Zeferino González / Historia de la Filosofía / 77. Discípulos y sucesores de Aristóteles (original) (raw)
§ 77
Discípulos y sucesores de Aristóteles
Cuéntase que, preguntado Aristóteles, poco antes de morir, a cuál de sus discípulos consideraba más digno de suceder en la dirección de la escuela, contestó diciendo: el vino de Lesbos y el de Rodas son excelentes los dos; pero el primero es más agradable. Quiso dar a entender con esto que Eudemo de Rodas y Teofrasto de Lesbos eran los más dignos y capaces de regir la escuela peripatética; pero que entre los dos, Teofrasto llevaba alguna ventaja a su condiscípulo de Rodas. Cualquiera que sea la verdad histórica de este hecho, narrado por Aulo Gelio, es lo cierto que
a) Teofrasto fue el sucesor inmediato de Aristóteles, el cual le impuso el nombre de Teofrasto, a causa de la dulzura y elegancia de su lenguaje, pues su nombre [329] primitivo era el de Tirtamo. Según Diógenes Laercio, fue natural de Ereso, e hijo de Melanto, lavador de paños. Discípulo primeramente de Leucipo, y después de Platón, entró finalmente y perseveró en la escuela de Aristóteles. Falleció en edad muy avanzada, dejando escritas un número prodigioso de obras, a juzgar por el catálogo que trae el citado Laercio. Desgraciadamente han desaparecido en su mayor parte, y apenas quedan más que fragmentos, algunos tratados de historia natural, y la obra que lleva el título de Caracteres.
Teofrasto y su condiscípulo y rival Eudemo, se dedicaron a intepretar y exponer la doctrina de su maestro, ya completarla en algunos puntos, pudiendo citarse, entre otros, el que se refiere a los silogismos hipotéticos, de los cuales trataron Teofrasto y Eudemo, según afirma Boecio. El primero siguió con preferencia la dirección científica y empírica del maestro, cultivando las ciencias naturales y la parte de observación en las filosóficas: el segundo dio preferencia al elemento filosófico-teológico, tendiendo a armonizar la doctrina de Aristóteles con la de Platón, al paso que Teofrasto sienta las premisas y prepara el camino a su discípulo y sucesor en la dirección en la escuela peripatética.
b) Estratón de Lampsaco, con el cual la doctrina de Aristóteles degenera y se transforma en un naturalismo, tan favorable al materialismo como contrario a la doctrina verdadera del fundador de la escuela peripatética. En efecto: Estratón, apellidado el Físico, a causa de su predilección exclusivista por las ciencias físicas, enseñaba que la Naturaleza no necesita ni [330] supone la existencia de una inteligencia, causa eficiente primitiva y ordenadora del mundo, sino que éste debe su origen, su gobierno, sus seres y sus transformaciones a fuerzas inherentes e inmanentes en la naturaleza. De aquí la negación lógica de un Dios trascendente, y la consiguiente identificación de la Divinidad y la Naturaleza {117}. En armonía con esta doctrina, este filósofo apenas reconocía distinción real y efectiva entre el entendimiento y los sentidos.
c) Después de la muerte de Estratón, la dirección y enseñanza de la escuela pasó a manos de Licón de Troade, cuya fecundidad y elegancia en el decir alaba Diógenes Laercio, fecundidad que le reconoce Cicerón, pero indicando que era de palabras y no de cosas: oratione locuples, rebus ipsis jejunior.
Tanto Licón como sus discípulos y sucesores Aristón de Ceos, Critolao y Jerónimo, no ofrecen cosa especial en su doctrina, al menos en lo que hasta nosotros ha llegado. Si en algo se distinguen, es en haber cultivado con preferencia la parte ética de la Filosofía de Aristóteles, aunque sin seguir con mucha fidelidad las tradiciones de su maestro, el cual ciertamente que no hacía consistir la felicidad suprema del hombre en la ausencia de dolor, vacuitem doloris, ni en los goces y satisfacción de una vida pasada según la inclinación natural (vitae recte fluentis secundum naturam), como enseñaban Jerónimo y Critolao.
d) Mientras que estos peripatéticos [331] desnaturalizaban la teoría ética de Aristóteles, Dicearco de Mesina, Aristoxeno, natural de Tarento, y algunos otros, hacían lo mismo con respecto a su teoría psicológica. Para el primero, el alma humana, como entidad distinta y separable del cuerpo, es una entidad quimérica, una palabra vacía de sentido, nomen inane totum, en expresión de Cicerón, el cual añade que, para Dicearco, las funciones vitales y sensitivas son el resultado de la figura y complexión del cuerpo: nec sit quidquam nisi corpus unum et simplex, ita figuratum ut temperatione naturae vigeat et sentiat.
Por su parte, el músico Aristóxeno no veía en el alma más que una especie de armonía {118}, resultante de las vibraciones y movimientos del cuerpo.
Entre los partidarios de la escuela aristotélica, cuéntase también Demetrio Falereo, discípulo de Teofrasto, más conocido por sus empresas políticas y guerreras que por sus doctrinas filosóficas; pues mientras acerca de éstas nada especial refiere la historia, consta por ésta que gobernó a Atenas por espacio de diez años en el concepto de arconte; que los atenienses levantaron en su honor tantas estatuas de bronce como días tiene el año, las mismas que derrribaron después, llevados de su habitual suspicacia y volubilidad, condenando a muerte a su anterior ídolo Demetrio, el cual se retiró a la corte de Tolomeo Lago, en Egipto. Aunque Diógenes Laercio supone que fue desterrado de [332] Egipto por intrigas políticas y que se dio la muerte por medio de un áspid, otros autores afirman, con más verosimilitud, que siguió gozando de crédito y honores en la corte de Tolomeo Filadelfo, cuya biblioteca alejandrina enriqueció con muchos volúmenes. No faltan autores que afirman que fue él quien sugirió a Tolomeo Filadelfo la idea de traducir al griego los libros de la Ley de los Judíos, y que a él se debe, por consiguiente, la famosa Versión de los Setenta.
{117} «Strato, escribe Cicerón, is qui physicus appellatur, omnem vim divinam in natura sitam esse censet, quae causas gignendi, augendi et minuedi habeat, sed careat omni sensu.» De Nat. Deo., lib. I, cap. XIII.
{118} Dícese que, resentido por la preferencia que Aristóteles dio a Teofrasto para sucederle en la escuela, honor a que aspiraba el filósofo tarentino, se vengó de este desaire calumniando a su maestro en sus obras, entre las cuales, la que se titula Elementos armónicos, fue publicada por Meibonio en el siglo XVII.