Gustavo Bueno, Filosofía de la sidra asturiana, El Catoblepas 125:2, 2012 (original) (raw)
El Catoblepas • número 125 • julio 2012 • página 2
Gustavo Bueno
Publicado en El libro de la sidra, Pentalfa, Oviedo 1991, páginas 33-61
«—Y en lo que se refiere a estas otras cosas que pudieran parecer bajas [dijo Parménides], como, por ejemplo, pelo, fango, estiércol e incluso lo más vil e innoble, ¿te hallas en la misma perplejidad? ¿Hay o no hay razón para que reconozcamos, respecto de cada una de esas cosas, una idea distinta con existencia independiente de aquellos objetos con quienes mantenemos comercio?
—Nada de eso [replicó Sócrates].
—Es que todavía eres joven, Sócrates [dijo Parménides], y la filosofía no ha tomado aún posesión de ti. Vendrá el tiempo, si no me equivoco, en que la filosofía te tendrá más firme en sus garras, y entonces no despreciarás ni las cosas más humildes.»
Platón, Parménides, 130b
Nota exculpatoria del autor. Probablemente las líneas de desarrollo según las cuales aparece dibujado el cuerpo de este Ensayo podrían haber sido trazadas de un modo mucho más llano que en la forma, más o menos enrevesada y tortuosa, en la que se presenta. Si no hemos considerado la posibilidad de reescribir el Ensayo «al modo llano» es, primero, porque no hemos dispuesto de tiempo y, segundo, porque hemos creído que podía llegar a tener algún interés el dejar al descubierto los «instrumentos conceptuales» con cuya ayuda, de hecho, fueron dibujadas esas líneas que suponemos podrían reconstruirse de un modo mucho más sencillo.
I
Sobre las Ideas, en general,
y sobre la Sidra, como Idea, en particular
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La expresión «Filosofía de la Sidra» y, aun más, la expresión «Filosofía de la Sidra asturiana», parecerá extravagante y aun ridícula a muchas personas: a todas aquellas que creen necesario cuidar de que la filosofía, si quiere conservar la dignidad y la gravedad que muchos le atribuyen, se mantenga siempre relacionada con asuntos elevados, con Ideas trascendentales a la omnitudo rerum, con las causas últimas. Todo lo que implique usar el nombre de filosofía para designar consideraciones sobre asuntos que puedan parecer «bajos» o de poco momento, será degradar la filosofía o usar su nombre en vano. El «punto de vista sublime» recibe su más cumplida justificación desde la visión «sapiencial» de la filosofía, desde la visión, por ejemplo, de la filosofía como «desvelamiento» del Ser o del Uno: ¿acaso el Ser de Parménides o el Uno de Plotino no borran con su luz los contornos de las cosas del mundo de las apariencias, «nombres que los mortales pusieron»? La sabiduría comenzará, dirán, cuando, desde el Ser o desde el Uno logremos distanciarnos de tal modo de las apariencias (aunque entre estas apariencias haya que contar al Estado, al asalto a las ciudades, a las matanzas, a las diferencias entre reyes y esclavos o entre pobres y ricos) que ellas puedan ser vistas como motivos insignificantes, que no merecen la atención del filósofo.
Pero es evidente que la defensa de una «actitud sublime» en filosofía no se mueve sólo impulsada por la visión del Uno o del Ser. ¿Sería muy aventurado afirmar que quienes se escandalizan de aplicar la filosofía a cuestiones cotidianas se encuentran, sobre todo, entre los «profesionales» de la filosofía, es decir, entre los miembros del gremio de los profesores de filosofía? Cabe sospechar la gran probabilidad de que este gremio tienda a mantener su prestigio sobre el supuesto de que tiene encomendada la custodia de un saber sobre asuntos profundos, esotéricos, trascendentales, que sólo tras una dura disciplina puede ser dominado. La dureza de esta disciplina es incontestable; sólo que los resultados de esta disciplina, paradójicamente, no garantizan una sabiduría filosófica, sino, más bien, una sabiduría filológica. Porque las cuestiones arcanas, profundas y trascendentales de las que se ocupa el gremio filosófico son muchas veces cuestiones de las que se ocuparon los grandes pensadores, generalmente ya muy lejanos, cuestiones que precisamente tenían que ver con los asuntos de su época, de su mundo. Esta es la razón por la cual la consideración de aquellos textos venerables nos introduce más en el mundo pretérito que en el nuestro, o dicho de otro modo, la atención por aquellos textos y su pasado implica de alguna manera la desatención de nuestro presente (o, mejor dicho, la consideración de este presente a través de las ideas que esos grandes pensadores formaron en su pasado), y del presente ha brotado siempre la filosofía.
Lo que quiere decir que la filosofía académica –cuando la contraponemos a la «filosofía mundana»– se suele interpretar muchas veces en un sentido de-generado: Académico = Escolástico = Burocrático = Gremial = Propio de la comunidad filosófica.
Frente a esta filosofía académico-burocrática, la filosofía académica genuina, la de tradición platónica, puede reivindicar como propia la misma filosofía mundana que vuelve «a la caverna», a los asuntos del mundo real, a los asuntos del presente (político, científico, tecnológico...), comparativamente tan insignificantes (respecto de los asuntos metafísicos trascendentales) como pueda serlo la sidra en general, y la sidra asturiana en particular.
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Pero, dejando aparte a los profesores de filosofía –dejándolos en paz para que traten entre ellos con indignación acerca de la erosión que el prestigio de su oficio puede sufrir por el uso en vano de expresiones tan «extravagantes y ridículas» como pueda serlo «filosofía de la sidra asturiana»– no tenemos más remedio que reconocer que la expresión «filosofía de la sidra asturiana» es todo menos extravagante, al menos si nos atenemos a los usos del español de los últimos años. Especialmente después de la época del franquismo, época del reinado en España, como filosofía oficial, de la escolástica más degradada, los usos del término «filosofía» en contextos cotidianos (o vulgares) se han ido haciendo cada vez más habituales. Se habla hoy de la «filosofía de las tarjetas de crédito», de la «filosofía del segundo canal de TV» o de la «filosofía del tren de laminación en frío de Ensidesa» –ya hace más de veinte años se hablaba en España (a través del informe de Jo�l Bel Lassen, sobre la China maoísta) de la «filosofía de la conservación de los tomates», y hace más de medio siglo habló G. Simmel de la «filosofía de la coquetería». Por nuestra parte, en lugar de escandalizarnos (o acaso de sonreír condescendientemente ante usos tan vulgares de palabra «tan sublime»), y puesto que no estamos situados en la perspectiva del Ser eleático o en la del Uno neoplatónico (desde la cual, sin duda, tanto la configuración «tomate», como la configuración «Estado», se disuelven como «apariencias ofrecidas a los mortales»), preferimos explorar los motivos que puedan estar actuando en la reiteración de estos usos «mundanos». Sospechamos que en estos usos el término «filosofía» está desplazando a otros términos alternativos competidores (acaso, «ciencia», acaso «teología»). «Filosofía» no designa, en estos usos, si no nos equivocamos, meramente a un preguntar (a una aporética, a un filosofar, en el sentido kantiano radical: «no cabe enseñar filosofía, sino tan solo a filosofar»), sino a una doctrina más o menos sistematizada, que pretende ser racional (es decir, no mística, ni mitológica, ni teológica, aun cuando ella sabe que sólo constituye una alternativa entre otras doctrinas y que está en competencia con ella). También sospechamos que la elección del nombre de filosofía para designar a estas «doctrinas» sobre asuntos mundanos –en lugar de acogerse simplemente al sintagma «doctrina científica»–, tiene mucho que ver con el conocimiento (crítico) de que las líneas que en ella se dibujan no se anudan unas con otras por motivos científicos (aun cuando algunas de esas líneas puedan estar extraídas de una ciencia positiva); y ello porque la heterogeneidad de esas líneas, y su entretejimiento, desborda toda estructura de concatenación científica en sentido estricto, e implica la acción de Ideas que actúan a través de corrientes más profundas. Vinculamos, en suma, la filosofía, a las Ideas que brotan al través de los conceptos científicos o políticos, o de las imágenes míticas; la filosofía es, desde este punto de vista, una Ideología organizada por procedimientos racionales, no míticos. La filosofía mundana, tal como aparece en este género de sintagmas («filosofía de...»), se orienta hacia materias concretas (no propiamente a materias flotantes, o a la omnitudo rerum), aparece como centrada en torno a un nódulo o concreción que, por razones diversas, ha sido destacado como tal. Los nódulos en torno a los cuales pueden organizarse las Ideas de esta «filosofía centrada» que da lugar a una distribución de la «materia filosófica» que contrasta con la organización tradicional de las disciplinas filosóficas en torno a aspectos abstractos de la realidad (como puedan serlo los tres grados de abstracción aristotélicos), son muy diversos. Los «nódulos» pueden tomarse tanto de la Naturaleza (la bóveda celeste, el Sol) como de la Cultura (la música, la religión, el Estado o el LSD). Es evidente que, en torno a cada uno de estos nódulos giran diferentes ideologías filosóficas, que tienen diverso rango, pero que parecen obligadas a abrirse camino en una suerte de lucha darwiniana por la vida.
Filosofía, en resolución, en esta acepción mundana, dice «doctrina» (acaso, «teoría») racional acerca de cuestiones precisas en cuyo planteamiento están implicadas perspectivas muy heterogéneas (ciencias diversas, técnicas diferentes, pero también intereses políticos, principios morales, alternativos a otros dados), difíciles de conjuntar, pero entre los cuales se busca una conjunción «racional», es decir, sin premisas místicas o meramente voluntaristas, o literarias o gratuitas. «Filosofía del Mercado Común», por ejemplo, dice algo más que el mero desfilar aporético de las cuestiones que pueden ser suscitadas por la Europa de nuestro siglo, y dice también una doctrina alternativa a otras posibles; una doctrina que no quiere ser mítica, ni mitológica, ni teológica (católica, o luterana...), pero que sabe que no puede ser científica (sin perjuicio de que ella necesite de la conjunción de muchas ciencias).
En este sentido, podemos decir que entender una doctrina filosófica sobre Europa implica, entre otras cosas, entender contra qué doctrinas ella está dirigida.
¿Y si tomamos ahora, como centro de atención, a la sidra asturiana? Si la «sidra asturiana» es un «nódulo», entonces «filosofía de la sidra asturiana» dirá algo más que una rapsodia de preguntas, más o menos profundas, suscitadas por la consideración de la sidra; nos remitirá a un conjunto de Ideas que están atravesando a eso que identificamos como «sidra asturiana», y es una propuesta de «sistematización doctrinal» de ese conjunto de ideas, es una doctrina que se presenta como una opción (que quiere ser racional) entre otras doctrinas que también quieren ser racionales y, desde luego, como una opción frente a doctrinas que, a sí mismas, reivindican su condición de «inspiradas» (místicas, mitológicas o simplemente poéticas).
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Una «filosofía centrada» en torno a una materia dada, ya sea de modo reflexionante, ya sea de modo determinante (una filosofía del Estado, una filosofía de la religión, una filosofía de la bóveda celeste), es, según decimos, una doctrina ideológica (no científica), entre otras cosas porque esa doctrina se propone frente a otras, que también pretenden ser filosóficas. Una ideología, sin duda, sui generis, que no quiere ser una ideología mitológica o mística obtenida por revelación de Alá o de Yahvé. Lo que acabamos de decir puede ser enunciado a contrario: no toda doctrina ideológica «centrada» –lo que en otra ocasión hemos llamado una _nematología_– es una filosofía; puede ser una teoría no filosófica (teológica, poética, en general: una nematología), es decir, la exposición de la «nebulosa ideológica» que acompaña al centro o nódulo de cristalización cuando éste es contemplado también desde la perspectiva de otras «nebulosas ideológicas» que flotan en el medio social. Los «centros» o nódulos de cristalización, reflexionantes o determinantes, son muy variados, como hemos dicho; y podría agregarse que cada uno de estos centros dispone, en nuestra época, de un mínimo de dos «nematologías» mucho más explícitas de lo que a primera vista pudiera parecer. Acaso sean las drogas alucinógenas uno de los «nódulos» de cristalización de nematologías más sorprendentes de la segunda mitad de nuestro siglo; en torno al LSD, o al peyote, o a la cocaína, se han tejido metafísicas tan popularizadas como puedan serlo las de A. Huxley (en su Philosophia Perennis) o las de Castaneda (en su saga de Don Juan).
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Ahora bien, entre todos los nódulos de cristalización que, de hecho, han dado lugar a la construcción, en torno suyo, de doctrinas ideológicas notablemente organizadas, a la construcción de nematologías, hay que decir que las bebidas fermentadas ocupan un lugar muy importante. Y ello ha de estar, sin duda, en relación con la gran importancia (relativa) que las respectivas sociedades hayan podido dar a los diversos tipos de bebida. Esta tesis suscita una serie de cuestiones preliminares del mayor interés. Pues es evidente que las bebidas en torno a las cuales se organiza una nematología más o menos coherente han de estar ya tecnológicamente controladas por quien las fabrica y, por lo menos, en cuanto a las grandes líneas de su fabricación, han de estar dominadas, si la fabricación puede considerarse como un proceso que está tradicionalmente pautado. Sin duda, las técnicas artesanales precientíficas no pueden controlar íntegramente todos los procesos de la fermentación; en este sentido, podría decirse que las nematologías mitológicas suplen las oscuridades del conocimiento científico o técnico. Pero asignar a las nematologías solamente esta misión supletoria sería insuficiente; no solamente hay que concebir a las nematologías como orientadas a explicar las anomalías eventuales que pueda presentar el nódulo en torno al cual se organizan; también están orientadas a dar cuenta de su génesis y, sobre todo, de su función (o estructura), así como de las contradicciones que, en el conjunto de la cultura o de la sociedad de referencia, mantienen con otros contenidos de esta cultura o de esta sociedad. Las doctrinas nematológicas, por tanto, tienen como misión principal cubrir, no solamente las anomalías (o las patologías) de los procesos de fabricación, sino también las etiologías de estos procesos y las reglas de enlace con otros nódulos (acompañados de sus nematologías correspondientes) y, en el fondo, las reglas de funcionamiento social y cultural de las bebidas fermentadas.
Ocurre que, en la mayor parte de los casos, las doctrinas nematológicas centradas en torno a una bebida fermentada, no son de naturaleza tecnológica o científica. Y no siempre porque sean precientíficas, puesto que, a veces –como ocurre con el vino de uva–, parece como si el análisis científico o tecnológico, acaso ya muy desarrollado, fuese insuficiente a efectos nematológicos. Tampoco son siempre de naturaleza filosófica, sino de naturaleza teológica o mitológica. Y esto es tanto más extraño cuando suponemos que se posee ya el conocimiento técnico o científico de la producción, del «nódulo».
Sin embargo, también es verdad que las nematologías etiológicas –ya sea de las bebidas fermentadas, ya sean de cualquier otro producto cultural– suelen siempre proceder del mismo modo. A saber: retrotrayendo a unos artesanos (o demiurgos) primordiales –a veces dioses o genios, a veces hombres originarios– las mismas o parecidas operaciones técnicas que son tradicionalmente reconocidas como vías de fabricación del producto (acaso, a lo sumo, se refieren a vías más arcaicas), si bien tales operaciones habrán de resultar distorsionadas por la nueva escenografía. Se trata de un procedimiento de explicación «nematológico-etiológica» por duplicación retroactiva (con las distorsiones consiguientes) de lo que va a ser explicado; procedimiento que constituye una suerte de petición de principio cuya rudeza lógica parece, sin embargo, muy del gusto de las sociedades primitivas. Como si, gracias a esas peticiones de principio, tales sociedades dispusieran de la posibilidad de recibir la impresión de encontrarse ante una explicación etiológica perfectamente inteligible, ajustada al caso, y, lo que es quizá más importante, capaz de enlazar las causas con los fines y con las funciones sociales. Estamos, por ejemplo, ante un tejido «neolítico»: los artesanos saben que este tejido procede del telar que ellos manejan, pero ¿cuál fue su origen?
Una institución de tal importancia necesita de un recubrimiento doctrinal (nematológico), incluso en su aspecto etiológico (siempre ligado al alcance que se le confiera a la funcionalidad, pues la teleología que se le atribuya una causa «elevada» implicará un fin también «elevado»).
He aquí la doctrina (la nematología) de los dogon sobre el particular, tal como nos la relata Griaule: El tejido fue inventado por un nommo (los nommos eran seres antropomorfos primordiales, nacidos del huevo del mundo), que empleó su quijada como telar y su lengua como lanzadera. El nommo extrajo, además, de las «clavículas de Dios», los cuatro elementos, y por eso, el tejedor saca las hebras (los elementos) de los husos (las clavículas del telar). Los griegos (al menos Demócrito), en cambio, decían que los hombres habían aprendido el arte de tejer de las arañas –una explicación ideológica, sin duda, pero cuya «dosis» de petición de principio es mucho menor que la de los _dogon_–.
Pero volvamos a las bebidas y a sus nematologías míticas. El hidromiel era probablemente una bebida fermentada utilizada acaso por sociedades paleolíticas, habitantes de selvas (salvajes); era bien conocida por los dioses indoeuropeos. He aquí el origen del hidromiel entre los antiguos germanos: cuando los Ases y los Vanes hicieron la paz (en términos de Dumézil: cuando los dioses de la primera y segunda función comprendieron la necesidad de apoyarse en los dioses de la tercera función y recíprocamente), escupieron uno tras otro en un ánfora (hay que sospechar que la levadura inicial en la técnica de fabricación procedía, al menos parcialmente, de la saliva de los artesanos, como ocurre en la chicha argentina o boliviana).
De esta saliva, de aspecto seminal, se formó un hombre sabio: Kvasir; pero a Kvasir le asesinaron, en absoluto secreto, los enanos (¿los nibelungos?). Su sangre (que, en realidad, no era sino saliva transformada), mezclada con miel en el caldero Odresir, dio lugar al hidromiel: por eso quien bebe el hidromiel se hace sabio, o cantor, o bardo o poeta.
También la cerveza de mijo se recubre, entre algunos pueblos africanos, de un manto doctrinal nematológico que, sin desarrollarse propiamente en la dirección etiológica (acaso porque es el mismo proceso de fabricación lo que ya es percibido desde categorías «cósmicas»: el burbujeo de la cerveza en fermentación tumultuosa se interpreta como la reproducción del movimiento de los infinitos vivientes luchando por emerger de la envoltura que los encierra), sin embargo, ofrece instrumentos necesarios para la exaltación funcional de este líquido, que ellos mismos fabrican; y así, cada sesenta años, en la ceremonia Sigi, el Hogon (jefe de un distrito dogon) hace la primera fermentación de cerveza y reserva porciones de ella, que será distribuida a cada familia y mezclada con la propia cerveza que ésta posea. El ceremonial es muy solemne, porque representa el dominio del Hogon y, sobre todo, una escena de resurrección de los hombres que beben el licor (según la nematología dogon de la cerveza, las semillas vivas, que mueren en el líquido hirviente, vuelven a la vida en el proceso de la fermentación y, finalmente, resucitan de nuevo en el hombre).
En cuanto al vino, puede decirse que, en las culturas mediterráneas, el vino ha sido uno de los nódulos o centros en torno al cual se han tejido nematologías míticas o teológicas de aspecto más impresionante, por su gran peso relativo en el conjunto de las nematologías características de esas culturas. En el Antiguo Testamento el vino se remonta a Noé; pero en el Nuevo Testamento el vino llega a ser el punto de partida de la transubstanciación, una de las columnas del cristianismo romano, puesto que precisamente los accidentes del vino son los que se convierten en la sangre de Cristo, el hijo de Dios vivo. ¿Cabe concebir un destino más alto que el destino que el cristianismo, en su nematología teológica, ha concedido al vino? In vino veritas, puede decirse, reduplicativamente, de este vino de uva convertido en sangre divina. Y esta exaltación del vino transubstanciado se propagará, de algún modo, al vino en general. Si un refrán cristiano dice que «algo tendrá el agua cuando la bendicen», también podrán decir los cristianos –y lo dicen de hecho–, que «algo debe tener el vino (todo el vino) cuando lo consagran». Desde un punto de vista funcional, la nematología del vino, ritualmente consumido entre los cristianos, no es enteramente diferente de la nematología de la cerveza de mijo, ritualmente consumida entre los dogones.
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¿Y la sidra? Es evidente que la sidra no tiene una «nematología teológica» comparable con la que tiene el vino, el hidromiel o la cerveza de mijo. Sin embargo, en la cultura judeocristiana mediterránea, si no la sidra, sí al menos la manzana, va asociada al pecado original, al fruto prohibido (en la teología indoeuropea, en cambio, al menos entre los germanos, la manzana que comió la mujer estéril de Rerir la hizo fecunda: después de comerla parió a Volksung, que fue nada menos que el antecesor de Sigfrido). Es cierto que no puede confundirse la manzana con la sidra; pero podríamos decir –en paralelo con el refrán cristiano antes citado– que «algo tendrá la sidra cuando no pueden consagrarla». Ahora bien: si no de nematologías en el plano funcional, sí disponemos, a lo menos, de una nematología etiológica de la sidra, que sigue, por cierto, los caminos propios del pensamiento primitivo arcaico, con petición de principio incluida, aun cuando esté actuando en una escenografía bíblica. Me refiero al mito (o al cuento) que, al parecer, circula aún en nuestros días en el País Vasco, sobre el origen de la sidra: Noé inventó el vino, pero la sidra es aún más antigua porque la inventó Adán. Adán y Eva, después de haber comido la manzana prohibida, y mientras vagaban extraviados por los alrededores del Paraíso, encontraron un manzano cargado de hermosos frutos. Eva deseó comer una manzana y pidió a Adán que se la cogiera; pero Adán, acordándose del castigo que otra manzana anterior le había deparado se enfureció, zarandeó el árbol y las manzanas cayeron rodando cuesta abajo hasta llegar al fondo de una fosa dispuesta al efecto por la nematología euskalduna. Allí, las manzanas se detuvieron, pero Adán no se contentó con lo que había hecho: su furia le movió a apedrearlas, hasta destrozarlas en pedazos. Al cabo de unos días, buscando comida, Adán y Eva recayeron de nuevo en el valle y encontraron que en la fosa había un líquido dorado que invitaba a beber. Eva lo probó y dijo: «¡Yaya bebida!». Por eso se puede explicar –termina el mito, pidiendo el principio, al modo paleolítico– que en las sidrerías de Hernani o de Astigarraga se escuche aún hoy decir a los honrados bebedores de la sagardúa: «¡Vaya bebida!».
Hay que reconocer que esta doctrina etiológica sobre la sidra vasca no es compartida en Asturias. En Asturias –que es, además, el país de la sidra–, puede afirmarse que la sidra no tiene una teología, ni una mitología; acaso porque no quiere tenerla.
Pero, ¿por ello hay que concluir que no cabe reconstruir una doctrina nematológica (no sólo etiológica, sino funcional y teleológica) de la sidra asturiana, a partir del análisis de los procesos de su producción, distribución y consumo? No sería una doctrina enteramente gratuita, puesto que pretendería fundarse en el análisis del propio hacer de los asturianos en torno a la sidra, de sus facta concludentia. Y esta doctrina no sería científica, aunque tendría que tener en cuenta los resultados de las ciencias, porque éstas no pueden rebasar la esfera cerrada y parcial que les concierne. Pero si tampoco es teológica, ¿no habrá que considerarla como una doctrina filosófica sobre la sidra, como una filosofía de la sidra asturiana? Si esto es así, resultará que el nódulo en torno al cual cristaliza esta filosofía no será propiamente la sidra en general (acaso la sidra, en general, no tiene capacidad para centrar una filosofía), sino la sidra asturiana y no, por ejemplo, la vasca (que, al parecer, es más dada a la mitología, a la teología o a la ciencia ficción, que a la filosofía),
En torno a la sidra asturiana veremos cómo se organizan, desbordando su entidad puramente empírica, múltiples Ideas. Y lo que es aún más significativo, Ideas de las que habitualmente se ha ocupado la tradición filosófica. Ante todo, la preocupación por la «sidra normalizada» nos remite de inmediato a Idea de las Ideas de las que Platón hablaba (por boca de Parménides), porque las Ideas (en cuanto participan de la Idea del Bien) son normas, paradigmas, «con existencia independiente de aquellos objetos con quienes mantenemos comercio». Pero también la preocupación por la «denominación de origen» nos pone de lleno delante de la cuestión de las relaciones entre la génesis y la estructura de la sidra; la reivindicación de la «sidra natural» demuestra que la sidra está siendo pensada a través de la Idea de Naturaleza. ¿Excluimos, con esto, la consideración de la sidra como un bien cultural, y como un contenido característico y diferencial del Reino de la cultura asturiana? ¿Qué se quiere decir entonces con la expresión «sidra natural»? Sobre todo, si se insiste en que la sidra –cierta sidra, con «denominación de origen»– es una «seña de identidad» (¿y cabe citar una Idea de más rancia tradición platónica que la Idea de Identidad?) de la cultura de Asturias; y que forma parte del «hecho diferencial asturiano».
La simple circunstancia de que la sidra asturiana «real», empírica, está siendo atravesada cotidianamente y «sin que nos esforcemos en ello», por Ideas del calibre de las Ideas de Naturaleza y de Cultura, de Estructura (calidad) y �de Génesis (origen), de Norma y de Objeto «con el que mantenemos comercio», de Identidad y de Diferencia, no solamente autoriza, sino que obliga, a hablar de una «filosofía de la sidra», al menos en su sentido reflexionante.
¿Muchas Ideas se cruzan, en resolución, por medio de la Idea de Sidra, muchas Ideas se abrirán camino a través de ella? Debemos tener en cuenta, en todo caso, que las Ideas no son afecciones de nuestras «conciencias», de nuestras mentes subjetivas. Las Ideas de que hablamos son objetivas, y están conformando los seres del mundo que nos rodean. Son éstas las Ideas, de las que se dice muchas veces que «mueven el mundo de los hombres»: el oro amonedado o en lingote, los automóviles, los grandes edificios, las drogas, el vino o la sidra. ¿Qué Ideas pueden estar entrelazadas con la sidra, si es que a la Idea de Sidra le corresponde algún puesto peculiar en la trama de la cultura en general, o de la cultura asturiana en particular? Y si esta rama existe, ¿no podrá ser analizada con la sobriedad propia del método filosófico?
II
Un análisis de la Idea de Sidra asturiana
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Queremos ceñirnos, huyendo del peligro de divagación a que la prolijidad del asunto nos expone, al «nódulo» estricto que, sin duda, ha de estar denotado por la expresión «sidra asturiana».
Pero la expresión «sidra asturiana», al menos en cuanto que es (o puede ser) el rótulo de una «denominación de origen», es algo más que una expresión neutra, descriptiva, reducida a dos palabras: es una expresión con pretensiones de proposición: «lo que se contiene en esta botella es sidra asturiana auténtica o genuina». Más aún, por lo de «auténtica» o «genuina», el rótulo tiene mucho de «propuesta» (o proposición) normativa, porque la sidra ofrecida bajo la autoridad de este rótulo se propone como algo que se ajusta a lo que debe ser, como algo que se ajusta a la norma, es decir a la Idea de la verdadera sidra asturiana (frente a las falsificaciones, degeneraciones o sucedáneos).
A partir de este planteamiento, un modo de proseguir el análisis ceñido de nuestra materia sería el del análisis lógico gramatical, el análisis de la estructura y usos lingüísticos de la propia expresión «sidra asturiana».
Este camino será recorrido con agrado por los practicantes de los métodos de la llamada «filosofía lingüística» o, por sinécdoque, «filosofía analítica» (aunque probablemente sólo si el análisis se aplicase al «whisky escocés», los analíticos españoles, entre las nieblas del humo de su pipa, estarían dispuestos a seguirlo). Es un camino, sin duda, fértil, sólo que, a nuestro juicio, al análisis filológico (o el etnológico, muy ligado a él) le corresponde recorrer un camino científico previo al análisis filosófico, y no puede confundirse con éste (salvo incurrir en «Lingüística ficción», que es lo que les sucede a tantos seguidores de las instrucciones del segundo, o quizá del tercer Wittgenstein).
Ni siquiera el análisis lógico-formal de la expresión que nos ocupa –y que, aunque ya no puede considerase estrictamente como un análisis gramatical, se mantiene muy cerca de las categorías gramaticales clásicas (acaso porque éstas eran, en rigor, antes lógicas que lingüísticas)– puede aquí llevarnos muy lejos, en lo que a la determinación de las Ideas que pueden estar «cruzando» la sidra asturiana con «denominación de origen» se refiere.
Esto no constituiría una dificultad mayor para seguir este camino. Nuestra dificultad mayor es otra: que, en cierto modo, como veremos, el análisis lógico formal nos desvía del camino que conduce derecho hacia la determinación de estas Ideas. En efecto: el análisis lógico formal de la expresión «sidra asturiana» podría hacerse en términos de la lógica de proposiciones o en términos de la lógica de clases. Ambas formas de análisis están, como es bien sabido, muy coordinadas y, en cierto modo, sus resultados son isomorfos.
Desde el punto de vista proposicional, «sidra asturiana» podría interpretarse como una expresión ajustada al formato de las funciones predicativas del tipo φ(x); en esta función φ es el predicado (aquí «asturiano») y x es la variable de objeto (en cuyo campo de variabilidad estará la sidra). Russell, por medio del símbolo φ!x, subrayaba el carácter predicativo de la expresión (siguiendo el análisis que la lógica escolástica solía hacer a propósito de las «proposiciones de inherencia», en las cuales el predicado recaía en el sujeto «identificándose con él»: «Sócrates es hombre», o, para aproximarnos a la forma de nuestra expresión: «la raza pigmea es humana».
La proposición «esta sidra es asturiana» podría, a su vez, ser transcrita por la fórmula S(a), o bien Exφ(x). Desde el punto de vista lógico-conjuntual, φ se interpretará como una clase o conjunto (la clase o conjunto {φ} de las «cosas asturianas»). Y x se interpretará, a su vez, como la clase o conjunto (x) de los «diversos líquidos fermentados llamados sidra» o, acaso dándole un campo de variabilidad más amplio, como «la clase de los líquidos fermentados procedentes de frutos arbóreos, tales como manzanas o peras» (por oposición a los líquidos fermentados procedentes de cereales, como cebada, maíz o mijo); en cuyo caso, la expresión «sidra asturiana» podría interpretarse, en cuanto puede decirse que es una «mera definición», como una intersección de clases, {φ}∩{x}={a}; acaso fuese demasiado chovinismo interpretarla por la inclusión {x}⊂{φ}. La proposición «existencial» cabría asociarla a la fórmula {φ}∩{x}≠∅, como si dijéramos: «la intersección del conjunto "cosas que pueden identificarse como asturianas" con el "conjunto de cosas que pueden identificarse como sidra" no es una clase vacía». Un modo, sin duda, amanerado, de decir lo mismo que decimos en román paladino: hay una sidra que es asturiana; por tanto, un modo que nos lleva más lejos de lo que podría llevarnos el mero análisis gramatical de la expresión de referencia.
Pero esto, por sí, no sería lo más grave. A fin de cuentas, estaríamos ante un análisis inofensivo, aunque pedante, para algunos, o acaso útil, para otros (al menos en el terreno escolástico, escolar). Lo grave es que este tipo de análisis supone:
(1) Un análisis intensional (en el caso del tratamiento proposicionalista), según el cual en la función predicativa φ!x el predicado φ resulta estar recayendo en los x de un modo distributivo (integrándose, por su intensión, atributivamente, en cada sujeto); lo que equivale a decir que la interpretación
Proposicionalista (cuasi gramatical) de la expresión que analizamos nos inducirá a ver en el predicado «asturiano» un predicado distributivo que, en la ocasión, recae sobre la sidra, que desempeñará el papel de sujeto de inhesión.
Y este «reparto de papeles» constituye una distorsión (en nombre de exigencias forzadas por un esquema lógico gramatical determinado) de las realidades materiales que se describen, puesto que, es lo cierto, que aquello que (para decirlo en la misma terminología tradicional) se nos presenta como sujeto es «Asturias» y aquello que se nos presenta como predicado es «Sidra».
(2) Un análisis extensional (en la interpretación conjuntista), que bloquea el planteamiento filosófico de las cuestiones relativas a la naturaleza de la intersección de los conjuntos de referencia. Y, en nuestro caso, lo que importa precisamente es discutir si esta intersección es interna o externa, esencial o contingente; es decir, si es algo interno para la sidra, o no lo es, el ser asturiana; y si es algo interno y diferencial para Asturias, o no lo es, el tener sidra propia. Para desbloquear esta situación habría que echar mano, dentro de la lógica tradicional, de la doctrina de los predicables de Porfirio; pero esta doctrina desborda por completo el horizonte de la lógica formal de clases, que se venga de su incapacidad llamando «arcaica» a la doctrina porfiriana (y no sin algo de razón); pertenece a la lógica material y, además, a una lógica material demasiado subordinada a una metafísica neoplatónica y fijista (que nos habla de «identidades específicas y genéricas», del «propio», de la «diferencia» y del «accidente») que nos retrae de tomarla como guía.
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Tenemos que volvernos, una vez que hemos creído advertir las escasas virtualidades que ofrecen los caminos del análisis lógico formal, al análisis filosófico (lógico material, en este caso) de la expresión de referencia –la «sidra asturiana»–. Sólo que en este análisis no nos guiaremos por la lógica material porfiriana (es decir, por su teoría de los predicables), sino por la teoría holótica (por la «teoría de los todos y las partes») –de la cual, sin duda, la teoría de las clases, es sólo un caso particular simplificado–.
En general, presupondremos que una totalidad no puede definirse por relación a una multiplicidad de partes de un mismo rango; presupondremos que una totalidad consta obligadamente de diversas capas, o estratos de partes, entre los cuales pueden mediar, a su vez, relaciones de parte a todo.
Por lo demás, prescindiremos, en esta ocasión, como es obvio –pues el espacio de que disponemos es, en una obra colectiva como la presente, muy limitado–, de los múltiples conceptos, distinciones y subdistinciones que la doctrina holótica propone y que, desde luego, podría llevarnos a un análisis mucho más minucioso de nuestro material del que aquí ofrecemos.
Nos atendremos, por tanto, a los conceptos más indispensables, que reduciremos a cuatro pares, resultantes del cruzamiento de dos distinciones, una de las cuales afecta a los todos (todos distributivos, o todos Շ, y todos atributivos, o todos T), mientras que la otra afecta a las partes (partes integrantes, o partes i, y partes determinantes, o partes d).
Con el nombre de totalidades Շ (distributivas o diairológicas) designamos a aquellas totalidades cuyas partes aparecen dispersándose mutuamente, pero (y esta es su dialéctica) sin que el todo desaparezca en la dispersión, antes bien, ocurre como si el todo reapareciese en cada parte, aunque independientemente en las unas de las otras. Advertiremos que las totalidades distributivas, así definidas, no necesitan ser interpretadas como «conceptos mentales» o como «totalidades lógicas», al modo escolástico; pueden interpretarse también como totalidades físicas, y el mismo Platón, al principio de su Parménides, comparó estas Ideas que, siendo unas, están presentes a la vez en varios lugares, con una tela de la que, al estar cubriendo a muchos hombres, pudiera decirse (como tal tela, y no como una parte de ella) que está en cada uno de los hombres que participan de su cobertura. Correlativamente, con el nombre de totalidades T (atributivas), designaremos aquellas totalidades cuyas partes se dan en convergencia o composición, en cuanto desapareciendo en el todo, aun cuando (y esta es su dialéctica) conservándose en él, aun en el caso límite en que la composición atributiva de una parte implique la desaparición –a veces la destrucción– de las otras partes del todo.
Partes integrantes (partes i) son las partes que «despedazan» al todo (partes extra partes) sin que por ello forzosamente lo «distribuyan»; las partes determinantes (partes d) podrán definirse como pares, o n-uplas de partes integrantes, constitutivas de algunas de las capas o estratos del todo. Las totalidades distributivas (Շ) pueden verse «repartidas» según las partes integrantes o según las partes determinantes; otro tanto sucede con las totalidades atributivas (T).
Obtendremos así los cuatro siguientes pares de conceptos anunciados:
(1) Clases / participaciones. Las clases son todos distributivos (Շ) cuyas partes son tratadas como partes integrantes i. A estas partes integrantes de los todos distributivos las llamamos participaciones. Por ejemplo: la clase o conjunto constituido por los veinte cuadrados que pueden formarse con ochenta segmentos de rectas dados (no necesariamente iguales entre sí). Este conjunto es una totalidad distributiva, puesto que cada figura, por sí misma, es un cuadrado (independientemente de las demás); sus partes son integrantes, puesto que cada cuadrado, respecto de los demás, se comporta como una parte extra parte. Cada cuadrado es una participación, o un lote, del todo lógico «cuadrado».
(2) Géneros/ determinaciones. Los géneros los entendemos aquí originariamente, no al modo porfiriano (que los aproxima a las clases), sino como totalidades diairológicas, pero en el momento en el cual éstas se establecen en función de sus partes determinantes, o determinaciones internas, en este caso, del todo. Por ejemplo: el género (dentro de los cuadrados geométricos) «cuadrado» (Q) por relación a sus diferentes determinaciones métricas, al margen de las cuales ningún cuadrado puede darse (cuadrados de un metro de lado, de diez metros, &c.).
(3) Complejos / integrantes. Los complejos (integrados) los entendemos como totalidades atributivas (T) dadas en función de sus componentes integrales. Por ejemplo: el cuadrado Q es un complejo compuesto por dos triángulos rectángulos adosados por su hipotenusa, t1, t2.
(4) Complejos determinados / determinantes. Los complejos determinados los entendemos como totalidades atributivas T en función de sus partes determinantes, por ejemplo: el cuadrado Q como complejo constituido por los determinantes P (paralelogramo), R (rectángulo) y E (equilátero).
Los diferentes modos de totalización que figuran en la taxonomía precedente son abstractos. Referidos a materialidades o contenidos dados, se nos presentarán entretejidos de muy diversas maneras. Si nos atenemos a las intersecciones «holóticas» (del tipo Շ*T) habrá que analizar las situaciones en las cuales las participaciones de una totalidad Շk intersectan con una totalidad Tq a través de sus partes integrantes, o bien a través de sus partes constituyentes; habrá que analizar las situaciones en las cuales las determinaciones de una totalidad Շk intersecta con una totalidad Tq a través de sus partes integrantes, o bien a través de sus partes determinantes. Los modos de esta intersección dependen de la materia (k, q) y de la relación entre las materias de las totalidades intersectadas. Por ejemplo, en el supuesto de que tomemos la misma materia Շk y Tk, las posibilidades de que, por ejemplo, una participación de Շk sea, al mismo tiempo, un integrante de Tk, dependen de la materia (física, biológica, &c.): nos encontramos aquí en la proximidad de la teoría de los fractales, de la llamada en Biología «ley de la recapitulación», &c. No es fácil admitir que una determinación de la clase geométrica de las figuras cuadradas pueda ser, a la vez, parte integrante de un cuadrado. Además, aun cuando las materias sean diferentes (Շk y Tq), depende de su naturaleza el que la intersección pueda ser externa («accidental») o interna («esencial»). Se comprende que si nos referimos a un Շk cuya materia sea la de una especie zoológica o botánica, cuya diversificación por razas o variedades (interpretadas como determinaciones) imputaremos al aislamiento geográfico de los habitats respectivos (estos habitats pueden considerarse como totalidades Շk si en ellos incluimos las poblaciones, las condiciones ecológicas, &c.), entonces es fácil que una determinación de Շk pueda considerarse internamente intersectada con un integrante de Tq.
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Utilizando alguno de los conceptos holóticos que hemos introducido en el párrafo anterior, podemos, por lo menos, emprender un análisis de la expresión «sidra asturiana» que no se refiera a esta expresión como si ella fuera una mera entidad gramatical, que, a lo sumo, nos pondría en presencia de significados «mentales» (como, según Saussure, habrían de serlo los correlatos de los «significantes»). Emprenderemos el análisis de la expresión «sidra asturiana», en la medida en que ella nos pone en presencia de entidades reales. Además, «reales» en su sentido más «grosero»: entidades físicas, que nos son dadas, ante todo, en el plano fisicalista, corpóreo.
Tanto «Asturias» (como totalidad de aquellas cosas que pueden llamarse asturianas, y en donde Asturias se comporta como un todo y lo asturiano como algo que se refiere a sus partes: ¿o es que tiene algún significado decir que «Asturias es asturiana»?) como «sidra», son entidades físicas, corpóreas, que existen, no sólo en el tiempo, sino en el espacio; son tangibles, tienen un volumen y un peso definido, aunque éste sea en su globalidad universal muy difícil de calcular.
El número de asturianos que han existido desde el tiempo tomado como origen hasta el presente es el cardinal de un conjunto enumerable; y otro tanto se diga de todas las otras formas que puedan recibir la denominación de origen de «asturianas» (árboles, ríos, villas, hórreos, &c.). Así también, el número de litros de sidra que se han producido en Asturias, en las Vascongadas, en Europa entera, desde el origen –en este caso, de la fermentación– hasta el presente, es también un número preciso, aunque sólo por estimación muy poco segura pueda ser evaluado.
Pero, sin embargo, las partes integrantes o determinantes de Asturias, como totalidad de las cosas asturianas, han de concebirse compositivamente (incluyendo en tal composición a la composición «polémica», incluso fratricida, que eventualmente ellas pueden mantener); son, por tanto, partes de una totalidad atributiva (de tipo T). En cambio, las partes integrantes o determinantes de la sidra se nos muestran ahora como partes que se conciben precisamente como partes distributivas, pues la sidra funciona aquí como una totalidad de tipo Շ, que ha de dispersarse en porciones, y aun volverse a dispersar otra vez en porciones menores, cada una de las cuales ha de poder seguir llamándose «íntegramente» sidra, si quiere ser distribuida como tal entre sus consumidores.
Cuando el proceso de la «dispersión» de la sidra en sus partes traspasa la barrera de sus partes formales y comienza a descomponerse en sus partes materiales –aquéllas en las que se pierde la «forma del todo»–, el proceso de distribución cesa también; nadie bebe una infusión de accharomyces, mezclados con Zymomonas; sin embargo, las partes formales, aunque ya no sean sidra –sino, por ejemplo, levaduras–, pueden seguir distribuyéndose como partes distributivas de una capa determinada constitutiva de la sidra.
Cuando nos movemos en el ámbito de las categorías holóticas es evidente que la expresión «sidra asturiana» nos remite a realidades del mundo que están fuera del lenguaje, y aun del mundo de la Lógica formal (por ejemplo, de la «intersección de conjuntos»).
La expresión «sidra asturiana» nos remite al mundo real (que es, por cierto, un mundo empírico, fenoménico, práctico), un mundo que está estructurado en totalidades articuladas: «sidra» y «Asturias» son dos de esas totalidades, la primera, como hemos dicho, de tipo Շ y la segunda de tipo T. La sidra, como totalidad, es más «extensa» que Asturias, puesto que desborda ampliamente sus límites. «La sidra es todo un mundo», escuchamos, con cierta frecuencia, decir a los entendidos; se habla, de hecho, no ya de la totalidad, sino aún más, del «mundo de la sidra». Pues, además, no sólo la sidra se da en Asturias, sino en otras muchas comarcas del mundo y, desde luego, al parecer, muchas veces, de un modo independiente las unas de las otras, por tanto, según una multiplicidad discreta.
La sidra, como totalidad, podría representarse como un género nebuloso, formado por todos los volúmenes correspondientes a cada comarca del planeta productora de sidra; comarcas que habría que poner en correspondencia con las especies de aquel género global. Especies que, a su vez, se distribuirán en lotes o porciones individuales, o unidades de consumo.
La sidra, en cuanto totalidad distributiva, se nos presenta como una clase respecto de sus participaciones, en número indefinido (cada una de las porciones, o raciones, envases o depósitos de sidra que se localizan necesariamente en algún punto del espacio/tiempo terrestre), y como un género, respecto de sus determinaciones (que son principalmente las que especifican a ese género en sus diferentes familias, variedades, estilos, &c.). Hay que tener en cuenta que las determinaciones de la sidra, aunque puedan ser distributivas (diairológicas) no se confunden con sus participaciones (sin perjuicio de que puedan formarse, al menos intencionalmente, conjuntos de participaciones que satisfagan una misma determinación).
Asturias, en cambio, es una totalidad «compacta», cuyas partes hay que concebir, todas ellas, como convergiendo en torno a un centro común, como gravitando en torno a un cuerpo que se concibe, al menos en el terreno de los fenómenos, como continuo; pues aunque muchas –decenas de millares– de esas partículas de Asturias están desprendiéndose continuamente de la «masa central», se diría que, por lejos que se encuentren, tienden siempre a volver, como las abejas que revolotean a distancias variables alrededor del enjambre compacto. Asturias, en cuanto totalidad atributiva, se nos presenta, por un lado, como un complejo integrado por sus diversos integrantes (que se dibujan en estratos a su vez diferentes: villas, concejos, individuos, familias) y, por otro lado, como un «complejo determinado» por diversos determinantes (como puedan serlo las coordenadas geográficas o las históricas, las características globales o diferenciales constitutivas de Asturias).
Supuestas estas interpretaciones, la expresión «sidra asturiana» se nos ofrece como una «propuesta» de intersección holótica, material (no de mera intersección formal de conjuntos o clases), de dos totalidades, una de tipo Շ y otra de tipo T. Y a la manera como en la lógica de clases se visualizaban los conjuntos y sus relaciones por círculos o rectángulos (los «círculos de Euler») que, sin embargo, no eran propiamente clases distributivas, así también podríamos intentar visualizar esta operación de intersección holótica de Շ y T representando con un plano lleno de lagunas (que corresponden a las soluciones de continuidad de las totalidades distributivas) a la totalidad Շ, a la sidra en nuestro caso, y representando con una esfera compacta, a la totalidad T, a Asturias. La intersección holótica corresponderá, en este modelo, al corte de la esfera por el plano (sea un corte ecuatorial, sea, en el límite, un mero contacto tangencial: estos diferentes niveles de intersección podrían ponerse en correspondencia con los predicables holóticos). Por supuesto, el plano también cortará a otras esferas.
Concluiremos esta fase de nuestro análisis: si «sidra» se interpreta como una totalidad distributiva y «Asturias» como una totalidad atributiva, entonces, «sidra asturiana» habrá de interpretarse como la intersección material (holótica) de estas dos totalidades, y es de esta intersección –identificada con ese líquido dorado o ambarino, agridulce y aromático que llamamos «sidra asturiana»– de donde, en realidad, partimos.
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Ahora bien: este material está dotado de una morfología definida en el plano fenoménico; sabemos, desde luego, que esa morfología es el resultado de la acción en nuestros sentidos de ciertas características «organolépticas» de las partes –integrantes o determinantes– de la estructura de la sidra. De este material conformado partimos. Y al reconocerlo como «sidra asturiana» estamos ya literalmente insertándolo a la vez, aunque de diverso modo, tanto en una totalidad de tipo Շ (la sidra) como en una totalidad de tipo T (Asturias). Hay que admitir que esta inserción está siendo realizada (ejercitada) antes de comenzar nuestro análisis, es decir, en el mismo proceso por el cual cualquiera, en la práctica, reconoce y nombra a «este» líquido como «sidra asturiana». Nuestro análisis no comienza, por tanto, por esta doble inserción; a lo sumo, lo único que hace es representar (y poner nombres explícitos) a las operaciones ejercitadas por todo aquel que reconoce que esto que aquí fluye o allá descansa es precisamente sidra asturiana –y no cualquier otra cosa–. Desde este punto de vista, cabría decir que la «sidra asturiana», en su más inmediata presencia empírica, se nos ofrece, en el momento de ser reconocida, antes como una teoría (asociada a una Idea normativa) que como un hecho amorfo. Podemos decir, por tanto, que el material del que partimos, para nuestro análisis, es la teoría (más o menos desplegada) de la «sidra asturiana», y no un simple hecho.
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El análisis de esta intersección material que es la sidra asturiana comienza propiamente, decimos, en el momento en el cual procedemos a disociar, al menos conceptualmente, sus momentos holóticos. Pero como suponemos que estos momentos están de hecho (fenoménicamente) conjuntamente dados, siendo, como son, momentos lógicamente diversos, cuando se les toma en su estricta abstracción, resultará que la materia de uno de ellos habrá de quedar, al menos inicialmente, «reabsorbida» en la perspectiva del otro, así como recíprocamente. El modo de comportarse estos momentos, respecto de sus materias respectivas, podría compararse al modo como se comportan las perspectivas duales geométricas; aunque no puedo separar a los puntos de las rectas, ni a las rectas de los puntos, puedo ver a la recta como una alineación de un conjunto infinito de puntos o, dualmente, puedo ver a cada punto como una intersección de un conjunto infinito de rectas. O, si se prefiere, podríamos comparar la situación a la constituida por esas perspectivas reversibles que se nos ofrecen en el espacio óptico: no puedo separar dos cubos en el dibujo que estoy percibiendo, pero puedo ver sus caras, una vez como formando parte de un cubo orientado hacia abajo, y otra vez como formando parte de un cubo orientado hacia arriba; o, si se quiere, tampoco puedo separar las figuras del pato y del conejo, pero puedo ver esa figura una vez como un pato que mira hacia la derecha y otra vez como un conejo que mira hacia la izquierda.
De hecho, lo ordinario es que estas perspectivas duales sólo se alcancen en condiciones muy especiales (extremas, límites). Lo ordinario es que captemos confusamente a la vez sus dos aspectos (un punto no se verá sólo como intersección de rectas, sino, a la vez, como el límite de una división reiterada en la propia recta). Pero, ateniéndonos a las perspectivas extremas, límites (aquéllas en las cuales empezamos a «pensar abstractamente» en la sidra asturiana), podemos distinguir con bastante claridad las dos siguientes:
(1) Por un lado, la perspectiva de Շ, es decir, la interpretación de la «sidra asturiana» (en sus momentos T atributivos), desde su condición de sidra. En su forma radical, esta perspectiva nos impide ver la sidra asturiana como tal, puesto que lo esencial allí es, ante todo, el ser sidra. Una sidra que habrá que determinar como «asturiana», pero siempre que sobrentendamos que esta determinación puede darse desde la perspectiva de la sidra, es decir, como una especificación de la sidra, en general. Podríamos llamar a esta perspectiva –en virtud de la cual contemplamos la sidra asturiana como una especificación o determinación dada en el ámbito de la sidra genérica– la «perspectiva sidrológica» (que algunos consideran como una perspectiva que debiera incluirse en la perspectiva enológica, si nos atenemos a los conceptos tradicionales del vino de uva, o del vino de manzana).
(2) Por otro lado, la perspectiva T, es decir, la interpretación de la sidra asturiana desde su condición de asturiana. Por tanto, como un momento integrante, acaso como una determinación, que ha de comenzar por definirse a partir de Asturias.
Es, por tanto, una perspectiva que podríamos denominar «perspectiva asturiológica», por analogía a como hablamos de la perspectiva egiptológica, asiriológica, &c.
Ahora bien: lo que nos importa en nuestro caso es el alcance interno, o externo, según grados, de la intersección holótica de estas dos totalidades, de la que hemos partido. Como hemos dicho, este alcance depende fundamentalmente de la materia de la que tratemos. ¿Podemos considerar en nuestro caso –el caso de la sidra asturiana– la intersección como una intersección interna? ¿Por qué no habría de serlo?
No negamos a priori que lo sea, o que deje de serlo. Sólo que, por razones de método, y habida cuenta del gran número de circunstancias (de las que hablaremos a continuación) que no parecen acogerse fácilmente a la hipótesis de la internidad de la intersección (por ejemplo, la brevedad de la tradición histórica de la sidra asturiana «con denominación de origen»; la importación habitual de muchas de sus partes integrantes, &c.), comenzaremos situándonos dialécticamente en la hipótesis de la exterioridad más radical posible, que podría afectar a la intersección que nos ocupa.
La «estrategia» de nuestra argumentación será así una estrategia de «recuperación del terreno perdido» inicialmente por la hipótesis de trabajo, una vez establecida la delimitación (siempre que ello sea posible) de esta hipótesis 0 inicial que comienza suponiendo la naturaleza externa (empírica, contingente) de la intersección de nuestras dos consabidas totalidades, o, para decirlo con palabras no inusuales, de la intersección de estos dos «mundos»: el «mundo de la sidra» y el «mundo de Asturias».
Si adoptamos inicialmente el punto de vista de esta hipótesis 0, habrá también que suponer que la perspectiva de la distributividad y la perspectiva atributiva no son necesariamente dos perspectivas «distintas pero complementarias»; sino que, por el contrario, son dos perspectivas que, en cierto modo, y sin perjuicio de su factual conjunción empírica, se segregan recíprocamente y se anulan recíprocamente. Entre sí, estas dos perspectivas se comportan como los Dióscuros: uno de ellos debía apagarse (o eclipsarse) para que el otro pudiese brillar. Situándonos en la perspectiva del «mundo de la sidra» –en tanto que esta perspectiva es distributiva, universal, nomotética (y es la perspectiva que adoptan los análisis científicos, bioquímicos, biológicos, de la sidra)– hay motivos muy poderosos para sospechar que la «denominación de origen» asturiano es, en rigor, externa (accidental, contingente); es decir, que cuando adoptamos la perspectiva «sidrológica», aquello que la sidra tiene que ver con Asturias se desvanece, conservando a lo sumo una presencia oblicua y aun efímera, casi una apariencia, magnificada por la propaganda.
Recíprocamente, cuando nos situamos en la perspectiva de Asturias –la perspectiva propia de las disciplinas «idiográficas», folclóricas o geográficas– también hay motivos fundados para pensar que todo aquello que concierne a la sidra, en su sentido sustancial y emic (tal como lo analizan los científicos de la cultura), pierde relevancia, y en el fondo se desvanece como algo poco pertinente (¿qué sabían los lagareros aludidos acaso por el documento de Obona del año 780 –en donde se cita por primera vez la _sizera_– del saccharomyces o de la ecuación de Neuberg?, ¿qué sabían acerca del hecho de que la molécula de glucosa, en la fermentación, da lugar a dos moléculas de ácido pirúvico que, a su vez, terminará dando dos moléculas de etanol y dos moléculas de dióxido de carbono?). Lo importante –sería la conclusión de esta segunda perspectiva– no es la sidra tal como la analizan los científicos, desde un punto de vista etic, sino aquello que es denominado como tal en las ceremonias que giran en torno a la sidra: estas ceremonias serán lo genuinamente asturiano (y ello por motivos diversos que habrá que determinar).
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Situémonos, en primer lugar, en la perspectiva del «mundo de la sidra». Es la perspectiva nomotética del científico –del experto, del bioquímico, del economista que analiza mercados internacionales–. ¿Qué representa Asturias, o lo asturiano, en el ámbito del «mundo de la sidra»? Cuando nos atenemos a la sidra como una clase de bebidas fermentadas, la «sidra asturiana» será, sin duda, una «participación», un «lote» recortado en el ámbito de esa clase; pero un lote que, «mundialmente» considerado, podría parecer insignificante (Asturias produjo –datos de 1990– 43 millones de litros de sidra, frente a 120 millones de Francia, o 300 millones del Reino Unido; sin embargo, es lo cierto que en el contexto español, de los 47'6 millones de litros, Asturias representa el 90% del total nacional). En cualquier caso, no es esto lo más importante; lo importante es evaluar el alcance que para el «mundo de la sidra», considerado ahora como una totalidad genérica, tiene realmente la denominación de «asturiana». La cuestión la descomponemos en dos momentos:
(1) La denominación de «asturiana», ¿puede ser redefinida como una determinación específica del género «sidra»?;
(2) Supuesto que ello sea así, ¿puede afirmarse que la estructura de la sidra denominada de este modo sea parte integrante (acaso: determinante), con alcance constitutivo (y aun diferencial) de Asturias? ¿No es esto lo que se quiere decir al reivindicar la «denominación de origen», la «sidra natural asturiana»?
Pero es necesario reconocer que estas pretensiones son muy confusas. ¿Qué alcance puede tener una denominación de origen? Pues «origen» puede querer decir «origen de los materiales con los que se va a producir la sidra», es decir, «naturaleza» de los materiales, en su acepción genética: sin duda, la expresión «sidra natural» alude a esta relación, significa una sidra elaborada, con formantes genuinos en Asturias.
La sidra puede considerarse como el resultado de la fermentación del mosto de manzanas, obtenido por procedimientos tradicionales –prensa de viga, de tornillo, barricas de una determinada calidad, &c.– orientados a transformar «sólidos» en «líquidos» (es decir, la transformación inversa de la que conduce de la leche al queso); fermentación producida por la acción de diversos agentes, principalmente las levaduras de la sidra (que pertenecen al Reino de los Hongos) y ciertas bacterias (súbditos del Reino de los Protoctistas).
Cabría decir que la sidra es una «síntesis» de los cinco reinos de la vida (si nos atenemos a la clasificación de Whittaker-Woese). Porque a� la formación de la sidra contribuye (y no sólo como materia prima, aunque a veces se le denomine así) no sólo el Reino de las Plantas, a través de las manzanas; también contribuye, además del Reino de las Moneras, el Reino de los Protoctistas (las bacterias), el Reino de los Hongos (las levaduras, el saccharomyces) y, desde luego, el Reino Animal, a través del hombre, en funciones de artesano-demiurgo, o agente inicial de las transformaciones. Desde este punto de vista, la sidra es un microcosmos de la vida. Entre estos componentes puede parecer poco interesante, en principio, establecer jerarquías (en el sentido de considerar, por ejemplo, materiales –materia prima, se dice– a las manzanas y al mosto; y formales a las levaduras o a las bacterias lácticas, o incluso a las zymomonas), pues todos contribuyen formalmente al resultado final, todos son formantes de la sidra.
Ahora bien, ¿qué significa genuino? Sin duda, algo que pertenece a Asturias, incluso que es constitutivo suyo. Sin embargo, no bastaría que lo fuera: cuando hablamos de «genuinamente asturiano», queremos también decir «diferencial», peculiar, específico, característico.
El aire, que constituye nuestra atmósfera, es constitutivo de nuestra vida; esta atmósfera es constitutiva, pero no es diferencial (a lo sumo lo será un cierto grado de humedad que, sin embargo, también se repite en otros muchos lados). Por tanto, el oxígeno industrial que Asturias pueda fabricar a partir de su aire natural, no puede llamarse genuinamente asturiano (problemas especiales plantea el «agua genuina» del Paraíso natural). Habría que suponer que las manzanas asturianas tienen un algo característico; se replicará que este «algo» no reside en la «materia prima» (así suele llamarse, como hemos dicho, a las manzanas), la razón de la denominación de origen –a fin de cuentas los lagareros asturianos, pero, sobre todo, las fábricas, importan partidas significativas de manzanas foráneas, del mismo modo que Asturias exportaba al Reino Unido, a Vascongadas, miles de toneladas de manzanas con las que se fabricaba sidra inglesa o vasca, con denominación de origen–. «Basta que el sello de origen, lo genuino, resida en las levaduras, que desempeñarán el papel de _forma sustancial_», dirá el mismo escolástico que impuso la terminología de «materia prima» para designar a las manzanas.
Pero esta condición parece implicar que las levaduras, sus cepas, son genuinamente asturianas, porque son naturales, porque muchas veces están apegadas a la viga de prensar o a la barrica; pero hongos y bacterias proceden también de las mismas manzanas: ¿Qué significa entonces que sean naturales de Asturias? ¿Arraigadas en Asturias, naturalizadas?
En suma: no es nada fácil precisar el significado del «origen genuino», en el terreno de la Naturaleza, de la sidra natural. Pero, ¿acaso la sidra no es un resultado de las operaciones de sus artesanos, tradicionalmente (popularmente) reguladas? Por tanto, ¿acaso no es la sidra, en cuanto genuina, un producto cultural, por tanto, no natural? En el origen de la sidra natural hay que contar también, de algún modo, sin duda, importantísimos componentes culturales. ¿No desbarata esta circunstancia el concepto mismo de una sidra natural? Cabría alegar que estos componentes culturales podrían computarse, por oposición a lo que es habitual en la fabricación industrial, como naturales, en el sentido de lo que es producido por un «pueblo natural», a costa de recaer en la idea de la antigua antropología alemana de los Naturvölker. Pero, ¿quién estaría dispuesto a considerar a los fabricantes de sidra asturiana, a los lagareros asturianos, como parte de un pueblo natural? También cabría alegar aquí la antigua distinción entre una artesanía (o un arte) de primera especie (un arte que produce resultados a los que también llega la Naturaleza, como ocurre con el arte obstétrica, o, en general, con el arte de la medicina, en tanto que es una mera ayuda a la vis medicatrix Naturae) y una artesanía (o un arte) de segunda especie (un libro es un objeto absolutamente cultural: no hay precedentes en la Naturaleza). En las artes de primera especie, lo artificial está en el dispositivo que proporcionan los mismos resultados que la naturaleza: un reactor atómico es sólo un dispositivo montado para que se desencadenen reacciones en cadena, al alcanzar el uranio la masa crítica; pero hay «reactores naturales» (en cambio no hay «editoriales naturales», a pesar de la metáfora del «libro que la Naturaleza escribe con las hojas de los estratos geológicos»). La sidra puede verse como un producto de un arte de primera especie; y, en este sentido, podría considerarse como un «producto natural» comparativamente con los productos del arte de la segunda especie, porque en los resultados de la primera especie el arte es sólo la «partera» de la Naturaleza.
En todo caso, cualquiera que sean las conclusiones que mantengamos en lo concerniente a las cuestiones de origen, de génesis, ¿no es preciso reconocer que lo importante estará en el producto resultante, en su estructura? Cuando encarecemos las cuestiones de origen, ¿no es porque se da por supuesto que la génesis conforma la estructura, que el origen asturiano –natural o cultural– de la sidra garantiza una «sidra asturiana» por estructura? Pero, ¿acaso la estructura no se emancipa una y otra vez de su génesis?
Más aún: habría que decir que quien se sitúa en la perspectiva del naturalismo (perspectiva en la que se configura el concepto de la «sidra natural»), sobre todo si se acoge a la metodología característica de las ciencias «nomotéticas», se ve obligado a regresar a estructuras tales que sean capaces de borrar o segregar (o, simplemente, neutralizar) las circunstancias concretas («asturianas», en nuestro caso) del origen, de la génesis. Sin duda, habrán de poder volver a ellas; pero de suerte que puedan ser reconstruidas íntegramente, hasta el punto (en el límite) de lograr productos indiscernibles del «producto original». Si el objetivo de la ciencia es crear una célula viviente en el laboratorio, un objetivo mucho más modesto será crear una gota de sidra asturiana, aunque sea en un laboratorio de Normandía. Se concederá, desde luego, que, en el origen, habrá peculiaridades significativas de la sidra asturiana (atribuibles a la calidad de las manzanas autóctonas, a la «selección natural» de las levaduras, en el contexto geográfico, &c.); más aún, se concederá incluso que es a partir de la consideración de estas peculiaridades (ecológicas, artesanales), como la metodología científica puede comenzar a moverse.
Pero se afirmará con orgullo que esta metodología sólo alcanza su condición de tal precisamente cuando haya logrado «liberarse» del origen, cuando se sienta capaz de reconstruir, no sólo las circunstancias del origen, sino otras muchas –en principio, todas– que también pueden existir, y en cuyo conjunto las circunstancias «del origen» quedarán, por decirlo así, inmersas o anegadas. Descartes, en su Geometría, reconoce que ha tomado como punto de partida de sus trabajos relativos a las «curvas» el proceder de los jardineros cuando «trazan elipses, clavando dos estacas en el suelo y atando a ellas los extremos de un cordel, para marcar después en la tierra la línea resultante de un punzón que avanza guiado por el cordel tenso»; pero también dice inmediatamente que, una vez que en su análisis ha alcanzado (regresado) las claves de esa línea curva, se encuentra en disposición, como verdadero científico, de construir otras muchas curvas que «podrían utilizarse para dar variedad a nuevas obras artísticas».
Diríamos que el proceder del científico ante la sidra es muy similar, aunque se aplique a las circunstancias del producto, que no son las «especies o variedades» de las curvas, sino «especies o variedades» de la sidra. Y de este modo, los laboratorios biológicos, bioquímicos, &c., buscan, no solamente controlar los factores que intervienen en la «materia prima» –a fin de «corregir» anomalías para mantener a los productos en su «estado natural»–, sino también experimentar y producir variedades nuevas. En los laboratorios se tiende a lograr una selección de los agentes formales más característicos de las sidras, las levaduras; se buscará, mediante procedimientos de ingeniería genética, que las levaduras se reproduzcan clónicamente en «condiciones artificiales», y los laboratorios habrán de concebirse capaces de poder obtener, a partir de manzanas francesas y de levaduras alemanas, una sidra cuyas propiedades bioquímicas correspondan a caracteres organolépticos indiscernibles de la sidra asturiana –o de la guipuzcoana o de la bretona–. Y no sólo esto, sino también, y como hemos dicho, se buscará obtener otras muchas especies de sidra que podrán significar la «introducción de una gran variedad de sabores y de efectos».
De este modo, aun cuando por su punto de partida, determinadas cepas de una levadura procedan de un lagar preciso, e incluso aunque su nombre se denomine en la denominación de esta cepa aislada, seleccionada y controlada (pongo por caso, la M267, obtenida en Villaviciosa por Carmen Cabranes, arrastra, en su denominación, el recuerdo del lugar de origen –el lagar de Mangada–, y aún circunstancias relativas a las operaciones de laboratorio), lo cierto es que esta cepa debería poder reproducirse en lagares diferentes, situados a cientos de kilómetros del lagar de origen, puesto que también habrán sido controlados los factores que afectan al medio de la cepa de referencia.
Concluiríamos, por tanto, diciendo que, desde la perspectiva del «mundo de la sidra», al menos cuando éste se ilumina con las luces propias de la metodología científica, los contornos de la especificación «asturiana» (o la denominación de origen asturiano) se desdibujan y aun se desvanecen; como se desvanece, en los Elementos de Euclides, el nombre de Pitágoras, aunque Pitágoras hubiera sido el descubridor del Teorema 47 del Libro I (sólo por motivos exógenos, «anecdóticos», o meramente denominativos, podría mantenerse, desde esta perspectiva, la denominación de origen «asturiano» en el «mundo de la sidra», un poco a la manera como se mantiene el recuerdo del antiguo Imperio mesopotámico en la denominación de origen de esos adminículos que se fabrican hoy por toda la tierra y que llamamos «persianas»).
12
Situémonos ahora en la perspectiva del «mundo asturiano», de Asturias. Es la perspectiva característicamente idiográfica, porque Asturias es un «mundo» irrepetible, que goza, como el Dios terciario –y sin perjuicio de la forma plural de su nombre que, como nos dicen los lingüistas, no es la originaria–, de la unicidad. Esta perspectiva idiográfica abarca, no solamente a contenidos naturales, sino también a contenidos culturales constitutivos de Asturias. Sólo que, además, suele exigirse que estos contenidos sean también diferenciales. Los accidentes geográficos de Asturias, determinados según sus coordenadas espaciales, son irrepetibles; pero también es irrepetible, en las coordenadas históricas, la serie de los reyes asturianos, desde Alfonso I hasta Alfonso III, que es un trozo de la historia de la cultura asturiana. Esta serie no se ha repetido, ni puede repetirse, en ningún otro intervalo de la historia humana.
Pero ocurre que el carácter idiográfico de los contenidos o materiales de referencia no excluye la posibilidad de que ellos se asemejen, a una escala dada, con otros contenidos idiográficos; no implica que ellos hayan de ser diferentes de cualquier otro contenido también idiográfico: determinado trozo de la cordillera asturiana puede ser muy semejante a un trozo de una cordillera de los Apeninos; determinado intervalo de la sucesión de los monarcas asturianos puede asemejarse a otro intervalo de los monarcas francos (de hecho, es frecuente llamar «reyes holgazanes» a los reyes asturianos que reinaron entre Alfonso I y Alfonso II). Y esto suscita graves problemas en relación con el significado de los llamados «hechos diferenciales», puesto que, en términos estrictamente idiográficos de coordenadas espacio temporales, todo tiene algo de diferente con respecto a cualquier otra cosa. La dificultad mayor de la cuestión de los «hechos diferenciales» no es que éstos sean escasos, sino que todo, absolutamente todo lo existente, es un «hecho diferencial» en el momento en que no es indiscernible de cualquier otro. «No hay dos hojas iguales en el jardín», decía Leibniz en una ocasión, expresando un antiguo pensamiento estoico. Y esto, muy singularmente, cuando el material del que ahora tratamos, es la sidra asturiana, una vez que hemos regresado a sus componentes nomotéticos. ¿De qué modo es posible, desde la perspectiva asturianista más radical –incluso chovinista, por decirlo así–, reconocer el carácter idiográfico y diferencial, es decir, asturiano, de su sidra, de una sidra que sea capaz de llevar la denominación de origen como marca de un producto que, resistiendo las pretensiones de una ciencia nomotética «desalmada», sea diferencial e irrepetible fuera de Asturias (sin perjuicio de sus posibles semejanzas, a diversas escalas, con otros productos)?
Conocemos dos maneras, que no son por cierto excluyentes, aunque pueden cumplirse también por separado: la primera, será la que postula la diferencia objetiva, natural o sustancial, así como su irrepetibilidad, de la sidra asturiana; la segunda pondrá esta diferencia, no ya en características intrínsecas (o sustanciales) de la sidra asturiana, sino en circunstancias extrínsecas, que habrán de ser de orden cultural, desde luego, o, si se prefiere, folclórico.
Y, ¿cómo podría mantenerse el postulado diferencial intrínseco –el postulado de la diferencialidad intrínseca natural de la sidra asturiana– una vez que hemos reconocido las virtualidades de la metodología científica nomotética?
Acaso sólo hay un modo, a saber, el modo praeternatural, preterracional, por no decir místico: el modo que apela a un «sexto sentido», característico de los asturianos, que permitiría a éstos experimentar el «espíritu de la manzana», su esencia, o el no se qué misterioso que habría de tener la sidra de Asturias, según el postulado. Este no se qué habría que extenderlo, no solamente a la sustancia (o estructura), sino también a los procedimientos artesanos de su elaboración.
También los procedimientos tradicionales de obtener sidra tendrían un no se qué (algunos dirán, más positivamente: un secreto de fabricación); y en vano los científicos pretenderían reproducirlo plenamente, porque en la reproducción, aunque se conservasen muchas propiedades, se perdería la «gracia de la sidra» (el contenido idiográfico del bien cultural, el hecho diferencial).
Pero quien no se atreva a suscribir semejante «postulado místico» –acaso porque cree ver que tal postulado, pese a la exaltación que aparentemente hace del hecho diferencial de la sidra, en realidad rebaja su significado al ponerlo a la altura del peyote de los brujos mejicanos, o del datura de los yanomamos, o simplemente de las «pociones mágicas» de las leyendas celtas– podría, sin embargo, alegar motivos contextuales para dar cuenta de la diferencialidad de la sidra asturiana.
No hace falta –podrá argumentar– que todo contenido o parte de un complejo idiográfico específico sea, por sí mismo, también específico; la rueda de un «carro del país», separada del carro, puede parecerse mucho, y aun confundirse con las ruedas de otros carros de otros países diferentes, y es su inserción en el contexto de las «cien piezas del carro» aquello que confiere a la rueda de referencia su diferencialidad. Sería posible, por tanto) defender las características específicas de la sidra asturiana a partir del complejo contextual –eminentemente folclórico– en el cual ella está insertada. Así, la sidra asturiana es un fragmento de una concatenación característica de formas culturales, que se ajusta a una «gramática» precisa, en medio de todas sus variedades.
La sidra es asturiana cuando está vinculada con el vaso de escanciar, con la romería, con la gaita, con la espicha, con la danza prima, con el bable de cada valle que la produce y la consume; en general, con la totalidad compacta (atributiva) de la «cultura asturiana».
De este modo, es fácil terminar en el mismo punto en el que terminaba el «postulado místico»: que únicamente desde los «adentros de Asturias» (ahora, unos adentros culturales –en el sentido de Merton–, folclóricos) es posible comprender (doctrina del Verstehen) la peculiaridad diferencial de la sidra asturiana.
Y no sólo eso, sino que el todo (si no sus partes) preferirá ser contemplado como producto de un «genio singular», del «genio de un pueblo», de un pueblo, si no eterno, sí ahistórico (aunque, en rigor, se le caracteriza con categorías prehistóricas, cuando se apela a la estirpe celta), que sólo puede captar quien lo comprende desde adentro, quien participa de ese «espíritu del pueblo» (Volksgeist) que es, en definitiva, quien inspiró la sidra (bebida celta), la gaita (instrumento celta), y en los casos más extremados, el bable (lengua, dicen los más radicales, celta también).
13
Partiendo del análisis de la sidra asturiana como una realidad en la cual advertimos, por muchos de sus puntos, la efectividad de la intersección –al menos en el terreno empírico de los fenómenos– de dos planos de estructura lógica bien diferente, hemos desarrollado las consecuencias más extremadas que creemos hay que derivar (y que son derivadas de hecho, muchas veces) de la estructura misma de cada uno de esos planos, en la medida en que ellos tienden a disociarse mutuamente, a «segregar» cada uno de ellos las figuras que se dibujan en el otro. Entendemos esta disociación, con sus consecuencias, como el resultado de una dialéctica interna –es decir, no como resultado de un error de abstracción, o de una simple negligencia– que, en cualquier caso, es preciso recorrer (y que, de hecho, estaría siendo recorrida, una y otra vez, por los expertos, ya sean éstos científicos, ya sean éstos místicos).
Nos proponemos, en estos últimos párrafos, determinar los límites contra los cuales se «estrellan» estos desarrollos, a fin de poder, en consecuencia, entender por qué nos vemos compelidos a volver sobre nuestros pasos, y a recuperar (mediante la crítica de los planos mismos, tal como se nos han dado en su estado de disociación) el sentido interno que la intersección de los mismos pueda tener. Esta intersección podría, en efecto, tener un significado interno si, volviéndonos atrás de los límites, podemos rastrear en el «mundo de la sidra» alguna huella o presencia de Asturias, por lejana que ella sea; y, a su vez, si podemos encontrar entre los constitutivos de Asturias, que la sidra no es una «cantidad del todo despreciable». Por lo demás, nuestra situación es análoga a otras muchas situaciones dialécticas en las cuales el límite que los desarrollos proponen desde su propia «regla de construcción» presenta dificultades o contradicciones suficientes como para detener esos desarrollos y aun revisar los supuestos, alcanzando de este modo resultados «internos» que no hubieran podido aparecer por sí mismos.
Tal es el caso de la «prohibición de las predicaciones reflexivas» como único modo de evitar la llamada «paradoja de Russell», o el caso de la definición de la necesidad que toda máquina tiene de aporte de energía del medio para seguir funcionando, como único modo de evitar la contradicción del perpetuum mobile de primera especie; o el teorema de la infinitud del conjunto de los números primos, como único modo de evitar la contradicción de una supuesta finitud de ese conjunto.
Observaremos, tan solo, que la determinación de estos límites dialécticos y la detención consiguiente de los procesos conducentes a ellos, no ha de interpretarse como el principio de la «extinción definitiva» de tales procesos. Porque si, por ejemplo, el límite que se ha establecido no lo ha sido, en general, a consecuencia de una determinación precisa del punto crítico (en cuanto a la contradicción), se comprende que el proceso haya de reanudarse una y otra vez a fin de alcanzar puntos críticos más elevados: que una máquina deba tomar energía de su entorno no significa que tenga que renunciar al proyecto de reutilización de la energía de salida que ella produce; que renunciemos a formular funciones autopredicativas no significa que podamos dejar de intentar formularlas, pues sólo porque tenemos a la vista la contradicción que de ello resulta, la renuncia estará justificada.
14
El concepto estructural, estrictamente científico (bioquímico) de sidra, en el cual las determinaciones («cualidades secundarias») procedentes de su curso empírico fenoménico (color, sabor, aroma, &c.) habrían de quedar borradas o abstraídas enteramente (como se borran o abstraen los sonidos de una orquesta, o los colores de un cuadro, cuando regresamos a la definición física de las ondas sonoras o luminosas) es un concepto límite. Hacia él vamos (regresamos) una y otra vez, pero sin que podamos fingir (salvo en un rapto acrítico de ingenuidad «esencialista») que cabe lograr, o que ya se ha logrado de hecho, desentendernos enteramente de los fenómenos de los cuales hemos partido.
Es preciso poder volver siempre a los fenómenos; decir que «una vez que hemos subido, podemos arrojar la escalera que nos sirvió para subir» es sólo una inapropiada o desdichada metáfora witՇensteiniana. Porque la escalera que, apoyada en el mundo empírico de los fenómenos (el color ambarino, el sabor agridulce, el aroma a frescor-profundo de la sidra), nos sirvió para subir al «nivel de las estructuras» bioquímicas (saccharomyces, zymomonas, &c.), debe también servirnos para bajar de nuevo al mundo de los fenómenos. Desde luego, nadie podrá discutir esto si nos situamos en la perspectiva práctica, la del lagarero o la del bebedor de sidra, es decir, en la perspectiva que, desde el punto de vista de los «científicos puros», suele llamarse «ciencia aplicada».
La perspectiva llamada «práctica» reconoce (tautológicamente) la necesidad de volver o progresar hacia los fenómenos; pero esta necesidad se carga en la cuenta de los intereses prácticos, como si la ciencia pura estuviese a salvo de tan penosas dependencias, con las cuales comprende que ha de condescender, aunque por motivos que no serán considerados como científicos, sino como económicos o morales o biológicos (es la misma actitud que la del geómetra que se resiste a «descender a dibujar figuras» y que sólo por motivos didácticos, o por benevolencia, accede de vez en cuando a hacerlo). Pero nuestra tesis sobre la necesidad que la ciencia tiene de volver a los fenómenos de los que partió, y esto de un modo recurrente, circular, va referida, no ya a la «ciencia aplicada» (se sobrentiende: aplicada a usos extracientíficos, impuros, aunque sean legítimos desde otros puntos de vista), sino a la llamada «ciencia pura».
Lo que también podría decirse de otro modo: no hay «ciencia pura» (en el sentido del esencialismo metafísico, aquel que, por ejemplo, defendía todavía J. Maritain en los años 40: aunque el mundo físico desapareciera, las leyes de la Química, como leyes de esencias, seguirían conservando su validez). En nuestro caso: no hay una «sidra pura» bioquímica, una «esencia de la sidra» constituida por moléculas de agua, fructosa, sacarosa, glucosa, levaduras, alcohol, &c., pero «en sí misma», inodora, incolora e insípida; como tampoco hay «ondas sonoras» que no suenan, o bien ondas lumínicas invisibles. No es nada sencillo dar cuenta de los motivos por los cuales hay que afirmar que la «vuelta a los fenómenos» no ha de concebirse como una «salida a las afueras» del reino de las esencias puras; aquí nos limitaremos a decir que, entre estos motivos, nosotros contaríamos, sobre todo, a la crítica misma a la tendencia hacia la hipostatización de las esencias (respecto de los fenómenos).
De otro modo: la vuelta a los fenómenos desde las esencias, no será tanto una «salida a las afueras de la esencia», sino un «progreso hacia la esencia», en su materialidad propia; lo que puede comprenderse en el momento en que postulamos (contra el megarismo) la necesidad de la conexión de unas esencias con otras esencias y la tesis de que esa conexión tiene lugar por la mediación de los fenómenos. Porque, esto supuesto, la conexión de las esencias con los fenómenos no será sino un episodio del proceso de conexión de las esencias con otras esencias que hemos considerado como entretejidas con las primeras.
Según esto, cuando pasamos de la teoría física de las ondas longitudinales a los sonidos, o a la teoría física de las ondas transversales, a los colores, no estaríamos pasando de supuestas esencias puras, insonoras o incoloras, a los fenómenos sonoros o luminosos dados en un mundo extrínseco al primero (en términos neoplatónicos, que resuenan en muchas fórmulas kantianas: no estaríamos pasando del «mundo inteligible» al «mundo sensible»). Y, para comprender esto, hay que comenzar dudando de ese mismo «mundo inteligible puro». Lo que llamamos mundo inteligible sigue siendo un mundo sensible más complejo: las curvas que Descartes desprende de los jardines siguen siendo curvas «gráficas»; las ondas transversales o longitudinales de la Física, son ellas mismas proyección (incluso, a veces, real, efectiva; otras veces, análoga a las ondas líquidas) en el plano de las ondas sonoras o luminosas.
Las estructuras morfológicas de las moléculas de los azúcares de la sidra, de las macromoléculas de sus hongos, &c., siguen siendo no algo que pueda vivir en un «mundo inteligible puro», sino algo que sólo puede sostenerse o reproducirse soportándose en otras morfologías fenoménicas (la pulpa de una manzana, aunque también en un soporte distinto, que fuese adecuado). Y la escala a la que estas morfologías se recortan es necesariamente la escala del sujeto humano operatorio («necesariamente», porque de otro modo no podrían ser conocidas). En realidad, el concepto de las llamadas «propiedades organolépticas» está pensado desde esta perspectiva: las propiedades organolépticas de la sidra, por ejemplo, se concebirán, sin duda, como propiedades objetivas atribuidas a la sidra, pero en la medida en que la sidra esté actuando directamente (de otro modo: «componiéndose») con los órganos sensoriales del sujeto, es decir, estimulando un cierto sabor, un cierto olor, un cierto color.
Sin duda, no todas las propiedades de la sidra son «organolépticas», porque otras muchas estructuras no son sensibles (las que se dan a escala microscópica, de microscopio electrónico y aun óptico) o no producen efectos sensibles directos, aunque indirectamente puedan observarse efectos suyos; o porque hayan de suponerse en ejercicio para que los factores organolépticos puedan actuar a su vez.
Puestas así las cosas, se comprende que haya algún fundamento para decir que la «estructura esencial» de la sidra no tiene por qué hacerse consistir en sus «propiedades organolépticas» que, además, están determinadas en función de referencias exteriores a la propia sidra (como lo son los propios sujetos que la saborean). Pero tampoco cabe desconectar, como si perteneciesen a dos mundos heterogéneos independientes, las propiedades estructurales puras y las propiedades organolépticas. A fin de cuentas, éstas han de poder concatenarse con aquéllas. Aunque se reabsorban en ellas, perdiendo su condición de «núcleo polarizador» –efectivamente, los hongos que metabolizan los azúcares «no saben que estos azúcares van a dar a la sidra su sabor dulce», ni menos aún, los metabolizan en función de ese objetivo–, sin embargo, lo cierto es que la concatenación de referencia ha de subsistir.
Y esto significa, por tanto, que la escala de las morfologías no organolépticas («puras») ha de ser ajustable a la escala de las morfologías organolépticas (que, a su vez, estaba impuesta por los sujetos operatorios prácticos). Lo que nos permite advertir que mejor que hablar de una «aplicación» de las estructuras puras a los fines prácticos (dados en el mundo fenoménico de la sensibilidad) será hablar de una recomposición de ciertas estructuras con estructuras de otro orden diferente (en nuestro caso, la de los organismos bebedores de sidra); por lo que el «regressus a las esencias» no constituirá tanto una ascensión al «mundo inteligible transempírico», aunque tampoco se reduzca a una simple «representación abstracta» del mundo fenoménico (de los sabores, de los aromas, &c. de la sidra). Constituye una reorganización (que, a veces, comporta una sorprendente novedad) de las relaciones estructurales que, originariamente centradas en torno a ciertas morfologías situadas en la vecindad de los sentidos, pasan, acaso, tras un enérgico proceso de descentramiento (de abstracción), a ordenarse según líneas completamente diferentes de las que dibujaban los fines o intereses de los sujetos operatorios.
Y lo que aquí nos importa subrayar es esto: que cualquiera que sea el lugar de ese complejo de estructuras en el que pongamos el centro de su reorganización, habrá que admitir una continuidad real o efectiva de todas ellas. De otro modo, hay que renunciar a la tendencia a poner alguna de esas morfologías en un «mundo inteligible», arrojando a las otras al «mundo sensible».
En resolución: la esencia de la sidra no podrá ponerse en la concatenación de estructuras bioquímicas dadas según una organización abstracta («descentrada») respecto de las «propiedades organolépticas» y, por tanto, respecto de quienes consumen la sidra y la producen para consumirla. Es cierto que esta organización abstracta no puede, de por sí, conducir, como una determinación interna al concepto, a una reorganización o inflexión centrada en torno a ciertas propiedades «organolépticas»; pero tampoco estas propiedades son enteramente extrañas a la estructura abstracta, puesto que constituyen, de algún modo, partes suyas. Eso sí, partes «marcadas» en función de «sujetos externos» al mundo «estricto» de la «sidra esencial-abstracta».
Por tanto, son esos sujetos en general –y los sujetos asturianos en particular–, aquéllos que podrán establecer la definición y la norma de la sidra en un plano que, de un modo u otro, ha de ser externo al «plano inteligible» en el que se mueve la «ciencia de la sidra». Aquel plano en el que la norma de la sidra se define no es el plano de la ciencia –pero podría considerarse como el plano de la _sabiduría_–.
En la filosofía tradicional se distingue, en efecto, la ciencia de la sapientia, si bien la ciencia, considerada como un saber relativo, se ponía del lado de las conclusiones obtenidas en función de premisas, mientras que la sabiduría, considerada como un saber absoluto, se ponía del lado de los principios y, eminentemente, de los primeros principios metafísicos (así, Suárez, en su Primera Disputación, Sección 1ª, 3).
Por ello, también muchas veces (entre cristianos o musulmanes), la sabiduría se ponía en la vecindad de la Fe revelada, por lo que la ciencia, renunciando a toda pretensión imperialista (intelligo ut credam), se reconocía como un instrumento al servicio de la fe, como «ciencia ancilar», criada de la sabiduría. Ello daba lugar a paradojas muy difíciles de despejar: si presuponemos la sabiduría (o la fe), ¿para qué la ciencia?, ¿no será ésta superflua o redundante, cuando corrobora los contenidos de la sabiduría? Y si no los corrobora –si la criada sale respondona–, ¿no comienza a ser peligrosa, no pone en peligro a la propia sabiduría y a la propia fe?
El lector de buena fe habrá sospechado que si traemos en este ensayo sobre la sidra –a pesar de la desconexión entre la sidra y la Teología que en los primeros párrafos hemos propuesto, al contraponer la sidra y el vino– estas referencias a las relaciones que los filósofos escolásticos establecían entre la ciencia y la sabiduría (o entre la ciencia y la fe), es porque encontramos (o creemos encontrar) alguna conexión con el tema que nos ocupa: la sidra asturiana.
Sólo que la conexión es puramente analógica, y no por ello menos sorprendente. Porque ahora, la sabiduría no la pondremos en la vecindad de los principios metafísicos del entendimiento (del mundo inteligible), sino que la pondremos en la vecindad de los principios fenoménicos (empíricos) de la sensibilidad (del gusto, del olfato, de la vista). A fin de cuentas, con esto no hacemos sino atenernos a la etimología misma de la palabra «sabiduría» utilizada por los escolásticos; etimología que nos permite vincular la sabiduría con el sabor, y al sabio con el catador o probador de los alimentos o de las bebidas.
Suponemos también (aunque la justificación de este supuesto exigiría muchas pruebas y contrapruebas) que el sabio tiene vínculos estrechos con el productor de la sidra, con su demiurgo. Pero sabio es el que distingue, escoge, retira, según sus sabores, los alimentos buenos y exquisitos de los malos y vulgares. El sabio, el catador, establece la norma (normaliza), y por ello el sabio ha de ser reconocido como tal por su tribu, por su pueblo. Podría decirse que la sabiduría la posee el sabio gracias a la revelación de la norma aceptada por su pueblo; a partir de ese reconocimiento, los que no son sabios confiarán en el sabio, se regirán por él, tendrán fe en él.
La sabiduría acerca de la sidra asturiana la poseen los sabios, los catadores de la sidra de Asturias: aquí esta la norma, si la hay. Pero entonces, ¿cuál es la función de la ciencia de la sidra? Si la ciencia no hace sino corroborar la sabiduría del catador, ¿no es superflua? Más aún, ¿cómo podría corroborarla? ¿No debería limitarse a analizarla de modo «especulativo» y, en el fondo, inútil? Además, ¿no pone el científico en peligro la misma naturaleza de la sidra asturiana (como el teólogo ponía en peligro la fe), al «desnaturalizarla», intentando, siguiendo su propia ley racionalista, reproducir sucedáneos suyos en cualquier fábrica de cualquier lugar ajeno a Asturias?
Se comprende que pueda llegarse a más en el momento en que se duda sobre la función de la ciencia respecto de la sabiduría (del productor y del catador): si no se ve la utilidad de la ciencia, ¿no es porque está muy cerca su peligrosidad? En cualquier caso, ¿qué le importa al que saborea la sidra conocer la estructura del saccharomyces? Más aún, lo que le importa, ¿no es precisamente desconocerla, para que la representación de esos agentes –vecinos de los agentes de la podredumbre– no empañe o distraiga del sabor?
En todo caso, cabría aquí aplicar el lema de Tomás de Kempis: «más vale sentir la compunción que saber definirla»; «más vale saborear la sidra que analizarla».
La paradoja del científico ayudando al sabio, incluso «enseñando al sabio», no puede ser probablemente superada. ¿Qué puede enseñar un científico que ha analizado la estructura abstracta de la sidra al sabio (al catador y al lagarero)?
Porque es sólo una versión de la misma paradoja a que daba lugar el teólogo (quien poseía la ciencia teológica) al analizar la fe del creyente (incluyendo al místico); y es muy similar a la paradoja del gramático que analiza y pretende enseñar a hablar al orador famoso. «¿Cómo te atreves a hablar en público si no sabes lo que es una sinécdoque?», le decía un sofista gramático a un gran orador, quien le respondía: «no lo sé; pero escucha mi discurso y probablemente diré muchas». «¿Cómo te atreves a fabricar sidra y a catarla –podría decir el bioquímico al lagarero– si no sabes lo que es la sacarosa, ni el saccharomyces, ni el ácido láctico?». Y el lagarero o el catador podrá replicar al científico: «no sé lo que es el ácido láctico, o la sacarosa o el saccharomyces; pero si espichas esta barrica encontrarás mucho de todo eso».
Sin embargo, no nos parecería adecuado sacar, de consideraciones similares a las precedentes, una conclusión «fideísta» («saboreísta»), desde la cual hubiera que proscribir como inútil, y aun como peligrosa, la ciencia de la sidra; ni el científico de la sidra, aun cuando renuncie a su innato e ingenuo imperialismo, aunque reconozca la subordinación de su ciencia a la sabiduría (por mucha ciencia de la sidra que posea el científico no tiene garantías de ser un buen catador; por mucha ciencia que el teólogo posea, no tiene asegurada su fe, que es un don del Espíritu Santo), sin embargo, tampoco tiene por qué sentirse inútil. No es un parásito. Al menos, podría inspirarse en aquella línea racionalista de los escolásticos que justificaban la necesidad del «análisis científico de la fe» a fin de profundizarla y de defenderla, según el lema fides quaerens intellectum. Y esto es debido a que la fe, en nuestro caso, la sabiduría de la sidra (la norma de su fabricación y de su consumo), no es algo transparente, exento y rígido; la sabiduría es oscura, pues no agota la integridad de la sustancia; está inmersa siempre en otros envolventes que, a veces, la favorecen, a veces la amenazan.
Por tanto, no puede ser rígida, pues incluso para mantenerse dentro de su norma, es preciso que esté variando aquello que se supone inmerso en un mundo que cambia.
Desde este punto de vista, podríamos entender los objetivos, y los límites, de las «ciencias de la sidra», como orientados a identificar, aislar, seleccionar, preservar y defender a los formantes de la sidra que los sabios han proclamado como paradigma, a fin de que esa sabiduría pueda seguir teniendo sustancia o materia sobre la cual ejercerse.
Pero tampoco será legítimo olvidar que el análisis científico de la sidra contiene siempre una «virtualidad letal» para la misma sabiduría que se propone defender; que las relaciones entre la ciencia y la sabiduría de la sidra no son armónicas ni meramente complementarias, sino peligrosamente dialécticas.
15
La fundamentación del concepto, o mejor, de la «vivencia» de la especificidad de la bebida asturiana, a partir de una «experiencia» que sólo desde los «adentros de Asturias» podría ser alcanzada, es una fundamentación que, llevada a su límite –límite que incluye el contar, como constitutivos de esos adentros, una esencia intemporal, la estirpe astur, situada fuera de la historia, cifrada acaso, como hemos dicho, en la sangre celta–, conduce a resultados absurdos que nos obligan a limitar una tal fundamentación. La cual, por otra parte, reivindica una y otra vez, y de modo no enteramente gratuito, sus derechos.
El resultado absurdo, generalmente más reconocido, al menos en casos similares, es el del irracionalismo, que aquí toma la forma de un chovinismo místico.
Decir que sólo los sabios (catadores) asturianos pueden comprender la cultura asturiana (el espíritu de la sidra asturiana), es tanto como renunciar a toda posibilidad de comprensión de las culturas humanas.
Suscribimos la crítica de R. K. Merton a los teóricos de la «doctrina de los adentros» (insiders): «generalizando la afirmación específica parecería deducirse que si sólo los sabios negros pueden comprender a los negros, entonces sólo los sabios blancos pueden comprender a los blancos. Generalizando aún más, parecería que sólo los sabios franceses pueden comprender a la sociedad francesa y, por supuesto, sólo los norteamericanos, no sus críticos externos, pueden comprender verdaderamente la sociedad norteamericana.»
Pero el argumento más importante contra el «adentrismo asturiano» que propondríamos, por nuestra parte, es dialéctico, y es el siguiente: supuesto que, efectivamente, ese no se qué peculiar y diferencial de la sidra asturiana (o de los contenidos culturales asturianos, en general) sólo pudieran ser comprendidos (saboreados) desde los adentros de Asturias, en su sentido más radical, entonces esa peculiaridad –esa diferencialidad–, aun cuando lo fuera, carecería de valor. Más aún, sería repugnante a la universalidad propia de la condición humana. Un «hecho diferencial» que sólo los afectados por él pudieran comprender sería un hecho diferencial que, por definición, nadie más podría apreciar ni distinguir; y si fuera tolerado por otros, si fuera «reconocido respetuosamente» por los demás, sería porque éstos también reivindicaban un hecho diferencial místico, patente únicamente a la intimidad de su propia cultura, que reclamaba a su vez ser reconocido.
Estos reconocimientos mutuos, estos respetos recíprocos de los respectivos adentros autonómico culturales –que tan amplio predicamento han alcanzado en la España del presente–, nos parecen tan sólo una fórmula grosera para encubrir el más completo desinterés mutuo, el «dejar en paz a los demás con su sabiduría para que me dejen a mí en paz con la mía, con el sabor de mi sidra» y con mi pequeña parcela de poder, el noli foras ire. Pero si esta regla se generalizase, convertiríamos a la humanidad en un conjunto de «bolsas hinchadas de sabiduría», entre las cuales, si se era coherente, no podría haber ósmosis, ni habría siquiera tiempo para ello: la regurgitación de la propia sustancia, la fruición que ella nos depararía, captaría todas nuestras potencias, y no sería fácil saber si era la sidra, o más bien la comprensión profunda de su «adentro», lo que nos mantenía ebrios.
Ahora bien: como no todo lo que es diferencial, por el hecho de serlo, puede ser considerado como constitutivo o normativo de la identidad valiosa de un pueblo –los botocudos tendrían que erigir, como norma constitutiva de su identidad el disco de madera que deforma sus labios (una «seña de identidad» que define, es cierto, una «identidad etnológica», pero una identidad mala y estúpida, no una identidad buena, valiosa y comprensible por los demás hombres)–, tampoco ese no se qué incomprensible para «los de afuera» (los «foriatos») sería constitutivo, aun en el supuesto de que fuera diferencial.
Hay, por tanto, determinantes, o partes integrantes, que son diferenciales sin ser constitutivas; hay también determinaciones, integrantes, &c., que son constitutivas de un pueblo, sin ser diferenciales suyos. Hablar español es constitutivo de Asturias, como lo es el respirar, pero no es diferencial: hablar español es también propiedad de otras muchas sociedades humanas, y respirar es propio de todas. Sin embargo, es lo cierto que hay una tendencia casi invencible a exaltar lo diferencial, elevándolo, por el hecho de serlo, a la dignidad de norma, del deber ser. La joroba de Kierkegaard –se ha dicho– constituyó parte de su identidad; también los vascos consideran el chacolí como una seña más de su propia identidad nacional.
Pero la sidra asturiana no es el chacolí vasco. ¿En qué sentido puede decirse que la sidra no sólo es diferencial de Asturias, sino también constitutiva –digna de ser elevada a norma de acción, de fabricación, de consumo– de los asturianos?
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Hemos advertido los límites que es necesario poner tanto a las pretensiones de un tratamiento abstracto («científico») de la sidra –que suprimiría toda posibilidad de peculiarismo– como a las posibilidades de un tratamiento místico –que subordinaría la posibilidad de apreciar esa peculiaridad a la posesión de una suerte de sexto sentido misterioso e incomunicable. Pero el conocimiento de estos límites no lleva a la negación de la peculiaridad de la sidra asturiana; por el contrario, permite su reivindicación o, mejor aún –puesto que esta «reivindicación» no es necesaria, es un hecho–, la comprensión racional de esa reivindicación y de sus posibilidades futuras.
La sidra asturiana puede reivindicar la peculiaridad, sabiamente establecida, de su sustancia –la peculiaridad de su composición, de su estructura–, y puede reivindicar también la peculiaridad, no ya sólo de los procedimientos de su producción, sino, sobre todo, los de su consumo, la peculiaridad de la ceremonia de la espicha y del escanciado.
Pero puede reivindicarla como peculiaridad valiosa, no como peculiaridad meramente factual (una peculiaridad que todos pueden reivindicar: «no hay dos yerbas iguales», decían los estoicos; «no hay dos manzanas iguales», podríamos decir nosotros), o como peculiaridad patológica, de valor negativo, repulsivo, reservado a los iniciados en los misterios (como el disco botocudo o como la ceremonia vudú). Las peculiaridades malas pueden, sin duda, alcanzar una universalidad (un reconocimiento universal), pero una universalidad también peculiar: la «universalidad etnológica» o folclórica, la que hace de esos «hechos diferenciales» curiosidades que todo el mundo debe conocer, como se conoce a la vaca con dos cabezas, precisamente como aberraciones, como morfologías monstruosas o repugnantes, como contravalores (lo que no obsta para que deban ser conservadas por los estudiosos, que llegarán a gozar de su misma monstruosidad, a la manera como el biólogo –que no el médico– puede gozar en el análisis de un «bello tumor» que descansa bañado en líquidos conservantes de laboratorio).
La peculiaridad que la sidra asturiana ha reivindicado es una peculiaridad valiosa. Y ese n el análisis de los procesos de constitución de esa validez (precisamente aquella validez que desborda los "adentros" de Asturias) en donde podríamos encontrar la formación misma de la Idea de sidra, o, si se prefiere, de la sidra asturiana como Idea, y como Idea normativa que la constituye como tal, es decir, como una diferencia valiosa. Porque si es valiosa lo es para muchos millones y millones de gentes que no sólo viven en Asturias, sino que también viven fuera de Asturias o vienen a Asturias «en algunas ocasiones».
Y hay que saber que lo que es valioso para muchos (virtualmente: para todos) no tiene necesariamente que serlo a costa de perder su peculiaridad. Sí es necesario que esa peculiaridad haya podido ser apreciada precisamente desde fuera, y, al ser apreciada como valiosa, podrá haber recibido la definición y la norma de su propia diferenciación. Lo que es tanto como decir que el proceso de constitución de la sidra asturiana como Idea no puede haber tenido lugar en la «eternidad de la Naturaleza», ni en la «intemporalidad de la historia» (en rigor, en la intemporalidad del presente etnológico o antropológico, que propiamente se reduce a la prehistoria).
El proceso de constitución de la sidra asturiana, como Idea (que es equivalente a la Idea de sidra asturiana), es un proceso histórico y, además, relativamente reciente. Esta tesis sólo parecerá extravagante a quienes, con simples fundamentos míticos, creen que el summum ha de ser siempre un primum.
Pero es, no ya improbable, sino inverosímil, suponer que la sidra asturiana pudiera haber comenzado a producirse y a saborearse «en el principio de los tiempos» –prácticamente en la mítica prehistoria «céltica»–. No son suficientes las manzanas silvestres –es decir, salvajes–, poco azucaradas, para que la sidra pudiera formarse; era necesario cultivarlas en pomaradas, era imprescindible que las manzanas aumentasen la cantidad de su pulpa azucarada, como si fuesen las mismas levaduras agentes de su desarrollo. Y, además, era necesario disponer de prensas, lagares, barricas; es decir, es necesario situarnos en un estadio de agricultura histórica. Antes de alcanzar este estadio no es concebible la «fermentación tumultuosa»: tan sólo algo como transformación de la pulpa en una mermelada o un zumo sería posible. En este sentido, parece la más probable la opinión de quienes sostienen el origen mediterráneo –hebreo, romano– de la sidra en Asturias.
Al menos, según testimonio de San Isidoro –no muy de fiar, por cierto, en cuestión de etimologías–, la palabra «sidra» es latina (sizera) y, mediatamente, hebrea; y acaso habría venido a Asturias a través de los godos y de los francos o, si se quiere, como hipótesis de trabajo que adoptamos hasta que no sea desmentida (el zytho de Estrabón sólo de un modo gratuito puede traducirse por sidra), a raíz de la «reinstauración neogótica» lograda por los reyes asturianos, y en particular por Alfonso II.
Pero lo importante es que en Asturias se aclimató y arraigó de un modo singular, y ello por motivos objetivos, a la vez naturales e históricos (o culturales). Cabe afirmar que en el siglo VIII (documento de Obona) y en el siglo XII (Fuero de Avilés), la sidra ya está arraigada en Asturias. Pero también hay razones para pensar que esa sidra arraigada en Asturias en la Edad Media no es todavía la sidra como Idea; es sólo la Idea como concepto –como concepto operatorio acuñado y testimoniado por el nombre (sizra de Berceo y sidra de las Partidas).
El núcleo de este «concepto de sidra asturiana medieval» podría cifrarse en su misma definición como «vino de manzana». «Vino de manzanas», es decir, en cierto modo, un sucedáneo del «vino de uvas» –a la manera como el pan de bellotas podría ser un sustituto o un precedente del pan de trigo–. Un vino de manzanas arraigado en Asturias medieval, sin duda, por la calidad especial de sus valles centrales y por la débil competencia que aquí podría haber ejercido el vino de uvas. En este punto no puedo menos de compartir la tesis de Germán Ojeda, en su esbozo de una «teoría de la sidra».
Sin embargo, este primitivo concepto sustitutorio de la sidra como «vino de manzanas», tampoco implica, en términos absolutos, que la sidra hubiera de ser vista como «peculiaridad de pobres», de «deprimidos»; de hecho, la producción de sidra no estaba al alcance de cualquiera. Sólo quien en las aldeas, en las villas, disponía de pomaradas, de casas adecuadas, &c., podía instalar un lagar.
Sin duda, este concepto de sidra –que fue desenvolviéndose cada vez con más pujanza, aunque con alternativas, en siglos posteriores– es el punto de partida, y como la crisálida, de la Idea de sidra, que habría de salir de él, y que sólo podría constituirse a partir del concepto.
Pero para que esta constitución pudiera llevarse a cabo, fue sin duda preciso que la sidra saliese también fuera de Asturias, es decir, que se exportase en cantidades crecientes. ¿Y cómo hubiera podido exportarse si previamente no hubieran salido también fuera de Asturias millares de asturianos, los que vivían en América? Pero la exportación de la sidra requería una normalización capaz de estabilizarla y de conservarla, de convertirla en producto industrial, embotellado. Todo esto tuvo lugar, como es sabido, en el siglo XIX, con la fabricación de la «sidra industrial».
Por medio de la sidra industrial, de la sidra asturiana gasificada o champanizada, el concepto de sidra asturiana se convierte en una Idea de sidra universal, virtualmente apreciada por todos los paladares. Esta era la sidra que iba en un principio con destino a aquellos mismos asturianos de las Américas que, teniendo presente a «Asturias, Patria querida», querían estar en Asturias, al menos, en algunas ocasiones. Y su reflejo contribuyó sin duda, notablemente, a la constitución, en Asturias misma, de la ceremonia del escanciado –que suponía el nuevo vaso de cristal, que dejaba atrás a la jarra de madera o de barro (todavía Jovellanos dice, en su Carta 7: «no hay [en Asturias] quien sepa hacer una botella para embotellar su sidra»)– y a la científica teoría de la necesidad del choque del líquido con el cristal, a fin de lograr la mezcla con el oxígeno y la «espuma espontánea» remedada por la «espuma inyectada» de la sidra industrial (la propia sidra industrial habría servido de modelo).
En la ceremonia de la producción de esa espuma propia de la sidra batida no quiere haber ningún misterio, pues ya desde su origen está definido su «mecanismo»; pero sí tiene que haber arte y gracia, es decir, una forma peculiar de cultura. Una peculiaridad difícilmente exportable (al menos desde un punto de vista industrial) por la sencilla razón de que tampoco es exportable, con reservas anuales, la sidra de lagar. Es preciso, por tanto, venir a Asturias, en algunas ocasiones, para poder saborear la sidra de lagar que, mediante la ceremonia de su escanciado, parece querer acomodarse a la Idea de la sidra «caótica», gasificada. Y en esta ceremonia, nos parece, se constituye o ultima la Idea de la sidra, o, si se prefiere, la sidra como Idea. Como Idea de una peculiaridad valiosa, en principio, para todos o, por lo menos, para muchos millares de hombres.
Se trata de una universalidad virtual que, si bien no tiene una índole dispersiva (exportable), sí puede tener una índole atractiva. Y esto debido a que la sidra asturiana ha tenido la gracia de que su diferencia pueda ser apreciada por todos los de dentro, pero también por muchos (por todos, prácticamente, quienes la saborean) de los de fuera que puedan (con universalidad atractiva) venir a Asturias en algunas ocasiones. Porque, en estas ocasiones, muchos millares y millares de hombres o de mujeres, pueden venir a Asturias y participar en una espicha, o en un corro en el que se escancie sidra en un día caluroso de verano; y pueden participar precisamente porque los de dentro, no acompañan s su ceremonia con ritos herméticos, con conjuros euskéricos, capaces de mantener a raya a los de fuera. Porque son ceremonias y lenguaje cuyas modalidades eventuales no son aislantes, repulsivas, sino atractivas, que cualquiera –es decir, todos– puede entender, en las que cualquiera puede participar, cuando venga a Asturias, en algunas ocasiones.
Gustavo Bueno Martínez