Zeferino González, Dante y algunos otros discípulos de Santo Tomás (original) (raw)

En 1276, dos años después de la muerte de Santo Tomás, Dante Alighieri, que contaba a la sazón diez años de edad, vio en casa de Fontinari a la hija de éste, la famosa Beatriz, que sólo contaba entonces nueve años. El amor extremado, platónico o no platónico, que Dante concibió por ella desde aquel momento, perseveró en su corazón durante toda su vida, a pesar de que Beatriz había muerto en su juventud, y le movió a perpetuar su nombre y sus alabanzas en la Divina Comedia, cuyo autor falleció, después de varias y no muy felices vicisitudes, en Rávena, a los cincuenta y cinco años de edad.

Cualquiera que haya leído la Divina Comedia, no puede abrigar la menor duda acerca de la perfecta afinidad o identidad que existe entre su contenido filosófico y la doctrina de Santo Tomás. Así, por ejemplo, para el poeta florentino, la forma substancial unida a la materia, pero distinta de ella, entraña una virtud especial, la cual se manifiesta y conoce por sus efectos, a la manera que las verdes hojas manifiestan la naturaleza{1} y vida propia de la planta. En el alma [322] separada del cuerpo, las facultades intelectuales, la memoria, la razón y la voluntad, permanecen intactas y hasta más perfectas; las sensibles sólo permanecen virtualmente; la influencia y refluencia recíproca de las facultades diferentes del alma y la intensidad relativa de las funciones vitales, según que la actividad y la atención se concentran sobre las unas a expensas de las otras; la teoría de la voluntad como naturaleza y como libre albedrío con sus manifestaciones propias; la feliz necesidad que acompaña a los actos del entendimiento y de la voluntad del hombre cuando éste llega a la posesión intuitiva y fruitiva de Dios en la vida eterna, son ideas y teorías que, como otras muchas del doctor de Aquino, supo revestir con las galas de elevada poesía el cantor de Beatriz. Dante, al escribir la Divina Comedia, demostró prácticamente que la Filosofía de Santo Tomás encierra un gran fondo de belleza, cosa nada extraña por cierto, toda vez que la verdad representa uno de los elementos esenciales de la belleza, y principalmente de la que se refiere al orden inteligible.

Aparte del Dante, la doctrina de Santo Tomás encontró eco grande y merecida aceptación, no solamente entre los propios, o sea entre sus compañeros de religión, como se verá después, sino también entre los extraños. Así es que vemos profesar y defender de una manera más o menos completa la doctrina del Doctor Angélico, a Siger de Brabante, según indica el mismo Dante en su poema, a Godofredo Fontaine, canciller de la universidad de París, que consigna la grande estimación en que tenía la doctrina de Santo Tomás, aun antes de su canonización, en términos que revelan el [323] gran concepto que tenía de su ciencia{2} y de la autoridad de su doctrina.

La misma dirección siguió Gerardo de Bolonia, General de los carmelitas en 1297, y uno de los más fieles discípulos de Santo Tomás, en lo cual fue seguido e imitado su ejemplo por toda la Orden carmelitana, cuyos individuos se mostraron generalmente partidarios y defensores de la doctrina del Doctor Angélico, distinguiéndose entre ellos Juan de Baconthorp, o Bacon († 1346), teólogo y filósofo de indisputable mérito. Vanini dice de sí mismo que fue discípulo u oyente de este Bacon; pero basta comparar las fechas de la muerte del uno y nacimiento del otro, para reconocer que se trata aquí de una superchería propia del extravagante autor del Amphitheatrum.

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{1} «Toute forme substantielle qui est distincte de la matière, et qui lui est cependant unie, a renfermée en elle une vertu speciale, laquelle se manifeste par ses effets, comme par ses feuilles vertes la vie de la plante.» Le Purgat., cant. 18, trad. franc. por Delecluse.

{2} «Excepta doctrina Sanctorum et eorum quorum dicta pro auctoritatibus allegantur, praedicta doctrina (fratris Thomae), inter caeteras, videtur utilior et laudabilior... per ea quae in hac doctrina continentur, quasi omnium doctorum aliorum doctrinae corriguntur.» Echard., Script. Ord. Praed., t.1, pág, 296.