Cuarenta castigationes al Libro de Buen Amor (original) (raw)

Más pretencioso que annotationes, el sustantivo que he escogido para titular este trabajo es el mismo que dieron los humanistas del Quattrocento y primer Cinquecento a las reflexiones filológicas, de naturaleza editorial o exegética, con que pretendían salvar los principales escollos textuales de los clásicos greco-latinos. A este respecto, los dos grandes beneficiados, dado el riquísimo universo de referencia de sus respectivas obras, fueron Plinio el Viejo, con su Naturalis historia latina, y Dioscórides Anazarbeo, con el tratado griego que se conoce con su mismo nombre. Desde este momento, pondré todo mi empeño en demostrar cómo casi dos siglos y medio de esfuerzos editoriales (vale decir, de Tomás Antonio Sánchez para acá) no han bastado para iluminar algunos de los muchos enigmas del Libro del Arcipreste de Hita o Libro de Buen Amor. Quedan, como digo, muchas incógnitas por despejar, entre ellas dos principales, ya que engloban todas las demás: la primera es el modo en que Juan Ruiz fue articulando su obra y disponiendo sus materiales, algo que atañe al mismo tiempo a la constitutio textus y a su interpretatio; la segunda es de orden puramente exegético, pues pretende determinar la intención última de Juan Ruiz, esto es, el motivo que le llevó a tomar la pluma al escribir su por tantas razones sorprendente Libro. No sé si algún día alcanzaremos a comprender qué pretendía exactamente el Arcipreste. Ni siquiera estoy seguro de que su mano se moviese al ritmo dictado por una razón o causa única y precisa. Lo único que no admite duda, porque en ningún momento lo oculta, es que, de principio a fin, juega con nosotros al despiste o, si se prefiere, al escondite. A lo largo de la obra, no sólo hay cumplidas muestras de que eso es precisamente lo que hace: para que nadie se llame a engaño, el propio Arcipreste nos previene de continuo. No le bastan frases como "Do coidares que miente, dize mayor verdat" (69a), "Entiende bien mis dichos" (46a) o "Entiende bien mi libro" (64d), sino que, al comienzo de la obra, descubre sus cartas por medio de la reveladora "Disputación que los griegos e los romanos en uno ovieron". Ahora bien, tengo muy claro que, para ganar esta guerra, hay que librar una larga serie de batallas. En atención a su magnitud e importancia, de unas cabría decir que son simples escaramuzas; otras, por el contrario, son magnae lites, expresión que, traducida al castellano, me sirve al mismo tiempo para rematar y deshacer la metáfora militar de que me sirvo, pues lo mismo significa "grandes combates" que "grandes discusiones". Estoy absolutamente convencido de que entenderemos mucho mejor a Juan Ruiz cuando logremos iluminar los casi doscientos pasajes que, hasta la fecha y por una razón u otra, se han resistido a los esfuerzos de la crítica. En el último año y medio, he recorrido el Libro un sinfín de veces, y lo hecho siempre en pos de soluciones, si no definitivas, sí plausibles o pertinentes, a muchas de ellas. Tras echar la cuenta, estoy en situación de decir que he salido exitoso o, como poco, bien parado en cerca de un centenar casos, lo que supone la mitad aproximada del cómputo total. De ser como presumo, convendrán conmigo en que el saldo no está nada mal. En mis batidas, me he apoyado fundamentalmente en la Filología, que se revela de nuevo como el más eficaz entre todos los métodos a nuestra disposición. En realidad, como sabemos sobradamente, la Filología apela a las técnicas, disciplinas y campos o áreas de conocimiento más diversas. Basta recordar la definición que de la