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¿Sobrevivirá la Unión Soviética en 1984? La pregunta, planteada por un brillante historiador soviético, Andréi Amalrik, en 1969, era el título de un librito que causó sensación. El título parecía, en efecto, una utopía e incluso, según... more

¿Sobrevivirá la Unión Soviética en 1984? La pregunta, planteada por un brillante historiador soviético, Andréi Amalrik, en 1969, era el título de un librito que causó sensación. El título parecía, en efecto, una utopía e incluso, según algunos, una provocación.
Para aquellos que observaban la URSS a finales del año 1984, esa profecía podía prestarse a la vez a la risa y a la interrogación. El objetivo del historiador, entonces desmentido por los hechos (la URSS seguía existiendo), ¿no anunciaba quizá un cierto declive soviético que todo el mundo era capaz de constatar con facilidad?
Ciertamente, a finales del año que, según Andréi Amalrik, pudo verla
desaparecer, la Unión Soviética era todavía una superpotencia y no tenía otro rival que Estados Unidos. La guerra fría seguía en auge porque la URSS no había dejado de ejercer su poderío sobre el mundo. En primer lugar en Europa del Este, donde imponía el mantenimiento del orden existente, pero más aún en el Tercer Mundo, donde se proyectaba más allá de su esfera de influencia tradicional, acumulando en los años setenta unos éxitos que, a principios de la década siguiente, acabaron en desilusión.
Sin embargo, antes que nada es la imagen de los artífices de esa potencia, la de los dirigentes de la URSS, la que desconcierta. Después de Stalin, uno de los hombres más temidos del siglo XX, llegó Nikita Jruschov, personaje sorprendente, abrupto, que intentó transformar su país y las relaciones de la URSS con el mundo, y que por eso mismo fue expulsado del poder en 1964. Su sucesor, Leonid Bréznev, estuvo en el poder dieciocho años, y fue entonces cuando la imagen del poder soviético empezó a enturbiarse. Sus últimos años fueron difíciles para su país, que se veía dirigido por un anciano, un enfermo cuyas capacidades intelectuales iban deteriorándose. En los días de fiesta
nacional (7 de noviembre, 1 de mayo), el pueblo soviético contemplaba
alarmado a un «muerto viviente» instalado ante el mausoleo de Lenin y, sin embargo, les decían que era el responsable de su destino. Cuando desapareció en 1982, todos sintieron alivio.