Manuel Carbajosa Aguilera | Universidad Pablo de Olavide (original) (raw)

Esferas Literarias, 2023

Con detalle del cuadro de Caspar David Friedrich Der Mönch am Meer (1808-1810, Berlín, A. Nationa... more Con detalle del cuadro de Caspar David Friedrich Der Mönch am Meer (1808-1810, Berlín, A. Nationalgalerie) y prólogo de Álvaro Alonso (pp. 7-15), Pilar Palomo publica en la editorial Renacimiento, dentro de su colección Los Cuatro Vientos, los preliminares de una investigación de más amplio recorrido, que aquí adelanta, abordando la manera con la que cuatro poetas afrontan el silencio de Dios en la Modernidad: Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Dámaso Alonso y Blas de Otero. Don Miguel («Unamuno, hambre de inmortalidad», pp. 25-84) se enfrenta, desgarrado, a esa nada de silencios que resulta de la decantación exclusivamente materialista de la realidad, pero no rehúye, sino que busca y va al encuentro, abrazando, trágica y compasivamente a la vez, el Madero ante el naufragio. Resalta Pilar Palomo cómo, desde la adolescencia, Miguel de Unamuno reclamaba una respuesta divina ante el silencio de Dios; pedía una señal, sucumbiendo en 1897: «¿Quién soy yo para querer que hable?» (p. 27). Se reencuentra por medio de la fe, a través del retroceso espiritual, con aquel creer inocente de la infancia (p. 29), irrumpiéndole en el reverdecimiento una señal: «No busques luz, mi corazón, sino agua» (p. 31), lo que desemboca en la Elegía en la muerte de un perro (pp. 32-33). Palomo apunta un detalle trascendental: para Unamuno, la poesía «es la forma más idónea para comunicar sus pensamientos y sus sentimientos más íntimos y, sobre todo, su anhelo de comunicación con Dios» (pp. 44-45). Bellísima la afirmación unamuniana: «Lo más grande que hay entre los hombres es un poeta, un poeta lírico, es decir, un verdadero poeta» (p. 47); y es que lo que un filósofo persigue, lo tiene dentro de sí un poeta, decía María Zambrano, para quien «la poesía, y sobre todo la poesía lirica, era en Grecia llanto, agonía del alma ante la realidad amada que se escapa […]. Porque en el amor está la cuestión verdadera» (Filosofía y poesía, 1939). Esa necesidad de la poesía para llegar a Dios es subrayada por Pilar Palomo, remitiéndonos a Pedro Cerezo en Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno (1996), cuando escribe: «No podría ser Unamuno un pensador sin ser poeta. Poética fue su fe en el todopoderío de la palabra. Y su estilo mental o su forma de hacer religión, filosofía, historia y política, vivían de esa fe. Y poética fue, en suma, su existencia entera» (pp. 49-50). Ese Dios-poeta nos lleva de nuevo a la pensadora veleña −y, más atrás, conectando con el espíritu del cuadro de Friedrich, a Hamann−, del mismo modo que la idea del Dios español nos conduce a una cultura que interioriza la relación divina, de hondo atavismo mediterráneo, a través prioritariamente de la Madre, Purísima y Corredentora. Desde esta cristianización poética en la Luz −dogmática en el mármol, que no en la sombra, que nos recuerda a Juan Sierra cuando escribe, con extrema elegancia, «una sombra de caricia/ que a los mármoles desquicia», pues Ella es «baranda de luz abierta» (Palma y cáliz de Sevilla, 1944)−; desde esa esencia, femenina y maternal, de su intrahistórica existencia, Unamuno se postra ante El Cristo de Velázquez quintaesenciando la necesidad religiosa del trasmundo, descalabrado y huérfano, de un 98 al que solo le queda caminar a tientas por el desamparo. Antonio Machado («Machado: ante el Misterio», pp. 85-117) representa otra actitud, otra visión, otra perspectiva hondamente moderna. Todo lo que en Unamuno es magma e incandescencia, en Machado es niebla sobre el mar: «barco sin naufragio y sin estrella» (p. 89). Machado no busca el misterio, se enfrenta con él: «lucha continua contra el misterio» escribe Pilar Palomo (p. 90). Ahonda en la duda, pero no la despeja, sucumbiendo en el descreimiento del Verbo. No estamos ante el espíritu agónico de Unamuno, que necesita a Dios; Machado se desencanta del latido divino. El dolor ante la