Juvenilia (original) (raw)
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XXIX
Como escribo sin plan y a medida que los recuerdos vienen, me detengo en uno que ha quedado presente en mi memoria con una clara persistencia. Me refiero al famoso 22 de abril 1863, en que crudos y cocidos estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad; los cocidos por la causa que los crudos hicieron triunfar en 1880, y rec�procamente. Yo era crudo, y crudo enrag�. Primero, porque mis parientes, los Varela, uno de los cuales, Horacio, era como mi hermano mayor, ten�a esa opini�n, seg�n le�a de tiempo en tiempo en la Tribuna; y en segundo lugar, porque la mayor parte de los provincianos eran cocidos. Queda entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de mi manera de pensar, pero como hab�a tenido que sostener mis opiniones a moquetes m�s de una vez, la convicci�n hab�a concluido por arraigarse en mi esp�ritu.
El d�a citado hab�a una excitaci�n fabulosa en el Colegio; despu�s de muchas tentativas infructuosas, conseguimos escaparnos dos o tres, y nos instalamos en la calle Moreno. Fue all� donde presenci� por primera vez en mi vida un combate armado entre dos hombres, que me hizo el mismo efecto que m�s tarde sent� en una corrida de toros, de la que sali� mal herido el primer espada. Los dos combatientes eran hombres del pueblo y estaban armados, uno de una daga formidable, mientras el otro manejaba con suma habilidad un peque�o cuchillo que apenas consegu�amos ver, tal era el movimiento vertiginoso que le imprim�a. Mi primera intenci�n fue huir, pero tuve verg�enza, porque uno de mis compa�eros, que ten�a fama de bravo en el Colegio, se hab�a acercado, por el contrario, para presenciar m�s c�modamente la lucha. Dur� poco tiempo, porque la habilidad triunf� de la fuerza, y el hombre de la gran daga, dando un grito desgarrador, cay� al suelo con el vientre abierto de un enorme tajo. El heridor huy�: yo deb�a estar muy p�lido, porque recuerdo que durante un mes el grito del ca�do vibr� en mi o�do.
Pronto nos mezclamos con unos hombres que tra�an un pa�uelo al cuello, y que hab�an desalojado a un peque�o grupo de cocidos que estaban cerca de la confiter�a del Gallo. Pero el rumor de lo que pasaba dentro nos hac�a arder por penetrar en el recinto de la Legislatura. �Imposible!
Entonces, de com�n acuerdo, y comprendiendo que era all� donde se desenvolv�an las escenas m�s interesantes, resolvimos reingresar al Colegio y llegar a la Legislatura por las azoteas. Lo hicimos as�, y a favor del tumulto que entre los claustros se notaba, ganamos el techo, y como gatos nos corrimos hasta dominar el patio de la Legislatura.
Al primero que vi fue a Horacio Varela, tranquilo, sonriendo y apoyado en sus muletas. As� que me conoci�, me pidi� fuera inmediatamente a su casa a avisar a la familia que no volver�a hasta tarde, que no temieran, etc. "Pero no puedo salir, Horacio; no me dejan". La verdad era que hab�a trabajado tanto por llegar a mi punto de observaci�n, y esperaba que en aquel patio tuvieran lugar cosas tan memorables, que lanzaba ese pretexto, harto plausible, para quedarme all�. "Un estudiante a quien no dejan salir, �pobrecito! �Entonces ustedes ya no saben escaparse?" Yo habr�a podido contestar que lo hac�a con una frecuencia que me pon�a a cubierto de semejante reproche; pero prefer� la acci�n y desaparec�. Me escap� con �xito, corr� a casa de Horacio, tranquilic� la familia, volv� al Colegio y, jadeante, extenuado, ocup� nuevamente mi sitio de observaci�n de donde di cuenta a Horacio de mi comisi�n. En ese momento un gran n�mero de diputados salieron al patio; muchos abrazaban a un hombre calvo, de muy buena cara, con una gran barba negra, el cual, despu�s, supe hab�a sido miembro informante, desplegando una serenidad de �nimo admirable. Era el doctor don Manuel Ar�uz, a quien deb�amos todos tener m�s tarde tanto cari�o bajo el apodo afectuoso de Viejo Laguna.
Cuando leo en la Historia la narraci�n del entusiasmo ardiente de los estudiantes en la Polit�cnica y la Normal, en 1815 y 1830; el arranque impetuoso de los estudiantes espa�oles en la guerra de la Independencia, abandonando Salamanca para unirse al Empecinado, a don Juan Porlier, al cura Merino; el hero�smo de los j�venes alemanes en 1813 y 1814, brotando de los subterr�neos de la Tugendbund para caer en los campos de Leipzig; de la muerte gloriosa de Koerner, cuando leo esos rasgos, me los explico perfectamente. Hay en los claustros un ansia de acci�n indescriptible; la savia hirviente de la juventud irrita la sangre, empuja, excita, enloquece. Se sue�a con grandes hechos; la lucha enamora, porque implica la libertad.
Tambi�n nosotros formamos parte de las gloriosas filas del batall�n Belgrano, que fue a ofrecer su sangre, y a pedir un puesto en la vanguardia del general Mitre al estallar la guerra del Paraguay. Yo fui soldado del doctor don Miguel Villegas; era cuanto pod�a exigirse de mi patriotismo: �servir a las �rdenes de un profesor de la Universidad, que ense�aba filosof�a por Balmes y G�rusez!