La arquitectura de Antonio Fernández Alba en el interior de la aventura española moderna (original) (raw)

1980, La Arquitectura De Antonio Fernandez Alba En El Interior De La Aventura Espanola Moderna En Antonio Fernandez Alba Pag 49 53 Ministerio De Cultura 1980

año 1957 representa un momento especialmente importante de la historia de la arquitectura moderna en Madrid. En aquellas fechas las propuestas de los arquitectos de «vanguardia» triunfan en todos los frentes y hasta el Estado mismo las hace suyas convirtiéndolas en arquitectura oficial. Un año antes, en 1956, Sáenz de Oíza, Sierra y Alvear construían el poblado de Entrevías, dando testimonio de cómo hasta los temas más urgentes a resolver por el Estado se confiaban a los arquitectos modernos. En el 57, Vázquez de Castro e lñíguez de Onzoño proyectan el barrio de Caño Roto, y Alejandro de la Sota vence el Concurso para el Gobierno Civil de Tarragona. En 1958, un año más tarde, Vázquez Molezún y Corrales ganan el concurso para el pabellón español en la Expo de Bruselas. En aquellos momentos van liquidándose las secuelas de la autarquía, el Estado español acaba de ingresar en la O. N. U. y un nuevo gobierno se esfuerza por consolidar la convivencia internacional del régimen franquista. El Estado y los más importantes sectores de la sociedad se abren definitivamente hacia algunas influencias europeas. Y así en la arquitectura, donde la generación que acaba su carrera en los años cuarenta, y que fue educada en la enseñanza historicista, llega a la madurez y se homologa, esforzadamente, con la cultura arquitectónica occidental. Hacia 1957, pues, la arquitectura de las generaciones de posguerra se presenta habiendo superado todo residuo historicista y capaz de hacer frente, con el dominio del estilo internacional, a cualquier problema que pudiera encomendársele. En aquel momento Entrevías, Caño Roto, el Gobierno Civil de Tarragona y el Pabellón de Bruselas testificaban el triunfo de la arquitectura moderna, dando la sensación de que los caminos que iban a recorrer la arquitectura española en los años futuros estaban definidos con exactitud. Y, sin embargo, el triunfo del estilo internacional se produce en España cuando ya fuera de nuestro país ha sido objeto de una fuerte contestación, en palabras y en obras. La posición de Bruno Zevi, por ejemplo, que entenderá este estilo como el paso previo, la fase infantil del organicismo-según él, la auténtica y madura arquitectura moderna-, tendrá un eco bastante sensible en la producción internacional. Las obras italianas hacia la mitad de los años cincuenta, el triunfo de la solución de Utzon para Sidney en 1956, la presencia de la estelar figura de Aalto, y hasta el giro dado a algunas de sus obras por el propio Le Corbusier testimonian, entre otras muchas cosas, un cambio de todos conocido sobre los presupuestos que se tuvieron por más básicos de la arquitectura moderna. Así, homologada ya la vanguardia madrileña con la opinión exterior, el triunfo del estilo internacional como tardío pero obligado objetivo de los modernos, será casi simultáneo con el eco de la contraria revisión que se está produciendo fuera. 49 Los hombres de la llamada Escuela de Madrid harán triunfar lo moderno y, rápidamente, y sensibles a críticas como las de Zevi, pasarán a revisarlo, «sin que-como decía Moneo en un reciente texto-haya tiempo ni distancia para que quienes participan en ambas (actitudes) sean capaces de apreciar lo que está ocurriendo» (1). El desarrollo de la arquitectura madrileña no estará pues presidido por el estilo internacional, sino conducido por la equívoca simultaneidad de la fidelidad a los primeros principios que éste encarnaba y la incorporación de los ideales, de la arquitectura orgánica. La carrera de muchos importantes arquitectos quedó afectada por este difícil equívoco. En el texto citado, Moneo señalaba Torres Blancas como el ejemplar más emblemático de lo que estamos hablando: un edificio que, siendo la más agresiva superación del estilo internacional, pretende presentarse como arquetipo de lo moderno, como auténtico heredero de los principios «ortodoxos». Pero en el mismo año ya tan citado, 1957, detectamos el final de los estudios de una de las personas clave para entender el futuro que entonces se aproximaba, Antonio Fernández Alba, arquitecto que en esta ocasión nos mueve a escribir, y que significa como una nueva generación, diríamos que por él presidida, estará dispuesta a llevar adelante la versión española del ideal orgánico, y a representar, de forma a pesar de todo bien temprana, la decidida oposición a que lo moderno se entendiera en los términos del estilo internacional. La carrera de Antonio Fernández Alba hasta el final de los años sesenta fue, tal vez, la versión más completa y ambiciosa de la búsqueda de este nuevo ideal. A explicar tal transcurso que tantas veces dejó sus más afortunadas intuiciones en los papeles quieren contribuir estas notas. La vanguardia que triunfa en los años cincuenta tiene el estilo internacional como su propio esfuerzo autodidacta en la persecución de una modernidad que sus maestros les habían negado. El estilo internacional o, al menos, aquellos principios que se vieron encarnados en él y que se interpretaron como lo más genuino de la actitud moderna, fueron siempre su soporte. Soporte al que incorporar, como ya vimos, las nuevas revisiones, o, muchas veces y mejor dicho, dejarse contagiar por ellas: la traición a los principios de la modernidad «ortodoxa» será entendida como un simple desarrollo del lenguaje moderno. Así, pues, arquitectos como Sáenz de Oíza o como Corrales y Molezún pueden definirse, en apretada síntesis, como practicantes de un estilo internacional contaminado o, si se quiere, enriquecido. De una actitud que, pretendiendo ser fiel a los principios primeros y conservándolos de hecho, de algún modo, recoge las sucesivas revisiones de aquéllos principios; pero que, lejos de perseguir una arquitectura consciente ecléctica, ésta va en busca de un difuso e imposible ideal: la esquiva pureza de la modernidad. Antonio Fernández Alba no puede reconocerse ya en esta descripción, pues el estilo internacional es para él desde el principio, si bien una plataforma inevitable, también un lastre; algo útil ahora, de lo cual desprenderse más adelante. Mientras estudia su carrera, y a pesar de la pervivencia de la enseñanza académica, lo moderno es ya incontestable, un valor conocido, y prácticamente establecido. El estilo internacional forma parte incluso de su bagaje de alumno, de sus propios instrumentos, por lo que su ambición estará más allá de él.