José Andrés Fernández Leost, Revisionismos igualitaristas, El Catoblepas 13:23, 2003 (original) (raw)
El Catoblepas • número 13 • marzo 2003 • página 23
José Andrés Fernández Leost
Sobre el libro de Gerald A. Cohen, Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?, Paidós, Barcelona 2001
Publicado originalmente en el año 2000 a partir de las conferencias Gifford impartidas por el autor cuatro años atrás en Edimburgo, esta obra se presenta como un peculiar combinado de autobiografía intelectual, revisión marxista, y de puesta en cuestión de la teoría de la justicia de John Rawls, a partir de un enfoque ético de cuño cristiano e individualista, todo ello al amparo de aquella corriente que dio en llamarse «marxismo analítico». De las diez conferencias entonces pronunciadas, nueve se reproducen bajo el soporte escrito del libro, acompañadas por una introducción y un epílogo, de las cuales las cinco primeras se encuadrarían en las lindes de la reflexión sobre la teoría de la historia marxista, mientras que las cuatro últimas estarían ubicadas en torno a las consecuencias de los principios de justicia enunciados por Rawls. Pero antes de entrar en ellas cabría advertir en qué consiste o consistió esa tendencia denominada «marxismo analítico», y reflejar qué lugar ocupa Cohen dentro de ella. ¿Es una doctrina, una escuela, una estrategia editorial ad hoc? Más bien se trataría de la producción académica de un grupo de profesores de ascendencia anglosajona y tinte socialista movido por su compromiso con los argumentos empíricos y lógicos de las normas científicas convencionales, y altamente preocupados por un abanico de temas más propios de la tradición liberal –como son las acciones intencionales de los individuos–, o cuando menos no propios del marxismo clásico, así la vertiente moral en la obra de Marx.{1} Y fue G. A. Cohen quien –inintencionadamente– dio el pistoletazo de salida a tal tendencia con la publicación en 1978 de La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa. Entre sus componentes podríamos citar entre otros a Jon Elster, John Roemer, Phillipe Van Pariijs o Erik Olin Wright, cuyas investigaciones principales abarcarían tanto las modificaciones que se han producido al respecto del fenómeno de la explotación –desde las condiciones de producción en la época de Marx a esta parte–, como la re-actualización del principio de las necesidades, pasando por la revisión del concepto de alienación; temática, en suma, reunida a la sombra de la pregunta sobre los principios de la justicia. Un repaso crítico centrado en el tratamiento y desarrollo de tales cuestiones sería sin duda de gran interés, pero desbordaría las pretensiones de la presente reseña; en cambio, alguna de dichas cuestiones podrán discutirse con mayor concreción atendiendo precisamente a la obra que nos ocupa.
Ya desde la introducción Cohen nos desvela las influencias que alimentan el foco de sus intereses –la igualdad social como objeto de la justicia distributiva–. Estas consistirían en un curioso conglomerado compuesto de marxismo clásico, liberalismo igualitarista rawlsiano e inclinación igualitarista cristiana (pág. 15), que en una suerte de mutua interconexión abrirían el camino que se propone recorrer en adelante, aquel que le lleva a volcar su atención del papel que le corresponde a la economía política en la estructura de las sociedades, al protagonismo de la ética y de la conducta personal en una supuesta y futura configuración justa de la misma, rectificando de esta manera la propuesta procedimental de Rawls, lo que no impide al canadiense –sino todo lo contrario– utilizarla como puente discursivo, acaso algo abrupto. Quizá por ello se nos ofrezca un capítulo dedicado a presentar su biografía como muestra de una vida jalonada por ciertas experiencias y contextos determinantes a la hora de seleccionar sus fuentes, toda vez que la conferencia precedente a tal incursión personal intente justificar la no irracionalidad de las creencias de índole religioso y político derivadas de la educación. Y si bien su distinción entre causas y razones en el momento de creer en un enunciado concreto, fundado en las distintas credenciales epistemológicas, le permite solucionar el problema de las aspiraciones racionales de algunas creencias originadas en la educación de los individuos, no deja de parecer innecesaria cuando más adelante se nos presentan como racionales las creencias que, aun no siéndolo desde esa misma perspectiva epistemológica, nos sirven para estructurar nuestro comportamiento; de ahí que se suscite la impresión de su confusión entre dos planos: el de la racionalidad de las creencias frente al de su verdad; y más aún si no se nos presenta desde un principio un concepto (cuando menos orientativo) de creencia.{2}
Las siguientes conferencias 3, 4 y 5 se centran ya en un ámbito eminentemente marxista aunque inclinado a criticar lo que el autor califica como la «metáfora obstétrica» del marxismo clásico, y que no es sino una forma más de presentar la punta metafísica que asoma en la teoría de la historia marxista, consistente en afirmar la inevitabilidad del advenimiento histórico del socialismo como respuesta lógica y solución a sus «dolores de parto», manifestados en la contradicciones propias del modo de producción capitalista, y que en la obra marxiana quedaría reflejado en el prefacio de la Contribución a la crítica de la economía política, cuando el alemán asegura que «la humanidad se impone sólo tareas que puede resolver puesto que (...) la propia tarea surge sólo cuando las condiciones materiales para su solución ya existan o al menos estén en proceso de formación». No sin rastrear previamente las fuentes del marxismo de mano de Lenin y su Fuentes y partes integrantes del marxismo, Cohen toma, como punto de partida de su exposición, la distinción entre el socialismo utópico y socialismo científico establecida por Engels a propósito de la superior condición dialéctica de este último tipo (lo que a su vez le servirá de base para explicar las limitaciones en la que se encontraban necesariamente encerrados los utópicos). Recogiendo esta distinción, y la proyección futura en ella inferida –la ineludible aparición del modo de producción comunista–, Cohen se ve en condiciones de denunciar la pretendida cientificidad de dicho socialismo, asistido ante todo por la crítica a un concepto que bien merece un tratamiento más amplio que el sugerido. Y es que si para el canadiense es la dialéctica hegeliana, que hereda el cientificismo marxista, la que «pocos podrían considerar ahora como conforme a las exigencias de una ciencia rigurosa» (pág. 89), tal juicio, dotado de una franja de certeza obvia, no acaba sin embargo de medir el alcance filosófico e histórico del concepto de dialéctica.{3} Así no es de extrañar que, dando ya por nula la metáfora obstétrica, quede sin localizar la –a nuestro juicio– falla central (que no insubsanable) del materialismo histórico de Marx, o, mejor dicho, de sus continuadores, esto es, no la inherente a su carácter dialéctico, sino la derivada del componente mentalista de estirpe teológico asociado a la oposición objeto/sujeto propia del idealismo hegeliano, que entiende la re-flexividad desplegada en la historia como una suerte de «autoconciencia espiritual», en vez de como un proceso de índole material.{4}
No se trata pues de refutar el diagnóstico establecido por Cohen –entre tantos– en aras de resucitar la filosofía de la historia marxista, cuanto de advertir que los síntomas metafísicos dados en ella se encuentran sustancialmente alejados de un materialismo dialéctico interpretado en sentido no subjetivo. Precisamente en la Conferencia 5 («El opio del pueblo») tendríamos bien relatada una vía de acceso para comprender los devaneos idealistas de la dialéctica hegeliana, invertidos, mas no superados, en Feuerbach, al verter los atributos de Dios o del Espíritu al hombre –incluida su capacidad de autoconciencia–, desprendiéndose así de su alienación religiosa, y dando pie a que Marx proclame como corolario el inicio de la filosofía de la praxis. Sin embargo el enunciado de la tesis XI sobre Feuerbach, aun siendo un lema enfrentado a la filosofía alemana precedente, continua manteniendo una huella de idealismo: supuesto que sean operaciones prácticas las que están en el origen del conocimiento, el filósofo entenderá el mundo partiendo, esto es, participando, de las transformaciones que en este se produzcan.{5} Por otro lado cabría mencionar la posibilidad de interpretar el fenómeno religioso desde coordenadas que no lo reduzcan a su carácter narcotizante, sin por ello atribuir a sus diversas manifestaciones valores de verdad.
Rebasado el ecuador del libro el autor nos reubica en la esfera de las cuestiones morales, giro justificado en Cohen por razones «de necesidad intelectual y política» sobrevenidas por el hecho de que el proletariado ya no conforme un grupo unitario que reúna los atributos de grupo mayoritario, productor, necesitado y explotado. La ruptura establecida entre los productores y los necesitados obliga entonces a reconsiderar una temática poco tratada por el marxismo clásico toda vez que la igualdad material se perfilaba en el horizonte histórico como hecho inevitable y moralmente correcto. A ello hay que unir –siempre según Cohen– dos enunciados fácticos: el medio ambiente está degradado, y el supuesto de la abundancia material pronosticado por Marx ha quedado refutado en la actualidad. Por tanto, a la crisis ecológica se le añadiría el imperativo –tanto para solventarla como para equiparar los niveles de igualdad social a escala planetaria– de reducir los estándares de consumo medios de la vida material en la naciones favorecidas, estándares medidos en «términos de uso de la energía combustible fósil y de recursos naturales» (pág. 153). La premisa de la escasez nos conduce, en Cohen, al planteamiento de cuestiones en torno a la justicia distributiva; esto es lo que le hará desembocar en la discusión de los principios de justicia rawlsianos. A partir de esta trayectoria, la dificultad residiría en acoplar la teoría de la justicia a un modelo hipotético de Estado mundial puesto que ¿desde qué instancia sino podría garantizarse un reparto equitativo de la riqueza de tipo global? No será por supuesto en el ámbito de esta «política ficción» en la que Cohen haya de moverse; por el contrario sus respuestas gravitarán alrededor no ya de las soluciones que ofrezca la estructura legal de un Estado nacional, sino de las opciones personales que los individuos llevan a cabo dentro de tal estructura. Y en esta deriva hacia la ética de los individuos se centrará su oposición a Rawls. Dando por sentado el principio egoísta de la conducta humana, presentará la postura del autor norteamericano como una defensa normativa de esta disposición. Así lo deduce de la principal aplicación del primer punto del segundo principio de la teoría de la justicia de Rawls (principio de la diferencia),{6} aplicación que consistiría en la incentivación de desigualdades: según ésta, la desigualdad derivada de los incentivos materiales diferenciales beneficiaría a los que peor están (sin perjudicar a los que están mejor) puesto que si «los más dotados de talento» producirían más tan sólo a cambio del aumento de su salario normal, la parte del extra de esa producción podría darse a los menos privilegiados.
La objeción presentada en principio por Cohen negará que el comportamiento de «los más dotados de talento» (obviando –aunque apuntando– la «injusticia» de esta expresión) se ajuste al de los miembros de una sociedad justa en la que todos acepten sus principios, desplazando el problema al ethos individual que se requiere para fomentar una distribución más justa de lo que las reglas del juego social y económico pueden asegurar. De ahí pasará al replanteamiento del concepto de «estructura básica de la sociedad», en lo que constituirá el núcleo de su crítica. Este concepto en Rawls dice referencia al conjunto de «instituciones sociales mayores» que distribuyen los derechos y deberes y determinan la división de las ventajas de la cooperación social, instituciones concretadas en la constitución política y en los principales acuerdos económicos y sociales, configurando –en expresión de Cohen– el perfil coercitivo en sentido amplio de una sociedad, y reuniendo al cabo –y esto es lo esencial– la condición de sujeto primario de la justicia,{7} (quedando vedado tal predicado a otros sujetos, sean estos individuos o grupos o instituciones –distintas– del propio Estado, o de otros Estados que entonces habrá que entender dotados de su propia justicia, acaso incompatible con la de una sociedad política de referencia que proteja legalmente la libertad de pensamiento y de conciencia, los mercados competitivos, las propiedad privada en términos de producción y la familia monógama –figuras ejemplares en Rawls de «instituciones sociales mayores»–). Lejos de entrar en discusiones relacionadas con la universalidad de ciertas normas, Cohen insistirá en la responsabilidad moral de los individuos debido a su participación en el modelo de beneficios y cargas dentro de una sociedad, esto es, a causa de la importancia de sus elecciones individuales, complementaria en cuanto a la aplicación de los principios de justicia, a la de la «estructura básica» rawlsiana. De modo que las elecciones que por ejemplo se lleven dentro de la estructura económica no puedan colocarse fuera del alcance de los principios de la justicia alegando que lo único que está dentro de su alcance es dicha estructura (pág. 192). La contrafigura de la que se valdrá nuestro autor para explicar la centralidad de las elecciones personales será la de una estructura social informal, también básica pero no ya coercitiva, o no coercitiva en términos jurídicos, en cuyo seno se forjan expectativas que, informadas por el criterio de la elección personal, repercutirán en forma de cargas y beneficios en el modelo distributivo de la sociedad (modelo en el que recaerá para nuestro autor el atributo de sujeto de la justicia). Admitirá en todo caso Cohen que dicha distinción entre una estructura informal y otra coercitiva o institucional se desdibuja desde el momento en que las reglas que tejen la estructura legal aparecen y se mantienen gracias a la conformidad del cuerpo social que actúa a través de ellas, es decir, de la propia «estructura informal». No por ello quedará quebrada su crítica a la pretensión de Rawls de ajustarse a un marco jurídico formal a la hora de establecer los principios de justicia; sólo que por nuestra parte nos parece poco posible –por no decir que imposible– co-establecerlos desde el impulso de un ethos social que brote de la información proporcionada por aquel «criterio de elección personal». No se desdeña aun así el esfuerzo que realiza Cohen por desentrañar las razones que llevan a una persona rica defender el postulado de una igualdad de renta sin comportarse según tal principio, pretextando por ejemplo la distancia que media entre el «igualitarismo de los recursos» y el «igualitarismo del bienestar» (pág. 237), octava justificación de las nueve que trae a colación el autor. La cuestión de la akrasia, planteada ya desde la Grecia antigua –¿pueden creer las personas en principios que no son los que rigen su conducta?–, continua abierta en la vida práctica actual, y sin duda enérgicamente desplegada en ciertos ámbitos denominados «culturales». Pero esto es ya otra historia.
Notas
{1} Para una exposición más amplia véase R. Gargarella, Las teorías de la justicia después de Rawls, Paidós, Barcelona 2000, págs. 99-123.
{2} Para el esclarecimiento de esta cuestión véase el artículo de Gustavo Bueno: «El concepto de creencia y la Idea de creencia», en El Catoblepas, nº 10 (diciembre de 2002), correspondiente a su Intervención inaugural de las Jornadas sobre superstición, creencia y pseudociencia, celebradas en Gijón del 27 al 29 de noviembre de 2002, organizadas por la Sociedad Asturiana de Filosofía. De su epígrafe «Creencia y razón» citamos: «...por nuestra parte, defenderíamos la tesis de que en principio toda creencia es racional, tesis en gran medida basada en la premisa acerca del carácter lingüístico de toda creencia. Pero toda conducta lingüística supone un logos, por tanto una razón; otra cosa es el tanto de verdad que haya de corresponder a cada creencia.»
{3} Para una aproximación –entre muchas otras– a los modos de entender el concepto de dialéctica véase la entrada de J. Velarde en el Diccionario de filosofía contemporánea, Ediciones Sígueme, Salamanca 1979, págs. 106-107.
{4} Este componente mentalista propio del materialismo histórico en el marxismo lo analiza con más detalle Gustavo Bueno en su Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja, Biblioteca Riojana, Logroño 1991, págs. 280-284.
{5} Recordemos otra vez a Gustavo Bueno: «...el Socialismo no constituye la cancelación de la Filosofía, sino precisamente su verdadero principio», en: Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 197.
{6} Recordemos los principios:
i. Primer principio: toda persona debe tener igual derecho al más extenso sistema total de libertades básicas iguales, compatible con un sistema similar de libertad para todos.
ii) Segundo principio: Las desigualdades sociales y económicas deben estar ordenadas de tal forma que ambas estén:
a) dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado, compatible con el principio del justo ahorro (principio de diferencia);
b) vinculadas a cargos y posiciones abiertas a todos bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades (principio de igualdad de oportunidades).
{7} Véase al respecto J. Rawls, A Theory of Justice, págs. 7-8, Harvard University Press, Cambridge Mass 1971, págs. 7-8.