Gustavo Bueno, Santiago González Noriega, los «profesionales de la cultura» y los «hombres de izquierdas», El Catoblepas 22:2, 2003 (original) (raw)

El Catoblepas, número 22, diciembre 2003
El Catoblepasnúmero 22 • diciembre 2003 • página 2
Rasguños

Gustavo Bueno

Publicado en el suplemento Cultura de La Nueva España del jueves 4 de diciembre de 2003, nº 625, pág. VI, dedicado a Santiago González Noriega, fallecido el 26 de septiembre de 2003

Hace más de cuarenta años que conocí a Santiago González Noriega. Venía a visitarme a Oviedo de vez en cuando, como estudiante de la Facultad de Filosofía de la UCM; me sorprendía su erudición, su curiosidad y su voluntad de saber. Recuerdo que en una ocasión, después de haber hablado de la situación de la Metafísica en la Complutense –Ángel González, como sucesor burocrático de Ortega, la profesaba–, y de haberme suscitado la cuestión de la contingencia de las leyes naturales, me pidió prestado un tratado de Topología que estaba yo estudiando por entonces y que le había propuesto como prueba de la realidad de una legalidad objetiva que subsistía tras la ruina de la Metafísica tradicional. En años posteriores, en los años 70, mantuve el contacto con él en Madrid (recuerdo un simposio muy animado en su casa o en la de un amigo, que acaso pueda rememorar mejor que yo Mariano Antolín o Pepe Avello) o en Llanes (una cena en su casa de La Pereda, en la que hablábamos de Goethe y que mejor que yo podría resumir su primo y amigo mío Ignacio Gracia Noriega). Después perdimos el contacto directo, aunque de vez en cuando leía algunos de sus trabajos, siempre interesantes. Ahora que la muerte ha «totalizado» su obra es ya posible comenzar a re-flexionar sobre ella, como estamos haciendo cada uno desde nuestro observatorio particular cuantos acudimos a esta cita de La Nueva España.

Pero, en cualquier caso, las miradas, aunque procedan de un mismo observador, puede dirigirse hacia muy distintos lugares. Tengo delante La subida al calvario de Pieter Bruegel, un librito precioso que me envía su hijo Juan, y en el que Santiago González Noriega cultiva el género literario del cuadro contado. Mi primera intención ha sido ocupar el espacio del que dispongo con el análisis de este cuadro contado. Pero como mi comentario ha desbordado el espacio disponible me decido, después de romper los folios correspondientes, a hacer una «reflexión» más general sobre el amigo que acaba de fallecer, tomando como pie las palabras que días pasados tuve que improvisar para responder a la pregunta que un estudiante me hizo en estos términos: «¿quién fue Santiago González Noriega?».

Tratándose de un amigo, y de un amigo definitivamente ausente, me pareció que lo más adecuado era responder con palabras parecidas a las que él mismo habría utilizado. Es decir, responder desde la perspectiva que los antropólogos vienen denominando «perspectiva emic». La dificultad es que Santiago no ha utilizado palabras para definirse; pero sí ha definido su contrafigura. Y esto nos hace posible reconstruir la suya como un vaciado. Otra cosa es si él mismo fue algo distinto de su contrafigura, es decir, si la contrafigura fue antes lo que él no quería ser que lo que él no era de hecho. Pero estas cuestiones psicológicas sobre el ego y el super ego se las dejamos a los psicólogos.

La contrafigura a la que me refiero es presentada por Santiago González Noriega en la forma de un tipo ideal que él se ve forzado a crear y que denomina «intelectual progresista». Se trata de una entidad, añade, inspirado sin duda por Max Weber, «ficticia mas no vacía». El tipo ideal de «intelectual progresista» le servirá para definir la «actitud crítica» que le parece resumen y compendio del «intelectual contemporáneo».

¿Y qué es el intelectual contemporáneo? Acaso puede decirse, a través de las indicaciones que nos ofrece el ensayo El intelectual y la violencia, que el intelectual contemporáneo es ante todo un «profesional de la cultura».

Lo que ya no es tan fácil de decir es lo que Santiago González Noriega sobreentiende aquí por cultura. La expresión «profesional de la cultura» parece ser una abreviatura de «profesional de la cultura superior». Y de la «cultura superior», el ensayo da al menos una definición denotativa de acuerdo, podríamos decir, con una costumbre muy extendida en nuestros días, al menos entre quienes sobreentienden la cultura dentro de lo que en otra ocasión hemos llamado «cultura circunscrita». Cultura superior es «filosofía, música, religión, artes plásticas».

Pero ¿cuál es la razón por la cual se engloba en la unidad de la «cultura superior» estas formas culturales entre las otras múltiples formas que cabría añadir a la enumeración denotativa (tales como sistemas de parentesco, agricultura, caza, artes serviles, política...)? Difícilmente podremos encontrar esa razón en la estricta enumeración que se nos ofrece; esta razón ha de estar dada en una concepción general del mundo, explícita o implícita. ¿Cuál puede ser esta concepción general? Nos da una pista el autor al calificar al conjunto de las formas enumeradas mediante el adjetivo «superior»: filosofía, religión, artes plásticas... constituyen la cultura superior. Y esto nos lleva al idealismo alemán, a la filosofía del espíritu, a los tiempos del «espíritu absoluto» hegeliano o afines. Desde una concepción filosófica materialista, difícilmente podría justificarse la decisión de englobar a la filosofía, a la música, a la religión y a las artes plásticas bajo la rúbrica de «cultura superior». Pero esto no viene al caso, al menos de un modo directo.

Lo que sí viene al caso es constatar que González Noriega, sin duda acuciado, en cuanto profesor de una Facultad de Sociología, por dar un fundamento más positivo histórico-sociológico a ese espíritu absoluto, acude a Gramsci, el fundador del Partido Comunista Italiano, cuya estirpe idealista, como discípulo de Croce, es bien conocida: «la comunicación de las formas superiores de cultura –filosofía, música, religión, artes plásticas– y su difusión entre los grupos más numerosos ha sido desde siempre asegurada, y lo es hoy de modo creciente, por un buen número de profesionales de la cultura –críticos, profesores, ensayistas, periodistas– cuya actividad, en decir de Antonio Gramsci, ha tenido su expresión paradigmática en el clero y en su capacidad para mantener en la Iglesia el difícil equilibrio entre los más refinados artistas e intelectuales y los hombres más simples» [«los hombres más simples»: ¿cabe percibir aquí un eco de El nombre de la rosa?]

Pero lo que hoy llamamos «intelectuales», dice González Noriega, vienen a ser los profesionales de la cultura de nuestros días. ¿Y en qué se diferencian los intelectuales de hoy del clero medieval moderno? Gramsci respondería: en que los clérigos eran «intelectuales orgánicos» (como luego lo serán los intelectuales del Partido Comunista), mientras que los intelectuales de hoy son intelectuales no orgánicos, y críticos, por tanto, de los intelectuales orgánicos. ¿No tendría que ver con esto esa «actitud crítica» considerada como «compendio de las peculiaridades del intelectual contemporáneo»?

He aquí «mi reconstrucción» de las ideas que estarían implicadas en la construcción de Santiago González Noriega.

El intelectual contemporáneo, a través de su actitud crítica ejercita su función de «profesional de la cultura» de un modo, en cierto modo, opuesto diametralmente a como la ejercitan los intelectuales orgánicos. Mientras que para definir a los intelectuales orgánicos podríamos acogernos al tipo ideal de los «intelectuales custodios de la verdad ya conseguida», mistagógica o por revelación, de los «intelectuales conservadores», para definir a los intelectuales contemporáneos, no orgánicos, nos veríamos forzados a acogernos al tipo ideal del «intelectual progresista». Y el núcleo del progresismo del nuevo intelectual sería su «actitud crítica».

¿Y cómo delimitar la naturaleza de esa actitud crítica? González Noriega como si quisiera evitar divagaciones que nos pusieran en peligro de extravío, acude a una piedra de toque muy precisa: la actitud crítica del intelectual progresista ante la violencia.

Y es ahora cuando se nos desvelará la naturaleza del intelectual contemporáneo, del intelectual progresista, si damos por buena la certera observación o constatación de Santiago González Noriega: el intelectual progresista en su denuncia y horror ante la violencia se refiere ordinariamente a la violencia lejana, a los actos de violencia que tienen lugar en los campos de exterminio, nazis o soviéticos, a la violencia ejecutada en la guerra del Vietnam (Apocalipsis Now) o en Alabama. El intelectual progresista denuncia situaciones horrorosas de violencia, concretas, con coordenadas de lugar y tiempo definidas, pero tales que, por su lejanía, se transforman en abstractas. «Suceden en un aquí y un ahora, en un puente de Stanleyville y a una hora determinada del meridiano de Greenwich o Nueva York, y es aquí [dice, utilizando el análisis de Hegel del aquí y el ahora] donde el objeto que se pretende más concreto, es donde es precisamente más abstracto».

En resolución: el intelectual progresista se lanza, lleno de ira sublime, contra la violencia, como expresión suprema del mal. Pero para él «el mal es, sobre todo, el mal que en otra parte hacen otros» (González Noriega escribe este ensayo en los primeros años de la década de los 90. ¿Cabría aplicar su observación diez años después al caso de los intelectuales y artistas que en España se manifestaron aquí y allá, como portadores de la conciencia ética universal, frente a la guerra de Irak pero sin decir nada sobre los asesinatos cotidianos cometidos por ETA a nuestro lado?).

¿Por qué ha de ir tan lejos el intelectual progresista hasta encontrar objetos dignos de su ira?

Porque el intelectual progresista –una caracterización más exacta que la de «hombre de izquierdas», dice González Noriega– es una existencia dividida entre el intelectual y el ideal, entre el ideal benéfico, pero no amable, y la riqueza inagotable de la vida.

«Una contradicción permanente, una desgarrada herida, es la vida del intelectual. Lo real es el dolor, es este sufrimiento generalizado, este malestar que la cultura no ha cesado de acrecentar.»

Pero el intelectual progresista, inmerso en una sociedad que para mantenerse estructurada por los fines burgueses de dominación y de poder, define la violencia por las formas externas de violencia, se inquieta por ella, pero desatiende la violencia cotidiana aparentemente imperceptible. «Ante la diaria violencia que el colectivo social ejerce sobre él en la mayor variedad de formas: un anuncio interpuesto entre la mirada; un tímido apretón de manos; la obra de un colega que no cabe reconocer, sino envidiar, porque el colega es también y ante todo un competidor...».

17 de noviembre de 2003

El Catoblepas
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