones durante varios siglos, tampoco puede llamarse a conciencia una nacionalidad, aunque sí es una región con vida económica y caracteres geográficos propios.
Las Baleares, por último, a pesar de su aislado carácter insular, son una región de la nacionalidad catalana. Las reconquista Cataluña de manos de los árabes, pero perdidas poco después, es Don Jaime I quien, en 1229, las incorpora a la influencia aragonesa, haciéndolas en 1234 parte de su reino.
Estas islas, independientes más tarde, no se sustrajeron nunca a la influencia catalana, de la cual dependió su formación histórica y lingüística.
3. Evolución interna
Hemos apreciado por un brevísimo memorándum histórico cómo las distintas nacionalidades de la Edad Media española siguen, durante siglos, un ritmo diferente, una historia política con fines distintos y marcha independiente.
Esas diferencias de carácter externo son importantísimas, porque ponen de relieve la diversidad de pasados históricos existentes en la Península. [26]
Pero más interesantes son las diferencias estructurales internas, entre cada una de las naciones españolas, porque revelan las distintas esencias que las constituyen, y perfilan de modo más exacto las propias personalidades.
Como primera nota distintiva podemos acusar la variedad idiomática de España. En cada una de las nacionalidades hispánicas se forma y se habla desde principios de la Edad Media una lengua distinta, que acusa y perfila más todavía las naturales peculiaridades nacionales.
El idioma gallego aparece en los documentos desde el siglo X, y le encontramos completamente formado, produciendo una magnifica poesía lírica, manifestación del sentimiento nacional, en el siglo XII. Es la lírica de los cancioneros de la Vaticana, de Axuda y de Colocci Brancuti. Ese idioma, padre del portugués, y paralelo a éste en su desarrollo, se detiene luego por la mediatización de Castilla, pero no por detenerse en su evolución deja de hablarse, más o menos intensamente, en todo el pueblo de Galicia hasta nuestros días.
El catalán, por su parte, se perfila como nuevo idioma sobre el siglo X, poco más o menos; se desarrolla en los trovadores anteriores al XIII, y destaca en pujante plenitud entre 1250 y 1500 (según Comerma), distinguiéndose especialmente en las crónicas históricas (Desclot, Muntaner, &c.); documentos jurídicos (Usatges, Llivre del Consolat); filosofía (Lull, &c.); moral y ascética (Arnáu de Vilanova, San Vicente Ferrer); y en la novela y la poesía. A partir de 1500 experimenta, como el gallego, una larga decadencia, aunque sin desaparecer, ni mucho menos, pues continuó hablándose hasta el renacimiento del siglo XIX.
El castellano, más afortunado, aparece formado un poco más tarde que el gallego y el catalán, pues sus primeros monumentos del siglo XI y XII tienen una rudeza que no resiste comparación con la armonía del galaicoportugués y la hermosa entonación del catalán.
También en Vasconia persiste, por encima de toda influencia, el idioma indígena, preocupación de filólogos y [27] lingüistas por su difícil entronque. El vasco, como el catalán y gallego, fue acosado por la influencia castellana.
La diversidad institucional no es menos profunda que la lingüística. En Cataluña hay un feudalismo plenamente distinto al castellano y al gallego. Los poderes populares alcanzan su máxima expresión en Castilla y León, con el Municipio y las Cortes, y su mínima expresión en Galicia. El justicia aragonés asoma ya un principio de constitucionalidad que en Castilla se manifiesta de maneras muy distintas. El derecho consuetudinario se manifiesta de manera plenamente distinta en Cataluña y Galicia que en Aragón y Castilla. Hacia el centro de España los fueros van desapareciendo con rapidez, mientras que en Navarra persisten a través de toda la Edad Media, y algunos llegan a la contemporánea.
Estas diferencias institucionales no pudieron ser dominadas de repente por el centralismo absoluto de los Austrias, y esto hizo más doloroso el imperialismo.
La diversidad de regiones geográficas no es menor ni menos importante que la de idiomas e instituciones. Galicia constituye con su provincia segregada (el Vierzo), una región natural, montañosa y accidentada, comprendida en la cuenca Norte del Miño. Otra región, las Vascongadas. Cataluña, al nordeste, es un país naturalmente diferenciado de Aragón por su orografía y sus ríos, series de cuencas superpuestas de Norte a Sur. Castilla es meseteña, al revés de Andalucía, separada por cordilleras y desniveles, que es fundamentalmente país de grandes llanuras. Y así se diferencian entre sí éstos y otros territorios españoles. Tales características geográficas subrayan y robustecen más aún las diferencias nacionales, creando para cada nación hispánica, no sólo una condición de vida distinta, desde el punto de vista del clima o el paisaje, sino también una economía autónoma y diversa. [28]
4. El centralismo imperialista
Desde fines del siglo XV se realiza la unidad artificiosa de España de que he venido hablando, bajo los Reyes Católicos. Al morir en Castilla Enrique IV son aclamados Doña Isabel y su esposo el hijo de Don Juan II: Fernando V. Esto ocurría en 1474. Años después muere en Aragón Don Juan II y Fernando le hereda, en 1479. Así queda realizada la llamada unidad nacional, como si por un simple contrato matrimonial seguido de una adusta política centralista quedaran fundidas y desaparecieran tan hondas diferencias y tan diversos intereses como existían en España.
Las naciones más favorecidas en esta unión fueron las de los reyes consortes, Aragón y Castilla. Las demás habían de sentir pronto el peso de aquella unión artificiosa, y así fue.
En Galicia el malestar se dejó sentir por el recrudecimiento de las luchas nobiliarias y la guerra hermandina. Los Reyes Católicos tuvieron que segar en aquel país los restos de libertades que quedaban. El mariscal Pardo de Cela, degollado en Mondoñedo, quedó como símbolo de la oposición gallega a la mano dura e inflexible de los Reyes Católicos.
Navarra, regida por Juan de Albrit, fue incorporada bélicamente a la corona de España por Fernando V, en 1512.
Esta obra de centralización realizada por los Reyes Católicos fue el prólogo de un largo período de absolutismo, de siega de libertades y de centralismo imperialista.
Fernando V, príncipe prototípico del Renacimiento, presunto modelo de Maquiavelo, fue un rey de la camada del terrible Luis XI de Francia y Enrique VII de Inglaterra.
Supersticioso y feroz, Fernando V, con su consorte, establecen la Inquisición (1477) y expulsa, con los judíos, un importante factor de la vida comercial de España. [29]
5. Las nacionalidades españolas hasta el siglo XIX
Dado este primer paso por los Reyes Católicos, las dinastías posteriores se encargan de rematar la obra centralista. Los Austrias (1517-1699) se encargan de hacer desaparecer fueros, municipios y cortes.
Se implanta el más desenfrenado absolutismo. Durante todos estos años no faltan movimientos de carácter revolucionario. Las comunidades de Castilla fracasan en Villalar (1521), las germanías de Valencia son exterminadas en 1522.
En tiempos de Felipe II un movimiento nacionalista entre los moriscos de Andalucía agita al país en 1567, por las absurdas coacciones de la monarquía absoluta.
Por idéntica causa, Aragón, viendo disminuidas sus libertades tradicionales, promueve alteraciones ruidosas, primeramente con los sucesos de Antonio Pérez y la ejecución del justicia, y más tarde con los disturbios de Teruel, Albarracín, Ariza, Ribagorza, &c. (1585-1591).
Con Felipe III la intransigencia absolutista se extiende a los moriscos, que son expulsados entre 1609 y 1614.
Estos mismos desaciertos perduran en la época de Felipe IV. En esta época se cometen tremendos errores con Cataluña, que se rebela continuando el antecedente, sentado en el siglo XV, de protesta contra, el absolutismo centralizador. Las incidencias de esta lucha duran entre 1629 y 1653. Francia interviene ventajosamente, y la monarquía absoluta de los Austrias no sacó en limpio sino sembrar odios, enardecer los ánimos y sublevar Portugal, incorporado por Felipe II, que se separa en, 1668, ya reinando Carlos II.
Esta guerra catalana costó sangre, dinero y odios, pues Portugal, al separarse revolucionariamente, justamente indignado por los atropellos centralistas, abrió una barrera difícilmente franqueable entre sus destinos y las demás naciones españolas. [30]
Por otra parte, nuevas agitaciones ensangrentaron a España en el siglo XVII como consecuencia de la reacción contra el centralismo tiránico.
A las manifestaciones separatistas de Portugal y Cataluña, tan difícilmente aplacadas, hay que añadir la de Andalucía con el duque de Medina Sidonia, en 1641, que reveló el malestar de la región. Vizcaya se sublevó también contra sus alcaldes, sus regidores, y el enviado del monarca, duque de Ciudad Real, en 1631. En Aragón una conspiración parecida a la del duque de Medina Sidonia puso en momentáneo y transitorio peligro la artificiosa unidad, pues don Carlos Padilla se proponía proclamar rey de Aragón al duque de Híjar.
Todos estos movimientos y otros menos importantes, conspiraciones, sublevaciones y motines, se repiten incesantemente durante el siglo XVI y el XVII, lo cual prueba el inmenso malestar nacional bajo el tiránico centralismo de los Austrias. A ellos habría que añadir las agitaciones americanas.
Y no es que faltaran en España hombres de visión política. Conciencia de la variedad nacional de España, y de la coexistencia de distintos pueblos en el territorio peninsular, la tenía el agudo Gracián cuando escribía (siglo XVII) :
«Los mismos montes, los mismos mares y ríos le son a Francia término connatural, muralla para su conservación. Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir.»
Los reyes absolutistas de España, Austrias primero, Borbones después, no tuvieron esa «gran capacidad» para unir y conservar.
A través de los siglos XVI, XVII y XVIII, la conciencia nacionalista, más o menos despierta, más o menos latente, perduró en España, manifestada en motines, conspiraciones y sublevaciones separatistas. Bajo los Borbones estas [31] convulsiones disminuyeron por la fatiga del país ante las continuas y desastrosas guerras exteriores.
Pero resurgieron a la hora propicia, resurgieron en el siglo XIX, al alborear sobre España el régimen constitucional, y al abrirse un margen de libertad política.
Cómo ocurrió ese renacimiento en cada una de las dormidas nacionalidades, cómo evolucionó hasta nuestros días, es lo que nos queda por examinar, una vez explicados los precedentes históricos.
Capítulo II
Los movimientos nacionalistas y el separatismo desde los resurgimientos hasta 1930
1. Los resurgimientos: características generales
Llamamos resurgimientos (renaixement dicen los catalanes y renascencia los gallegos) al despertar de la conciencia nacional en Cataluña, Galicia y las Vascongadas en el siglo XIX.
Habíamos comprobado de una manera terminante que, a pesar del absolutismo centralista que existió en España los siglos XVI al XVIII, las nacionalidades españolas conservaron sus respectivas personalidades, manifestadas en los primeros tiempos con convulsiones de carácter rebelde frente a los excesos absolutistas, y durante el siglo XVIII mediante el cultivo continuo del idioma, que no solamente no se perdió en ninguna nacionalidad española, sino que siguió produciendo manifestaciones literarias, aunque escasas, en Cataluña y Galicia.
El siglo XIX trajo a España dos tendencias nuevas a cuyo abrigo, liberal y moderno, renacieron las conciencias de sus nacionalidades.
Esas dos tendencias fueron, la una, de carácter político (constitucionalismo); la otra, de carácter literario (romanticismo). Al abrigo del régimen constitucional y de la literatura romántica, surgen las primeras manifestaciones de renacimientos nacionales.
En Cataluña pueden situarse los primeros latidos del resurgimiento hacia el año 1833, lo mismo que en Galicia, aunque en ambos sitios se desarrolla con toda su pujanza más tarde. [33]
Las características generales de estos movimientos son: a) El uso de la lengua, la resurrección de las literaturas vernáculas, la fundación de periódicos y publicación de libros en los respectivos idiomas, celebración de juegos florales, &c.
b) El gusto romántico imperando en la literatura, inspirándose un poco Cataluña en Francia y Galicia en Portugal.
c) El comenzar por un simple movimiento regionalista, que más tarde se fue desenvolviendo, adquiriendo más bríos hasta rebasar los estrechos límites del regionalismo para alcanzar su verdadera extensión, su auténtico contenido nacionalista, y, por último, su fórmula política separatista, mucho más acentuada en Cataluña que en Galicia, pero igualmente justificada en ambas.
d) El nacer al abrigo de un régimen de libertad (por lo menos, nominal) y de una época tan agitada como la del constitucionalismo español del siglo XIX.
Las mismas características, poco más o menos, distinguen el nacionalismo vasco, aparecido mucho más tarde, y de carácter menos literario por la especial estructura de la lengua.
Ante el ejemplo de Cataluña y Galicia se despertaron en España otros movimientos mucho más débiles y atenuados, de carácter regionalista (Aragón, Andalucía, Mallorca). Resumiendo:
Los nacionalismos españoles se distinguen por una continua propaganda literaria y por una evolución de la fórmula regionalista (meramente sentimental) a la posterior fórmula separatista (de contenido político).
2. Evolución del separatismo catalán
Los precursores del renaixement en Cataluña fueron, dice Comerma, los que a principios del siglo XIX [34] constituían la escuela castellana (Capmany, Cabanyes, Coll i Vehí, &c.). «La labor de estos hombres, aun escribiendo en castellano, no fue estéril para el renacimiento de las letras catalanas. Prepararon su venida, elevando el nivel de cultura en nuestra tierra.» (Comerma.)
Después de éstos sobresalen Aribau, Rubió i Ors, Bofarull, Aguiló i Fuster, Milá, que comienzan a escribir en catalán y forman el tránsito hacia una fecha que marca el primer gran avance regionalista: el año 1859.
Este es el año de los juegos florales. La tendencia era restaurar la lengua catalana al esplendor de que había gozado en la Edad Media, cuando «dio carne y vestido al pensamiento del gran poeta del amor, Ausias March, y habló de filosofía antes que ninguna otra lengua moderna, por boca de Raimundo Lulio».
Surgen de pronto verdaderas pléyades de escritores catalanes. Es el momento de Víctor Balaguer. Se prefieren los temas históricos, novelescos y rurales. Aún no es el momento de la literatura política.
La literatura quedaba encarrilada. Aparecieron Verdaguer y Maragall, y tras éstos la gran pléyade poética catalana, sin interrupción hasta nuestros días, que culmina en poetas de generación reciente, como los citados por Schneberger en su Antologie des poetes catalans contemporains (1922).
La enorme producción literaria en lengua catalana y la inmensa cantidad de periódicos y revistas en el mismo idioma, consolidaron y revigorizaron completamente y para siempre el uso del catalán. La literatura había realizado su misión. Veamos ahora la evolución de las ideas políticas.
Valentí Almirall (1840-1904) fue quien primeramente expuso las doctrinas catalanistas, educando y formando generaciones nuevas en Lo catalanisme y Regionalisme i particularisme.
Es la época de las Ligas que difunden el sentimiento de nacionalidad. Martí y Juliá dirige catorce años la Unió Catalanista. En él apunta el sentido nacionalista, [35] publicando vibrantes artículos en Renaixensa, Renaixement y La Nació.
Pero la gran mentalidad catalana que culmina la idea nacionalista y adquiere justo renombre peninsular y europeo, es Enrique Prat de la Riba (1870-1917).
Su gran libro La nacionalitat catalana define el credo nacionalista. Prat de la Riba realizó una obra enorme. Educó generaciones catalanas y españolas. Asistió al momento de las grandes sociedades y los fecundos movimientos.
Fundó la Lliga Regionalista, de la cual fue cerebro y brazo. Era, indiscutiblemente, el más grande político de la Cataluña moderna. Intervino en la formidable labor de la Solidaridad Catalana, y bajo su influencia fueron al Parlamento, en 1901, cuatro diputados catalanistas.
Su obra tiene trascendencia cultural y social. La trascendencia cultural se manifiesta en la fundación del Institut d’Estudis Catalans, una de las más serias y solventes asociaciones científicas de España. La trascendencia social remata en la fundación de la Mancomunidad Catalana.
El movimiento catalanista se refleja en esas cuatro sociedades que hemos citado: Unión Catalanista, Liga Regionalista, Solidaridad Catalana y Mancomunidad.
Después de Prat de la Riba el camino estaba perfectamente señalado; bajo su influencia se realiza lo mejor del movimiento nacionalista.
La obra de Prat la continúa, con orientaciones propias, en nuestros días, Rovira i Virgili, autor de Nacionalisme, Historia dels moviments nacionalistes y La nacionalització de Catalunya.
Como hondo precursor ideológico de todos estos hombres puede citarse el federalismo margalliano, perfectamente estudiado por Virgili.
Al mismo tiempo que estas ideas políticas se difundían en los movimientos mancomunados y solidarios de las citadas asociaciones y ligas, aparecían otras sociedades de [36] carácter exclusivamente cultural que hacían cada vez más patente la vigorosa personalidad nacional de la literatura, el idioma y el pensamiento catalán. (Escòla d’Art dramàtic, Societat Catalana de Filosofía y el citado Institut). El libro catalán se difunde y se lee tanto más que el libro castellano, gracias al esfuerzo de las editoriales catalanistas, como la ejemplar fundación de Bernat Metge.
A todos estos nombres habría que añadir el de Francisco Cambó, catalanista de antaño, y actualmente de dudosa filiación política.
Por otra parte, los intelectuales catalanistas no se limitaban a constituir sociedades de acción cultural y social sino también a estudiar el problema económico de Cataluña, demostrando claramente la necesidad de una autonomía económica, como la Universitat Industrial i Escòla d’Agricultura.
Con lo dicho, y sin acumular más nombres, es bastante para tener idea del vigoroso y eficaz movimiento nacionalista de Cataluña. La táctica separatista, vinculada a este movimiento, no busca hoy, ni mucho menos, un pleno apartamiento de la vida de España, sino una fusión con los demás territorios españoles, pero consciente y a base de un previo reconocimiento de libertades.
Resumiré los puntos de vista esenciales del nacionalismo y separatismo catalán traduciendo unos párrafos de uno de sus leaders más ilustres, Puig y Cadafalch.
Dice así :
«La unidad nacional es una ficción proclamada en la oratoria patriótica, no una realidad. Se ha querido a posteriori regular por este concepto el proceso de la historia de España, y esta ficción desaparece cuando se examina la realidad presente o la pasada.
»Manifestación clara, concreta y metodización de aquella realidad fue el folleto La nacionalidad catalana, de Prat de la Riba.
»Toda política que desconozca esta realidad será política de opresión, mermará y anulará aquello que reclama el amor de todos. Como en el tiempo romano, como en el [37] tiempo godo, gobernará un invasor reducido en número contra el país y sus pobladores; unos pocos suplantarán la vida colectiva de la mayoría.
»Contra esta unidad artificial de administración, no hay en ella otra unidad real, llena de amor y afecto.»
Y termina (dirigiéndose a los nacionalistas gallegos): «Pregunto: ¿cuál unidad será más fuerte, la actual férrea, simulada, unidad de muerte, unidad gris que nos parece de cadenas, o una unión federativa que trajese a la realidad política aquello que presentimos y que a distancia nos une ya a vosotros, nacionalistas gallegos, y a nosotros, nacionalistas catalanes?»
Este es el auténtico, el verdadero separatismo: el que desliga primero para unir después.
3. El nacionalismo gallego
En Galicia, el movimiento nacionalista reviste caracteres más atenuados, no porque sea más débil el sentimiento nacional en esta región, sino porque la mediatización castellana ha sido mayor y la propaganda mucho menor.
También en Galicia ha terminado en nacionalismo lo que comenzó por un blando sentimiento regional.
Es a mediados del siglo XIX cuando se verifica, como en Cataluña, el resurgimiento gallego. Comienza con una manifestación literaria, amplísima, estudiada por Murguía en Los precursores.
Los primeros momentos fueron los de Añón, Rosalía de Castro y Curros Enríquez.
A principios del siglo XX se verifica el movimiento de Solidaridad Gallega, que fracasa por disensiones internas. La idea nacionalista va integrándose poco a poco por la difusión de sociedades culturales, entre las cuales culmina el Seminario de Estudios Gallegos, de Santiago.
Una generación reciente de escritores, entre quienes destacan Otero Pedrayo y Vicente Risco, formula [38] enérgicamente el principio nacionalista. Haciéndose eco de estas doctrinas, define R. Villar Ponte de este modo el nacionalismo:
«Es una doctrina, o mejor, un cuerpo de doctrinas, que hacen referencia al restablecimiento de todos los derechos y prerrogativas que a un pueblo libre y soberano de sí mismo le corresponden, así como también al desarrollo de todas las manifestaciones de su vitalidad y al desenvolvimiento de todas sus actividades.»
Y más claramente: «Por consiguiente, nuestro ideal, el ideal que perseguimos los nacionalistas gallegos (e igual que nuestro ideal para con Galicia es el de los catalanes, vascos y andaluces con referencia a Cataluña, Vasconia y Andalucía) es, pura y simplemente, el de reconstrucción de nuestra patria con todo lo que a ella es inherente, y el de reconquista de su espíritu en sus múltiples y varias manifestaciones.»
Tendencia que persigue «la creación de la grande Iberia, admirable concepción de un concierto de naciones libres, dentro de la cual todas podrán desenrollar sin trabas su potencialidad vital, lejos de imposiciones y esclavitudes, en una perfecta convivencia de hermanos».
Este es el sentido del nacionalismo gallego.
El nacionalismo gallego está en su génesis, falto aún de propaganda, pero garantizado por un siglo de renacimiento literario, por una lengua hablada en todo el campo y por la mayoría de la población gallega, y también por una innegable personalidad en todo el campo y por la mayoría de la población gallega, y también por una innegable personalidad económica cuya posible autonomía ha demostrado, en documentado estudio, Asdrúbal Ferreiro Cid, inspirándose en esta máxima indiscutible e incumplida en España: «Una administración se perfecciona a medida que se acerca a los administrados.»
El precedente de la doctrina nacionalista de Galicia, con carácter regionalista en un principio, se encuentra en el libro de Brañas, publicado en Cataluña, El Regionalismo, que gozó de gran difusión en Barcelona, y que influyó en [39] la concepción catalanista. Adversa al nacionalismo es la obra del mismo título de Leopoldo Pedreira.
4. Vasconia, Valencia, Andalucía, Baleares, &c.
Las provincias vascongadas han comenzado a sentir su nacionalismo a últimos del siglo pasado. La esencia histórica del nacionalismo vasco la constituye el fuero. Bien pudo decir Indalecio Prieto que este fuero fue, sobre todo, en la santidad de la independencia de la personalidad vascongada, de los ciudadanos vascos el que instituyó el pase foral, en virtud del cual las demasías que pudiese cometer la Corona no tenían vigencia en la tierra vascongada, porque no lo consentían los vascongados en uso de su libérrima voluntad».
Por su idioma, por su independencia geográfica como región natural, por su actividad industrial, por sus intereses, Vasconia ha sentido recrudecerse su adormecido sentimiento nacional, y vincularse los lazos que hacen de estas tres provincias uno de los territorios más distintivos y personales de España.
Los vasquistas y las asociaciones cultas (especialmente la Sociedad de Estudios Vascos) han puesto más de relieve esa personalidad histórica, étnica y lingüística.
Hoy en día el separatismo vascongado ha perdido fuerza, que sin duda recobrará, pues no hay que olvidar que «de la soberanía popular nacían las instituciones vascas». En virtud de esa soberanía Euskalerria comprenderá la necesidad de una Federación española a base de nacionalismos.
Por su parte, Valencia, que no es históricamente una nacionalidad en el absoluto sentido de esta palabra, pero de cuyos distintivos regionales ha experimentado un vigoroso renacimiento, tiene, por su extensión y por sus propios problemas económicos, especialmente agrícolas, una evidente capacidad federativa. En el mismo caso se encuentra Andalucía, en la cual el separatismo sería utópico [40] por no haber llegado a constituir una personalidad nacional, pero que por su suelo, riqueza y necesidades tiene capacidad suficiente para entrar como elemento integrante de una federación hispánica.
Las islas Baleares son un simple matiz regional de la nacionalidad catalana. En Aragón existió un esbozo de movimiento nacionalista que se redujo al fin a un regionalismo eficaz y laborioso. Aragón, por su aparición histórica, simultánea a la de Castilla, y por su constante compenetración con esta, no puede constituir una nacionalidad. Pero, al igual que Extremadura o Valencia, necesita una autonomía administrativa y presenta los suficientes contenidos económicos para ostentar una personalidad federable.
Tal es, someramente examinado, el panorama de separatismos y regionalismos españoles, desde los resurgimientos del siglo XIX.
5. Los separatismos y la Dictadura
Una de las más injustificables autopropagandas de la Dictadura española fue su acción contra el separatismo. Presentaba la prensa dictatorial a las doctrinas nacionalistas como peligrosos ensueños anarquizantes y disolventes. Proclamaba que una de las grandes empresas del régimen absoluto padecido entre 1923 y 1930 había sido reprimir el separatismo. Y añadía insidiosas observaciones, mezclando los hechos y la historia del separatismo anteriores a 1923 con sucesos, motines y crímenes que nada tenían que ver con las doctrinas nacionalistas.
Y así, el fallecido dictador, en sus artículos póstumos (La Nación, 20-III-30), escribía:
«Pero no fue en Cataluña, con ser tan grave lo del terrorismo, lo que más me preocupó a poco de estar allí. Fue el separatismo, que, enmascarado de autonomía moderada, autonomía integral, regionalismo, solidaridad catalana y otros disfraces, iba engendrando contra el resto [41]de España y contra la unidad de la Patria despegos y rencores, »
En este tono inexacto, confusionista, anfibológico y ñoño se expresaba la prensa dictatorial al hacer referencia al tema catalán, y, en general, a las cuestiones separatistas. De acuerdo con conceptos tan deplorables, se siguió una política desastrosa de persecución, que en vano se quiso enmendar con inútiles componendas, como el absurdo de crear secciones catalana, gallega y vasca en la Academia de la Lengua.
Estas y otras medidas, igualmente inexpertas, no compensaban a Cataluña el daño de haberle disuelto su Mancomunidad, que presidía Puig y Cadafalch.
La verdad es que el dictador, anteriormente al golpe de Estado, ostentaba una actitud muy distinta ante el catalanismo. Santiago Alba, transcribiendo las mismas palabras que yo cité de sus artículos, añadía: «Se compadecen muy mal con las actitudes, las palabras y los ofrecimientos del general Primo de Rivera antes de su pronunciamiento.» Puig y Cadafalch cita unas palabras del general: «Será para mí el mayor honor de mi vida dar satisfacción a los anhelos de este pueblo al que tanto debo.» Y pocos días después, la persecución se desencadenaba sobre las ideas catalanistas.
Con justicia añade Santiago Alba: «El problema de Cataluña está hoy irritado y envenenado más, mucho más, que cuando el general Primo de Rivera salió triunfante de Barcelona, camino de Madrid y de la Presidencia del Consejo. Su política de persecución en el antiguo principado es una de las máximas responsabilidades de la Dictadura.»
Por lo que a Galicia respecta, la actitud de la Dictadura para con ella y los atropellos infligidos a su nacionalismo dieron por resultado el espectáculo que recientemente (agosto de 1930) hemos podido presenciar: al emprender los exministros dictatoriales su viaje de propaganda por Galicia, fueron hostilmente recibidos en todas las poblaciones, en algunas con caracteres de franca y patética agresividad.
Capítulo III
Conclusiones: la doctrina separatista frente a los grandes temas contemporáneos
1. Separatismo y estructura armonitaria
De cuanto llevamos dicho y de los textos citados deduciremos una vez más que el ideal separatista es, en último término, un ideal federativo. Sigue poseyendo una vigencia indiscutible la idea que Pi y Margall encerraba en estos párrafos de Las Nacionalidades:
«¿Qué había de importar que aquí en España recobraran su autonomía Cataluña, Aragón, Valencia, Murcia, las dos Andalucías, Extremadura, Galicia, León, Asturias, las provincias vascongadas, Navarra, las dos Castillas, las Islas Canarias, si entonces, como ahora, había de unirlas un poder central armado de la fuerza necesaria para defender contra propios y extraños la integridad del territorio, sostener el orden cuando no bastasen a tanto los nuevos estados, decidir las cuestiones que entre éstos surgiesen y garantizar la libertad de los ciudadanos?, Libre el poder central de toda intervención en la vida interior de las provincias y los municipios, podría seguir más atento la política de los demás pueblos y desarrollar con más acierto la propia, Libres, por su parte, las provincias de la sombra y la tutela del estado, procurar el rápido desarrollo de todos sus gérmenes de prosperidad y de riqueza.»
La actual unión española, a base de centralización, es artificial por lo compacta, una vez demostrada la diversidad de naciones contenidas en el territorio, la diversidad de zonas geográficas y de problemas económicos de cada provincia. [43]
La unión federativa de las naciones, una vez desvinculadas y constituidas, sería, en cambio, firme y definitiva por lo solvente y responsable.
La fórmula es bien sencilla: Contra lo artificial, lo forzoso, lo impositivo, oponer lo natural, lo voluntario, lo libre. Contra estructura compacta, oponer la estructura armonitaria.
Separatismo, por tanto, no es finalidad, es tránsito. Disgregación previa, para una recomposición final.
2. Nacionalismo y cosmopolitismo
Imperan hoy en el mundo dichosas corrientes de cosmopolitismo. La venturosa difusión de las ideas democráticas, el indiscutible terreno adelantado por las grandes ideas solidarias, la reacción contra los imperialismos que provocaron la Gran Guerra, tiende a unir cada vez más el género humano.
Podemos preguntarnos: ¿no será contrarrestar esta corriente universal, el organizar los estados a base nacionalista? Es necesario deshacer esta objeción capciosa.
El universo es una armonía de diversidades. En la organización política es preciso obedecer, como en todo, lo que la Naturaleza enseña y pone a nuestros ojos. Conservar los nacionalismos es mantener en su evolución lógica las diversidades creadas por la historia. Esas nacionalidades no se contraponen: coexisten.
El nacionalismo mantiene en pie el recuerdo de los valores fundamentales aportados a la cultura por cada pueblo. Al coexistir, los pueblos se comprenden. Universalidad no es monotonía, sino coexistencia, convivencia, compenetración.
Por esto, aunque parezca paradójico, el nacionalismo tiene un máximo valor cosmopolita. [44]
3. La doctrina nacionalista ante el imperialismo
El imperialismo es la mayor violación de la justicia que puede concebirse. Imperialismo y cesarismo, casi son una fuerza idéntica. En una monarquía absoluta, podrá ser imperialista un César; en una república, puede ser imperialista la nación entera, el mismo país; en ese caso presenciamos el espectáculo de un César-pueblo. El ejemplo romano, en la antigüedad, es típico.
Todos los males de las modernas guerras se deben a los imperialismos. El afán imperialista enciende algo más que las ambiciones: enciende los odios. Son pocos los espíritus selectos que, como Romains Rolland, en Francia, y Th. Mann, en Alemania, durante la guerra, supieron sobreponerse a la pasión del odio y al imperialismo. Este veneno político, verdadero cáncer de los organismos sociales, se sobrepone a todo. Incluso a los mejores cerebros. En los comienzos de la conflagración europea, el gran poeta Ernesto Lissauer lanzó a la prensa su poema «Canto de odio contra Inglaterra». Canto de odio. ¿Puede haber tema más antípoda de la auténtica poesía?
El remedio contra el imperialismo es el nacionalismo. Un estado construido sobre nacionalidades federales, y compenetrado de esencias nacionalistas, no será jamás un estado imperialista. Nacionalismo es, en último término, reintegración de cada pueblo a sus fronteras naturales. Protesta contra toda intromisión ajena en los destinos del país, que pertenecen solamente a la voluntad soberana del pueblo. Y, por lógica consecuencia, negación de todo afán mediatizador.
Y limitándonos al caso de España, hagamos una breve reflexión. Durante la Edad Media, es decir, mientras nuestras nacionalidades se conservaron relativamente respetadas y libres, España prosperó, a pesar de las lepras dinásticas inherentes a aquellos tiempos. Y prosperó de tal [45] manera que Aragón rebosó de ecumenismo, llegando hasta Oriente a cumplir finalidades históricas. Y prosperó de tal manera que en los últimos años de aquella edad las energías nacionales se volcaron en América. Y prosperó de tal manera que todo el apogeo de los primeros tiempos de la Edad Moderna se debe a la arrancada tomada en la Edad Media.
Pero al inaugurarse el centralismo absoluto, España deja de ser nacionalista. Se instaura el Imperialismo. La ambición dinástica guía los destinos del Estado como un lazarillo ciego. Y pronto comienza la más larga, angustiosa y deplorable decadencia. Destino inevitable de todo país que persigue ilusiones imperialistas. Desastroso fin de todo estado que no respeta sus propias fronteras nacionales, y que vulnera los rangos más inviolables de su propia estructura histórica.
4. Los nacionalismos españoles y Portugal
Pensemos durante un momento en una utopía política. Supongamos llegada la hora (por desgracia remotísima) de una posible vinculación con Portugal.
Nos encontramos ante una nación de extensión, muy inferior a la nuestra, y población mucho más reducida. Un pueblo equivalente, poco más o menos, a cualquier otra nacionalidad española.
¿Podríamos soñar un solo momento que Portugal, nación libre y consciente, se entregase a una unión con un estado mucho mayor, centralizado, más rico y más poderoso? La nación vecina se guardaría bien de cometer esa ligereza, que podría entregarla atada de pies y manos a una perpetua coacción.
En cambio, supongamos a España estructurada como una federación de nacionalidades. Lo que entonces se ofrecería a Portugal sería ingresar en un concierto de pueblos hermanos, de los cuales ninguno constituiría un compañero desigual y peligroso, sino un país equilibrado y [46] proporcionado a sus fuerzas. No se le ofrecería una unión desventajosa, sino la entrada, con igualdad de condiciones y derechos, a un conjunto de naciones ligadas por una comunidad de intereses, y subordinadas a una denominación común de hispanidad.
Hoy en día la unidad peninsular es un mito. Con una estructura nacionalista, la unidad peninsular sería, si no una realidad próxima, por lo menos una posibilidad.
5. Nacionalismo y socialismo
Por último, nos planteamos ahora una cuestión palpitante. ¿Excluye el nacionalismo al movimiento democrático? No: lo completa. Bien entendida la doctrina socialista excluye toda centralización, a lo menos toda centralización excesiva.
La más avanzada democracia de Europa es una «Unión de Repúblicas Socialistas».
Es de desear que el pensamiento federal nacionalista vaya difundiéndose cada vez más entre las democracias españolas. Porque sería triste cosa que una parte del territorio hispánico (Cataluña, por ejemplo), lograse sustraerse al absurdo político del centralismo, para caer en el absurdo económico de la mesocracia.
Sería doloroso ver las clases obreras catalanas, entregadas al arbitrio de las minorías capitalistas. Antes de pensar en separatismos y autonomías conviene decidir y reflexionar qué garantías han de exigirse para seguridad y bienestar de las clases proletarias.
Por esa razón, más que por otra alguna, el movimiento federal de España debía ir vinculado a un movimiento democrático. De lo contrario, por grandes que sean nuestros sentimientos nacionalistas, estamos dispuestos a retrasar nuestros deseos, antes que contemplar las clases proletarias entregadas al arbitrio de las minorías explotadoras en una España escindida y disuelta.
No. Que las dos conquistas, la política y la económica, [47] se realicen juntas, como resultado de un mismo movimiento, aunque con ello se retarde el logro de los ideales nacionalistas. La más grandiosa señal del tiempo nuevo es la democracia. Y nuestro mayor deseo, por encima de todas las aspiraciones, es contemplar en España una gran democracia trabajadora, dueña de sus destinos y dueña de los destinos del estado. Una democracia ejemplar, sin imperialismos, consagrada a vivir en el seno de sus fronteras y a reparar, con una etapa de equidad y de justicia solidarias, tantos siglos de despotismo, de tiranías y de regímenes opresores e irritantes.
Transcripción del texto de un opúsculo de 48 páginas, publicado en 1931 en Valencia, en la colección Cuadernos de Cultura, número 39 / Sección Derecho, nº 2 (Tipografía. P. Quiles, Grabador Esteve 19, Valencia). Portada: “Cuadernos de Cultura / Publicación Quincenal / Director: Marín Civera / XXXIX / Los Separatismos / por / Santiago Montero Díaz / Redacción y Administración / Embajador Vich, 15, entlo., Valencia / 1931.”