Laso, el último marxista (original) (raw)

Gracia Noriega, Despedidas & necrológicas

Ignacio Gracia Noriega

La última vez que vi a José María Laso fue en una visita que le hice con Gustavo Bueno al Hospital General: estaba extremadamente delgado y blanco, tenue y blanco como el papel de fumar. Me impresionó su blancura; también que hubiera perdido parte de su locuacidad. Acababa de recibir el libro que recopilaba sus artículos sobre viajes por el ancho mundo: en uno de esos viajes, a Irán, le acometió un virus que, según parece, por complicados vericuetos, acabaría llevándole a la tumba, y el ejemplar recién salido de la imprenta no parecía entusiasmarle en exceso, tratándose como él era de un espíritu libresco y de un grafómano incontenible. Porque Laso no sólo leyó más que nadie, sino que escribió de manera abundante y desinteresada, aunque la imagen que siempre se mantendrá de él es la de lector, siempre con la cartera-biblioteca en la mano: en esa cartera en la que llevaba libros ajenos y fotocopias de artículos propios, y una breva de Álvaro, porque después de comer en un restaurante le gustaba fumar un purito, pero no quería cargar su importe a la factura, si le invitaban. Como era el mayor erudito que hay en Asturias, según Juan Benito Argüelles, en los tiempos gloriosos de Tribuna Ciudadana, cuando venían conferenciantes de afuera, se delegaba en Laso para que los acompañara, los agasajara, los guiara por las diversas emisoras de radio y el estudio de la televisión regional, los llevara a comer a Casa Conrado y les diera conversación. Y como Laso era un erudito terrible, si el conferenciante era un poeta, leía su obra antes de ir a recibirle, y si era un cristalógrafo se informaba sobre su ciencia, y si era un metafísico buscaba razones para refutarle. Como el autodidacta de La náusea, de Sartre, había leído toda la biblioteca, no sé si, en su caso, por orden alfabético.

Yo tuve muy buena relación con Laso. Él aceptaba que un liberal puede ser reaccionario, lo que es ser muy liberal para un marxista de estricta observancia, y ademas, teníamos admiraciones comunes, como Jack London y, la más sorprendente, Winston Churchill; aunque a Jack London le admirábamos por motivos distintos, él por socialista, yo por el Gran Norte y los Mares del Sur, en Churchill reconocíamos ambos la última gran representación del imperio británico. En una ocasión que le regale Los soldados de la revolución, de Michelet, me dijo que tenía una de las mejoras bibliotecas de temas militares. El eurocomunismo le desconcertó un poco, pero como era un militante disciplinado acató. Pocos comunistas habrá habido tan íntegros y constantes como José María Laso Prieto. Le tocó seguir siendo marxista en una época para el marxismo aciaga, en que la sociedad de consumo abolió la lucha de clases. Pero él persistió en sus ideas de siempre: en ese marxismo que adquirió trabajosamente, leyendo, al principio, pues no disponía de otros textos a mano, refutaciones de jesuitas, interpretándolas al revés. Fue el último marxista, y hombre digno y entrañable.

La Nueva España · 26 diciembre 2009