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Papers by Ángel Rojas

Research paper thumbnail of Watzlawick, Buridán  y los cefalópodos adivinos

Una explicación sobre las artes adivinatorias del famoso Pulpo Paul, que añade nuevas perspectiva... more Una explicación sobre las artes adivinatorias del famoso Pulpo Paul, que añade nuevas perspectivas a las interpretaciones puramente biológicas o matemáticas.

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Pocas cosas parecen apasionar tanto al ser humano como la conciencia de su propio fin. Se presume... more Pocas cosas parecen apasionar tanto al ser humano como la conciencia de su propio fin. Se presume, desde ámbitos antropológicos, que sea de esta idea de donde surjan manifestaciones tan específicas como el culto a los muertos o las complejas elaboraciones míticas y religiosas. En una primera instancia, estas se limitarían a la pervivencia del finado más allá de su existencia meramente física, con la introducción de elementos incorpóreos (y por tanto incorruptibles) como el alma. No obstante, el instinto gregario que favorece la agrupación del ser humano en sociedades y colectivos de la más diversa índole (hasta alcanzar una autoconciencia global), posiblemente facilitara la extensión del fin como categoría individual a la extinción de la especie como totalidad terrorífica. La profecía del fin de la humanidad es casi un rasgo atávico: se halla en un gran número de culturas y de un modo casi clónico; casi todas comparten el rasgo de la lucha entre el bien y el mal, lucha de la que el primero saldrá al fin triunfante con la venida de un mesías. Esa pretensión salvífica, que suaviza un tanto el fin no haciéndolo definitivo, es característica común, entre otras religiones, al mazdeísmo, el budismo y los tres grandes credos monoteístas, mención aparte del ragnarök nórdico, que postula una nueva era con los herederos ocupando el lugar de los antiguos dioses. La consolación metafísica de una vida ultraterrena debiera despejar el miedo cerval a la extinción masiva, que sin embargo ha pervivido como un temor irracional y oculto en lo más profundo de nuestra cultura. Desde una perspectiva naturalista, Aristóteles quiso introducir en el, por así decir inconsciente colectivo, un pequeño consuelo al postular que la inmortalidad se hallaba por encima del particular humano para hacerse extensiva al general de la especie, en su reproducción como generación constante de los iguales. Pero ello tuvo como contrapartida lógica la idea de un fin absoluto en el que el propio género humano desapareciese como tal, sin el premio de una resurrección anímica, caso de que el sustento material de la forma sustancial agotara sus últimos ejemplares de un modo súbito. Ya que hablamos de los albores de nuestra era, sería bueno ir introduciendo alguna de sus más notables particularidades: nuestra apelación al fin de la civilización se halla estrechamente vinculada a la medida del tiempo, como no podría ser de otro modo en una cultura que ha hecho de la matemática una de sus manifestaciones más importantes. El gusto por la formalización, ya presente en babilonios y egipcios, tuvo su plasmación en la astrología, como pretendida medida de los sucesos humanos respecto del movimiento de los astros y del calendario. Es a partir de entonces cuando puede postularse que el cumplimiento de una fecha concreta (exacta), traiga consigo el advenimiento del Apocalipsis: se dice, quizá sin mucho criterio, que para los egipcios sucedería tras 36500 años; otros afirman que Orfeo, inspirador de arcaicos ritos griegos, lo fechó tras cien mil veinte años y es bien conocido que, según el calendario maya, el fin se ha fijado para el veintiuno de diciembre de 2012. Podríamos prodigarnos dando cientos de fechas muy concretas, cada una con su justificación propia, pero esas interesadas (y equivocadas) interpretaciones comparten una falacia común: la de la traslación de nuestros criterios temporales a los de los antiguos, por un lado, y a culturas ultramarinas por otro, procedimiento totalmente injustificado y espurio que no resiste el mínimo análisis crítico. Si de fechas redondas queremos hablar, lo justo sería apelar a nuestra propia tradición, que por lo general busca hacer coincidir con los distintos milenios el advenimiento del fin de los tiempos: el terror del año mil, toda vez que se base en una interpretación romántica muy posterior (en realidad, los habitantes de la Europa medieval, si

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Una explicación sobre las artes adivinatorias del famoso Pulpo Paul, que añade nuevas perspectiva... more Una explicación sobre las artes adivinatorias del famoso Pulpo Paul, que añade nuevas perspectivas a las interpretaciones puramente biológicas o matemáticas.

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Pocas cosas parecen apasionar tanto al ser humano como la conciencia de su propio fin. Se presume... more Pocas cosas parecen apasionar tanto al ser humano como la conciencia de su propio fin. Se presume, desde ámbitos antropológicos, que sea de esta idea de donde surjan manifestaciones tan específicas como el culto a los muertos o las complejas elaboraciones míticas y religiosas. En una primera instancia, estas se limitarían a la pervivencia del finado más allá de su existencia meramente física, con la introducción de elementos incorpóreos (y por tanto incorruptibles) como el alma. No obstante, el instinto gregario que favorece la agrupación del ser humano en sociedades y colectivos de la más diversa índole (hasta alcanzar una autoconciencia global), posiblemente facilitara la extensión del fin como categoría individual a la extinción de la especie como totalidad terrorífica. La profecía del fin de la humanidad es casi un rasgo atávico: se halla en un gran número de culturas y de un modo casi clónico; casi todas comparten el rasgo de la lucha entre el bien y el mal, lucha de la que el primero saldrá al fin triunfante con la venida de un mesías. Esa pretensión salvífica, que suaviza un tanto el fin no haciéndolo definitivo, es característica común, entre otras religiones, al mazdeísmo, el budismo y los tres grandes credos monoteístas, mención aparte del ragnarök nórdico, que postula una nueva era con los herederos ocupando el lugar de los antiguos dioses. La consolación metafísica de una vida ultraterrena debiera despejar el miedo cerval a la extinción masiva, que sin embargo ha pervivido como un temor irracional y oculto en lo más profundo de nuestra cultura. Desde una perspectiva naturalista, Aristóteles quiso introducir en el, por así decir inconsciente colectivo, un pequeño consuelo al postular que la inmortalidad se hallaba por encima del particular humano para hacerse extensiva al general de la especie, en su reproducción como generación constante de los iguales. Pero ello tuvo como contrapartida lógica la idea de un fin absoluto en el que el propio género humano desapareciese como tal, sin el premio de una resurrección anímica, caso de que el sustento material de la forma sustancial agotara sus últimos ejemplares de un modo súbito. Ya que hablamos de los albores de nuestra era, sería bueno ir introduciendo alguna de sus más notables particularidades: nuestra apelación al fin de la civilización se halla estrechamente vinculada a la medida del tiempo, como no podría ser de otro modo en una cultura que ha hecho de la matemática una de sus manifestaciones más importantes. El gusto por la formalización, ya presente en babilonios y egipcios, tuvo su plasmación en la astrología, como pretendida medida de los sucesos humanos respecto del movimiento de los astros y del calendario. Es a partir de entonces cuando puede postularse que el cumplimiento de una fecha concreta (exacta), traiga consigo el advenimiento del Apocalipsis: se dice, quizá sin mucho criterio, que para los egipcios sucedería tras 36500 años; otros afirman que Orfeo, inspirador de arcaicos ritos griegos, lo fechó tras cien mil veinte años y es bien conocido que, según el calendario maya, el fin se ha fijado para el veintiuno de diciembre de 2012. Podríamos prodigarnos dando cientos de fechas muy concretas, cada una con su justificación propia, pero esas interesadas (y equivocadas) interpretaciones comparten una falacia común: la de la traslación de nuestros criterios temporales a los de los antiguos, por un lado, y a culturas ultramarinas por otro, procedimiento totalmente injustificado y espurio que no resiste el mínimo análisis crítico. Si de fechas redondas queremos hablar, lo justo sería apelar a nuestra propia tradición, que por lo general busca hacer coincidir con los distintos milenios el advenimiento del fin de los tiempos: el terror del año mil, toda vez que se base en una interpretación romántica muy posterior (en realidad, los habitantes de la Europa medieval, si