Gustavo Bueno, ¿Por qué no te callas?, El Catoblepas 69:2, 2007 (original) (raw)
El Catoblepas • número 69 • noviembre 2007 • página 2
Gustavo Bueno
Se ensaya una interpretación no formalista del impromptu del rey Don Juan Carlos al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en la sesión previa a la de clausura de la XVII Cumbre Iberoamericana celebrada en Santiago de Chile el 10 de noviembre de 2007
Santiago de Chile, 10 de noviembre de 2007
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El «incidente», por antonomasia, de la última Cumbre Iberoamericana, es decir, la «arrancada» del Rey Don Juan Carlos diciéndole «¿por qué no te callas?» a un Hugo Chávez en pleno discurso agresivo contra el expresidente Aznar («Aznar es un fascista») que el presidente Zapatero estaba intentando atajar («por supuesto, por supuesto...») –la intervención del Rey tuvo lugar, en efecto, como un gesto de refuerzo a los intentos de Zapatero– puede analizarse desde perspectivas muy diversas.
La mayoría de estas perspectivas que de hecho se utilizan podrían clasificarse como formalistas, en sentido amplio, es decir, en el sentido que pueda afectar a toda interpretación que se mantiene dentro del «formato de alguna formalidad» disociada respecto de materias identificables categorialmente, como pudieran serlo, en este caso, las categorías del derecho constitucional, las categorías de la diplomacia, las categorías del protocolo, las categorías («culturales») de la cortesía o buena educación que rigen los comportamientos de un «club de caballeros», las categorías de la economía política, las categorías del derecho internacional, las categorías de la psicología, o de la etología (el propio Chávez calificó retrospectivamente la conducta del Rey como similar a la de un toro embravecido) o del psicoanálisis...
Las numerosas interpretaciones que durante estos días vienen aportándose en los medios, incluyendo internet, expresan en esbozo, y a mano alzada, alguno de los formalismos señalados. Y no dejan de serlo porque, en ocasiones, las interpretaciones utilicen más de una categoría, en yuxtaposición con otras, y a veces de un modo excesivamente ambiguo, como cuando se dice que «el Rey perdió los papeles». ¿Qué papeles? ¿Los constitucionales, los diplomáticos, los protocolarios, los económico políticos...?
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Por ejemplo, algunas interpretaciones, generalmente «desafectas» respecto de la intervención del Rey, consideran a esta su intervención como «inadecuada constitucionalmente hablando». Según esta opinión, la actitud de don Juan Carlos no fue, desde el punto de vista político constitucional, ni apropiada ni correcta, y de hecho dio argumentos a la reacción del propio Chávez. El Rey, como Jefe del Estado, «tiene una posición institucional estrictamente fijada»; Zapatero, según esa opinión pretendidamente constitucionalista, se habría mantenido en cambio en la ortodoxia de las formas político constitucionales. (Sin embargo, esta interpretación constitucionalista no es aceptada desde las posiciones de los amigos –hasta ahora– de Zapatero: Fidel Castro arremetió contra la intervención del propio Zapatero, considerándola inaceptable; y sin duda Fidel Castro habría consultado con el propio Chávez sobre el particular.)
Ocurre como si la «izquierda bolivariana» estuviera metiendo a Zapatero y al Rey en el mismo saco, el saco de la «España imperial-capitalista» que desde hace quinientos años manda callar a los indios por el procedimiento expeditivo de «cortarles la garganta».
Difícil sería negar que las interpretaciones constitucionalistas se guían por un formalismo constitucional de carácter cuasimetafísico. De hecho, estas interpretaciones formalistas, constitucionales en este caso, suelen ser mantenidas por abogados o catedráticos de derecho constitucional. También es verdad que no todos los juristas, ni siquiera todos los catedráticos de derecho constitucional, han mantenido esta actitud, lo que quiere decir acaso que el formalismo constitucionalista no es un formalismo dotado de capacidad suficiente para lograr un «juicio» definitivo sobre el incidente. Y ello por la sencilla razón, acaso, de que este incidente desborda precisamente las categorías constitucionales, y porque otras categorías han debido contribuir a su propia génesis. Es decir, porque la forma constitucional no sólo no «agota» el incidente, sino que ni siquiera es una forma dominante del mismo, sino a lo sumo un componente oblicuo y subordinado. Sencillamente, el Rey de España no estaba en la Cumbre como presidente virtual de la misma, a título de Jefe del Estado, sino a título de Rey de España, título que ostentaba ya antes de la Constitución de 1978. Porque ni las Cumbres Iberoamericanas no lo reconociero como presidente de hecho, a título de Jefe del Estado español, sino a título de Rey de España, es decir, de una España que es también, por supuesto, anterior en siglos a la Constitución de 1978; un hecho que el formalismo del Estado de derecho intenta borrar con la teoría, asumida por el Gobierno socialista, del «patriotismo constitucional».
Ni la Constitución española de 1978 sabe nada de las Cumbres iberoamericanas. Podría decirse, por tanto, que esta Constitución carece de capacidad para «explicar» tanto las Cumbres iberoamericanas, como la presencia en ellas de diversos mandatarios españoles. En consecuencia, quien cree estar enjuiciando de la manera más neutra y objetiva, «libre de valoración», científica y rigurosamente jurídica, de acuerdo por tanto con el Derecho internacional, el incidente que nos ocupa, está en realidad utilizando un componente formal (con fundamento in re, desde luego), pero abultándolo y desplazando su significado al servicio de un previo «juicio de valor» sobre la conducta del Rey; un juicio de valor, por lo demás, vinculado probablemente al republicanismo in pectore del opinante. Decimos in pectore porque la mayoría de estos republicanos aceptan sin embargo la Constitución, y por tanto su título segundo.
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Lo que decimos del formalismo constitucionalista podemos decirlo también del formalismo diplomático, que mantiene una relativa «independencia categorial» respecto de aquel. De hecho el formalismo diplomático tiene más que ver con el derecho internacional que con el derecho constitucional, porque tiene tradiciones propias (muchas de ellas arraigadas en el Antiguo Régimen) y está involucrado más explícitamente con las categorías económico políticas.
Desde la perspectiva «diplomática» se ha dicho que si la conducta de Chávez, interrumpiendo reiteradamente a Zapatero, no era correcta, tampoco fue correcto, por parte del Rey, dirigirse al Jefe del Estado venezolano en términos tan poco diplomáticos, sin haber pedido la palabra a la presidenta de la sesión, señora Bachelet, por el impromptu de la intervención y por el tuteo. La diplomacia, dicen algunos, «han de reprimir los impulsos emocionales y los desahogos». Según algunos expertos en diplomacia internacional, sólo fue correcta y adecuada la conducta de Zapatero, «porque con buenas formas –que son muy importantes (subrayan los formalistas) en una cumbre internacional– intentó defender a un expresidente de España y a los intereses de las empresas españolas».
También aquí se ve con facilidad el plumero de los expertos en diplomacia y derecho internacional. Los opinantes, que se arrogan la representación del formalismo diplomático, actúan en efecto desde posiciones afectas al gobierno socialista, o, por lo menos, a su presidente Zapatero, y desde estas posiciones interpretan ad hoc el significado de las «buenas formas diplomáticas» en el sentido de las «buenas maneras civilizadas», de la cortesía a toda costa («dispare usted primero»); unas maneras que, en lugar de gestos busca hacer gestiones, o disimula las gestiones con gestos (puño de hierro con guante de terciopelo), el diálogo tranquilo y sereno, aunque sea sofístico y traicionero. Pero de hecho el propio Zapatero, viendo que las exageraciones formalistas de su ministro Moratinos producían indignación en una gran mayoría de españoles, y sobre todo de bolivarianos, a quienes su ministro quitaba importancia sin darse cuenta, tuvo que humillarlo sometiéndole a la supervisión de la vicepresidenta del Gobierno; un gesto puramente simbólico por otro lado, porque la vicepresidenta no podía hacer otra cosa sino tratar de «pasar página», en nombre del Estado de Derecho, sin que esta decisión aplacase a los bolivarianos, que precisamente lo que no quieren es pasar la página.
Pero, sobre todo, quienes se arrogan la representación de la «ciencia diplomática» no tienen en cuenta que también hay un estilo de diplomacia «descortés y aún agresivo» (un estilo que va desde el zapatazo de Krutschev en la ONU hasta el portazo que da un embajador en condiciones determinadas). Estilo descortés que tiene también un simbolismo diplomático para expresar al interlocutor la firmeza de la actitud, y sugerirle las «divisiones» que aguardan tras las palabras, sabiendo que la intensidad de la voz (el hablar alto y no sólo claro) no es accidental siempre en diplomacia, como tampoco en el piano es accidental utilizar, en las ocasiones adecuadas, el pedal derecho. Porque en algunos momentos, por clara que sea la ejecución de la obra, no admite el pianísimo, y el experto en diplomacia formal no tiene en cuanta que las «maneras civilizadas» no son sólo las maneras corteses. Tan civilizado como una reverencia (que es un gesto primario y se constata ya entre los primates humillados por el macho dominante) es el lanzamiento de un misil intercontinental, o la oleada de unos bombardeos británicos como los que trituraron Dresde durante la Segunda Guerra Mundial.
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Consideraciones parecidas cabría hacer a quienes enjuician el incidente desde la perspectiva del protocolo (en la medida en que el protocolo se mantiene en un orden no exactamente idéntico al del formalismo diplomático). El Rey, dicen algunos republicanos in pectore, se habría comportado de un modo «incivil», fuera de todo ceremonial o protocolo.
Pero, ¿acaso el protocolo puede utilizarse como si fuera una forma abstracta, separada, separada de la ceremonia a la que afecta? El protocolo, en sentido estricto, ha de ir referido a ceremonias determinadas y programadas en todos sus detalles, es decir, a una materia perfectamente definida ceremonialmente. Pero las Cumbres iberoamericanas no tienen definido ningún protocolo especial, y por tanto el Rey no podía salirse de él. Las Cumbres iberoamericanas no tienen protocolo, y las normas de actuación son las generales de los congresos, debates parlamentarios o tertulias. Entre ellas, como regla principal, el respeto a los turnos de intervención, el no interrumpir al interlocutor que está en el uso de la palabra y la evitación de mímica agresiva, o de palabras insultantes. Estas son las normas que fueron desbordadas en la famosa sesión, ante todo por parte del bolivariano Chávez, y no las normas de un protocolo inexistente.
Porque, en todo caso, no fue el Rey quien inició su incumplimiento. Fueron Hugo Chávez por un lado, pero también inmediatamente Michele Bachelet, la presidenta de Chile, que moderaba la sesión. Bachelet hizo dejación de su función moderadora, al no interrumpir enérgicamente y de inmediato a Chávez, que reiteraba sus interrupciones a Zapatero cuando este «exigía respeto» al expresidente Aznar, a quien Chávez llamaba fascista una y otra vez. En cierto modo lo que hizo el Rey, que a fin de cuentas ocupaba de hecho la presidencia moral de la Cumbre, fue suplir la dejación de funciones de la moderadora Bachelet, en cuyo ánimo, la amistad socialdemócrata con Zapatero debía pesar menos que la empatía negativa que ella tenía respecto de Aznar, y que compartía con Chávez. La moderadora debía haber recordado de inmediato a Chávez que al interrumpir sin cesar a Zapatero estaba incumpliendo las normas generales de buena educación, no ya de protocolo de una reunión en principio amistosa. Desde este punto de vista, el «¿por qué no te callas?» tendría mucho de toque de atención, más que de llamada al orden; de un toque de atención que contaba supuestamente con la complicidad del presidente venezolano. Es cierto que el «¿por qué no te callas?», por el tono en que fue pronunciado, tenía tanto o más que de toque de atención fraternal, de «reproche paternal», al niño insolente y mal educado que está olvidando las normas elementares de una reunión de caballeros; y así debió interpretarlo Hugo Chávez cuando se calló. Y no sólo se calló como se calla convencido quien ha recibido una advertencia amistosa, sino como quien ha recibido una reprimenda dura de un superior, una reprimenda ante la cual se ha achantado, porque ha sido afectado de hecho por el imperio de la autoridad superior de quien la hizo.
Y ello fue precisamente lo que le obligó, fuera ya de la sesión y de la Cumbre, a intentar tapar su gesto de achantamiento fingiendo que no había oído al Rey que le reprimía tratándole de tú, «como un toro embravecido». Y respondió con insultos (por cierto, con palabras que recuerdan a las del vasallo rebelde, Lope de Aguirre), por ejemplo, cuando se dirige a su señor tuteándolo: «Señor Rey –dice Chávez fuera de la Cumbre–, dime, ¿interviniste en el golpe de estado de 2002?»
Pero, ¿por qué no le dijo esto mismo en la sesión? Me parece evidente que Hugo Chávez, al ver al día siguiente la reacción de sus gentes, quiso tapar lo que su gesto tenía de gesto de sumisión. Una sumisión, su silencio, que manifestaba que, cara a cara, frente al rey de España, él no mantenía de hecho la relación ordinaria de un Jefe de Estado con otro Jefe de Estado, sino que más bien resultaba ser víctima del «complejo» de quien sigue «sintiéndose un indio» ante el rey de España, antes que un Jefe de Estado ante otro Jefe de Estado. Es decir, Chávez demostró que, en la Cumbre, veía a don Juan Carlos no como a un Jefe de Estado, homólogo a su propia condición, sino a la explosión de un Rey de España ante las reivindicaciones de un indio idéntico a los de hace quinientos años.
Y con todo esto Hugo Chávez lo que estaba demostrando es que funciona con un mapa mundi anacrónico y deteriorado, al que llama bolivarismo, confundiendo siglos y lugares; un mapa mundi en el cual él se atribuye el papel del indio que mantiene el espíritu de rebeldía ante los depredadores españoles representados por empresas tales como Repsol, Endesa, Telefónica, &c., comandadas, según él, por el Rey y por Aznar. Pero ocurre que ni Hugo Chávez es indio (más bien tendría algo de zambo) ni menos aún lo era Simón Bolívar, que era criollo, es decir, español; ni las empresas españolas son depredadoras (o más depredadoras que las venezolanas), ni los quinientos años pueden invocarse en nombre de Simón Bolívar, olvidando que hace ya casi doscientos años Bolivia o Venezuela son Estados independientes, y que los lazos que tienen con España son mucho más reales en el presente (comenzando por el idioma y el mestizaje) que lo que sugieren las supuestas relaciones pretéritas de depredación.
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Otro formalismo desde el cual se ha interpretado y se interpreta la arrancada del rey contra Chávez, «¿por qué no te callas?», es el formalismo psicológico.
Extrañará a algunos que consideremos a las explicaciones psicológicas como formalistas, porque, para muchos, el análisis psicológico de la conducta nos conduce a la materia concreta más real con la que está tejida la vida humana. Materia que está encubierta por las formas «superficiales y superestructurales» constituidas por las normas constitucionales, diplomáticas, protocolarias o de simple cortesía.
Pero, «a sabiendas», consideramos a los análisis psicológicos corrientes como un formalismo más, y esto debido a su carácter abstracto. Suponemos, en efecto, que la abstracción del llamado análisis psicológico individual alcanza todavía un grado mayor que el que alcanzan las abstracciones constitucionales, diplomáticas o protocolarias, precisamente porque la consideración de la conducta psicológica individual la entendemos como una consideración abstracta, referida a un individuo analizado como si pudiera existir fuera de otras realidades de las que forma parte y que tienen un carácter supraindividual (la política, la economía, la diplomacia, el protocolo).
Y cuando nos referimos al caso de un individuo que está plenamente integrado en sus papeles «supraindividuales», como podemos suponer que fue el caso del Rey en la Cumbre, entonces la conducta psicológica o etológica puede interpretarse como una forma más que integra la conducta global, muy compleja, y en la cual los componentes psicológicos (emoción, irritación, ira) pueden desempeñar un papel que desborda el horizonte psicológico, es decir, un papel funcional, expresivo y apelativo, tan eficaz o más que el de los componentes diplomáticos o protocolarios. Esto ocurre cuando las relaciones interpersonales se mantienen a una escala individual (interindividual, etológica) que, sin embargo, se desarrolla en el curso de otras relaciones diplomáticas protocolarias o económico políticas. En estas situaciones los gestos mínimos de cada individuo, las entonaciones de la voz, que están incorporadas necesariamente al lenguaje, tienen un alcance decisivo en el momento de establecer la naturaleza y los límites de las instituciones desde las cuales los individuos actúan.
Dicho brevemente: los componentes etológico psicológicos están incorporados al proceso real (que incluye la Historia) del debate, y no son exógenos a él; y en el momento en el cual se los disocia, como si fueran externos o puramente psicológicos (como «desahogos» que debieran ser reprimidos), en ese momento se estará practicando un formalismo psicológico, el más vulgar y al alcance de todo el mundo (todos se sienten muy cerca, como el ayuda de cámara, desde el punto de vista etológico, de aquellos a quienes están viendo de cerca, en la televisión, gesticular o hablar). De hecho, una gran cantidad de juicios sobre la arrancada del rey, están formulados desde el más vulgar formalismo psicológico, sin perjuicio de que, en muchas ocasiones, estos juicios vulgares estén formulados desde una empatía positiva («fue un desahogo explicable», una «explosión comprensible», aunque fuera poco diplomática).
Pero el psicologismo, aunque se alimente de empatía positiva (que muchos pedagogos de nuestros días identifican sin más con la empatía), sigue siendo ciego para entender el funcionalismo interno, en la dialéctica del debate, del mandato, en forma de imperativo interrogativo, del rey don Juan Carlos: «¿por qué no te callas?».
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El incidente tiene un alcance y significado mucho más complejo y profundo del que puedan poner de manifiesto los análisis formalistas, de cualquier tipo que sean. El análisis del incidente habrá de continuarse regresando hacia las capas materiales que lo constituyen, y que envuelven a todas las capas formalizadas que, sin duda, también están involucradas en él.
Pero este regressus, para llevarse a cabo con cierta seguridad, necesita despejar muchas cuestiones de hecho que suelen pasarse por alto, o que son consideradas como poco relevantes y que, en realidad, no están hoy por hoy totalmente despejadas, y no sólo por mero descuido, sino por motivos interesados.
Por ejemplo: ¿por qué Zapatero se decidió a salir en defensa del expresidente Aznar, tal como lo hizo, interrumpiendo el discurso incontinente de Chávez? Casi nadie, desde España (y sobre todo, desde perspectiva afectas al Gobierno) se ha parado a considerar este «detalle», que queda anegado por la interpretación de la conducta de Zapatero como expresión misma de su generosidad caballerosa hacia un adversario político (generosidad que habría sido reconocida por el propio Aznar al agradecerle el gesto o la gestión). Expresión también de su firmeza en cuando defensa de la dignidad nacional.
Sin embargo, lo cierto es que esta intervención de Zapatero no ha sido interpretada de este modo por los bolivarianos, al menos cuando ellos han hablado por boca de Fidel Castro. Es cierto que Chávez no quiso, en principio, insistir en este punto, sin duda porque el «detalle» frustraba su inicial empatía positiva (la Einfühlung positiva de Lipps) hacia Zapatero; empatía positiva que tenía como recíproca la empatía positiva de Zapatero hacia él. Empatía positiva y recíproca expresada initerrumpidamente desde hace años hasta que se produjo la sorprendente (para Chávez) intervención de Zapatero en defensa de Aznar. Por ello hay que preguntar: ¿por qué intervino Zapatero, sobre todo si se tiene por cierto que sus palabras «tan adecuadas y observantes de las formas» («por supuesto, por supuesto») dejaban entrever que mantenían su empatía positiva hacia el presidente venezolano, en su enfrentamiento al imperialismo capitalista de Bush? Y sobre todo, por el hecho de que Zapatero permaneciera sentado en la mesa cuando, tras la intervención de Ortega el sandinista, el Rey la abandonó. Más aún: no sólo no acompañó en su marcha al Rey, sino que tampoco replicó al sandinista bolivariano de Nicaragua.
Desde fuentes gubernamentales, aceptadas por otros medios, se acudió de inmediato a la leyenda de que la retirada del Rey había sido pactada de antemano con Zapatero, a fin de evitar que la Cumbre se desmoronara. Pero si este pacto hubiera tenido lugar, habría sido el Rey quien habría caído en la trampa, puesto que el cumplimiento de tal pacto equivaldría al reconocimiento, por parte del Rey, de que su papel era puramente ornamental en el Estado de Derecho español, puesto que el papel real estaba siendo asumido por el presidente del Gobierno. Al permanecer sentado cuando el Rey marcha, y callado cuando Ortega interviene, Zapatero salvaba su condición de republicano in pectore y podía seguir nadando y a la vez guardando una ropa compartida con Chávez y la cofradía bolivariana.
La hipótesis del pacto (de distribución de papeles para la sesión previa a la de clausura de la Cumbre) entre el Rey y Zapatero, como explicación de la interrupción que Zapatero le hizo a Chávez durante su requisitoria contra el expresidente Aznar, tiene todo el aspecto de una justificación retrospectiva orientada a justificar la armonía entre los mandatarios que encarnan las más altas instituciones del Estado de Derecho español. Pero es la hipótesis alternativa a la del pacto, a nuestro juicio, la más probable. Es la hipótesis según la cual, al margen de cualquier pacto estratégico, fue en el curso de la sesión cuando ocurrió que el rey, in situ, le conminó a Zapatero a salir al paso de las incontinencias verbales de Hugo Chávez, cuyas palabras nada tenían que ver con la Cumbre, sino más bien con el referéndum planeado para diciembre en Venezuela (referéndum que estaba directamente en función de las manifestaciones de la oposición venezolana que Chávez vinculaba con los golpistas de 2002, a los que Aznar habría apoyado –como Moratinos ya lo había «denunciado» en una intervención anterior en el Congreso español– en cuanto agente del Rey y del imperialismo capitalista español).
Y efectivamente el Rey no pudo tolerar la incontinencia de Chávez, precisamente, como Jefe de Estado y como Rey de España advertía con claridad que el ataque a Aznar y a los empresarios españolas constituía un ataque en toda regla a España, que no podía ser recibido con la sonrisa diplomática en los labios. Y si efectivamente conminó sobre la marcha a Zapatero, que tenía a su lado, para que interrumpiese de inmediato el discurso agresivo de Chávez, porque en otro caso lo interrumpiría él, la secuencia de la sesión quedaría mucho mejor explicada: Zapatero, que espontáneamente acaso hubiera permanecido distraído y mirando al infinito mientras Chávez arremetía contra el ex presidente Aznar, tuvo que tomar una decisión inmediata: intervenir, desde luego, y no tanto para salir en defensa del ex presidente y de las empresas españolas, sino para evitar que la defensa la hiciese el propio Rey, lo que implicaría darle un protagonismo excesivo, después de las oleadas de banderas españolas en Ceuta y Melilla, y de la recuperación del prestigio de la monarquía en vísperas de las elecciones de marzo de 2008. Pero también implicaba ver rebajado su propio papel en la Cumbre y de él mismo a la condición de un ayudante de Su Majestad.
Por ello intervino como lo hizo: con palabras retóricamente adecuadas («exijo») pero con una gesticulación y acompañamiento verbal («de acuerdo, de acuerdo») que transparentaba la empatía positiva con la cofradía bolivariana.
El Rey está viendo, como todos lo vimos, que las palabras de Zapatero no servían para cortar el discurso agresivo de Chávez, que reiteraba sus insultos, interrumpiendo a Zapatero. Y es entonces cuando el Rey, al constatar que las palabras de Zapatero carecen de hecho del vigor y autoridad suficiente para acallar a Chávez, en lugar de hacer responsable a Zapatero de su debilidad, hace responsable a Chávez de estar rompiendo las reglas del juego, y la complicidad que él sabe mantiene con Zapatero, y por ello le dice: ¿por qué no te callas? Es decir, ¿por qué no aceptas las razones de Zapatero para dejar de insultar a Aznar? Es decir, ¿por que no adviertes que si sigues interrumpiendo, si no aceptas las palabras de Zapatero, estás rompiendo las mismas relaciones con el presidente del Gobierno español y estás abriendo una grieta de consecuencias imprevisibles en el precario orden vigente en España entre la Corona y su aliado Zapatero, y por tanto entre España y Venezuela? Y, en efecto, el Rey pudo comprobar que Chávez se calló.
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El análisis de las consecuencias que, en las semanas sucesivas, están teniendo las palabras del Rey en las XVII Cumbre Iberoamericana es indispensable, en todo caso, para formar un juicio de realidad, es decir, de verdad material, y no sólo formal, más exacto, si es cierto que «la verdad está en el resultado».
Es decir, es imposible juzgar realmente (materialmente) el hecho «pasando página», considerando el incidente como meramente coyuntural y disponiéndose a mirar hacia el futuro, como si el futuro no estuviera involucrado precisamente en este presente, en un momento en que está teniendo lugar la realineación de una parte de los países no alineados de Bandung bajo el signo de la Pachamama y del Islam (realienación que cuenta con la empatía de ETA y de un gran sector del anarquismo hispano, incluyendo aquí a los denominados «grupos antifascistas»).
El futuro de las Cumbres sólo puede ser mirado desde la Cumbre recién clausurada; de un presente del que forman parte las reacciones que las palabras del Rey están suscitando entre los Gobiernos bolivarianos (a los que se agrega, cada vez más intensamente, el Gobierno cubano). Es decir, de las reacciones de gran parte de los electorados de las Repúblicas bolivarianas (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y el Gobierno cubano). Y si algo nos revelan estas reacciones es el profundo resentimiento que guardan los bolivarianos indigenistas contra España, y la ideología negra (de leyenda negra) que resurge con todo el vigor en el momento de resucitar una memoria histórica. En realidad, un mito que está por cierto reavivado en los años del Gobierno socialista español («antiimperialista», «pacifista», «internacionalista», «alianzocivilizacionista»), un Gobierno aliado con las naciones gallegas, catalanas o vascas, entre otras, que piden por lo menos el reconocimiento de la «deuda histórica» que con sus «nacionalidades» tiene al parecer el Estado español. Y no solo desde la época de Franco, sino desde la época de los Reyes Católicos (la misma deuda de hace quinientos años de la que habla Chávez).
La idea de la España que desde hace quinientos años hace callar a los indios, «cortándoles la garganta», enarbolada después de la XVII Cumbre Iberoamericana por Chávez, por Fidel Castro o por Evo Morales (los principales aliados iberoamericanos de la Alianza de las Civilizaciones de Zapatero) es la misma idea que defendió un Premio Nacional de Literatura, Sánchez Ferlosio, en La destrucción de las Indias, un premio concedido por un tribunal constituido al amparo de un Ministerio también progresista, es decir, socialdemócrata. Evo, Hugo y Fidel (el «macaquito», el «macaco» y el «macacón», en palabras del propio Chávez) no tenían que inventarse esta «memoria histórica»: la podían encontrar y apoyar en la obra premiada por un Ministerio socialista español, pero también en la abundante doctrina de los republicanos de ERC, del PNV o del Bloque gallego.
Y si de algo puede servir para el futuro, no para el pasado, el análisis de las repercusiones de la frase del Rey –que el Gobierno socialista quiere a toda costa minimizar («a lo sumo es un incidente entre Gobiernos, no entre Pueblos», «es una tormenta en un vaso de agua»)– es para ver que este incidente es sólo la punta de iceberg que avanza contra España con la mirada, por no decir con el impulso complacido de Francia y de Alemania.
Avance de un iceberg que no anuncia sólo un cambio climático, el cambio que ha suscitado el nuevo movimiento fundamentalista, como si fuera una especie de religión soteriológica que, en nombre de la Madre Naturaleza, está siendo abanderada por Al Gore, una religión a la que se adhieren, más allá de la política, eminentes izquierdistas socialdemócratas o comunistas relictos, como pueda serlo el actual presidente de las Cortes, el señor Marín, según acaba de anunciar (en la época de Olavide, Marín se hubiera acogido a un convento). Anuncia también, sobre todo, la posibilidad de un cambio político ideológico en las relaciones de España con Hispanoamérica, y de los gobiernos republicanos in pectore con las nacionalidades españolas. No creemos equivocarnos al suponer que la cúpula del Gobierno de Zapatero desearía que el Rey, aceptando las exigencias de Chávez y los bolivarianos, pidiera por fin perdón o disculpas a Chácez, de algún modo, por su intervención. Sin embargo también reconocemos que el Gobierno sabe que no puede obligar al Rey a disculparse en vísperas de las elecciones, porque las encuestas han dicho que un ochenta por ciento de los españoles aprueban la arrancada del Rey. Prefieren creer que el último acto del Rey servirá al menos de indicio de que el «aura mítica que rodea a la Corona» (tras el 28F, tras Ceuta y Melilla) está desvaneciéndose, «porque ya ha dado todo lo que podía dar» (para decirlo con frases de Santos Juliá que El País del pasado 17 de noviembre anunciaba en su primera página). De hecho, si el Gobierno quiere pasar página es, ante todo, para no verse obligado a forzar a Su Majestad a que rectifique de algún modo antes de marzo de 2008.
Un cambio político e ideológico, no sólo en la ideología bolivariana, tal como es vista con simpatía desde España, sino también en la ideología del mismo humanismo krausista de Zapatero, de la Alianza de Civilizaciones. Una ideología cuya debilidad interna podría transparentarse en la última decisión del Gobierno que le lleva a acudir a una élite de asesores internacionales –«algunos son Premios Nóbel»– aunque entre ellos también figura quien se ha manifiestado partidaria de la cliteroctomía como «seña de identidad» de ciertas culturas africanas.
Que el Gobierno, al prepara las líneas políticas cara a las próximas elecciones, se crea obligado a acudir a una élite de asesores extranjeros, recuerda algo al «que inventen ellos»; o simplemente, revela el complejo de inferioridad del Gobierno socialista, temeroso de que el electorado no de crédito a sus proyectos, en cuando emanados de su propio caletre.