Daniel Miguel López Rodríguez, Heidegger en el Tercer Reich, El Catoblepas 114:13, 2011 (original) (raw)
El Catoblepas • número 114 • agosto 2011 • página 13
Daniel Miguel López Rodríguez
La filosofía alemana ante
el Estado Nacionalsocialista y la derecha no-alineada
§1. El problema del Ser y sus relaciones con el ente: ontología general y ontología especial
§1.1 El Ser como materia ontológico general
Ser es el más general de los términos. Con la palabra «Ser» se intenta abarcar el ambito de lo real en sentido ontológico general, esto es, la realidad por antonomasia, en su sentido más amplio: «realidad radical». El Ser es, por tanto, un trascendental, aquello que trasciende y rebasa todos los entes sin ser él mismo un ente, es decir, sin que ningún ente, por muy amplio que sea y se presente, lo agote. Dicho de otro modo: el Ser desborda y supera dialécticamente el mundo de las formas, el mundus asdpectabilis, traslandándose en otro contexto, «más allá del horizonte de las focas», más allá de toda morfología cósmica.
Pues bien, el Ser de Heidegger es análogo a la materia ontológico general; excepto cuando conlleva recaídas mundanas delirantes (como su identificación con el Estado hitleriano en tanto potencia espiritual, correspondiéndose el ente con el pueblo alemán). Por materia ontológico general entendemos aquella realidad trascendental que condiciona al mundo (materia ontológico especial en el materialismo, los entes en Heidegger) sin estar de hecho separada del mundo, como si fuese una sustancia megárica independiente y autodeterminada. El materialismo se presenta como un pluralismo ontológico, postulado apagógicamente, pensado contra el monismo del orden y de la sustancia y, en general, contra el espiritualismo (ya asertivo, ya exclusivo); esto es, contra el monismo desde la ontología general y contra los distintos tipos de formalismo desde la ontología especial. La materia en su sentido ontológico general está, por consiguiente, codeterminada y en acto, y no hay cabida en el materialismo pluralista para la Idea de sustancias metafísicas completamente aisladas (hipostasiadas), siendo coherentes con el principio de Symploké; así como tampoco hay cabida a la homonimia ontológica una vez que se ha abierto la vía de regressus hacia la materia trascendental con su correspondiente progressus hacia el mundo fenoménico asdpectabilis de partida. A la materia ontológico general sólo se regresa a través de la trituración dialéctica de los tres géneros de materialidad ontológico-especiales (en mutua correspondencia e incomensurables, empírico-trascendentales), por mediación de la conciencia filosófica (Ego Trascendental) que, in medias res, «trabaja» a través de la historia en un contexto de «implantación política de la filosofía», pues una vez realizada la crítica regresiva se abre la vía del progreso no permaneciendo, por tanto, la susodicha conciencia en forma de éxtasis en el limbo místico de una «implantación gnóstica de la filosofía». Luego, dicho todo esto, el mundo no agota la infinita materialidad, pues el mundo es finito pero ilimitado, y es por tanto contingente, episódico y dado a escala organoléptica y de percepción operatoria apotética a través de la kenosis, zootrópica en general y antrópica en especial.
El mundo no es la omnitudo rerum, «sólo es la totalidad de las cosas que nos son accesible en función del radio de acción de nuestro poder de con-formación de las mismas» (Gustavo Bueno, ¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo 1995, pág. 9). Con esto, el materialismo filosófico está reconstruyendo las posiciones de Schopenhauer cuando éste afirmó que «el Mundo es tan dependiente de nosotros en su conjunto, como nosotros individualmente lo somos de él» (Sobre la cúadruple raíz del principio de razón suficiente, §12). Es más, «si los sujetos corpóreos humanos y animales desapareciesen de la faz del Universo, el propio Universo se des-dibujaría en cuanto a sus morfologías antrópicas o zootrópicas: es decir, los géneros de materialidad desaparecerían, y como la Nada es imposible (el “No-Ser” no puede ser, como sabía Parménides), la demostración de la constitutiva contingencia y finitud ontólógica del Mundo es precisamente una de las pruebas de la “existencia” de M» (Javier Pérez Jara, «El Ego Trascendental como Ego lógico en el materialismo filosófico», El Catoblepas, número 80, octubre 2008, pág. 1).
La materia, o el Ser en general, es la más amplia de las Ideas y la primera Idea ontológica, pero no una idea metafísica-sustancialista en la que todo esté conectado con todo, ya que es imposible que todo llegue a intercomunicarse dando como resultado una unidad absoluta omnicomprensiva en la que todo llegue a mezclarse confusamente dándose así la imposibilidad para el discurso y la conformación de los tres géneros de materialidad inconmensurables unos a otros y sinectivamente conectados (imposibilidad que también se daría en el caso de que nada se intercomunicase con nada y cada ente estuviese completamente aislado de los demás metamérica y megáricamente). El materialismo pluralista liquida, pues, la Idea de la noche en la que todos los gatos son pardos, siendo más que una Idea una para-idea, una pseudo-idea, una idea mal construida e incoherente, de acuerdo con el ateísmo esencial total que sostiene el materialismo filosófico (triturando así la esencia de Dios y por consiguiente su existencia).
Aunque desde el materialismo filosófico la Idea de materia ontológico general no es originaria, pues a la Idea de materia en general se llega a través de un regressus que parte de los cuerpos sólidos como primer analogado (M1). Los cuerpos sólidos son, por tanto, la «materia prima gnoseológica», como, a su modo, supo ver Platón en el mito de la caverna y en el Symposio.
§1.2 El «olvido» de la ontología general y la sustantificación ontoteológica
No estoy de acuerdo con Heidegger cuando éste postula que la historia de la metafísica (la cual el pensador teutón tenderá a ver como una fatalidad) ha sido la historia que «olvida» el Ser y sustituye a éste por un ente primero, teológico. La historia de la metafísica, a partir de Platón y Aristóteles y sobre todo con la escolástica cristiana, sería, según Heidegger, la historia de la onto-teo-logía, la historia que coloca a un ente primero como el eje rector de la realidad, a raíz del cual se vertebran todos los entramados de la realidad lógicamente, ya que este principio sería inteligente haciéndolo todo inteligible y divinamente. Dicho de otro modo: para Heidegger la historia de la metafísica, que es, por otra parte, la historia de occidente, es la historia de Dios dentro de la filosofía, esto es, de un «ente» intelectual que sustantificado determina al mundo de los otros entes, eliminado así, diríamos, a la materia ontológica general, esto es, al Ser. Es la historia, básicamente, del ente y no del Ser. El Ser ha quedado «olvidado» en pos del ente. El ente, podríamos decir, es lo «mundano», e incluso el ente primero sería mundano, pues Dios está dotado de vida y de intelecto aunque se sitúe «más allá del horizonte de las focas» (independientemente de su providencia sobre el mundo, pues el Dios de Aristóteles aunque no sea providente ni personal sí es viviente y, por tanto, inteligente, solipsista, esto es, una entidad que se manda mensajes a sí misma eternamente: interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio). Por otra parte, también Aristóteles diagnostica a Dios como «Acto puro», en ese caso se correspondería más bien con la materia ontológico general, con el Ser. El ente primero y máximo mundaniza la realidad; dicho materialistamente: la materia ontológico especial invade el «territorio» de la materia ontológico general anulando la realidad de ésta; o, de otro modo, el Ego Trascendental inunda, y totaliza, el contenido de lo material, espiritualizando por tanto lo que es material, haciendo sustancia lo que no es sustancial, totalizando racionalmente (omnisciente-mente) lo que ontológicamente no puede ser una totalidad atributiva racional (no todo lo real es racional, porque además la realidad, la materia ontológico general, no es una totalidad ni atributiva ni distributiva sometida a un orden, porque la totalidad tiene que ver con cuerpos, al igual que la causalidad, y estos no agotan la realidad como pasa en el materialismo mecanicista y grosero).
Para Heidegger «Cuando la metafísica piensa lo ente desde la perspectiva de su fundamento, que es común a todo ente en cuanto tal, entonces es lógica en cuanto onto-lógica. Pero cuando la metafísica piensa lo ente como tal en su conjunto, esto es, desde la perspectiva del ente supremo que todo lo fundamenta, entonces es lógica en cuanto teológica… [porque] la metafísica es al tiempo y unitariamente, ontología y teología» (La constitución ontoteológica de la metafísica, Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, en HEIDEGGER, M., Identidad y diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990, versión digital en http://www.heideggeriana.com.ar/).
El culmen de esta invasión y visión ontoteológica llegará con Hegel, cuando todo lo real se convierte en racional y el Espíritu Absoluto conmesura la realidad, conociéndose ésta a sí misma a través de los Estados que hacen posible la Historia Universal con el arte, la religión y la filosofía, y al ser posible con la situación de Alemania como Imperio Universal al recibir el relevo de la «antorcha de la universalidad» en devenir fatalista, reagrupándose así toda la tradición occidental, y teniendo la Historia Universal como «destino» la hegemonia germana mundial, cosa con la que se identificará Heidegger a través del Ser del Estado Nacionalsocialista a través del ente-pueblo alemán. Así, llega a sentenciar en la octava sesión del seminario inédito, celebrado durante el invierno de 1934-1935, titulado Hegel, sobre el Estado, toda una proclama nazi en sintonía con el devenir hegeliano de la historia, cuyo resultado dialéctico-histórico-espiritualista termina desembocando en Alemania; como si el desarrollo dialéctico de la Historia Universal encontrase su sentido en el advenimiento del Reich hitleriano: «Se ha dicho que en 1933 Hegel estaba muerto: al contrario, fue solamente entonces cuando comenzó a vivir» (Citado por Emmanuel Faye, Heidegger. La introducción del Nazismo en la Filosofía, trad. de Óscar Moro Abadía, Ediciones Akal, S. A., 2009, pág. 368). Al identificar el Ser con el Estado nazi y al ente con el pueblo alemán, Heidegger recae en la metafísica más grosera, y ello puede verse con frases como esta: «el poder del ser es aquel en el que el ser estatal se realiza» (Citado por Faye, op. cit., pág. 373).
Dicho culmen ontoteológico lo identifica Heidegger con la propia filosofía, pues con Hegel, piensa Heidegger, la filosofía ha llegado a su fin. Esto último lo afirma en dicho seminario. Allí leemos: «¿Por qué hemos escogido a Hegel para este trabajo, cuando existen otros filósofos como Platón, Kant o Fichte que también han reflexionado sobre el Estado? En primer lugar porque la filosofía de Hegel no es cualquier filosofía, sino que debemos ver en ella la realización de toda la filosofía occidental, realización en un gran comienzo con vistas a la Aufhebung del pensamiento antiguo y del pensamiento cristiano en un gran sistema. Hegel tenía una conciencia clara de todo ello, tenía la convicción de que con él la filosofía había llegado a su término. Y es verdad. Lo que viene después de Hegel ya no es filosofía. Ni siquiera Kierkegaard o Nietzsche. Estos dos último no son filósofos, sino hombres que no se pueden calificar con una categoría concreta, que serán comprendidos solamente en épocas posteriores. Hasta Hegel había filosofía, pero éste la llevó a su fin, tal como hemos mencionado» (citado por Faye, op. cit., pág. 352).
Aunque, dicho sea de paso, la misma tesis será aplicada a Nietzsche, situado, a igual que Hegel, como el fin de la metafísica occidental, de la ontoteología y, en definitiva, de la filosofía como tal, abriéndose así el camino postfilosófico del pensar (como si Dilthey, Husserl, Bergson, Cassirer, Wittgenstein, Russell o el propio Heidegger fuesen solamente meros pensadores y no fuesen filósofos, y como si la filosofía no estuviese disuelta por el ambiente cultural, político, artístico y científico de su época y de la nuestra, aunque sea a un nivel mundano). Es más, ¿a qué filosofía se refería Heidegger cuando se refería a su fin, a la filosofía académica o la filosofía mundana?
§1.3 Distintos sistemas tradicionales no ontoteológicos y postuladores de la materia ontológico general (Bien, Uno, Deus absconditus, Sustancia)
Como vengo diciendo, me declaro en rebeldía contra esta idea heideggeriana, pues no sólo de ontoteología ha vivido la historia de la metafísica (pereza me da refutar la tesis heideggeriana de que ya no hay filosofía, pues la existencia de la filosofía se demuestra filosofando).
A mi juicio no se puede diagnosticar de ontoteológico al sistema de Platón cuando éste sitúa al Bien en la República más allá de la esencia: epekeina tes ousías. Cuando el Bien, en Platón, queda más allá de la esencia, es decir, más allá de toda determinación epistemológica, el ente queda superado, rebadado, desbordado y trascendido. Pero es en el sistema de Plotino cuando esta idea se exprime con más fuerza, puesto que Platón, pese a su agudeza, sólo la deja insinuar. El Uno de Plotino es aquello que está más allá de la segunda Hipóstasis, la Inteligencia, y también está más allá de la tercera Hipóstasis, el Alma; es decir, el Uno es absolutamente «omnitrascendente». El Uno es, por tanto, el Ser del que nos habla Heidegger así como la materia ontolótico general del materialismo filosófico (mutatis mutandis). También al estudiar la Teología Negativa de Pseudo-Dioniso el Aeropagita, mística cristiana de estirpe neoplatónica, al hablar de Dios como aquello que se puede predicar lo que no es, se rompe el esquema heideggeriano de la historia de la metafísica como olvido del Ser (Teología Negativa, por cierto, usada por todo un «ontoteólogo» como Santo Tomás de Aquino).
A mi juicio, la ontoteología cristiana queda triturada no por Heidegger en el siglo XX, ni por Kant a finales del siglo XVIII, sino por Baruch de Espinosa en el siglo XVII (partiendo a su vez de la trituración de la ontoteología judía, como buen judío ateo). La sustancia de Espinosa, al poseer infinitos atributos, liquida el esquema ontoteológico que ve a Dios como inteligencia omnisciente (el esquema ontoteológico triturado, como decimos, por Benito Espinosa, no se reduce a la escolástica medieval cristiana o judía, pues en dicho esquema incluimos al cartesianismo, pues, como puede verse en la Ética, Espinosa es un cartesiano anticartesiano, siendo el cartesianismo cómplice y apologeta del ontoteologismo católico). El esquema teleológico de la ontoteología, la, por ejemplo, quinta vía de Santo tomás (Dios como «el fin absoluto hacia el cual todo tiende»), queda refutado por la crítica atroz que el gran filósofo judío hace al antropomorfismo y a la sustantificación dentro de éste de las causas finales; por eso «la Naturaleza no tiene ningún fin que le esté prefijado y todas las causas finales no son más que ficciones humanas… Esta doctrina sobre la finalidad subvierte totalmente la Naturaleza. Esta doctrina suprime la perfección de Dios, ya que si Dios actúa por un fin, desea necesariamente algo que carece» (Ética, apéndice [e], trad. de Atilano Dominguez, RBA coleccionables, S. A, 2004, págs. 69-70).
Luego si, a través del argumento ontológico, Espinosa demostraba la esencia y por consiguiente la existencia de Dios como sustancia que consta de infinitos atributos, al mismo tiempo demostraba la incoherencia e inexistencia del Dios ontoteológico y, de paso, del Dios personal providencial y milagroso de la religión judía y de la cristiana.
La sustancia de Espinosa liquida sistemáticamente todo tipo de hipóstasis metafísica, triturando todo aquello que sea triturable (así como liquida toda posible religación hacia un ser personal, porque el que ama a Dios no puede esforzarse porque Dios lo ame a su vez). Espinosa es un desactivador de hipóstasis al definir la sustancia como una realidad con infinitos atributos. Espinosa, al decir que sólo hay una sustancia está, en el fondo, liquidado la propia Idea de sustancia, es decir, que nada tiene el privilegio de sustantificarse salvo la realidad misma (sólo hay una sustancia como sólo hay una realidad). La sustancia es una Idea crítica, pues se trata de la indeterminación y la pluralidad absoluta, y esto impide, como muy bien señala Vidal Peña, la «clausura cósmica». Por eso no hay monismo en Espinosa cuando hablamos de la Idea de sustancia, pues la sustancia tiene infinitos atributos; por lo tanto, cabe hablar de un pluralismo de la sustancia. En todo caso el monismo en Espinosa sólo podría darse en la natura naturata (materia ontológico especial), siendo un monismo del orden («el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas», sentencia que Vidal Peña reconoce como un tercer atributo cognoscible, correspondiéndose con el tercer género de materialidad, M3). A pesar de las múltiples intersecciones entre la natura naturans y la natura naturata hay un hiato –una discontinuidad– que impide el orden cosmita a nivel ontológico general (por esto entendemos que Espinosa es materialista). La inteligencia, la res cogitans espinosiana, es un atributo y como tal no puede conmensurar la sustancia, esto es, la realidad (la materia) en sentido ontológico general (lo mismo pasa con la res extensa). La sustantificación de la res cogintans como onmitudo entis es el camino de la ontoteología y el camino hiperidealista que tomará Hegel para agotar la realidad con la realización del Espíritu Absoluto como secularización del Dios ontoteológico en un proceso de «espiritualismo exclusivo ascendente» que dará como resultado la «inversión teológica». (Inversión, dicho sea de paso, iniciada por Descartes pero de un modo más directo por el propio Espinosa, pues si los escolásticos empezaban a filosofar desde las cosas creadas y Descartes lo hacia desde el ego cogito para demostrar la existencia de Dios, Espinosa lo hizo directamente desde la Idea de Dios, ya que las ideas adecuadas se siguen necesariamente unas de otras).
El sistema de Espinosa es, como supo ver Hegel, aunque a la contra, «acosmista», puesto que la sustancia no se indentifica con el sujeto, como el Espíritu Absoluto hegeliano, pues, como dice el propio Heidegger, «Para Hegel, el asunto del pensar es el pensar en cuanto tal… El ser es el absoluto pensarse a sí mismo del pensar» (La constitución ontoteológica de la metafísica, op. cit.). A nuestro juicio, el cosmos es una idea archimetafísica que consiste en concebir la realidad como si ésta fuese hecha a imagen y semejanza del hombre o como si tuviese por proyecto teleológico dar como resultado la razón del hombre en un apoteosis de panlogismo escatológico. Es decir, desde el materialismo pluralista neutro que apagógica y críticamente postula el materialismo filosófico no se puede diagnosticar a la materia en general como una totalidad atributiva que se agota en el espacio antropológico, siendo la realidad en general algo realmente existente cuando se da a escala antrópica, como si la realidad entera, vista como una omnitudo rerum, se propusiese a priori, y desde su seno, la aparación fatalista del hombre y su futura salvación en paz perpetua. Esto sería un puro monismo idealista con todo el carácter antropomórfico de la metafísica, pues las categorías se toman del espíritu y se proyectan a la realidad como tal, dando a entender que ésta es una especie de totalidad omnicomprensiva y armoniosa cuyo fruto es el hombre y su libertad, hacia la cual todo tiende, y que algunos llaman Dios.
El cosmos no se niega (por algo el materialismo en sentido ontológico especial es materialismo cósmico), lo que se niega es el cosmismo (igual que no se niega la ciencia, sino el cientificismo). El cosmos en un episodio de la materia ontológico general acósmica, materia incorpórea y pluralidad infinita, donde es imposible la causa sui y la autodeterminación, es decir, la armonía absoluta y la autonomía en cuanto tal. Toda codeterminación cósmica es efímera; todo sistema tiende a destruirse, tanto el sistema capitalista, como el sistema socialista o el sistema solar, haciéndose nuestro planeta trizas sin ninguna conclusión apocalíptica.
A medida que con su gran sistema ontológico trituraba a la ontoteología, Espinosa, ese ateo «ebrio de Dios», hizo también por triturar los cimientos de la teocracia, no dejándose embaucar por una egoísta «implantación gnóstica de la filosofía», ensimismado en el tercer género de conocimiento y en el amor intelectual a Dios, rechazando una cátedra para pulir lentes sub specie aeternitatis. Por el contrario, Espinosa se mete de lleno en una «implantación política de la filosofía», al querer derrocar con su sistema el sistema político por entonces imperante. Espinosa era un revolucionario, pero de verdad. Y si rechazó la cátedra fue por prudencia, porque sabía que si actuaba desde la universidad sería defenestrado (aunque también es cierto que pulir lentes le terminó costando la vida). Esto lo ha visto con suma claridad Matthew Stewart en su libro El hereje y el cortesano (Biblioteca Buridán, trad. de Joset Sarret Grau, 2006, pág. 161):
«El concepto spinozista de la divinidad es tan claramente la antítesis del concepto teocrático, de hecho, que plantea automáticamente la cuestión de si Spinoza inventó este nuevo Dios para salvarse a sí mismo o para destruir el orden político imperante. En la medida en que el Dios de Spinoza es más fácil de entender en negativo –es decir, por aquello que no es: una deidad personal, providencial, creadora-, en esta misma medida su compromiso político podría parecer que es previo a su filosofía. Es decir, su metafísica sería inteligible principalmente como la expresión de su proyecto político: derrocar a la teocracia».
Pues bien, siguiendo con nuestra confrontación entre el judío Benito Espinosa y el alemán Martin Heidegger, podríamos decir que lo que para Espinosa es la Sustancia para Heidegger es el Ser, y lo que para Espinosa son los atributos y los modos para Heidegger son los entes. Dicho de otro modo: mientras el Ser es análogo a la natura naturans, el ente (o los entes) es análogo a la natura naturata. Y si la sustancia de Espinosa a la hora del progressus desemboca en la desmantelación de la teocracia imperante, el Ser de Heidegger venía a confirmar el Ser de Alemania como hegemonía mundial a través del Estado hitleriano.
§1.4 Metafísica y ontología
No es lo mismo ontología que metafísica: todos los metafísicos son ontólogos, pero no todos los ontólogos son metafísicos. Si definimos la metafísica no ya en sentido etimológico, «más allá de la física», sino como la disciplina que al pensar se sustantifica lo que se piensa, esto es, que se hipostatizan ciertos ámbitos o ciertas relaciones cuando dichos ámbitos y relaciones son imposibles de sustantificar al no ser causa sui y ser ésta materialmente imposible, entonces gran parte de la historia de la filosofía es onto-teo-logía; porque la onto-teo-logía es metafísica al sustantificar a Dios, dando por supuesto que Dios existe y haciendo que todo funcione divinamente. Y si Dios no existe, no es que esté ya todo permitido, sino ya no existiría nada. Dios es, en la metafísica de estirpe ontoteológica, tanto en el mundo griego como en el latino escolástico, el principio de lo real, la inteligencia primera y viva que fundamenta el mundo e incluso, en el cristianismo, lo crea desde la nada y se encarna en él para ser crucificado y redimir con su sangre a la des-graciada humanidad, otorgándole la Gracia en el día de la Resurrección y del Juicio Final, y así, por si fuera poco, la humanidad ascenderá al cielo con forma de cuerpo glorioso en la comunidad de los bienaventurados (sociedad de elegidos, de almas auténticas, por decirlo heideggerianamente), frente a la sociedad de las almas inauténticas que son elegidas pero para ir al infierno durante toda la eternidad en el llorar y crujir de dientes. Pero el Dios cristiano, afortunadamente dirán algunos, ni existe ni puede existir. En este sentido Heidegger, devoto católico en su juventud, niega el creacionismo y por consiguiente la Idea de Dios del cristianismo: «si Dios crea de la nada tiene que habérselas con la nada. Pero, si Dios es Dios, nada puede saber de la nada, puesto que lo “absoluto” excluye de sí toda nihilidad» (¿Qué es metafísica?, op. cit. pág. 52).
Entonces, volviendo a nuestra problemática y visto lo visto, es preferible otorgar el estatus metafísico a la ontoteología y el estatus ontológico a lo que no es ontoteología, es decir, un sistema que no sea mundano-sustancialista, monista, idealista o espiritualista (por tanto la ontología está en sintonía con el materialismo pluralista). La metafísica paraliza aquello que está en devenir, congela la realidad o un fragmento de la misma situándolo en una posición privilegiada pero óntica, eternizando exclusiva o asertivamente la realidad, dando lugar a sustantificar lo que no es sustancia (entendiendo por sustancia «aquello que no necesita de otra cosa para existir»; o, como muy bien dice Heidegger en Ser y tiempo, la sustancia se caracteriza por la «no-menesterosidad» de otro ente para llegar a ser lo que es). La omnisciencia es una de la Ideas cardinales de todo sistema ontoteológico (aunque, como en el caso de Aristóteles, Dios sólo sea el pensamiento de su pensamiento y no conozca al mundo, no haciéndole falta porque su autopensamiento es el pensamiento más perfecto, lo más elevado que pueda pensarse, y bastante tiene Dios con pensarse a sí mismo durante la eternidad, ya que nada tiene mejor que pensar). Con la metafísica se sostiene la identidad entre el Ser y el ente, «olvidando» la diferencia.
Desde aquí el logos funciona a toda potencia. Tanto es así que ese logos se vuelve todo en el panlogismo hegeliano, aquél que situamos como el culmen del desarrollo mundanista de la metafísica, el monismo por excelencia (espiritualismo exclusivo ascendente). El ente a través del logos se transforma en Dios, del mismo modo que las procesiones de la Santísima Trinidad, según Sabelio y De Fiore, se daban de manera sucesiva y no simultánea. Con Hegel, y Heidegger así lo piensa, la ontoteología ha quedado saturada y por eso con Nietzsche «Dios a muerto» (y así llega la hora del «pensar», porque el filosofar se va acabar). Una vez superado el filosofar ontoteológico llega la hora de pensar el Ser, libre ya de prejuicios sustantificadores ónticos. Por eso, para Heidegger, la historia de la metafísica, si por ésta entendemos lo mismo que ontoteología, ha sido una historia de olvido, de impedimento para llegar al Ser. Ha sido la metafísica precisamente aquello que nos ha impedido «ver» el Ser. La metafísica oculta paradójicamente al Ser, es un estorbo para el Ser. Es imposible la Idea de Ser a traves de procedimientos metafísicos, sustantificadores, ontoteológicos (del mismo modo que es imposible vislumbrar la Idea de materia ontológico general desde posiciones cuajadas de hipóstasis metafísicas, porque ésta no está sometida a una legalidad universal).
Heidegger se distancia del mundanismo hegeliano porque es consciente de la diferencia ontológica entre Ser y ente: «para Hegel, el asunto del pensar es el pensamiento como concepto absoluto. Para nosotros, el asunto del pensar -usando un nombre provisional-, es la diferencia en cuanto diferencia» (La constitución ontoteológica de la metafísica, op. cit.). La metafísica ontoteológica, por tanto, se consuma con Hegel cuando el ente, en forma de Espíritu Absoluto, sustantifica a la realidad siendo ésta consciente de sí misma, donde la realidad en forma de totalidad tiene pleno sentido, puesto que todo tiene sentido al ser racional, una vez que se han superado los distintos sistemas filosóficos.
No ocurre así con lo que llamamos ontología, si por ésta entendemos aquello que tritura crítica y apagógicamente los distintos dispositivos de hipóstasis que salgan al paso. La ontología, la ontología materialista pluralista (no monista), tritura todo aquello que sea triturable; y así, y sólo así, podrá abrir la vía de regressus hacia la materia ontológico general, límite absoluto de todo regressus. El pensar del materialismo es un pensamiento crítico, pues, piensa contra el monismo: contra el naturalismo, contra el mentalismo y contra el esencialismo, es decir, piensa contra los distintos tipos de formalismos: primogenéricos, segundogenéricos y terciogenéricos; y también contra los formalismos bigenéricos. Trituración que está en sintonía con la realizada por Espinosa contra la ontoteología de su tiempo.
Heidegger es ambiguo a la hora de utilizar los términos metafísica y ontología. En Ser y Tiempo habla de la metafísica como historia del «olvido del Ser», pero también habla de una «destrucción de la historia de la ontología». Heidegger parte de esquemas monistas, pues piensa que el «preguntar metafísico tiene que ser totalitario y debe plantearse siempre desde la situación esencial en que se halla colocada la existencia interrogante» (¿Qué es metafísica?, versión española de X. Zubiri, Editorial Renacimeinto, 2003, págs. 16-17). Pero también hay momentos en que Heidegger piensa con esquemas críticos. Heidegger critica la idea kantiana de que la filosofía no ha alcanzado la madurez al no transformarse en una ciencia, por eso dice en el curso del semestre de invierno de 1929-1930: «Lo que viene intentando desde Descartes, desde el comienzo de la modernidad, elevarse al rango de una ciencia, de la ciencia absoluta, aún no lo ha logrado. Por eso, únicamente tenemos que poner todo nuestro empeño en que algún día lo logre. En ese momento se alzará impertérrita y emprenderá el camino seguro de una ciencia… para bendición de la humanidad. Entonces sabremos lo que la filosofía es» (Los Conceptos Fundamentales de la Metafísica, trad. de Alberto Ciria, Alianza Editorial, Madrid 2007, pág. 24). Pero la filosofía, al ser un saber de segundo grado, un saber que parte de saberes previos, de primer grado (técnicos, científicos, político, religiosos, etc.), no puede ser, y nunca será, una ciencia, porque no puede existir la posibilidad de hablar de una categoría de categorías (o una ciencia de la ciencia). La mathesis universalis de Descartes es sólo una idea mítica, una idea que desembocará en nuestro tiempo, y con mucha fuerza, en el fundamentalismo cientificista. La humanidad no será bendecida en el futuro por una ciencia unificada que sustituya a la diversidad de opiniones que supone la filosofía (como si la filosofía no tuviese saberes y sólo fuese un mero compendio de opiniones sin mayor relevancia), como tampoco será bendecida por una segunda llegada del Mesías y su correspondiente actividad justiciera apocalíptica. Por eso dice Heidegger a renglón seguido: «esta finalidad es ella misma un error y un desconocimiento de la esencia más íntima de la filosofía. Filosofía como ciencia absoluta: un ideal elevado, insuperable. Así parece. Y sin embargo, ya sólo tasar la filosofía conforme a la idea de ciencia quizá sea la degradación más fatídica de su ensencia más íntima». Así pues, diremos que a través de ese «camino seguro» de la ciencia no podremos saber nunca lo que es la filosofía. La filosofía no puede, pues, transformarse en una «ciencia estricta» (como dijo Husserl), porque las ideas, en symploké, no pueden constituir una categoría cerrada al modo de cualquier ciencia positiva, y a ese camino debemos renunciar si no queremos caer en la metafísica grosera de la espontaneidad filosófica de los científicos cientificistas (metafísicos en el peor sentido de la palabra). La filosofía –al menos la filosofía materialista en la que nos movemos crítica y apagógicamente– no forma parte de un plan advenido desde el principio de los tiempo de modo fatalista en el que se desemboca hacia un saber universal en el que la totalidad llegue a conocerse a sí misma como totalidad atributiva universal, al modo de Hegel. Heidegger piensa, y le damos la razón en ello, en la imposibilidad de la filosofía como ciencia o, peor aún, como ciencia absoluta. (Aunque discrepamos con Heidegger cuando éste sitúa cronológicamente a la filosofía como anterior a la ciencia).
La materia en general no se puede totalizar, es decir, el Ser no es una totalidad atributiva ni distributiva propenso a ser diagnosticado íntegramente («todo lo real es racional y todo lo racional es real»). El Ser no puede ser una totalidad atributiva o distributiva, totalidades que residen en los cuerpos, los cuales están incluidos y subordinados al Ser (como episodios del Ser, diríamos dialécticamente). El Ser no puede ser totalizado porque no tiene límites, esto es, contorno. «¿Dónde está el Ser?» sería una pregunta estúpida. El Ser no está rodeado por un entorno ni limitado por un contorno ni organizado en un dintorno. El Ser no es mundano ni intramundano, no es un ente, por tanto no es una totalidad (tampoco el mundo es una totalidad, porque también sería estúpido prenguntar «¿dónde está el mundo?»). Así pues, al no poder totalizarse la realidad, ésta tampoco podrá encerrarse en un laboratorio o en un cierre categorial, porque la realidad, la materia o el Ser en cuanto tal, no puede ser estudiada por la ciencia, y menos si ésta se entiende como la unificación de todas las ciencias, cosa que tanto para Heidegger como para nosotros es una patraña y una «degradación» de la filosofía.
§1.5 Qué es para Heidegger el Ser
Ser y Tiempo, la obra fundamental de Heidegger, no es propiamente un tratado de ontología, donde se trata en profundidad la Idea del Ser. Más bien es como un preámbulo de la cuestión ontológica; pues el plato fuerte, por así decir, de la obra magna de Heidegger no es el Ser, sino el Dasein. En el Dasein se da lo que Heidegger después de Ser y tiempo llamará la «diferencia ontológica», pues el Dasein es el «ente ejemplar» que tiene la posibilidad de preguntar por el sentido del Ser. El título de la magna obra debería haber sido Dasein und Zeit. Ser y Tiempo no es propiamente una ontología sino más bien, en palabras de su autor, una analítica existenciaria del Dasein; luego es una pre-ontología, que a la vez es posible y necesaria, prefigurándose así el sentido óntico del Dasein, puesto que la ontología sólo es posible como fenomenología.Luego se hace menester, para una ontología pura que pregunte por el sentido del Ser en general, una previa hermenéutica del Dasein, como condición de posibilidad de toda investigación ontológica, siendo así la de Heidegger una filosofía de tipo «trascendental». Esto es jusficado así: «_Toda ontología, por rico que sea y bien remachado que esté el sistema de categorías de que disponga, resulta en el fondo ciega y una desviación de su mira más peculiar, si antes no ha aclarado suficientemente el sentido del ser, por no haber concebido el aclarado como su problema fundamental_… La demostración de lo óntico-ontológicamente señalado de la pregunta que interroga por el ser, se funda en la exhibición provisional de la preeminencia ontico-ontológica del “ser-ahí”» (Ser y Tiempo, trad. José Gaos, RBA Coleccionables, S.A, 2004, págs. 49 y 53). Y también así: «La analítica existenciaria del “ser-ahí” tiene por tema… poner fenoménicamente de relieve la estructura original y unitaria del ser del “ser-ahí”, de la que se derivan ontológicamente las posibilidades y modos “de ser” de éste» (pág. 205). Así pues, para que la ontología propiamente dicha brote es necesaria la analítica existenciaria del ser ex-sistente que pregunta por el Ser y que a su vez le va su ser; esto es, el Dasien. Por eso «la filosofía es la ontología fenomenológica universal que, partiendo de la hermenéutica del “ser-ahí” y como analítica de la existencia, ata el cabo del hilo conductor de toda cuestión filosófica a aquello de donde surge y adonde torna» (pág. 595).
Dicho tratado pretender ser una nueva gigantomachia peri tes ousías, pero, a decir verdad, el problema del Ser es aplazado para profundizar en la analítica existenciaria del Dasein, como «ontología fundamental», percatándose de que a éste le va su ser y se atiene a lo que es, siendo inherentemente un ser-en-el-mundo y un ser-relativamente-a-la-muerte. Heidegger no habla de «ser humano», sino de Dasein, el ser que relaciona su ser con el Ser en la «pregunta por el Ser». Nuestro autor sostiene que los existenciarios y las categorías son las dos posibilidades fundamentales del Ser. La estructura fundamental del Dasein es el ser-en-el-mundo, «por la cual resultan codeterminados todos los modos del ser de éste» (pág. 188). «Si no existe ningún “ser-ahí”, tampoco “es ahí” ningún mundo» (pág. 505). La concepción del Dasein como ser-en-el-mundo está pensada contra el realismo y el idealismo. Heidegger sustituye el ego trascendental del idealismo por el Dasein fáctico y temporal, siendo considerado éste no ya como un ens cogitans, sino como un ens operans que se pone en contacto y yecto con-el-mundo, frente a la visión de las metafísicas ópticas, que meramente lo contemplaban (posición que le arrima al materialismo). El Dasein es el «estado de abierto» que se constituye por el encontrarse, el comprender, la caída y el habla. El existir es siempre fáctico y trascendente, y nunca un absoluto sustancial e inmanente. La existencia queda definida como un «poder ser» compresor al que le va su ser mismo. El Dasein es también visto como un ser-en-el-espacio, ya que el Dasein espacia al tener como existenciarios el des-alejar y la dirección (la lejanía, en cambio, sería una categoría). En la caída se da la existencia impropia o inauténtica, la cual se sumerge en la cotidianidad de las habladurías, de la avidez de novedades y de la ambigüedad. La cura es el fenómeno ontológico-existenciario fundamental, y es propiamente el ser del Dasein en su «estado de resuelto». La sorge es algo así como la «voluntad de vivir», o como una «voluntad de autenticidad», la cual sólo puede manifestarse a través de la «angustia»; y por lo que la angustia se angusita no es un ente concreto (como sería el caso del miedo), sino por ónticamente nada. El Dasein está así entregado a la responsabilidad de la existencia porque es un ser que se angustia y puede preguntarse por el sentido del Ser. El Dasein nada más nacer es un ser-relativamente-a-la-muerte, y la muerte es el absoluto no ser del Dasein, y es irreferente, irrebasable, cierta y, sin embargo, indeterminada. La muerte late en todas las posibilidades del Dasein pero es a su vez «la imposibilidad de la posibilidad», y admitir esto es el modo de la existencia auténtica. El Dasein, al fin, pone todo su fundamento en la temporalidad y a través de ésta en la historicidad, la cual lo constituye ontológico-existenciariamente. Los entes representables (Vorhandensein) y manipulables (Zuhandensein) definen los entes intramundanos, las categorías, cuyos caracteres difieren esencialmente del Dasein, ya que no tienen la forma de ser de éste. Las categorías son los «entes subsistentes», «disponibles», «a-la-mano», «a-la-vista».
En escritos posteriores nos percatamos de que ese Dasein del que nos habla Heidegger en Ser y Tiempo no es, digamos, un yo o un sujeto individual, sino el pueblo alemán, que como Dasein se enrraíza instalado en el suelo de la patria (amenenzada por una «tenaza»). Luego más que ser-ahí o estar-ahí sería más bien somos-ahí o estamos-ahí: «incluidos en el orden y en la voluntad de un Estado, nosotros estamos ahí, insertos en lo que ocurre hoy en día, en la pertenencia a este pueblo, nosotros somos ese mismo pueblo» (citado por Faye, op. cit. pág. 168).
Ser y Tiempo está pensado contra el pensamiento representador, presencialista, objetivador, subjetivador, óntico, o contra cualquier modulación del sustancialismo. Y efectivamente, para pensar contra la metafísica hay que pensar contra el sustancialismo, porque la metafísica es aquello que tiene que ver con sustancias. Así, con respecto al Ser propiamente dicho Heidegger afirma que el Ser es el «más universal» de los conceptos y un «_transcendens_», el fondo abismal de todo cuanto hay, y «“superior” a toda universalidad genérica» (pág. 38). El Ser no es un ente ni puede serlo: «El ser de los entes no “es” él mismo un ente» (pág. 42), porque el ente es una manifestación limitada del Ser (así como en Schopenhauer, otro anti-ontoteólogo, la representación es una objetivación de la voluntad infinita y arracional). «El ser, tema fundamental de la filosofía, no es el género de ningún ente, y sin embargo toca a todo ente. Hay que buscar más alto su “universalidad”. El ser y su estructura están por encima de todo ente y de toda posible determinación de un ente que sea ella misma ente. El ser es lo trascendens _pura y simplemente_» (pág. 83). Así pues, la concepción del Ser como Ab-grund está pensada contra el principio de razón suficiente, contra la tiranía del logos. El Ser carece de principio de razón suficiente y de fundamento lógico, es abismal.
En el curso del semestre de verano de 1941, en pleno auge de victorias del Reich, titulado Conceptos Fundamentales, Heidegger habla del Ser como lo más paradójico: El Ser es lo más vacío y lo más común de todo; lo más comprensible y lo más desgastado; lo más fiable y lo más dicho; lo más olvidado y lo más coactivo; lo exuberante y la unicidad; la ocultación y el origen; el a-bismo y el acallamiento; el re-cuerdo interiorizante y la liberación; lo más vacío y al mismo tiempo lo exuberante; lo más común de todo y al mismo tiempo la unicidad; lo más comprensible y al mismo tiempo la ocultación; lo más desgastado y al mismo tiempo el origen.
En 1962, en la conferencia titulada Tiempo y Ser (trad. de Manuel Garrido, Editorial Tecnos, Madrid, 2000, versión electrónica en http://www.heideggeriana.com.ar/textos/tiempo\_y\_ser.htm), Heidegger postula que «El ser no es ninguna cosa real y concreta, y por tanto nada temporal, mas es, empero, determinado como presencia por el tiempo». Para Heidegger el Ser, como el tiempo, se da, esto es, acontece. Lo dado, el Ser, es lo des-oculto, lo abierto, pero no lo ente, porque «El ser no es. El ser Se da como el desocupar del estar presente». Lo que peculiariza al Ser no es ningún modo de ente representado, igual que lo que peculiariza al tiempo no es ningún tiempo concreto, porque «el tiempo aparece como la secuencia de los ahora, cada uno de los cuales, apenas nombrado, se desvanece ya en lo recién pasado y es ya seguido por lo inmediatamente venidero». El tiempo se da y acontece en sus «transformaciones epocales», en el destino, en el «acaecimiento». En este acaecimiento también se da en el Ser, «Pues sin el ser no puede ser ningún ente como tal. De acuerdo con esto, cabe poner en circulación al ser atribuyéndole el carácter de acaecimiento supremo, el más importante de todos». Heidegger intenta superar la metafísica una vez más, con aires renovados, al pensar el Ser al margen de las sustatificaciones metafísicas. Y así afirma: «Pensar el ser sin lo ente quiere decir: pensar el ser sin referencia a la metafísica. Pero una tal referencia continúa siendo también dominante en la intención de superar la metafísica. De ahí que convenga desistir de ese superar y abandonar la metafísica a sí misma».
§2. Nacionalsocialismo y derecha no alineada
§2.1 ¿Qué es la derecha?
El nazismo ha sido considerado sin más como un movimiento de derechas o de «extrema derecha». Pero que el nazismo sea un fenómeno político de derechas no es del todo evidente. Emic los nazis, como los fascistas y los comunistas, ni se consideraban de derechas ni de izquierdas. El NSDAP no fue tampoco un partido fascista como con brocha gorda se ha etiquetado con muchísima frecuencia (el nazismo no es fascismo, pese a sus innegables analogías, analogías que también compartió con el comunismo). Ahora bien, a nuestro juicio, el NSDAP y el movimiento nazi y hitleriano en general puede diagnosticarse como un partido o un movimiento de derechas. Pero para decir esto hay que saber por qué. Y el que no posea las coordenadas históricas, políticas y filosóficas lo suficientemente potentes para decir por qué entonces, lo mejor que puede hacer, si tiene un mínimo de dignidad y vergüenza, es callarse.
¿Y por qué el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores puede considerarse como un partido de derechas o un movimiento, que a la postre llevó en tromba a la nación alemana hacia la Segunda Guerra Mundial, inclinado a eso que llaman, muchas veces sin ningún rigor crítico, «derecha»? ¿Qué es la derecha? ¿Acaso saben de buena tinta qué es la derecha aquellos que se llenan la boca todo el santo día con dicho término (o si no con «facha» en la boca)? ¿Acaso saben también lo que es la izquierda? Muchos sí lo saben, otros muchos no. Y sé que estos últimos «otros muchos» no lo saben por experiencia personal en una especie de encuesta que suelo hacer personalmente. Cuando, acaloradamente, he discutido con amigos o no tan amigos sobre los términos «derecha» e «izquierda» y la conversación ha llegado a tal punto de indefinición he formulado la pregunta «¿y qué es eso de la derecha y de la izquierda?» obteniendo la callada por respuesta o bien una respuesta muy vaga, tan vaga que lejos de aclarar oscurece aún más el asunto; asunto muy oscuro ya de por sí. Normalmente, para decir la verdad, la mayoría de los encuestados me responden con una definición deíctica, señalando con el dedo quién es de derechas: «Rajoy, Franco, Aznar, Bush II, etc.». Ni siquiera tienen la idea abstracta, no deíctica, de qué es la derecha.
Pues bien, ¿qué es la derecha? Como respuesta positiva diremos que la derecha es el Antiguo Régimen, pero éste empieza a ser denominado como «la derecha» cuando se pone en marcha la Revolución Francesa, situándose la revolución a la izquierda del Trono y el Altar. La derecha, entonces, es anterior cronológicamente a la izquierda pero empieza a ser propiamente derecha cuando surge la izquierda revolucionaria; al igual que el padre, siendo anterior al hijo, empieza a ser propiamente padre cuando tiene al hijo. Ahora bien, el Antiguo Régimen en la actualidad no existe y ni siquiera puede existir. Sería algo absurdo en la actualidad un retorno al Antiguo Régimen, ya que ningún Estado estaría dispuesto a ello. Por tanto no es lo mismo que durante la Gran Revolución, donde la resistencia del Antiguo Régimen, esto es, el status quo monarquico-crerical, tenía algún sentido. ¿Quiere decir esto que la derecha en absoluto existe en la actualidad? Si por tal entendemos el Antiguo Régimen (el Trono y el Altar), entonces lo que es la derecha (derecha primaria o absoluta, la llamada «derechona») está actualmente desarticulada o disuelta (mejor dicho: des-integrada), una vez impuestas la democracias liberales (aun siendo algunas de ellas, como en España, monarquías constitucionales) o las repúblicas socialistas.
Siguiendo la clasificación crítica que Gustavo Bueno lleva a cabo en El mito de la derecha, existen varias «modulaciones» de la derecha. Hablaremos, junto a don Gustavo, de modulaciones de derechas como géneros plotinianos (parafraseando a Plotino: las derechas pertenecen al mismo género, no porque se asemejen entre sí, sino porque todas descienden de un mismo tronco, el Estado del Antiguo Régimen en descomposición). Las diferentes modulaciones de la derecha combaten a través del tiempo histórico a las distintas generaciones de izquierdas que surgen desmantelando la sociedad política estamentaria del Antiguo Régimen (jacobina, liberal, anarquista, socialdemócrata y comunista). Por tanto la derecha muta en el tiempo según el modo de combatir a la izquierda. No será lo mismo la disputa en la época de la Revolución Francesa entre la derecha primaria (la derecha que, como decimos, empieza a ser tal, es decir, la resistencia del Antiguo Régimen frente a la Gran Revolución) contra la izquierda jacobina, que la disputa entre la derecha socialista (franquista) contra la coalición de izquierdas formada por anarquistas, comunistas, socialdemócratas y liberales en la Guerra Civil española; o, en los tiempos de la Guerra Fría, la disputa por la hegemonía mundial entre el bloque capitalista de la «derecha liberal» estadounidense contra el bloque comunista soviético en cuyo suelo fecundó la «quinta generación de izquierda» en forma de imperio generador.
El Nacionalsocialismo alemán es de derechas pero no se corresponde con ninguna de las derechas tradicionales alineadas: la derecha primaria (la resistencia contrarrevolucionaria enfrentada contra la primera generación de izquierda, la izquierda jacobina, cuya «holización» hubiese sido imposible sin la guillotina); la derecha socialista (fenómeno dado en esta enigmática nación llamada España en los gobiernos de don Antonio Maura, don Miguel Primo de Rivera y don Francisco Franco); y la derecha liberal (las potencias anglosajonas y la Unión Europea, es decir, los triunfadores de la Guerra Fría contra la «quinta generación de izquierda»). Tras la caída de la Unión Soviética no tiene mucho sentido la distinción entre «derecha» e «izquierda», alcanzando dicha distición un componente meramente sociológico o cultural, pero no estrictamente político (muchas veces en tono ideológico y propagandístico, más bien por parte de la «izquierda»). Dicho de otro modo: tras la caída de la URSS la diferencia politológica, parafraseando a Heidegger, entre izquierda y derecha habría dejado de tener un quehacer tecnológico para empezar a tener un desarrollo nematológico (propagandístico y, por lo general, de intereses izquierdistas).
Pues bien, el Nacionalsocialismo, decimos, no es una derecha alineada con la tradión, ni se vincula con la resistencia del Antiguo Régimen, es por tanto una derecha que va más allá del derechismo primario, el derechismo socialista y el derechismo liberal. El Nacionalsocialismo es una derecha no-alineada. Sus planes y programas dictaban de los de las derechas alineadas (sin perjuicio de sus analogía y de sus alianzas coyunturales contra el enemigo común)
La economía política del Tercer Reich fue muy ambigüa e imprecisa; el sector socialista no fue coherente en la forma de llevar la susodicha, y su antiguo dirigente, Gregor Strasser, dio el viraje hacia la derecha liberal en 1932. Ya en el poder, Hitler se enorgullecía de que no había que nacionalizar la economía porque ya había nacionalizado al pueblo a través de la Gleichschaltung. «Bajo Hitler, el sistema económico alemán siguió siendo una mezcla de propiedad básicamente privada de los bienes inmuebles y el capital que funcionaba conforme a una estructura cada vez más extensa y más rígida de reglamentos y controles estatales. Así, es dudoso que el triunfo de Hitler hubiera “salvado al capitalismo alemán”, en el sentido convencional de tal frase; el capitalismo alemán gozaba de mucha más autonomía y poder bajo la democracia liberal, tanto antes como después de Hitler. La frase opuesta se acercaría más a la verdad: lo que acabó salvando al capitalismo alemán fue la derrota del nacionalsocialismo en Occidente por la potencias capitalsitas angloamericanas y la incorporación de Alemania Occidental a la esfera de hegemonía estadounidense» (Stanley G. Payne, El fascismo, op. cit., pág. 102).
A mi juicio, el componente derechista de los nazis reside en su racismo y su antisemitismo. Los nazis estaban imbuidos en el mito de la raza aria, siendo los arios unos seres superiores y privilegiados subidos en una atalaya, y siendo los judíos, los gitanos y los eslavos razas inferiores e infrahumanas. Para los nazis la élite de la humanidad estaba en la raza aria; la, según ellos, «raza pura». Para las distintas generaciones de izquierda ningún individuo o raza era superior a las demás, porque la izquierda se considera como universal (al menos en teoría e ideológicamente hablando, otra cosa es el desarrollo práctico de esta posición en el escenario de la Realpolitik, a veces con resultados lamentables). Desde el racionalismo y el antignosticismo de la izquierda se niega tajantemente que un individuo, un grupo e incluso una nación haya recibido una revelación que caiga de lo Alto (como nación, o más bien como pueblo o nación étnica, ponemos como ejemplo paradigmático a los judíos, «el pueblo elegido»; aunque el momento de revelación de Yahvé sólo sea «presenciado» por los profetas). Desde las izquierdas se niega rigurosamente el privilegio de ciertos «iluminados» a la hora de ser confidentes de la divinidad, confidencia que supone una falta de respeto a los demás seres humanos que no han tenido la dicha de compartir en persona semejante revelación (que no es más que una impostura o un simple delirio). Grosso modo, filosóficamente hablando, la derecha mantendría una implantación gnóstica (dogmática y sectaria), situando sus privilegios en una especie de patrimonio esotérico de unos cuantos, y la izquierda una implantación política (sin perjuicio de su dogmatismo y sectarismo en la Realpolitik), negando tajantemente el privilegio particularista esotérico de un élite y postulando un «socialismo genérico» en el que cualquier individuo humano, dada su constitución corpórea-operatoria, puede alcanzar, al menos potencialmente, cualquier verdad (no precisamente revelada por un ser metafísico superior, sino dada in medias res).
Visto así, el materiaismo filosófico sería de «izquierda» porque se opone radicalmente al gnosticismo esotérico dirigio a una élite privilegiada, y aceptaría como cierta la afirmación de Husserl cuando éste dice: «lo que es cognoscieble para un yo, tiene que ser por principio cognoscible para todo yo» (Ideas, §48). Luego un materialista filosófico, por mucho que se diga y pese a quien le pese, no puede ser de «derechas».
Pues bien, los nazis se consideraban el pueblo elegido, del mismo modo que los judíos. Los nazis, y Heidegger así lo creía, veían a la Gran Alemania como el pueblo que decidía el destino de los otros pueblos; el cual, al ser el pueblo metafísico y sustancial, decidía por sí mismo: he ahí la autoderterminación del pueblo alemán como sustancia metafísica, por encima del resto de la humanidad y como guía para la susodicha (al menos durante los próximos mil años, al estilo de los mitos escatológicos milenaristas y anticlericales de la Edad Media). En el discurso inaugural de su rectorado pronunciado solemnemente el 27 de mayo de 1933, Heidegger llega a decir que «La voluntad de la esencia de la Universidad alemana es voluntad de ciencia en el sentido de aceptar la misión espiritual histórica del pueblo alemán, _pueblo que se conoce así mismo en su Estado_» (La autoafirmación de la Universidad alemana, trad. de Ramón Rodríguez, Tecnos, Madrid, 2009, págs. 8-9, cursivas mías).
Así pues, los nazis eran de derechas. Ahora sí se puede decir que es evidente.
§2.2 La Alemania nazi como el útimo bastión de Europa. El fin de la hegemonía europea
Heidegger consideraba a Alemania como el «pueblo metafísico», el pueblo que salvaría a la humanidad, siendo así la vanguardia de la humanidad y el «centro» de la salvación universal, el «pueblo del centro», el «pueblo entre los pueblos», excluyendo a los judíos como pueblo; estando el entorno de su Lebensraum amenazado por la tenaza de la masa comunista soviética y el mercantilismo liberal norteamericano, cuyas filosofías eran respectivamente el marxismo y el positivismo, contra las cuales combatía Heidegger, considerándolas como frutos de la enjudaización que tanto le preocupaba porque contaminaban al espíritu alemán de «espíritu no alemán» en la universidades. El mercantilismo americano, según el pensar de Heidegger, llevaría a ese país a devorarse en la conquista de lo óntico, y en lo que respecta a la URSS el hombre es masificado por el colectivo dictatorial. Dicho de otro modo: la tenaza que amenzaba al imperio depredador alemán de derecha no alineada estaba compuesta por la quinta generación de izquierda definida y la derecha liberal; ambos como imperios en formación, lo que para Heidegger eran «una misma cosa». Imperios que emergerían no sólo a costa de la derrota nazi, sino también a raíz del desplome del imperio depredador inglés, potencia claramente derrotada en el conflicto mundial. USA y la URSS se solidarizaron contra el Tercer Reich y las fuerzas del Eje para que, una vez liquidado el enemigo común, se enfrentasen en la llamada Guerra Fría hasta 1989. He aquí la delirente afirmación del gran pensador nacionalsocialista: «Estamos dentro de la tenaza. Por hallarse en el centro, nuestro pueblo experimenta la presión más incisiva; es el pueblo que tiene más vecinos y, por eso, el más amenazado, y, sobre todo, es un pueblo metafísico. Pero a partir de tal determinación, de la que estamos seguros, este pueblo sólo obtendrá su destino cuando en sí mismo llegue a crearse un eco, una posibilidad de eco para que este destino le permita resonar; es decir, cuando conciba su tradición de modo creador. Todo esto trae aparejado el hecho de que esta nación, en tanto histórica, se ponga a sí misma y, al mismo tiempo, ubique el acontecer histórico de Occidente a partir del centro de su acontecer futuro, es decir, en el dominio originario de las potencias del Ser. Precisamente, si la gran decisión sobre Europa no ha de darse por el camino del aniquilamiento, entonces sólo podrá darse mediante el despegue de nuevas fuerzas histórico-espirituales, procedentes del centro». (M. Heidegger: Einführung in die Metaphysik, Tubinga, 1953, pág. 8, citado por Víctor Farías, Heidegger y el nazismo, pág. 211). Todavía Heidegger llegó a decir que no había que «luchar» contra los americanos, sino que había que «cazarlos» (¡qué no diría de los eslavos!).
Heidegger veía al nacionalsocialismo alemán como el último bastión de Europa, y en cierto sentido así fue. Si Europa perserveraba en lo alemán, decía Heidegger, se salvaría de la teneza y por tanto perserveraría en el Ser. Es más, si se permite la ucronía, si Alemania hubiese ganado la guerra, Europa hubiese conservado su hegemonía mundial, a costa de ser una Europa nazi (un imperio depredador, pues). Como dijo su discípulo Ernt Nolte, «Hay indicios que apuntan a que Heidegger consideraba inevitable una lucha armada de la Europa unificada en torno a Alemania contra la bárbara furia de las dos gigantescas potencias continentales» (Heidegger, política e historia en su vida y pensamiento, Tecnos, Madrid, 1998, pág. 192, subrayado mío). Y así lo vio el propio Heidegger en el curso del semestre de invierno de 1933-1934, donde afirma que «cuando hoy el Führer habla sin cesar de la reeducación de acuerdo con la visión del mundo nacionalsocialista, esto no significa que haya que inculcar cualquier eslogan, sino producir una transformación total, un proyecto mundial sobre cuya base educar al pueblo entero. El nacionalsocialismo no es una doctrina cualquiera, sino la transformación fundamental del mundo alemán y, tal como pensamos, del mundo europeo» (citado por Faye, op. cit. pág. 162). Luego, a pesar de que esto no guste a los eurepeístas de pro, el nacionalsocialismo alemán fue el último bastión de la defensa de la sublime Europa (nacionalsocialismo surgido desde la entrañas de la Europa más profunda). Por consiguiente, la llamada «Europa de los pueblos» es una Europa de estirpe nazi, es decir, racista, étnica, tribal, vinculada al imperialismo depredador y a la derecha no-alineada (quizá por ello la unificación de Europa en sentido político no puede ser nunca considerado como un proyecto de izquierdas de séptima generación en el contexto geopolítico de la actual globalización liderada por USA, ya que Europa ha sido y es una biocenosis).
Emmanuel Faye cita en su brillante y polémico libro una carta que nuestro filósofo mandó a todos los decanos y profesores de la Universidad de Friburgo, fechada el 20 de diciembre de 1933, donde sentenciaba que en el Tercer Reich «el individuo, donde quiera que esté, no cuenta para nada. El destino de nuestro pueblo en su Estado cuenta todo» (Faye, op. cit. pág. 292). El nazismo y el imperialismo alemán fueron los últimos defensores de la hegemonía mundial europea; una Europa vista dogmáticamente por Heidegger con las lumbreras del espiritualismo: la Europa sublime y romántica del nacionalsocialismo, su último defensor. El destino de Europa dependía, pues, de la Alemania nazi, destinada espiritual y bélicamente a salvaguardar, en última instancia, a la humanidad «auténtica» de la «infrahumanidad» alienada «inauténtica» (judíos, bolcheviques, liberales, yanquis, gitanos, eslavos y también latinos). Como dijo el poeta Josef Weinheber, comentado a Hölderlin, «Alemán es el tiempo, y ningún tiempo fue tan alemán como éste»; porque, como dijo el propio Hölderlin, «Alemania es el corazón de los pueblos». Tras la Segunda Guerra Mundial Europa dejó de abrir la boca para asuntos que conciernen a la humanidad, puesto que los grandes imperios europeos desaparecieron como tales ante la agresión de Alemania (sobretodo el imperio depredador inglés). Como muy bien dice Stanley G. Payne «durante la Segunda Guerra Mundial, la promoción de los movimiento de liberación entre los pueblos coloniales y minoritarios de todo el mundo fue casi exclusivamente labor de las potencias del Eje. Durante sus doce años en el poder, Hitler tuvo más impacto en el mundo que ningún otro revolucionario del siglo XX, y tanto más cuanto que, como han señalado Eugen Weber y otros, las guerras constituyen los principales procesos revolucionarios de este siglo» (El fascismo, op. cit. pág. 110). Heidegger señaló, pues, al Reich alemán como el último centinela de esa biocenosis llamada Europa, la cual era considerada por el pensador de Messkirch como incorruptible, puesto que ella está el origen y lo puritano: «Hoy sabemos que el mundo anglosajón del americanismo está decidido a destruir Europa, esto es, la patria, el inicio de occidente. Pero lo inicial es indestructible. La incorporación de América a esta guerra planetaria no constituye un ingreso a la historia, sino que es el último acto americano de la americana carencia de historia y autoaniquilación. Lo es porque es un acto que rechaza lo inicial y es una decisión por lo que carece de inicio. El espíritu oculto de lo inicial en Occidente no tendrá para este proceso de autodestrucción ni siquiera una mirada de desprecio. Se limitará a esperar su propia hora estelar desde la serenidad que le da la paz de lo que tiene inicio» (Parmenides, Francfort, 1982, pág. 114, citado por Víctor Farías, op. cit. pág. 258).
En 1935 la metafísica lejos de ser algo despectivo y a superar pasa a ser el destino planetario de occidente, ni más ni menos que «el acontecimiento fundamental de nuestro ser». Un destino que, a decir de Heidegger, será salvado y cuidado por el Ser del Estado nacionalsocialista alemán, el último defensor de esa biocenosis llamada Europa (la cual, como dijo un importante político alemán con mucho acierto, es sólo un concepto geográfico y nunca político).
§2.3 «Sólo se puede pensar en alemán»
Como pueblo metafísico, el alemán poseía, según Heidegger, la lengua más potente para poder pensar con autenticidad. Dicha lengua habita en «la casa del Ser». Tanto es así que «sólo puede pensarse en alemán». En la Entrevista del Spiegel, entrevista promovida por iniciativa del propio Heidegger y realizada en una fecha tan tardía como 1966 (donde, además, intenta excusarse de su afiliación al partido nazi, ocultando así su antisemitismo), Heidegger vuelve a poner en conexión a la Grecia antigua con la Alemania de su tiempo, en una especie de Eje trascendental heleno-germánico, siendo la tradición latina decadente, tergiversadora y encubridora de la verdadera forma de pensar. Así, Heidegger se atreve a afirmar: «Pienso en el particular e íntimo parentesco de la lengua alemana con la lengua de los griegos y con su pensamiento. Esto me lo confirman hoy una y otra vez los franceses. Cuando empiezan a pensar, hablan alemán; aseguran que no se las arreglan con su lengua» (Entrevista del Spiegel, trad. de Ramón Rodríguez, Tecnos, Madrid, 2009, pág. 80). El pensador nacionalsocialista, en un arrebato de puro esencialismo metafísico, llegó a afirmar que las lenguas latinas carecen de la fuerza espiritual para asir la esencia de las cosas. Semejante afirmación es de bochorno, y demuestra que Heidegger estaba inmerso de lleno en una concepción racista y Völkisch del lenguaje. Según Heidegger no se puede «pensar» en francés. Suponemos que para el «pensador» germano, demasiado pensador germano, tampoco se podría pensar en español. Téngase en cuenta que no dice «filosofar», sino «pensar». ¿Y qué quiere decir Heidegger con eso de «pensar»? ¿Qué es eso del pensamiento? ¿Qué son estas cosas tan metafísicas? A nuestro juicio el español, por ejemplo, es un idioma eminentemente filosófico; mucho antes que el alemán (decir sólo que el castellano antiguo era el eslabón oculto de la cadena en la Escuela de traductores de Toledo, donde se pasaba del árabe al latín a través del castellano antiguo). Pensar, lo que es pensar, se puede pensar hasta en vascuence, por ejemplo. Ahora bien, no se puede filosofar en vascuence, porque no es un idioma suficientemente potente para ello, dado su minúsculo vocabulario y su inexistente artillería y terminología filosófica. La filosofía requiere de un idioma con una larga tradición como son el griego, el latín, el español, el francés, el inglés o el alemán para ponerse en marcha. Palabras como «sustancia», «accidente», «relación», «categoría», «trascendental», «lógica», etc., demuestran la eminencia filosófica del español. Da la sensación de que Heidegger quiere decir que no se puede filosofar (entendemos pensar metafísicamente) en otros idiomas que no sean el griego y el alemán. He aquí la discriminación lingüística del que fue rector de la Universidad de Friburgo. Y dicha discriminación es en el fondo totalmente racista (por mucho que se excuse y se intente justificar en la citada entrevista, mintiendo como un bellaco).
Esto también lo ve con mucha claridad Víctor Farías: «Ya en la crítica de la filosofía de Descartes que Heidegger hace en Ser y Tiempo se podían reconocer indicios de sus múltiples reservas frente a lo que podría llamarse “lo latino” y “lo romano”. Reservas que son características de la tradición xenófoba de la que es un ejemplo Abraham a Sancta Clara. A partir de su adhesión al nacionalsocialismo, Heidegger sostiene una xenofobia antilatina radical que se convirtió en uno de los elementos (o factores) esenciales de su pensamiento y al que ya nunca renunció» (Heidegger y el nazismo, pág. 215).
Heidegger, que no era ni mucho menos un fascista, tuvo, sin embargo, relaciones con el fascimo italiano realmente existente a través del Instituto Italiano de Estudios Germánicos, una instutición forjada para unir culturalmente a las dos naciones, y consolidar de este modo una alianza con Italia que se confirmará el 22 de mayo de 1939 en el conocido Pacto de Acero (cuyas consecuencias fueron desastrosas, de ahí la incompatibilidad práctica del fascismo con el nazismo). Heidegger pronuncia en dicha institución que en Alemania quedan las mejores inteligencias, pese a las continuas migraciones (sobre todo de judíos intelectuales). Por eso dice: «Nuestro trabajo no está exclusivamente destinado a los lectores de Alemania, sino también a todos aquellos que, más allá de nuestras fronteras, están dispuestos a reconocer que, pese a la huida de algunos al extranjero, nuestras buenas mentes no han abandonado a nuestro pueblo sino que, por el contrario, en la Alemania nacionalsocialista se ha creado recientemente un espacio para los mejores alemanes, los que pertenecen al Reich interior _(Innere Reich)_» (citado por Farías, ibíd, pág. 227). Es decir, Alemania para los alemanes auténticos (arios); los cuales, metafísica y espiritualmente hablando, construirían la escatológica y milenaria Gran Alemania (cosa que materialmente, a través del arte de la guerra, impidieron los Aliados, y justo por eso es lícito pensar que la filosofía heideggeriana estaba completamente equivocada).
§2.4 Socialismo y racismo
Pero el partido Nacional-socialista era también «socialista», luego cabría preguntar cómo un partido de derechas puede ser socialista. Hemos hablado de que existe una modulación de la derecha tradicional que Gustavo Bueno denomina como «derecha socialista». Luego el «socialismo específico» no es sólo monopolio de la izquierda. Cabe hablar de una derecha socialista así como de una izquierda socialista. Pero el nacionalsocialismo no es, en sentido estricto, una derecha socialista (tradicional), sino más bien una derecha no tradicional. Por tanto su socialismo era de otra índole. El socialismo nazi era sólo para los arios, era por tanto un socialismo que se circunscribía al «pueblo» alemán; un socialismo particularista-racista, pues excluía a todos aquellos que no fuesen arios e incluso consideraba a otras razas como infrahumanas y menesterosas de su liquidación. La Idea de «pueblo» (el Volk alemán) estaba pensada, desde las coordenadas nazis, contra el «individuo singular» y la «humanidad». Si entendemos socialismo como universalismo, entonces el término «nacional-socialista» es contradictorio, como contradicotoría sería la expresión «nacional-universalismo» (o nacional o universal, imposible ambos incluidos). Ahora bien, si no queremos caer en trampas metafísicas hipostasiadoras, debemos de negar por ingenuo el universalismo pánfilo, y afirmar que el socialismo no puede ser mundial, a lo sumo puede llegar a ser una koinonía de naciones o, como mucho, una «plataforma continental», un imperio en definitiva (es decir, en un panorama mundial en el que dialécticamente se enfrenta a distintos socialismos). En un sentido amplio, todo Estado nacional es socialista, porque absurdo sería hablar de un Estado nacional-solipsista; luego visto así la expresión «nacionalsocialismo» es una redundancia, aunque con ella nos referimos a un socialismo específico: el de los nazis.
El NSDAP basaba su doctrina racista en la desigualdad de las razas, pero también procuró la igualdad entre los alemanes con más énfasis que el Reich del Kaiser y la República de Weimar. Sólo hay que saber que en tiempos de guerra la población alemana no pasó hambre (debido al expolio a los judíos y a las naciones ocupadas), explicándose así por qué más de la mitad de la población alemana era sumisa y apobaya abiertamente la causa nazi. Así, el racismo nazi, siendo socialista para los suyos, era un racismo völkisch, y en el völkisch no hay lugar (suelo) para los judíos; un racismo, por tanto, que miraba por el bien de los arios: socialismo para los arios y en un solo país; pero, a diferencia del «socialismo en un solo país» estalinista, el ortograma del imperialismo alemán era eminentemente depredador y nacionalista (no generador y multinacionalista como el soviético, donde no había una cuestión racial). Como dice Heidegger: «Lo que nosotros llamamos “raza” (Rasse) tiene relación con aquello que liga entre ellos a los miembros de un pueblo –conforme a su origen- a través del cuerpo y de la sangre» (citado por Faye, op. cit. pág.170). La lucha entre las razas, con la imposición de la «raza superior», suponía el final de las luchas entre clases (cumpliendo el ario en Alemania el papel del proletario en la URSS, mutatis mutandi). El Führer hablaba de construir el «Estado social del pueblo», Estado utópico situado al final en donde todas las barreras sociales quedarían abolidas (una vez abolidas las razas no arias). Para los nazis el Estado más que un fin en sí mismo (que era lo que pensaban los fascistas italianos) era un medio; un medio a través del cual se alcanzaría, en palabras de Erik Wolf, jurista heideggeriano de pro, «la realización sin reservas de la _Volksgemeinschaft_».
La derecha socialista, en cambio, no era, ni por asomo, racista. Cuando el Generalísimo Francisco Franco hablaba de la «raza» en el guión de la película Raza lo hacía en un sentido ponderativo. La «raza española» era vista como una raza, podríamos decir, multirracial, en la cual se conjugaba un gran crisol de mestizaje. La raza española, en la concepción derechista socialista, no excluía el mestizaje, y la multirracialidad venía a ser la esencia de su desarrollo; la concepción nazi excluía a todo ser humano que no fuese ario, poniendo en cuestión o negando directamente a través de los fusiles y las cámaras de gas la humanidad de las distintas razas. Es más, en cuanto al antisemitismo y a la «cuestión judía» se refiere, Franco no tenían ningún reparo en hablar de la conspiración judeo-masónica, conspiración fatal para los intereses nacionales de España, según el Cuadillo (y creo que no iba del todo desencaminado). Franco podría ser un poco antijudío, pero no antisemita al estilo nazi (por cuestiones de raza). El régimen de Franco salvó entre 46.000 a 63.000 judíos o incluso más (el segundo Estado en salvar a más judío después del Vaticano, no siendo éste último una potencia militar, cosa muy a tener en cuenta). La jefa de la Sección Femenina de la Falange, Pilar Primo de Rivera (la hermana de José Antonio), no se cortó un pelo cuando en diciembre de 1942, ya puesta en marcha la genocida «solución final», dijo en Viena: «Queremos dejar bien sentado que nuestra oposición al judaísmo envolvería, en todo caso, un sentido estrictamente político, económico y social, y no una oposición por razones de raza o religión» (Franco y los judíos, Artículo de Pedro Schwartz, publicado en La Vanguardia, 4-5-1999, citado por Pío Moa, Franco para antifranquistas, Áltera, 2009, págs. 243-244).
Hemos de decir, por nuestra parte, que es un delirio hablar de «raza pura». Un delirio repugnante, por cierto. ¡Ahí están los peligros de la metafísica!
El racismo es la «seña de identidad» del nacionalsocialismo alemán. No sólo de antisemitismo se nutría el racismo de los nazis. También fueron presa del Holacausto otras razas que no eran judías. Cuando se habla de los 6 millones de judíos liquidados por la represión nazi se suele olvidar al millón de gitanos asesinados, como si fuese una cantidad despreciable o una cuestión menor. Aunque eso sí, el judío era el cabeza de turco en la ideología nazi. Es más, los judíos no es que fuesen para los nazis una «raza inferior», sino más bien una antiraza. Para las entendederas del ecologista Adolf Hitler no eran ni siquiera naturaleza, más bien eran una «bacteria histórica».
El Holocausto estaba en mente en la ideología nazi desde el principio; sólo basta con leer algunos pasajes del Mein Kampf de Hitler para corroborarlo; quiero decir, el Holocausto no fue una improvisación que surgió sobre la marcha espontáneamente. Las conclusiones de la conferencia de Wansee y la «solución final» no surgieron de la noche a la mañana. También en el programa del NSDAP, en una fecha tan temprana como 1920, se puede comprobar la exclusión y el total rechazo de los nazis hacia la raza judía; en el punto 4.º leemos: «Sólo puede ser ciudadano aquel que sea miembro del pueblo. Miembro del pueblo puede ser sólo aquel que tenga sangre alemana, sin relación con su confesión religiosa. Ningún judío puede, por lo tanto, ser miembro del pueblo». 6 meses antes de la guerra, el 30 de enero de 1939, Hitler aseguró que el incio de una guerra europea supondría la aniquilación de los judíos del continente. Porque la liquidación de los judíos suponía, en la concepción hitleriana de la historia, el objetivo de la misión histórico-espiritual del pueblo alemán, esto es, la emancipación de éste de la explotación judia mundial. ¿Conspiranoias de un tirano o el espíritu del pueblo alemán?
El Holocausto no fue obra sólo de Hitler y unos pocos que le siguieron. Hitler no inventó el antisemitismo. El antisemitismo vivía en las entrañas del pueblo alemán. Como Hitler pensaban muchos alemanes, al menos más de la mitad. De hecho fue elegido democráticamente, quiero decir, elegido a través de las urnas. Lo mismo pasa, mutatis mutandis, con el Gulag soviético, el cual no fue un invento de Stalin, sino más bien, dadas la exigencias de la revolución, de Lenin (en cuya red de campos de concentración se basaron, por cierto, los nazis). Luego no estoy de acuerdo con el profesor don Jacinto Choza cuando éste afirma: «Del Holocausto no se sigue condena para Heidegger, y tal vez ni siquiera para el nazismo [¿acaso insinúa don Jacinto que en Nurenberg «quizá» no se debió de condenar al nazismo y habría que permitirlo legalmente como un partido político más?], sino solo para Hitler y sus colaboradores, en los términos en que ya el proceso de Nurenberg la dictó. Tampoco del Gulag se sigue condena alguna para Maiakovski o para Shostakovich, a pesar de todos los poemas laboralistas de uno y de las sinfonías patrióticas del otro, y ni siquiera para el comunismo, sino sólo para Stalin y sus colaboradores, en los términos en que Krushev y los autores del Informe Secreto del XX Partido Comunista de la URSS empezaron a hacerlo» (Jacinto Choza, Heidegger y el nazismo. Observaciones a Julio Quesada, Thémata. Revista de Filosofía_._ Número 43, 2010). A las palabras de don Jacinto oponemos las palabras de un sabio en esta cuestiones, Stanley G. Payne: «La política exterior de Hitler, al igual que toda su carrera política, estaba a fin de cuentas dictada por la ideología, y sólo en parte moderada por consideraciones económicas. Cuanto más lejos iba él, más completa se hacía la extensión del sistema y del Estado nazis, y más abrumadora era la influencia de la ideología. El ejemplo más claro de esto fue la Solución Final. La política antijudía se inició con no poca moderación durante la fase final de transacción del régimen, pero más tarde se fue acelerando como objetivo final en sí mismo, como tentativa de lograr un objetivo de revolución racial mientras se perdía todo lo demás» (El fascimo, op. cit., pág. 104). Luego las autoridades alemanas, con la inestimable colaboración de la población civil fervorosamente antisemita, le dieron mayor prioridad e importancia al Holocausto que a la propia guerra.
Eduardo Vásquez denunció a Gianni Vattimo, otro Heideggeriano de pro, al afirmar que «el asesinato de judíos y otros seres humanos por los nazis no se debe a sus ideas, sino a la existencia de la ciencia y la técnica, el asesinato lo es, no porque quiere matar a otro, sino por el instrumento» (Eduardo Vásquez, Ideas Ingrávidas, Bitácora Aso VAC, pág. 1). Luego en la concepción heideggeriana del Holocausto, cuando no hay negacionismo, la responsabilidad no cae bajo la persona de Hitler y sus colaboradores, como dice el señor Choza, sino en la técnica.
§2.5 Breve historia del antisemitismo alemán (y su herencia en el Islam fundamentalista iraní a través de Heidegger)
Como decimos, el antisemitismo no surgió en Alemania así por las buenas en tiempos de Hitler. El antisemitismo nazi no era un antisemitismo a la antigua usanza, eso sí que hay que aclararlo. Dicho antisemitismo se pretendía presentar como científico, ocultista y teosófico. Ya en el siglo XIX el conde de Gobineau, Joseph Arthur (1816-1882), postulaba la confrontación secular entre dolicocéfalos (representado por los nórdicos) y los branquicéfalos (representados por los judíos). Amigo del conde francés era el compositor alemán Richard Wagner (muy admirado por Hitler). El biógrafo y estudioso de la vida y obra de Richard Wagner era Stewart Houston-Chamberlain (1855-1927), el cual llegaría a ser yerno del gran compositor. Chamberlain siguió la estela del conde francés transformándose así en uno de los promotores del antisemitismo «científico». En las filas ocultistas del antisemitismo se encontraban Edouard Drumont (1844-1917) y el acuñador del término «nacionalsocialismo» Jacques de Biez. Mención especial merece la teósofa e impostora Helena Blavatsky, también conocida como Madame Blavatsky. La Blavatsky era la campeona del espiritismo y de esa impostura que ella misma llamó «teosofía», una especie de sincretismo delirante entre hinduismo, paganismo, espiritismo y gnosticismo (sincretismo anticristiano y antijudío). La teósofa consideraba que la raza aria era la raza superior, la raza que había alcanzado el culmen de las sucesivas reencarnaciones, siendo la raza judía la inferior, la que había sido engañada por el dios veterotestamentario, Yahvé, en sintonía con la posición de los gnósticos del siglo II d. C., cuando consideraban a Yahvé como un «aciago demiurgo». El hombre es un «dios haciéndose», por ello los arios eran superiores, pues su encarnación suponía la más alta en el ciclo de las siete reencarnaciones del desarrollo espiritual. Discípulos alemanes de Madame Blavatsky eran Georg Lanz von Liebenfels (1872-1954) y Guido von List (1865-1919), los cuales profundizaron en las imposturas de Blavatsky dándole a su doctrina el nombre de «ariosofía». Lanz acuñó el término «infrahumano», muy en la boca de los intelectuales nazis. List consideraba a la judería internacional como el enemigo principal de la raza aria, al igual que haría Hitler. A los 20 años de edad, Adolf Hitler leía asiduamente la revista Ostara, dirigida por Lanz. Por tanto el antisemitismo nazi era, como cabe de esperar, totalmente irracionalista, quiero decir, inspirado por ideas místicas, que depende, en última instancia, de una revelación. (Para todo esto véase el interesante libro de César Vidal El Holocausto, Alianza Editorial, Madrid, 2004, págs. 20-28).
Muy cercano personalmente a Heidegger es la figura de Eugen Fischer. Amigo del filósofo incluso hasta después de la guerra, Fischer fue uno de los pioneros del eugenismo, de la teoría de la higiene racial y de justificar un holocausto contra las razas «inferiores». Estos desenfrenos ultrarracistas los llegó a sostener incluso antes de la llegada del NSDAP al poder. Director de un intituto en Berlín, llegó a ser maestro de una figura siniestra como el doctor Mengele («médico» de Auschwitz). En 1933, con la llegada del poder nazi, Fischer es nombrado rector de la Universidad de Berlín, transformándose así en un teórico político del Estado Völkisch.
El racismo de Heidegger no era un racismo biológico, porque para Heidegger la biología era una cosa «liberal», una cosa anglosajona de Darwin; dicho de otro modo, el de Heidegger era un racismo no exclusivamente biológico, porque la biología darwinista era vista por el filósofo nazi como una cosa no germánica, sino extranjera, anglosajona y liberal: «Lo corporal tiene que ser trasladado a la existencia del hombre… también la raza y el linaje tienen que ser comprendidos de la misma manera y no ser descritos a partir de una biología liberal envejecida» (citado por Faye, op. cit. pág. 233). Y, por si fuera poco, desde su antisemitismo veía a los judíos como auténticos demonios: «Nadie se sorprenderá si, en nuestro pueblo, la personificación del Diablo como símbolo de todo aquello que está mal toma la forma corporal del judío» (citado por Faye, op. cit. pág. 235). Y ya para rematar la faena, siguiendo a Carl Schmitt, recomienda lo después sería la Solución final, afirmando que «es más difícil y laborioso localizar al enemigo en tanto que tal, conducirle y desenmascararle, no hacerse ilusiones con respecto a él, estar dispuesto al ataque, cultivar e incrementar la disponibilidad constante e iniciar un ataque a largo plazo, teniendo como objetivo la _exterminación total_» (citado por Faye, op. cit. pág. 280, subrayado mío). Así pues, Heidegger intentó patéticamente implantar una filosofía de la «autenticidad» que excluyese de sí todo lo que no fuese ario.
La herencia de Heidegger y su fervor antisemita sigue al día de hoy en el Irán de los Ayatolá. En los años ochenta Manfred Frank y Jürgen Habermas advirtieron que la «ultraderecha» racista europea prescindió de Spengler, Klages y Rosenberg para encumbrar a Heidegger como su principal ideólogo. El propio Habermas se quedó atónito cuando en 2001 hizo un viaje a Teherán y comprobó el fervor por Heidegger que sentían los filósofos del lugar. En el régimen de los Ayatolá, régimen que supone la vanguardia del fundamentalismo islámico, existe el autodenominado «Grupo heideggeriano» (el cual se impuso a los «popperianos»), siendo miembro suyo el actual primer ministro Mahmud Ahmadineyad, el cual dijo literalmente que habría que borrar a Israel del mapa (en un nuevo Holocausto, esta vez nuclear). Por si fuera poco, Ahmadineyad niega tajantemente la realidad histórica del Holocausto, y convencido de ello quiere organizar un congreso de científicos para negarlo. Al parecer, según dice Víctor Farías, si el cristianismo es un platonismo vulgar, el islamismo es un heideggerianismo vulgar. «Del mismo modo, como los islamistas distinguen cualitativamente entre musulmanes e “infieles”, Heidegger distinguía entre seres “auténticos” e “inauténticos”, entre pueblos que asumen histórica y ontológicamente la “verdad del Ser” y los que constitutivamente son incapaces de ello» (Víctor Farías, Heidegger y su herencia, Tecnos, 2010, pág. 293). Así, «Irán se ha convertido en el Medio Oriente, lo que fueron ayer Cuba y hoy Caracas para los extremistas de izquierda en América Latina: un refugio estratégico para todos los activistas neonazis o neofascistas» (ibíd, pág. 175).
§2.6 El «caso Heidegger»
No se puede ser nazi sin ser al mismo tiempo antisemita, eso es como ser anarquista y no querer la abolición del Estado. El antisemitismo de Heidegger no se debe a la influencia de Hitler. A Martin Heidegger no le hacía falta Adolf Hitler para ser antisemita, pues el antisemitismo estaba instalado en el seno de la sociedad alemana, como hemos visto. Muchos afirman que Heidegger era nazi pero no antisemita, pues su nacionalsocialismo era diferente, sui generis. Absurdo. Si era nazi, y hay material abundantísimo para demostrarlo, entonces era antisemita, o sea, racista y xenófobo (y a la postre dogmático y sectario). Y, en nuestra terminología, un derechista no alineado (un «facha», dirán algunos sin ningún rigor crítico y desde la idiocia más profunda). Otros han llegado a decir que la afiliación nazi de Heidegger se debía a su falta de carácter. Absurdo que da pereza refutar.
En una carta escrita en una fecha tan temprana como 1918, cuando el NSDAP ni siquera existía (por eso no le hacía falta Hitler para ser antisemita), Heidegger temía por el futuro de la «raza alemana» en caso de que fuese rebasada por la «raza judía»; por eso dijo: «La judaización de nuestra cultura y universidades es algo espantoso y yo pienso que la raza alemana debía reunir sus fuerzas interiores para salir al encuentro» (Mein liebes Seelchen. Briefe Martin Heideggers an Seine Frau Elfride 1915-1970, Múnich, 2005, pág. 51).
Heidegger consideraba que Alemania era un pueblo superior. Ya en 1935 Heidegger era consciente de una futura guerra entre Alemania y el contubernio sovietico-yanqui, países alienados y de vida «inauténtica», según los diagnóticos del filósofo alemán. Convencido de esto, era, pues, metafísicamente necesaria una guerra que liberase a la humanidad de la inautenticidad de naciones corrompidas por el mercantilismo y la masa social caída en la cotidianidad hospitalaria. Heidegger se enfrentaba, pues, al liberalismo y al comunismo (considerándolos como consecuencias de la judaización del mundo, al igual que el cristianismo). Aunque, para ser más rigurosos, más que al liberalismo y al comunismo, el enfrentamiento fue contra los imperios realmente existentes que, durante el período de entreguerras, como consecuencia directa de la Primera Guerra Mundial, se gestaron: el Imperio USA y el Imperio URSS.
Heidegger coincidía con Heráclito en su fragmento 53 cuando este rezaba que la guerra es el padre de todas las cosas, y a unos los hacía libres y a otros esclavos. Con la guerra como acto metafísico, pensaba Heidegger, el pueblo alemán sería libre (liberando de paso a la humanidad) y los otros pueblos esclavos (del imperialismo depredador alemán, pensamos nosotros). La guerra demostró que los pronósticos de Heidegger y de Hitler estaban equivocados o muy equivocados. Alemania, derrotada y hundida, no demostró ser una nación superior, más bien demostró ser inferior: militar, política, cultura y filosóficamente hablando.
En una conferencia celebrada en Bremen cuatro años después de la guerra Heidegger afirma fríamente que «El cultivo de la tierra, ahora, es una industria alimentaria motorizada, en esencia lo mismo que la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas» (citado por Farías, Heidegger y el nazismo, pág. 264). Víctor Farías cita también la carta que Heidegger envió a Marcuse el 20 de enero de 1948, donde se aprecia un espiritualismo y europeismo notable: «En 1933 yo esperaba del nacionalsocialismo una renovación espiritual de la vida entera, una reconciliación de los contrastes sociales y la salvación de Occidente de los peligros del comunismo» (pág. 265). Vemos que no oculta su anticomunismo, uno de los atributos principales del nazismo.
Emmanuel Faye discrepa con Víctor Farías cuando éste afirma que Heidegger se decantó por la línea de Ernst Röhm y sus S.A, buscando desde ahí «esta variante del nacionalsocialismo sobre su propia filosofía». Para Faye si bien «Heidegger comenzó aprobando el papel cada vez más importante de las SA en la universidad, lo cierto es que entró en conflicto con sus representantes estudiantiles al final de su rectorado. Además, los cursos posteriores al 30 de junio de 1934, su apoyo renovado a Hitler durante el verano de 1934, su proyecto, redactado en la misma época, de una escuela superior para profesores del Reich, así como su participación en las actividades de la Academia para el derecho alemán, demuestran que su compromiso hitleriano y nazi no finalizó la noche del 30 de junio de 1934» (Emmanuel Faye, op. cit., pág. 246).
En plena guerra el término «metafísica» no incluía ninguna connotación peyorativa para el pensador de Messkirch, como sí lo tenía en los tiempos de Ser y Tiempo. Durante la conquista de Alemania a Francia, donde el gran pensador veía a Descartes derrotado por el poderío germánico, los avances de la Wehrmacht fueron diagnosticados como un «acto metafísico», en sintonía con su tesis de la metafísica como técnica; también la limpieza racial llevadas a cabo por las Einsatzgruppe de Reinhard Heydrich en el este era vista como «metafísicamente necesaria».
Heidegger tiene la osadía de comparar el exterminio sistemático de millones de personas con la motorización de la agricultura. He aquí su delirante afirmación que volvemos a citar porque no salimos de nuestro asombro: «La agricultura es hoy una industria de alimentación motorizada, en su esencia es la misma cosa que la fabricacion de cadáveres en las cámaras de gas y en los campos de exterminio, la misma cosa que el bloqueo y la reducción del país al hambre, la misma cosa que la fabricación de las bombas de hidrógeno» (Faye, op. cit., pág. 499). Y continuamos con la mismísima voz del resentimiento, en esta ocasión en un texto conocido en 1994, cuando Las conferencias de Bremen se publicaron, palabras que registran un negacionismo ontológico del Holocausto: «Centenares de millones mueren en masa. ¿Mueren? Perecen. Son asesinados. ¿Mueren? Se convierten en las piezas de reserva de un stock de fabricación de cadáveres. ¿Mueren? Son liquidados discretamente en los campos de exterminio. Y, además, millones perecen hoy de hambre en China. Sin embargo, morir significa tener la posibilidad de esta conducta. Nosotros lo podemos hacer solamente si nuestra esencia ama la esencia de la muerte. Pero en mitad de muertes innumerables, la esencia de la muerte permanece irreconocible. La muerte no es ni la nada vacía, ni solamente el paso de un estado a otro. La muerte pertenece al Dasein del hombre que sobreviene a partir de la esencia del ser. Así, ella protege la esencia del ser. La muerte es el abrigo más elevado de la esencia del ser, el abrigo que protege el carácter oculto de la esencia del ser y agrupa la salvación de su esencia. Esta es la razón por la que el hombre puede morir si, y solamente si, el propio ser se apropia de la esencia del hombre en la esencia del ser a partir de la verdad de su esencia. La muerte es el abrigo del ser en el poema del mundo. Poder la muerte en su esencia significa: poder morir. Sólo quienes pueden morir son mortales en el sentido portador de esta palabra» (Faye, op. cit., pág. 501). Lo que Heidegger insinúa es que los judíos no son Dasein, o no tienen una existencia auténtica. Los judíos viven en lo uno (das man), en la masificación o en el mercantilismo, en las habladurías, en la avidez de novedades, y en la ambigüedad, es decir, en la caída y no en la cura. Ya en Ser y Tiempo en la página 581 de la edición citada leemos: «El uno no muere nunca, porque no puede morir, dado que en cada caso la muerte es la mía y sólo resulta comprendida existencialmente en el modo de la propiedad, el precursor “estado de resuelto”. El uno, que nunca muere y comprende torcidamente el “ser relativamente al fin”, da sin embargo a la fuga ante la muerte una interpretación característica»
Emmanuel Faye advierte a sus lectores de los peligros de este «gran pensador», pues ellos están expuestos «a medida que descubre la intensidad de su nazismo, a concluir que tiene que haber algo de “grandioso” en el nazismo» (pág. 507).
Si Heidegger no era nazi y no tuviese nada que ocultar no se explica su comportamiento durante el fin de la guerra y justo después de la misma. Al contemplar la magnitud de la tragedia que se cernía sobre Alemania, una Alemania derrotada política, militar e ideológicamente (y, lo que aquí más nos interesa, filosóficamente), Heidegger huyó del avance Aliado sobre Messkirch y tiró junto a su mujer, la antisemita convencida Elfride Heidegger-Petri, y su discípulo y futuro teórico del fascismo Ernst Nolte (discípulo que en 1992 publicó una monografía sobre Heidegger donde justifica el compromiso de su maestro con el nacionalsocialismo, afirmando que éste en su momento tuvo su «derecho histórico» para afiliarse al movimiento que veía como la salvación de occidente y de Alemania, frente a la tenaza yanqui-asiática). Ya despúes del conflicto, Heidegger, emulando a Hitler, intentó suicidarse, pero fue salvado a tiempo. Posteriormente estuvo sometido a tratamiento durante varios meses, ayudado por el arzobispo de Messkirch, Konrad Gröber, el cual le consiguió sitio en el sanatorio donde pudo curarse. Heidegger era en ese momento un hombre completamente destrozado, viendo como su obra y su filosofía se venían abajo con la derrota del Tercer Reich. Por eso le dijo a la hermana del citado arzobispo: «Esto ha acabado conmingo» (Citado por Faye, pág. 403).
Y, efectivamente, así fue. La Segunda Guerra Mundial acabó con la filosofía de Heidegger, así como con el idealismo alemán, porque «Quien piensa a lo grande ha de errar a lo grande» (Martin Heidegger, Desde la experiencia del Pensar, Edición bilingüe de Félix Duque, Abada Editores, S. L, 2005, 2007, pág. 27). A mi juicio, lo que llaman «segundo Heidegger» es el Heidegger de la posguerra; el Heidegger derrotado; el Heidegger que tenía mucho que callar y ocultar; el Heidegger del resentimiento; el Heidegger que debería de haber dejado definitivamente de osar abrir la boca para asuntos que concierne a la humanidad; el Heidegger que hablaba del fin de la filosofía, sin aceptar que la que el conflicto mundial puso fin fue a la suya con su nacionalsocialismo co-sustancial (pese a que Heidegger, por motivos no ya filosóficos sino de seguridad vital, ocultó su nazismo). Como muy bien dice Emmanuel Faye, «Si cabe hablar de un “giro”, de una kehre heideggeriana, ésta se sitúa en el orden de la falsificación y no de un cambio brusco del pensamiento» (pág. 423).
La derrota del Reich alemán supuso no sólo la derrota de Heidegger, sino también la refutación completa de los delirios razonados de grandeza de una filosofía idealista a más no poder. Filosofía que no salió íntegramente del seno de Alemania, y que no se reduce a los deseos de conquista mundial de la burguesía alemana, siendo, en cambio, una filosofía muy influenciada por la escolástica medieval y española. Una filosofía, que culmina en Heidegger, que acabó con el sueño de una nación que se consideraba como el centro metafísico de la «ex-sistencia». Centro que significaba el Ser del Estado nacionalsocialista, aquel Ser que, según Heidegger, no debería caer en el «olvido» pero que la guerra simplemente trituró.