La carta de Lord Chandos (original) (raw)

*Incluido en La carta de Lord Chandos y algunos poemas. Epílogo, edición y traducción de Jaime García Terrés. México, FCE, 1990 (ISBN 968-16-3338-5) Ésta es la carta que Philip, Lord Chandos, hijo menor del Conde de Bath, escribió a Francis Bacon, posteriormente Lord Verulam y vizconde de Saint Albans, para disculparse ante el amigo por haber abandonado toda actividad literaria. Dais prueba de bondad, muy venerado amigo, al escribirme así, pasando por alto los dos años de mi silencio. Más que bondadoso os mostráis al expresar preocupación por mi persona, extrañeza atribuible al anquilosamiento en que parece hundirse mi mente con esa facilidad y gracia de que sólo son capaces las almas lo bastante grandes para comprender los peligros de la vida, sin por ello desanimarse. Termináis con el aforismo de Hipócrates: Qui graui morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aegrotat, y opináis que necesito de la medicina no sólo para dominar mi enfermedad, sino todavía más para aguzar mis facultades en el entendimiento de mi estado interior. Quisiera contestaros como, por la amistad que me profesáis, lo merecéis; quisiera abriros mi corazón entero, y no sé qué hacer para lograrlo. Ni siquiera estoy seguro de ser todavía el mismo a quien venía dirigida vuestra preciosa carta; de veras, a los 23 años me pregunto si puedo ser yo quien a los 19 escribiera aquel Nuevo París, aquel Sueño de Dafne, aquel Epitalamio, esos juegos pastoriles, titubeantes bajo la suntuosidad verbal, y de los cuales una celestial reina y algunos lores y señores en extremo benévolos aún se dignan acordarse. Y de nuevo, ¿seré el mismo que, a los 23, bajo las arcadas de la Plaza Mayor de Venecia, se acomodaba a la estructura de aquellos períodos latinos cuyo plan intelectual y cuya construcción lo complacían más que los edificios que Paladio y Sansovino hicieron surgir del mar? Y suponiendo que sea el mismo, ¿cómo explicar entonces que de mi inconcebible yo se hayan borrado todas las huellas y cicatrices de esa creación de mi pensamiento en tensión, a tal grado que desde vuestra carta, que tengo delante, me está mirando con ojos fríos y extraños el título de aquel pequeño tratado; que incluso no reconocí en seguida tal título como una unidad familiar de palabras coherentes, sino sólo pude entenderlo palabra por palabra, cual si esas voces latinas, de tal manera enlazadas, se me hubieran aparecido por primera vez? Mas en fin, soy yo el autor, y hay mucho en estas preguntas de cierta retórica comparable a la que se usa entre las damas y en la Cámara de los Comunes, cuyas capacidades, tan sobrestimadas en nuestra época, no alcanzan sin embargo a penetrar en el corazón de las cosas. Pero el mío sí tengo que descubríroslo –la peculiaridad, el desvarío; digamos, la enfermedad de mi mente-a fin de haceros comprender el abismo infranqueable que me separa tanto de los trabajos literarios que, aparentemente, aún me quedan por acometer, cuanto de los que he dejado atrás y que tan ajenos se me hacen que vacilo en llamarlos míos. No sé si he de admirar vuestra benevolencia perseverante o la increíble precisión de vuestra memoria cuando me recordáis los diversos pequeños proyectos concebidos en los días de nuestro hermoso entusiasmo compartido. En efecto, fue mi propósito relatar los primeros años de gobierno de nuestro glorioso soberano, Enrique VIII. Los apuntes dejados por mi abuelo, el duque de Exeter, sobre sus negociaciones con Francia y Portugal, me hubieran servido de base para ello. Y de Salustio venía afluyendo hacia mí, en aquellos días felices y rebosantes de vida, como por limpios canales, el reconocimiento de la forma, de esa profunda y verdadera forma interior que