Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974 (original) (raw)

Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter

Emilio Alarcos, Dámaso Alonso, Manuel Alvar, Andrés Amorós, Rosa Bobes, Juan Benet, Gustavo Bueno, Buero Vallejo, Eugenio de Bustos, Camilo José Cela, Fernando Chueca, Miguel Delibes, Elías Diaz, G. Díaz-Plaja, M. Fraga Iribarne, Gloria Fuertes, Joan Fuster, P. Laín Entralgo, Rafael Lapesa, Julián Marías, Amando de Miguel, José Monleón, E. Moreno Báez, Carlos París, José María Pemán, Francisco Rico, Leonardo Romero, Juan Manuel Rozas, Tierno Galván, J. Luis Varela, Francisco Ynduráin, A. Zamora Vicente

Editorial Castalia (colección Theoria Castalia), Madrid 1974, 339 páginas

ISBN 84-7039-162-3 · Depósito Legal: V. 543-1974 · “Se terminó de imprimir en los talleres valencianos de Artes Gráficas Soler, S. A., el día 14 de marzo de 1974.”

«La crisis de las humanidades es algo más que una amenaza: se presenta como una realidad inscrita ya en nuestro sistema educativo. Sin embargo, el modelo de civilización universalmente triunfante (y que no sólo aspectos negativos ofrece), necesita de la conciencia crítica que los estudios humanísticos estimulan en el hombre, para que éste pueda defender su personalidad asediada. En el presente volumen, un grupo selectísimo de profesores, escritores y críticos de nuestra cultura, afronta lúcidamente la defensa de la Literatura como disciplina académica y como actividad imprescindible para el hombre contemporáneo. No sólo eso: se propone también una renovación tajante de la docencia literaria, con puntos de vista que deben ser considerados con la mayor atención.»

Sumario
Pórtico: el punto de vista de Dámaso Alonso, 7
I. El punto de vista de los profesores, 19
II. El punto de vista de los escritores, 195
III. El punto de vista de los críticos de nuestra cultura, 247
Palabras finales: Fernando Lázaro Carreter, 329

I. El punto de vista de los profesores

E. Alarcos Llorach
Manuel Alvar
Andrés Amorós
Rosa Bobes
Eugenio de Bustos
Guillermo Díaz-Plaja
Rafael Lapesa
E. Moreno Báez
Francisco Rico
Leonardo Romero
Juan Manuel Rozas
José Luis Varela
Francisco Ynduráin
A. Zamora Vicente

Cuestionario I

1 Asistimos en nuestros días a una auténtica crisis en la enseñanza de la Literatura, que es mirada con recelo por una gran parte de la sociedad y del alumnado. ¿Cuáles son, a su juicio, las causas de esa crisis?

2 ¿Cree Vd. que el estudio de la Literatura debe mantenerse como parte de la educación de los españoles?

3 ¿Qué objetivos debe proponerse el profesor de Literatura en las enseñanzas media y universitaria?

4 ¿Piensa Vd. que tales objetivos pueden alcanzarse con los métodos actuales? En su caso, ¿qué métodos desearía ver implantados?

5 ¿Qué papel atribuiría Vd. al estudio de la Literatura del siglo XX, en el conjunto de las enseñanzas literarias?

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 19 y 21.]

Emilio Alarcos Llorach

1. Crisis en la enseñanza de la literatura. El recelo con que la sociedad y el alumnado miran la literatura procede, creo yo, de que uno y otro no ven en ella ninguna utilidad práctica. ¿Para qué sirve la literatura?, se preguntan. La vida que llevan (o a la que aspiran) no les ofrece contestación. Sólo debe estudiarse –piensan– aquello que ponga a uno en condiciones de vivir mejor y cuanto antes. La sociedad busca el ocio con medios materiales y cómodos que no necesiten aprendizaje. La literatura sirve para el ocio cultivado, y éste se alcanza con un entrenamiento fatigoso. No se trata de pulsar un botón y hundirse en la pasividad receptora del nirvana que procuran los entretenimientos audiovisuales. La crisis puede también provenir del poco entusiasmo con que se enseña la literatura (pero esto no es de ahora).

2. Cierto que debe mantenerse el estudio de la literatura como parte de la educación. Y aunque uno sea escéptico en lo que respecta a los resultados (pues la auténtica afición a la literatura viene de dentro y no de imposiciones externas), sería conveniente que el consumo de literatura estuviese más difundido. Probablemente no se pasaría de ese estado de opinión que considera de buen tono oír un concierto o visitar una exposición de pintura, pero al menos desaparecería ese ligero desprecio hacia el que lee novelas o poemas. No sé hasta qué punto la mayoría del alumnado podría llegar a ser consciente de los valores literarios, superando el mero interés hacia las sustancias ideológicas o políticas que contenga la obra. Pero, en todo caso, la literatura contribuirá a su refinamiento.

3. Los objetivos del profesor de literatura son precisos en teoría: despertar la afición literaria, contagiar al alumno la sensibilidad estética. ¿En qué medida depende esto de la calidad del profesor y no de la receptividad del alumno? En la enseñanza universitaria es diferente. El alumno que estudie literatura debe previamente tener afición y sensibilidad; la labor del profesor supone esas condiciones y debe esforzarse en otras tareas: aclarar y analizar el fenómeno literario.

4. ¿Cuáles son los métodos actuales? Como siempre, cada maestrillo tiene su librillo. Pero la base metodológica es evidente: leer, leer, y explicar, explicar. Naturalmente que si se tropieza con muros de hormigón, todo método falla.

5. La literatura del siglo XX sería el portillo más fácilmente practicable para penetrar en el terreno literario: su lengua y los contenidos que expresa son comunes (se supone) a los del alumno. Pero existe el peligro de que, atento éste sólo a los problemas del mundo en que vive, no vea más que tales sustancias de contenido en la obra literaria y se despreocupe precisamente de los valores centrales, los poéticos. Sí, literatura del XX para comenzar, pero gradualmente compensada con la de los siglos precedentes.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 21-23.]

Guillermo Díaz-Plaja

1. En repetidas ocasiones y usando de medios de difusión de nivel nacional, he venido clamando, inútilmente, contra lo que me parece una tremenda mutilación de nuestra formación cultural. Hace más de un año, en un artículo publicado en ABC (19-II-1972) me expresaba así: «Existe, pues, evidentemente en el sector “Lengua” un “deliberado propósito antihistoricista” que lleva a supeditar toda la temática de la Enseñanza General Básica al plano lingüístico. En el término de un largo forcejeo en el que los valores culturalistas van quedando desplazados por los instrumentos de la eficacia expresiva y por la imposición de las más recientes terminologías del saber filológico.

Cuarenta años de docencia me han permitido conocer la rapidez con que estas modas lingüísticas se presentan y se esfuman. Cuando yo inicié mis tareas de cátedra (1935) todavía tuve que oponerme a los indigestos futuribles de la gramática de Bello; como, posteriormente, adoptar una prudente cautela ante la total adopción de las doctrinas de Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña; como hoy aconsejaría una cierta moderación a los arrebatados implantadores de la gramática estructuralista a niveles infantiles. La nefasta orientación de las oposiciones a cátedras que convierten el ejercicio de la llamada “lección magistral” en una exhibición de pedantería en el que el opositor demuestra solamente “estar al día”, ha convertido la enseñanza de la Lengua en un constante desfile de novedades que la Academia no ha incorporado por múltiples razones, una de las cuales puede llamarse prudencia.»

2. Sí. Por dos razones fundamentales, de enorme fuerza persuasiva: a) porque la Literatura ofrece a los españoles el más auténtico reflejo de su talante. Nuestro presente está hecho de pretérito acumulado. Vuelvo al artículo anterior: «No se trata de fatigar con arqueologismos, sino de hacer que, a través de nuestra expresión literaria, entendamos mejor quiénes somos. La Literatura, al no ser “historia adrede”, es un documento mucho más veraz que la Historia misma. ¿Qué mejor lección sobre la inoperancia de nuestras clases dirigentes que el estupendo capítulo del hidalgo muerto de hambre del Lazarillo de Tormes? ¿De qué manera explicaríamos las constantes del alma española mejor que a través del diálogo entre Don Quijote y Sancho? ¿De qué modo enseñaríamos el sentido profundo de nuestra Guerra de la Independencia mejor que con la lectura de “Al Dos de Mayo” de Espronceda?

Literatura –como rezan mis manuales– “a través de la imagen y el ejemplo”, no con largas relaciones de fechas y de títulos. Pero literatura ordenada por tendencias y estilos que muy difícilmente puede “deducir” el alumno de la simple lectura de los textos, como aconseja un cierto robinsonismo pedagógico, que obliga a realizar un esfuerzo que la cultura le ha ofrecido ya perfectamente clarificado.

Literatura, pues, como fundamento de una conciencia colectiva que se ofrece a lo largo de mil años de Historia esplendorosa, que le haga a cada niño español sentirse orgulloso miembro del “clan” de Cervantes y de Quevedo; de Bécquer y de Menéndez Pelayo; de Azorín y de Juan Ramón Jiménez. Del “clan” del que también forman parte, naturalmente, Rosalía de Castro o Mosén Jacinto Verdaguer.»

b) Porque la Literatura es el mejor –seguramente el único– instrumento para perfeccionar nuestra expresión; para terminar con la penosa inseguridad del español en la lengua hablada y en la lengua escrita. La envidiable seguridad con que nuestros vecinos franceses se expresan, ante un micrófono o en la simple redacción de una carta, se ha fabricado de tenaces ejercicios de “composition” en torno a los grandes autores que sirven de modelo –quiero decir que son “clásicos”.

3. En el concepto de “Enseñanza Media”, hoy transformado, se incluyen dos niveles específicos: la “Enseñanza General Básica” y el “Bachillerato”. En los programas del primer nivel (de 11 a 14 años) no existe “Literatura” aunque sí la posibilidad –que yo he aprovechado– de explicar nociones literarias paralelamente a los cursos de historia. Así yo he incluido Literatura Antigua y Medieval en el nivel 6.°, Literatura moderna (siglos XVI y XVII) en el 7.º, y Literatura de los siglos XVIII-XX en el 8.° Pero todo ello forzando la programación del ministerio. E insisto en que soy el único autor –según mis noticias– que utiliza esta rendija legal, para no dejar a los escolares de E. G. B. huérfanos de una noticia siquiera elemental de nuestro acontecer literario. Por lo que se refiere a “Bachillerato” 5.° y 6° antiguos, entiendo que debe rectificarse la situación actual que acumula estúpidamente “toda” la literatura –Universal y Española– en un solo curso, el 6.° y que debe volverse a la división en dos cursos: 5.° (Antigua, Medieval, Siglos de Oro) y 6.° (siglos XVIII-XX).

En ambos niveles –E. G. B. y Bachillerato– debe acudirse al esquema histórico, ilustrado con lecturas comentadas.

4. Está contestado en los apartados anteriores.

5. En el período en que fue implantado el Curso Preuniversitario, después de la aberración pedagógica que ordenó “cursos monográficos” (¡Góngora!, ¡Cronistas de Indias!, ¡Menéndez Pelayo!) se consiguió, por un breve período, que se explicase Literatura Contemporánea. De este modo, venturosamente, el alumno veía que junto a los “clásicos”, siempre lejanos y polvorientos, se le enseñaban los escritores cuyo contorno vital conocía. Descubría entonces que los autores de que oía hablar –Valle Inclán o Unamuno–; los de los estrenos comentados –Buero Vallejo o García Lorca–; los de los Premios literarios famosos –Carmen Laforet o Miguel Delibes– en una palabra la Literatura le servía como instrumento de “instalación” en el mundo en el que él iba a vivir. Lamentablemente con la desaparición del “Preu” toda esta programación lógica y razonable se vino abajo y con el actual COU, no sólo no se estudia Literatura de ninguna clase sino que se inyecta al alumno toda clase de teorías lingüísticas abstrusas y pedantes, que han de conducir fatalmente a crear una atmósfera de hostilidad en torno al hecho idiomático y, de rechazo, al de la Literatura.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 86-90.]

Rafael Lapesa

1. Creo que en la actual crisis de las enseñanzas literarias y de su estima intervienen factores de índole diversa:

a) La mentalidad utilitaria hace que muchas gentes se pregunten para qué sirven enseñanzas no vinculadas a conocimientos que puedan desembocar en resultados técnicos. Deslumbradas por el progreso material, no comprenden que la ciencia moderna ha surgido en un clima espiritual propicio, a cuya formación han contribuido actividades no utilitarias, como son la filosofía, la literatura y el arte. Lo malo es que este olvido miope no se limita a las masas, sino que alcanza a técnicos ilustrados y hasta a directivos de la educación. No en balde hablaba Ortega de la barbarie del especialista.

b) El ritmo del vivir actual dificulta las lecturas reposadas. Hemos perdido el ocio ciceroniano, la posibilidad de evadirnos del ajetreo diario reservando unas horas para entregarnos a los libros en soledad amiga y confortante. Pocas veces podríamos los hombres de hoy encerrarnos tres días seguidos, como Ronsard, para leer a nuestras anchas la Ilíada. Las evasiones que ahora privan son enemigas del sosiego: en nuestros días las creaciones literarias tienen que convertirse en espectáculo para llegar a un público extenso, al que siguen atrayendo, condensadas y, muchas veces, deformadas, en el cine, la radio o la televisión. El teatro, que no necesita comprimirse, es el género literario que menos padece.

c) Sin embargo, se sigue leyendo mucho. Pero se lee literatura actual, sin rebasar apenas los últimos cien años. Y aquí tenemos un tercer factor de la crisis: el desinterés por el pasado. A la literatura de otras épocas le afecta el despego que las generaciones jóvenes sienten por la historia, y que en parte se debe a pereza: para comprender el sentido de un poema, novela o drama distantes de nosotros en el tiempo necesitamos instalarnos mentalmente en su medio social, superar dificultades de lenguaje y otros obstáculos que no se anulan sin algún esfuerzo. Por otra parte, al comparar el progreso técnico de hoy con la situación de antaño, surge en nosotros un complejo de superioridad y olvidamos que en la literatura de todos los tiempos laten problemas humanos fundamentales, y que las soluciones dadas por los hombres de ayer siguen siendo muchas veces valederas.

d) Está en crisis el principio de que la educación debe proponerse ante todo formar hombres completos, y que para lograrlo no basta dar agilidad a la inteligencia con vistas a conocimientos o técnicos especializados, sino que es preciso despertar y afinar el sentido ético, la sensibilidad estética, la imaginación, la capacidad creadora. La quiebra de este ideal armónico del hombre es, en último término, la causa principal y más grave de la subestimación que entre directivos y técnicos educadores padece la enseñanza de la literatura. Ni siquiera tienen en cuenta que leyendo obras literarias se desarrolla poderosamente la imaginación, tan importante para las hipótesis científicas.

2. Para cualquier comunidad humana que pretenda serlo dignamente es imprescindible el conocimiento y estudio de su literatura en todos los niveles de la educación. En el caso de España, que ha contribuido a la cultura universal con obras literarias de primera magnitud, renunciar a tal herencia equivaldría a una mutilación o suicidio espirituales. Por literatura española entiendo no solo la que se expresa en castellano, sino también la compuesta en las demás lenguas que se hablan en España: las cantigas de amigo, Rosalía de Castro, Ausías March y Maragall no deben ser ignoradas por ningún español. Lo mismo cabe decir de la literatura hispanoamericana y de las principales creaciones de otras literaturas antiguas y modernas.

3. Es preciso que desde la escuela misma se despierte y eduque la sensibilidad literaria con lecturas y recitaciones, sin más comentarios que los imprescindibles para que los niños entiendan el sentido inmediato de las obras y puedan ser ganados, ya por la impresión de su belleza, ya por el interés de la acción narrada o puesta en escena. En la enseñanza secundaria debe fomentarse gradualmente una comprensión más reflexiva de las creaciones literarias, a fin de que, sin enturbiar la impresión directa de su lectura, los alumnos puedan iniciarse en el examen de aspectos formales y técnicos, a la vez que descubran el sentido histórico y los valores humanos imperecederos que en las obras se encierran. En la universidad, los estudios comunes de Filosofía y Letras deben proporcionar el conocimiento directo y profundo de las obras literarias fundamentales, españolas y extranjeras; y también una visión armónica de la cultura, donde se manifieste la interpretación de las distintas actividades creadoras –pensamiento, literatura y arte– en el decurso de la historia. Por último, en los años de especialidad, no debe haber cursos generales de literatura española, sino monográficos y seminarios de investigación, en los diversos campos de ésta: búsqueda en archivos y bibliotecas, crítica textual, historia de temas y géneros, estilística, análisis profundo del sentido, cosmovisión y mensaje de las obras, &c.

4. Insisto en que la enseñanza de la literatura debe basarse en la lectura directa y el comentario que ayude a comprenderla. Las noticias biográficas, las referencias a fuentes y demás relaciones de las obras entre sí y con la historia, deben complementar el conocimiento y estudio directo de las obras, pero nunca sustituirlos.

5. La literatura medieval ayuda grandemente a formar la sensibilidad literaria durante la niñez y mocedad. Romances y canciones tradicionales en sus textos inalterados, poemas narrativos y cuentos en versiones modernizadas, convienen a la psicología infantil y la preparan para entender a nuestros grandes clásicos. Después, sabiamente presentado, el mundo de las obras medievales puede y debe servir para que los alumnos tomen contacto con la humanidad de otras épocas; así se familiarizarán con formas de vida, afanes e inquietudes distintas de los nuestros; y al mismo tiempo se enfrentarán con problemas estéticos e ideológicos que, aun siendo comunes al hombre de hoy, se plantearon de manera diferente y hallaron distinta respuesta. Resultado de todo ello será un enriquecimiento espiritual y una generosa ampliación de horizontes en el panorama de lo humano.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 91-95.]

Alonso Zamora Vicente

Contesto telegráficamente a las cuestiones que me son planteadas. Cada una de ellas encierra grandes y complejas situaciones en conflicto, de la que no es la más floja la falta de sentido real de la colectividad española, por una escandalosa ausencia de sentimientos cosolidarios. He aquí, en esquemático borbotón, lo que se me ocurre ante cada una de las preguntas. Lamento que la urgencia con que he de contestar me impida quizá ser más certero.

1. Las causas las encuentro múltiples y, desgraciadamente, coincidentes. Por ejemplo, la comodidad que supone no leer. La gente cree que con lo que le regala la televisión de cuando en cuando es más que suficiente. La literatura se ha hecho así casi sinónima, entre el público ignaro y el semiletrado, de algo que sirve tan solo para pasar el rato. Y que, muchas veces, en el contexto de los demás engañaratos, resulta una tortura, un rollo. Añadamos a eso la sobrevaloración, incluso oficial, de las ciencias de tipo técnico y aplicado, y ya tenemos bien recocidito el pastel. Sin que por eso hayamos superado la etapa primeriza, casi mágica, de las tareas científicas, aún en pañales en muchos casos.

2. Naturalmente que sí. Entre nosotros es, además, vital. Si los españoles suponemos algo en el conjunto universal es, ante todo, por nuestra aportación artística, y claro está que lo literario no se queda atrás. Hacer otra cosa sería enajenarnos voluntariamente, lo que resultaría suicida. ¿O habremos dado vida a La Celestina, al Quijote, a Don Juan, para hacernos ahora vasallos abnegados de cuatro aparatejos ajenos? ¿No es demasiado? Y quede muy claro que no siento animadversión alguna por los tales aparatos, que los considero muy necesarios y muy útiles, pero sí la siento hacia el papanatismo por ellos. ¡Ojalá siquiera un modestísimo porcentaje de ellos fuera invento, creación de españoles…! Pero…

3. Objetivos: Leer, leer y leer. Cada vez se enrarece más el panorama de nuestros jóvenes. Va faltando personalidad individual de una manera alarmante. Y sin el conjunto armónico de innúmeras personalidades relevantes no tendremos un eficaz ademán colectivo. Y nuestra literatura aún tiene mucho que enseñar al hombre en su conducta y en su responsabilidad como tal. Concretamente para nosotros, es el único medio caluroso de que disponemos para adquirir una conciencia española de lo que somos, hemos hecho o estamos condicionados o abocados a hacer. Sin vanidades ni palabrerías, sino ahondadamente, hacia nuestro centro mismo.

4. Cualquier método que se emplee será bueno si es honesto. Desde luego, hablo de métodos, no de la ridícula memorilla despoblada que, por desgracia, aún existe en algunos de nuestros medios. Personalmente, me gustaría que los muchachos españoles se detuvieran algo más en los problemas sociológicos de la literatura. Nunca nos hemos preguntado para quién escribieron nuestros hombres egregios, qué público tenían, qué círculo de influjos despertaban (o sufrían). ¿Cómo es posible la atroz burla cervantina de El retablo de las maravillas sin que la sociedad no haya temblado? ¿Qué sociedad o qué diablos era eso? Y, sin embargo, para ella y pensando en ella se escribió el exquisito entremés. No conozco escritor alguno que escriba un solo renglón sin suponerse unos ojos leyéndole, una mente interpretándole.

5. Debe estudiarse, sí, lo contemporáneo. Equivaldría a tomar posiciones frente a la problemática más próxima y atenazante, tomar conciencia de la propia circunstancia histórica, en la que no estamos solos. Así, la literatura se integraría en la vida. Pero no sé si entre programas, planes, horarios, realidades concretas, &c., sería posible. Quede claro mi deseo, mi apetencia de que se llegue a tal aproximación. Hay que evitar la cada vez más extendida creencia de que la literatura es letra muerta…

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 192-194.]

II. El punto de vista de los escritores

Juan Benet
A. Buero Vallejo
Camilo José Cela
Miguel Delibes
Gloria Fuertes
Joan Fuster
José María Pemán

Cuestionario II

1 ¿Cree Vd. que es suficiente la atención que la Literatura recibe, por parte de los españoles?

2 ¿Ha beneficiado a la Literatura de creación la enseñanza de la Historia de la Literatura en las aulas?

3 ¿Qué opinión le merece la posibilidad de que dicha disciplina deje de ser obligatoria en la Enseñanza General Básica que corresponde al antiguo Bachillerato, e, incluso, para los alumnos de Filosofía y Letras que no cursen las especialidades de Filosofía?

4 ¿Qué pediría Vd. a los profesores de Literatura –y a los planes de estudio–, con el fin de que ésta no sea un saber arqueológico, sino una necesidad espiritual para los ciudadanos?

5 ¿Qué colaboración puede establecerse entre los escritores y las aulas literarias?

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 195 y 197.]

José María Pemán

1. Creo que en la misma medida en que “Literatura” es comprendida, dentro de la comprensión generalizadora o vulgar de un modo excesivamente holgado, la atención que se la presta por parte de los españoles es insuficiente. Si se atiende al concepto amplísimo de “Literatura” que tiene el hombre medio, que en realidad la piensa como se la pensó durante siglos –Literatura, Letras–: palabra descomprometida y en la que cabían un código como Las Partidas, o un libro de astronomía, o un reglamento de ajedrez, la atención del lector hispano era mínima en la medida que la definición indefinida de la materia era máxima. La Literatura se sentía incluso de un modo peyorativo: “lo demás es literatura”; “con un tono literario” (es decir rebuscado, pedante). Luego la filosofía alemana, muy especialmente Baumgarten, propondría un sentido más restrictivo relacionado con la nueva filosofía también restrictiva, que se decía la Estética. El hombre de la calle creyó necesario para entender esto añadirle su adjetivo, la “amena literatura”. El Derecho procuró rebotarle el especialismo llamando el “letrado” al abogado. Mientras que el Humanismo se refugiaba en la específica denominación de “hombre de letras”.

En esa indiferencia amplificadora el español, y en general el hombre culto, pecaba por insuficiencia. Pongamos un ejemplo. Don Juan Valera tiene publicadas sus Obras completas –unos treinta y tantos tomos–: correspondencia, versos, alguna comedia, artículos de cultura literaria, discursos académicos y políticos, novelas… De esos cuarenta tomos el español ha leído uno solo: Pepita Jiménez. ¿Peca el consumo por defecto o la oferta por exceso? Vamos a parar enseguida a la estadística del consumo de letras, a todas luces insuficiente en España.

2. Creo que la beneficia. Como mínimo, como un catálogo de una librería o de una editorial. El Calila e Dimna o El conde Lucanor, son conocidos y aún leídos, gracias a ese “pregón” que venía a ser la enseñanza de la “Historia de la Literatura”. Mucho más, cuando ésta es bien enseñada por el profesor con explicaciones, valoraciones críticas y lectura parcial de los textos.

3. Al insistir tanto en la Enseñanza General Básica en el estudio de la Lengua, en la Gramática estructural, &c., creo que la Literatura no se beneficia de ello por ser nada más que como un permiso que se le da al profesor para poder tocar el tema en séptimo y octavo curso. Y aún más lamentable es el retroceso que ha sufrido la Literatura en el C.O.U. y en el terreno de la Universidad, al no exigírsela más que a los que estudian alguna rama de Filosofía y Letras. Todo procede de la desaparición de los cursos comunes, no sólo para otras Facultades de Filosofía, sino para las científicas también. El hombre puede ser médico, o químico o ingeniero; pero el ingeniero, el químico o el médico, leen novelas o van al teatro y conviene que sepan a qué atenerse sobre el valor estético e histórico de estos géneros.

4. Ya lo he indicado antes. Sencillez de exposición; comentar en los clásicos lo mucho que tienen de modernos, de aplicable al entendimiento general de la vida, y, desde luego, lectura de muchos textos comentados.

5. La invitación a ocupar la cátedra a escritores –novelistas, poetas, ensayistas– para dar de cuando en cuando una lección o conferencia sobre los temas propios de su profesión creadora, sería utilísimo. Ya lo venían haciendo muchos catedráticos, y tengo observado en mi particular experiencia, que la invitación se recibía mucho más de los catedráticos de Medicina o de Ciencia, que no de los de Letras. Se comprende. Porque se trataba de que el alumno oyera conceptos frecuentes en el lado de las Letras: pero infrecuentes en el especialista científico.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 243-245.]

III. El punto de vista de los críticos de nuestra cultura

Gustavo Bueno
Fernando Chueca Goitia
Elías Díaz
Manuel Fraga Iribarne
Pedro Laín Entralgo
Julián Marías
Amando de Miguel
José Monleón
Carlos París
Enrique Tierno Galván

Cuestionario III

1 ¿Qué función atribuye al estudio de la Literatura, en el seno de una sociedad como la nuestra?

2 ¿Qué opinión le merecería la supresión de tal disciplina en la Enseñanza General Básica (antiguo Bachillerato) e, incluso, en las Facultades de Letras, para los alumnos que no cursen las especialidades de Filosofía?

3 ¿En qué supuestos cree Vd. que debe fundarse la docencia literaria? (Enjuicie, por favor, los móviles estéticos que tradicionalmente le han sido atribuidos, y la mera información erudita en que, salvo meritísimas excepciones, ha consistido.)

4 ¿Podría una educación literaria bien orientada, por sí sola, cubrir las necesidades de formación humanística del hombre contemporáneo?

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 247 y 249.]

Gustavo Bueno

1. Me parece que esta pregunta es verdaderamente la primera pregunta de las cuatro que se nos formulan, en el sentido de que las respuestas a las restantes son, en cierto modo, consecuencias lógicas de las respuestas dadas a ésta. Por consiguiente, me propongo invertir la casi totalidad del espacio de que dispongo para responder a esta primera pregunta.

Se refiere esta pregunta al estudio de la Literatura y no a la Literatura en sí misma. Ambas cosas se intersectan profundamente, desde la tradición alejandrina, pero no cabe confundirlas. Cabe dar por descontado un juicio “positivo” o “negativo” (adverso) acerca de las funciones sociales de la Literatura –un juicio similar, respectivamente, al de César o al de Mario sobre la Literatura griega– y, sin embargo, mantener un juicio respectivamente “negativo” o “positivo” sobre las funciones sociales de su estudio. No será imposible la posición de quien subestimando, como Platón, a los poetas valora positivamente sin embargo a quien los somete a estudio “científico” –¿quién no respeta la jerarquía científica de la Patología, aunque aborrezca las enfermedades?– pero es mucho más probable la actitud de quien, acaso sobreestimando la significación cultural y espiritual de la Literatura, subestima el alcance de su estudio y aun lo considera pernicioso y contraproducente, dentro del tópico faustico según el cual la ciencia mata la espontaneidad de la vida. Se atribuirá generosamente a la Literatura una principal significación espiritual y, a la vez, se desconfiará de los efectos derivados de su tratamiento escolar, un poco como el creyente desconfía del teólogo y se acoge a la “fe del carbonero”.

Sin embargo, y por razones de carácter general que sería aquí impertinente explicitar, presupongo que solamente aquellas formaciones culturales cuyo “valor” no queda dañado por el análisis científico son aquellas que verdaderamente “valen”. Y que si bien el estudio de la Literatura podría fundarse en motivos puramente críticos (como ocurre, en gran medida, con la Ciencia de las religiones comparadas), sin embargo la comprensión de las funciones que cabe atribuir a ese estudio, así como la comprensión de su misma organización, será muy distinta si se fundamenta en una “valoración positiva” de la Literatura, en el conjunto de las formaciones culturales.

Así planteado el asunto, no me queda otro remedio que entrar en el “fondo de la cuestión”, respondiendo a esta pregunta: “¿Qué funciones han de atribuirse a la Literatura en el seno de una sociedad como la nuestra?” (Sobreentiendo que “nuestra sociedad” es la sociedad industrial capitalista y que la “Literatura”, pese a la heterogeneidad de los géneros literarios, posee una cierta unidad categorial derivada de su forma de organización, principalmente la escritura en lenguaje nacional).

Pero las funciones de la Literatura son múltiples y muy complejas, como los estudios empíricos –psicológicos, sociológicos, &c.– nos van revelando poco a poco. Mi propósito aquí es sugerir algunos criterios muy generales para una tipología de estas funciones adaptada a nuestro asunto –tipología muy general también, pero no por ello, me parece, menos esencial, a los efectos de una discusión. Quien aborrece los procedimientos escolásticos, aborrecerá también este proyecto de tipología –pero no por ello puede considerarse inmune de un pensamiento tipológico, probablemente inadecuado. La tipología que propongo quiere ser ya una crítica a estas tipologías implícitas que inspiran, por ejemplo, a todo aquel que se acoge a las categorías de “medio” y de “fin”, metafísicamente elaboradas. Hay quien procede como si la Literatura fuese solamente un medio, cuyo fin (o justificación) fuese por ejemplo, la salvación (el Discurso a los jóvenes sobre el modo de leer los libros de los paganos de San Basilio) o la revolución (la Literatura será crítica, denuncia social, arenga política, &c., &c.: todo lo demás es pura frivolidad y esteticismo burgués). Hay quien, inversamente, considera a la Literatura como el verdadero fin, hasta el punto de que prácticamente la justificación de la revolución se pone en su capacidad para producir las más excelentes obras literarias. Esta es una versión de la doctrina hegeliana del Espíritu Absoluto, en la cual la serie: religión-arte-ciencia, se trastocase en esta otra: religión-ciencia-arte, considerando, por lo demás, como el propio Hegel lo hacía, a la Literatura como el arte supremo. No deja de ser curioso constatar, en nuestro país –y en otros muchos– el intenso “hegelianismo” que anima a tantos grupos de clara filiación política, pero cuya actividad, por las razones que sean, se polariza en el sentido de una “acción cultural” (sociedades culturales) cuyo núcleo no es tanto la ciencia o la religión, sino el Teatro, la Novela, la Poesía, es decir, la Literatura.

Prescindamos aquí de estas categorías de “fin” y de “medio” que a tan difíciles situaciones nos conducen y atengámonos, cuando queramos establecer una tipología de funciones de la Literatura, al propio concepto de “función” que nos suministra la Encuesta presente. Consideremos las funciones de la Literatura no como “medios” o “fines” –en el sentido metafísico– sino como relaciones en el contexto “diamerico” de las restantes formaciones culturales, que suponemos ya dadas. De este modo, incluso podemos intentar aproximar el concepto “informal” de función –tal como lo suelen utilizar los sociólogos o etnólogos “funcionalistas”– al concepto lógico formal hoy día ya popularizado entre los filólogos. Como campo de variables independientes consideraremos los lenguajes nacionales. Como campo de variables dependientes (o funciones) consideremos a la propia obra literaria (que es “univoca a la derecha”, cuando no es un plagio de otra obra literaria o de otra formación cultural). Las “características” son las funciones de la Literatura por las cuales preguntamos –y que incluyen al “escritor”, o a su “grupo”, en el sentido de Goldman.

Hemos renunciado a las viejas categorías de “medio” y de “fin”, pero no por viejas, sino por inadecuadas. Apelamos a otras categorías no menos arraigadas en la tradición, a saber, las categorías de sustancia y de causa –¿acaso Hjelmslev, entre los lingüistas, no ha tenido también que recurrir a la noción de “sustancia”? Tal y como pensamos las funciones sociales de la Literatura, es evidente que estas funciones o bien puede considerarse como formando (conformando, como diría Alarcos), por la obra literaria, un contenido o sustancia del campo lingüístico o bien (simultáneamente) determinando la causalidad inherente a este campo lingüístico, en tanto que está socialmente constituido. Hablaremos, por tanto, de funciones sustanciales y de funciones causales, de la Literatura.

Ahora bien: Cualquiera de estos dos tipos de funciones asignadas a la Literatura, pueden ser propias de la obra literaria o bien pueden ser comunes a otras formaciones culturales y, por tanto, sustituibles, en lo esencial al menos, por ellas (en el sentido en que la información contenida en un cierto relato literario puede ser alternativamente suministrada por una película o por un tratado científico). Las funciones sustanciales propias, pueden denominarse “funciones específicas”; las funciones comunes, “genéricas”. En cuanto a las funciones causales de la Literatura: El carácter “propio” de las funciones literarias es ahora su carácter de “causa principal o directa” mientras que su carácter común es su tesitura de causa “oblicua o secundaria”, cuya acción es determinada por la eficacia de otra formación cultural “identificable”.

He aquí una sumaria descripción de los cuatro tipos de funciones asignables a la Literatura según los criterios precedentes:

Funciones F1. Es decir, funciones específicas (por su sustancia o contenido) y directas (por su causalidad). La obra literaria clasificada en F1 –en la medida en que ello es posible, atendiendo al grado de saturación relativa en este tipo de funciones– ofrece un contenido que no puede ser configurado por ninguna otra formación cultural, un contenido “específicamente literario”, insustituible (cualquiera que sea su valor moral, estético, &c., &c.) y actuará según una causalidad que, si bien nunca es aislada, se presenta como directa, no meramente subordinada a otra formación cultural identificable (como ocurre con el texto literario de una ópera, subordinado prácticamente por entero a la música vocal, que ejerce la causalidad directa y principal).

Funciones F2. Funciones específicas por su contenido, pero cuya causalidad no es directa sino oblicua, ejercida dentro de una causalidad formal principal. Estas funciones están desempeñadas por la “literatura de elite”. La función de la literatura es ahora un instrumento de discriminación de grupos sociales, un discriminante de grupo (expresado groseramente: “Es preciso leer y dominar determinadas obras literarias –novelas, poemas– para poder participar en la velada del salón, en la tertulia”). La ignorancia de la Literatura define a los que están marginados del grupo (Juliano prohíbe leer Homero a los cristianos –considerados como incultos, socialmente inferiores). Evidentemente el prestigio de muchas obras literarias y su eficacia está intrínsecamente ligado a la acción de determinados grupos de presión (¿sería concebible de otro modo la importancia que un tiempo adquirió el teatro de Claudel?).

Funciones F3. Funciones genéricas por su contenido, pero de acción directa. La literatura “didáctica”, la literatura de agitación revolucionaria, de “denuncia”, de “testimonio”, está casi enteramente saturada por este tipo de funciones.

Funciones F4. Funciones genéricas por su contenido y oblicuas por su causalidad. Las obras literarias que desempeñan este tipo de funciones son obras cuyos contenidos podrían ser realizados por vía extraliteraria; además, la acción de estas obras no es directa. Como paradigma, podría señalarse la literatura pornográfica.

El siguiente diagrama condensa la tipología recién esbozada:

| | Funciones causales | | | | | --------------------- | ------------- | -- | -- | | Directas | Oblicuas | | | | Funcionessustanciales | Específicas | F1 | F2 | | Genéricas | F3 | F4 | |

Observaciones a la Tabla

1. En cada una de estas cuatro funciones puede prevalecer más el componente “sustancial” que el “causal”, según el contexto.

2. La tabla de funciones sugiere un uso que no es meramente taxonómico. Ofrece alguna base para una ordenación o jerarquización de las obras literarias según criterios objetivos (aunque no únicos), y no meramente subjetivos (el “gusto” del crítico o del público). Definamos para ello la operación “suplencia” o “incorporación”: Una Función Fi, incorpora a otra Fj, cuando, sin perder sus características, puede desempeñar otras.

Supongamos admitido que las funciones de la fila superior pueden incorporar las correspondientes de la fila inferior (pero no recíprocamente) y que las funciones de la columna izquierda pueden incorporar a las correspondientes de la columna derecha (pero no recíprocamente). En este supuesto, la máxima “potencia” ha de atribuirse a las funciones F1, porque puede incorporar a las F2 y F3 y, a su través, a las F4. El mínimo rango corresponderá a las funciones F4. Según este criterio, F3 y F2 quedan equiparadas en rango. La ordenación de funciones será la siguiente:

F1 > [F2 = F3] > F4

En este sistema, la función F4 podría valer para redefinir objetivamente lo que suele llamarse “infraliteratura” así como la función F1 podría valer como condición necesaria (¿y suficiente?) de la “clasicidad”.

3. El cuadro F1 es el que plantea los mayores problemas, porque podría ser impugnado como utópico –podría ser considerado como la clase vacía. Como si fuera la clase vacía lo tratan de hecho todos aquellos que solo quieren ver en la obra literaria una virtualidad religiosa o político-táctica. Muchos estimarán el concepto de F4 como incompatible con el marxismo y su doctrina de las superestructuras –olvidando aquel “texto célebre” sobre el arte griego. (Cuando, por parte de tantos críticos militantes, se descalifica a una obra literaria por esta su pureza literaria o formal ¿realmente la crítica se ejerce sobre esa supuesta pureza y no más bien, sobre ciertos componentes parásitos, precisamente “extraliterarios” que la supuestamente obra pura contiene?).

Desde la tipología de las funciones de la Literatura recién esbozada, construiría mi respuesta a la pregunta primera (referida a las funciones atribuibles al estudio de la Literatura) del siguiente modo: El estudio de la Literatura en una sociedad como la nuestra debe, en cualquier caso, orientarse en el sentido de la discriminación de las diferentes funciones desempeñadas por las obras literarias. Por ello, este estudio incorporará necesariamente las perspectivas sociológicas, aunque no formalmente. El estudio es esencialmente crítico, en tanto tiene siempre presente la idea de una patología literaria. Los criterios de juicio intraliterario –que los propios críticos elaboran– no pueden ser confundidos con los juicios extraliterarios (por ejemplo, la capacidad de una obra literaria para estimular un determinado movimiento religioso o político). El concepto de un juicio intraliterario no puede confundirse, en ningún caso, con el concepto del “arte por el arte”. Desde una perspectiva política, basta reflexionar que también “después de la Revolución” puede pensarse en una actividad literaria, cuyo valor ya no podría medirse por su “capacidad de conducir a la revolución”.

2. Esta supresión significaría una regresión a un estado de cosas semibárbaro, en el cual la producción literaria sería ofrecida a un público inerme, ineducado e incapaz, en principio, de discriminar la literatura genuina de la infraliteratura. Este estado de cosas es el estado ideal para una tutela ideológica inmoderada del público por parte de las clases dirigentes de la empresa editorial. Es cierto que la organización actual de los estudios literarios está también profundamente entretejida con la superestructura ideológica burguesa y que la mayor parte de los profesores de Literatura defienden, sin sospecharlo casi nunca, con sus críticas literarias, el estado de cosas de la sociedad burguesa. Pero es preferible, en todo caso, esa crítica ideologizada que la ausencia de toda disciplina crítica; porque una crítica genera siempre su contracrítica y tiene la posibilidad de ser neutralizada por ella.

3. Tal como he desarrollado mi respuesta a la primera pregunta, creo que esta pregunta tercera ya ha sido respondida. Subrayaré aquí, sin embargo, la tesis según la cual la docencia literaria debe ser formalmente “literaria” –y no sociológica, o psicológica, &c.– aunque, precisamente por serlo, no pueda menos de utilizar los recursos de la sociología o de la psicología. Pero esta utilización no debe transformar a la docencia literaria en una suerte de “sociología aplicada” –que, además, será con toda probabilidad sociología de aficionado. El estudio de la Literatura se organiza según los procedimientos de las ciencias culturales –y precisamente al sociólogo y al político le resultarán de mucho más interés resultados literarios ciertos– con la certeza exigible a estos estudios –que redundancias lejanas de sus propios tópicos.

4. No, en modo alguno, salvo que se entienda gratuitamente por formación humanística precisamente la educación literaria. El modo “filológico” de entender las humanidades tuvo su época, en el Renacimiento –cuando la Música polifónica o la Física matemática no habían alcanzado todavía su madurez mínima– pero hoy está, me parece, enteramente rebasado. En España es cierto que durante todo el siglo XVII teníamos que contentarnos con Góngora y Gracián –cuando en otras naciones aparecían Descartes o Newton. Incluso la prodigiosa inflación de la producción novelística de nuestro país en la actualidad tiene mucho que ver con este subdesarrollo cultural que venimos arrastrando desde hace siglos. Porque el desarrollo cultural no tiene el aspecto de ser “armónico”, con todas sus direcciones compatibles entre sí. Más bien el desarrollo de algunas incluye la mutilación de otras –esto es lo que unilateralmente se revela en la idea de Snow sobre las “dos culturas”. La Literatura ha sido desplazada gradualmente por otras formaciones culturales –la ciencia, la historia, la etnología, la psicología– en tanto este desplazamiento es una sustitución de funciones sustituibles, podría ser contemplado como una purificación de las funciones literarias genuinas. Estas funciones no son utópicas y a la Literatura le corresponden, me parece, funciones insustituibles. Estas funciones están ligadas a la realidad misma del propio lenguaje nacional, con todo lo que esta realidad comporta (¿hará falta recordar a Stalin?). La Literatura es por eso uno de los canales específicos de articulación del “espíritu subjetivo” en el “espíritu objetivo” de una cultura, una agencia específica de incor­poración de la subjetividad psicológica y cuasi infantil al éter de la objetividad de una cultura espiritual e histórica. Debieran saber los tecnócratas que si España es algo más que un campo soleado de reposo para millones de maniáticos o de horteras de todo el mundo será debido no tanto a las redes de apartamentos que, como humildes servidores, podamos poner a disposición de los susodichos maniáticos y horteras, sino, esencialmente, a los Nombres de Cristo, de Fray Luis de León o a Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Pero cuando se impulsan los estudios de hostelería en detrimento de los estudios de Literatura, cuan­do el Assimil sustituye a la Gramática española, precisamente se ignoran las relaciones esenciales, aunque nominalmente se diga lo contrario.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 249-259.]

Fernando Chueca Goitia

1. No entiendo porqué nuestra sociedad ha de ser diferente en cuanto a lo humano básico de las sociedades del pasado. Muchas cosas han cambiado en nuestra sociedad, es cierto, pero no extrememos las cosas hasta pensar que en nuestra sociedad ha desaparecido el amor y la belleza, aunque esta belleza sea a veces truculenta: Entonces yo, sinceramente, atribuyo al estudio de la literatura en nuestra sociedad la misma función que en el pasado.

2. Me parecería algo descabellado e insensato. Algo así como decretar que al hombre debe serle indiferente todo aquello que se refiere a la cultura, al espíritu y al arte.

3. No soy profesor de literatura, aunque lo soy de arte y pienso que en estas enseñanzas debe predominar lo formativo sobre lo informativo. Deben estudiarse estas materias sin cargar al alumno con un exceso de datos eruditos que son imposibles de asimilar y que luego se desvanecen de su memoria sin dejar rastro. En cambio explicar al alumno el porqué de las cosas siempre es útil. Aprende a sentir la literatura y el arte como algo vivo y representativo de las inquietudes humanas a través de la historia y le ayuda a entender mejor lo que es la historia (política, social, económica) y lo que es el arte (literatura, plástica, estética, proceso estilístico, &c.).

Considero muy útil insistir en la lectura de textos para educar el gusto con la familiaridad de las obras maestras. También comentar estos textos con espíritu crítico. En materia de arte también es primordial la “lectura” como ahora se dice de las grandes obras de la pintura, escultura y arquitectura. En arquitectura esta “lectura” equivale a redibujar analítica y sintéticamente los monumentos. En literatura creo que es necesario que el estudiante al analizar los textos se acostumbre a redactar por sí mismo.

4. Creo que la educación literaria es pieza fundamental pero no única. Es necesario complementarla, al menos a nivel de Enseñanza General Básica, con estudios de arte y de lenguas clásicas. Ahora bien habría que modificar el estudio de las lenguas clásicas haciéndolo asequible y atractivo, no tedioso ni abstracto, dejando para los lingüistas el profundizar técnicamente en los estudios estructurales. Lo interesante es que conozcan el griego y latín por sus relaciones con nuestras lenguas romances insistiendo en los aspectos etimológicos. Estudiar desde este punto de vista la importancia que han tenido estas lenguas en la terminología filosófica y jurídica y hacer conocer al alumno las sentencias y aforismos clásicos.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 260-262.]

Elías Díaz

1. Entiendo que la Literatura, como el arte, se sitúa en una zona que, con profundas interconexiones, no es, sin embargo, la misma de la filosofía –conocimiento más estrictamente racional– ni tampoco la más empírica propia de las ciencias (naturales o sociales). La Literatura posee quizás unas mayores disponibilidades, o posibilidades, de libre acercamiento a la realidad en toda su complejidad, si bien las “conquistas” de la filosofía y sobre todo de las ciencias –más racionales y empíricas– pueden considerarse como más seguras y estables, dentro de lo variable y revisable que es todo conocimiento humano.

La Literatura trata de los “mil” mundos, reales, fácticos, ficticios, deformados, imaginados, superpuestos, en que se desdobla esa compleja realidad. Y capta al destinatario por sus valores “estéticos”, haciéndole sentir y entender, imaginar y compenetrarse con esos posibles o imposibles “mil mundos”.

¿Su función? Primera y principal dar, en profundidad “estética”, ese entendimiento y sentimiento; cumple, pues, una función amplia de conocimiento. Pero junto a ello, y en la medida en que todo auténtico conocimiento es conocimiento crítico de una zona de esa compleja realidad, la función de la literatura es también ayudar a transformar, pluralistamente, esa realidad, cuyos resortes últimos –psicológicos, subconscientes e, incluso, irracionales– contribuye a desvelar.

2. No entiendo cómo es posible querer suprimir el estudio de la Literatura en la Enseñanza General Básica o en las Facultades de Letras. No entro ahora a dilucidar en qué momento –antes o después– es mejor estudiar Literatura; pero sí puedo decir que su estudio me parece de todo punto necesario, también para quienes estudian otras especialidades científicas o filosóficas. En este sentido, en lugar de suprimirla, lo que, en mi opinión, debería hacerse es crear una estructura más funcional, interfacultativa, en la Universidad de tal modo que permitiera que un estudiante de, por ejemplo, Ciencias Políticas, Derecho o Economía siguiera a su vez cursos en el Departamento de Literatura. Pero mientras se crea esa futura estructura, creo completamente necesario mantener la enseñanza de la Literatura al menos para estudiantes de Enseñanza General Básica y de las Facultades de Filosofía y Letras.

3. Quizás la culpa de los males de la enseñanza de la Literatura sea haberse transformado, con cierta frecuencia, en una mera “cultura de adorno”, de carácter más o menos exclusivamente erudito. Es decir, haber desvinculado al autor y a su obra de la realidad histórica concreta en que uno y otra adquieren pleno sentido y se hacen comprensibles o incomprensibles. No se trata de reducir todo a una estrecha “sociología” de la literatura; hay comprensiones que reenvían a lo mitológico, a lo universal, a lo subconsciente. El estudio y la docencia de la Literatura exige, a mi juicio, esa comprensión totalizadora (incluso de elementos científicos y, por supuesto, no científicos).

Lo curioso –y lo terriblemente irónico y, a la vez, dramático– de esa oposición actual a la Literatura, es que se da fundamentalmente –según creo– en ideologías y actitudes (tecnocrático-reaccionarias) que pueden considerarse (a pesar de mutaciones superficiales, o de simple presentación externa) como herederas directas de las mismas ideologías culpables, con sus “obstáculos tradicionales”, de haber convertido a la Literatura en simple “cultura de adorno”. Algo parecido podría decirse con respecto de lo que ocurre acerca de la Historia.

De todos modos, los profesores actuales de Literatura tienen ante sí una grave responsabilidad: romper ese “áureo y sublime” aislamiento de la Literatura y hacerla necesaria para entender y transformar el mundo, también –claro está– el mundo interior de uno mismo.

4. La Literatura es completamente necesaria para esa formación humanista del hombre contemporáneo; pero tampoco basta por sí sola. El profesor de Literatura, sin abandonar su “especialidad”, debe leer filosofía, historia, sociología, economía... y hasta (si hubiera tiempo, física o biología); e igualmente debe hacer el estudiante de Literatura, o el de Ciencias Políticas. Vuelvo otra vez a la idea de la formación interfacultativa o interdepartamental: no se trata de dificultar o ir contra la necesaria tarea de los especialistas. En modo alguno: pero, en mi opinión, el trabajo en los años de la Universidad debe ser tiempo de fomentar y lograr una más plena y amplia formación confrontando perspectivas, enfoques, ciencias diferentes... La Literatura deberá estar ahí presente. Pienso que sólo así podrá lograrse en nuestro tiempo esa flexible y sólida formación intelectual y científica, que es base, a su vez (no me cabe la menor duda), para una solvente y rigurosa futura especialización.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 263-266.]

Amando de Miguel

1. La función es muy distinta según el nivel de enseñanza al que vaya dirigido ese estudio y, por tanto, la población a la que vaya a afectar. De una manera muy simple, yo distinguiría estos cuatro niveles:

  1. En un primer nivel elemental o básico la enseñanza de la Literatura se refiere al aprendizaje de la técnica de saber expresarse por escrito en el idioma de comunicación general en el país donde se viva. Es la condición fundamental para que una población deje de ser analfabeta y debe combinarse con la capacidad de manejar los rudimentos del lenguaje matemático (para dejar de ser a-numérica). De esa manera, la población en cuestión puede pasar a desarrollar actividades productivas mínimamente calificadas.

  2. En un segundo nivel, la Literatura se estudia como instrumento de entendimiento de la propia cultura. Es lo que se hace (o debiera hacerse; en un plano teórico no distingamos los dos planos) en el Bachillerato.

  3. Un tercer nivel sería el estudio especializado del idioma y de sus expresiones literarias como parte de la formación humanística que se da en las Facultades de “Letras”, en el sentido más amplio (Filosofía, Derecho, Periodismo, &c.).

  4. Un cuarto nivel vendría a ser el de aprendizaje e investigación filológicas que se trata en la Facultad de Filología o centros similares.

Estos niveles se pueden aplicar a una o varias lenguas. En España debería darse la opción de que las diversas lenguas no-oficiales (catalán, vascuence y gallego) pudieran ser aprendidas e investigadas en esos cuatro niveles. Desgraciadamente ni siquiera toda la población se halla “literaturizada” al primer nivel y en castellano. En rigor, sólo una minoría sabe expresarse por escrito. Con esta “masa crítica” tan mínima no es de extrañar que la capacidad de creación literaria verdaderamente original e influyente sea muy escasa en España. Una población analfabeta y a-numérica no puede dar origen a una aportación sustancial en el progreso cultural y científico del mundo.

2. La pregunta es de lo más confusa. La Enseñanza General Básica no es el equivalente del antiguo Bachillerato (sólo en parte de lo que se llamaba “Bachillerato elemental”) y la supresión de la asignatura de “Literatura” no significa lo mismo en todos los niveles de enseñanza. Por otro lado, no se dice si la supresión significa, lisa y llanamente, la desaparición de la asignatura, o más bien su sustitución por otra forma distinta de transmitir los conocimientos adecuados.

A mi modo de ver, la enseñanza bien hecha de la Literatura es imprescindible en los cuatro niveles antedichos. En el primero para toda la población, e idealmente y a la larga también en el segundo. Otra cosa es que deba ser sustituido el sistema actual, aristocratizante, esteticista, memorista, ritualista, &c. En pocas enseñanzas se imponen, creo yo, tantos cambios de forma y contenido. Es necesaria una revolución pedagógica de tanto o mayor alcance de lo que supuso la enseñanza de las “nuevas” Matemáticas.

3. La pregunta resulta un poco cargada al sugerir que la docencia literaria ha consistido en “mera información erudita”. Ciertamente así es todavía, según mis noticias. Se insiste no sólo en la acumulación memorística sino que los profesores se “escapan” a los clásicos y reducen la literatura a sus expresiones más “nobles”, por no saber enfrentarse con el uso del lenguaje escrito (u oral formalizado) que se utiliza normalmente en la vida cotidiana.

Si de mí dependiera la enseñanza de Literatura, yo insistiría en el manejo de textos que se reciben todos los días en diarios, revistas, radio, televisión. Pasaría después a novelas, ensayos, guiones de cine, obras dramáticas y otros géneros de calidad estética que actualmente se producen. En último término pasaría a estudiar los clásicos.

En todos los casos, yo cuidaría de elegir para su análisis no sólo los textos con una indudable calidad estética (el dominio de la “alta cultura”) sino los que representan un interés humano, social o histórico, desde cualquier perspectiva legítima.

En este sentido, creo que un profesor de Literatura debería estar tratando continuamente con fotonovelas, crónicas deportivas, canciones, noticias, comics, artículos de periódico de la más variada índole, &c., es decir, con las expresiones formalizadas del lenguaje que antes y en mayor cantidad llegan a la gente. Desde ahí es como se puede entender a los creadores de la gran Literatura y no al revés.

En cualquier caso, la finalidad de un curso de Literatura, sobre todo en los dos primeros niveles, es que los estudiantes aprendan a redactar, a expresar sus pensamientos de una forma ordenada, gozando con ello. Para ello, claro está, hay que enseñar a leer, con muy variadas lecturas.

La enseñanza y el goce del castellano resulta especialmente difícil, por la gran variedad de productos culturales que en ese idioma se realizan, según el país de que se trate (digamos que hay veintitantos “castellanos”; ni siquiera el “español” es uno). Por otra parte, en este idioma la gente suele hablar con mucha rapidez, en comparación, por ejemplo, con la premiosidad de los anglosajones y nórdicos. El magnetofón debe ser un instrumento tan imprescindible como el libro en la enseñanza de la Literatura.

Una triste experiencia de los profesores universitarios es encontrarse con una mayoría de alumnos que no saben expresarse lógica y ordenadamente por escrito. Y no me refiero al cumplimiento de las normas de la Real Academia, que esto me parece lo de menos, sino a saber utilizar el lenguaje como instrumento de creación y de fruición intelectual. Tampoco suelen saber utilizar los conceptos matemáticos elementales, pero ésa es otra historia. Una espesa boria cultural difumina los saberes que los universitarios traen del Bachillerato. Con esta desventaja inicial no podemos pretender que los Departamentos universitarios sean semilleros de premios Nobel. Una buena responsabilidad de todo esto compete al cuerpo de profesores de Literatura en los dos primeros niveles de la enseñanza. Lo siento.

4. Creo que no. El lenguaje es un instrumento muy importante, como acabo de evidenciar pero comprender en verdad al hombre y sus obras implica el estudio de una serie de contenidos muy diversos.

Hasta los tiempos actuales por formación humanística se entendía el conocimiento de la cultura clásica greco-romana. Ello era así porque era la única que se conocía completa, era el modelo para entender la cultura propia, y el análisis de esta última estaba vedado por mil censuras y prohibiciones. Pero todas esas razones ya no cuentan mucho. Hoy se puede y se debe estudiar la cultura propia, comparándola con la greco-romana, con otras históricas y otras actuales. Se pasa a un sistema de nuevas humanidades, que a los viejos temas (Geografía, Historia, Literatura, Arte, Latín, Filosofía, &c.) añaden las ciencias sociales (Economía, Antropología, Psicología, Sociología, Ciencia Política, &c.) y el tratamiento de los medios de comunicación de masas.

Como puede verse, el estudio de la Literatura adquiere una nueva dimensión en este nuevo saber humanístico. Pasa a ser una cosa viva, un instrumento para otros muchos contenidos culturales estéticos, ideológicos. Necesita complementarse con el conocimiento de otras lenguas.

A la organización de la enseñanza de la Literatura le compete una tarea revolucionaria: lograr que la “España que lee” deje de ser una minoría. Para empezar, habría que lograr que leyeran y escribieran los profesores, lo cual parece ciertamente un objetivo utópico. La agrafía es mal endémico en la Academia.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 301-305.]

Palabras finales

Fernando Lázaro Carreter

En este epílogo, que considero necesario como justificación del libro, debo evitar repetirme y repetir. No hace mucho que tuve la oportunidad de contestarme a las preguntas que ahora he dirigido a otras personas más cualificadas, y mi respuesta ha alcanzado una difusión que me obliga a no insistir otra vez en aquellos puntos de vista.1Por otra parte, al ser tan densa y abundante la doctrina expuesta por los colaboradores de este volumen, me resulta imposible realizar una síntesis de sus opiniones: abreviarlas o intentar exponer sus denominadores comunes, las desvirtuaría, seguramente, y les haría perder el valor de testimonio personal preciosísimo, que, en muchos casos, poseen.

Concebí este volumen, y propuse su publicación a Editorial Castalia, no con el propósito de expresarme yo, sino con el de servir de vehículo a otras personas que, muy probablemente, participaban de la inquietud que motivó mi escrito. Éste –mejor dicho, su objetivo central: la defensa de la Literatura como disciplina académica– tuvo una acogida cordial, y hasta una cierta resonancia, porque incidía en una desazón compartida por los aún abundantes españoles que no nos resignamos a considerar dignos de nuestro linaje cultural, los modelos de eficacia técnica que han prevalecido (no sé si como designio demasiado consciente, pero sí como previsible resultado práctico) en la reciente reforma educativa. La más alarmante señal de esta conducta, para quien tiene como vocación y oficio las humanidades castellanas, era la exigua, casi inexistente presencia de las materias literarias en los programas de Educación General Básica, como anticipo, tal vez, de un propósito: mantener o aumentar su precariedad en el Bachillerato Unificado Polivalente, cuyo plan es aún desconocido. Los datos que ya poseemos, por ser oficiales, son estos: la Literatura es opcional en el Curso de Orientación Universitaria; y los planes universitarios promulgados por el último Gobierno la suprimen en las Facultades de Letras, para los alumnos de Filosofía, Psicología y Pedagogía. Tales son los hechos, que hablan por sí mismos.

En tales circunstancias, parecía urgente oponer algún obstáculo a la consumación de unas tendencias que parecían lesivas para nuestra cultura. Mi artículo –y pido perdón por referirme a él con alguna insistencia– no tuvo la menor acogida donde debía. Mejor dicho, alguna tuvo, y aporto a nuestra paradójica historia este modesto dato: se me pidió permiso para reproducirlo en una publicación ministerial, a fin de difundirlo ampliamente entre los enseñantes; permiso que, lógicamente, negué, indicando que había otro lugar más adecuado para acoger sus ideas: el Boletín Oficial.

Dada, pues, la –lógica– insignificancia de mi esfuerzo, lo más adecuado parecía cambiar de táctica: había que conjuntar opiniones de más peso y solvencia, voces capaces de resonar más que la mía, modestísima. De ahí mi propuesta a Castalia, y mi apelación a un grupo selecto de profesores de Filología, de escritores y de críticos de nuestra cultura, los cuales, en su casi totalidad, han respondido a nuestra llamada. Quienes no lo han hecho –pienso, por ejemplo, en V. Aleixandre, J. L. Aranguren, J. M. Blecua, C. Pleyán, y el nuevo Ministro de Educación, Cruz Martínez Esteruelas, del que solicité tal vez prematuramente un anticipo de sus propósitos– han aducido razones de trabajo, perfectamente justificables. A todos los colaboradores debo expresar nuestra gratitud por haber acudido, con un sentimiento espontáneo que sólo aguardaba para manifestarse el estímulo de una convocatoria, a luchar por el objetivo principal, casi podría decirse que único de este libro, tal como lo he definido antes: transmitir a la opinión pública, y, simultáneamente, a las autoridades educativas, una honda preocupación por las graves consecuencias que podría acarrear a nuestra cultura el debilitamiento o la extinción del estudio obligado de la Literatura en todos los niveles de la enseñanza.

De las opiniones que aquí emiten quienes pueden y saben hacerlo –empezando por la de Dámaso Alonso, a la que, por razones obvias, hemos reservado el primer lugar de la encuesta– sale la conclusión de que nuestro momento histórico, si alguna corrección de rumbo requiere en este aspecto, es, justamente, la de fortalecer aún más que en pasadas épocas el lugar de la Literatura en la Educación. El lector habrá visto un gran despliegue de razones, pragmáticas, estéticas, filosóficas y sociológicas que abonan esa necesidad: insisto en que no voy a repetirlas ni a sintetizarlas. Pero, de todas ellas, parece tener especial fuerza la que considera precisas las disciplinas literarias para insertar lúcida y críticamente a los jóvenes ciudadanos en el mundo que les ha tocado en suerte, el cual hace y hará todo lo posible por homogeneizarlos, por convertirlos en consumidores sin alma.

La Literatura es, aparte (para mi objeto actual) sus otros valores, una inigualable inductora de conocimiento. La moderna tecnocracia, de cualquier color político, no ignora esa temible capacidad, y alza frente a quienes defienden a aquélla la idea falaz de que es más perfecto el conocimiento del mundo que proporciona una buena información;2según este punto de vista, los medios audiovisuales deben desplazar al libro, tal vez al periódico, y un consumismo radiotelevisivo ha de sustituir la cultura de la letra impresa. La falacia de este propósito estriba, como es notorio, en que esos medios informativos son, por su misma naturaleza, instrumentos de unos intereses política o económicamente orientados, y se destinan a confirmar y consagrar un “status” determinado. También puede haber escritores a su servicio; pero puede no haberlos, posibilidad que queda excluida entre los responsables de una información centralizada. ¿Se hubiese producido la imagen compleja de la Unión Soviética que poseemos, si todos los días hubieran pasado por nuestros televisores los espacios informativos y los reportajes que se exhiben ante los ciudadanos rusos? Media docena escasa de novelas que han podido salir clandestinamente a Occidente, han dado lugar a un conocimiento –no a una _información_– mucho más preciso que el que pudieran proporcionar mil horas de telediarios y reportajes seleccionados.

Hace pocos años, Simone de Beauvoir se planteaba este problema que acabo de proponer, con su habitual lucidez.3La duda de un posible desplazamiento de la literatura por la información, había surgido en ella por la lectura del magno reportaje antropológico de Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez: “Si se multiplicasen las obras de este tipo –cosa que técnicamente es posible–, si hubiese una gran cantidad de ellas, que de este modo nos entregasen los secretos de las ciudades, de los ambientes, de los distintos sectores del mundo, ¿le quedaría todavía a la literatura algún papel que representar?”. Y desde los supuestos de su filosofía sartriana, se contestaba que sí: por una parte existe el mundo, que es idéntico para todos; pero cada uno de nosotros estamos ante él o en él de un modo diferente, que “implica nuestro pasado, nuestra clase, nuestra condición, nuestros proyectos: en una palabra, todo el conjunto de lo que constituye nuestra individualidad”.

Es esta individualidad en la contemplación del mundo la que comunica el escritor (y no el informante que actúa según un plan ajeno). Volviendo al ejemplo propuesto por Simone de Beauvoir, aquel trozo de realidad mejicana registrado en cintas magnetofónicas, para ser después transcrito, entra en mi conocimiento gracias al montaje selectivo que realizó Lewis. Pienso que no es correcto negar carácter literario a Los hijos de Sánchez, porque su autor, desechando registros y combinando los aceptados, ha procedido conforme a modelos estructurales novelescos.4Lewis, a pesar de su proclamada objetividad, ha contemplado un fragmento miserable de vida mejicana desde una irrenunciable subjetividad, y, por eso, logra transmitirnos un conocimiento que segrega, simultáneamente, horror y compasión. Un informe, según la ortodoxia metodológica de la sociología y de la antropología, no hubiera sido capaz de inducir esta simpatía. Como el más diestro historiador del hambre y de la mendicidad hispanas, no alcanzaría nunca a hacernos comprender lo que eso fue en la plenitud del Imperio, con la fuerza con que lo logran el Lazarillo o el Guzmán. Ello no quiere decir que tales libros nos permitan recorrer, leyéndolos, la realidad como tal: paseamos, tan sólo por la España de esas novelas, es decir por una España parcial, y tal vez no objetivamente verdadera. Pero es la verdad de unos hombres que deponen en cuanto testigos, no de su país –como podría hacerlo un cronista–, sino como hombres en su país; y es entonces cuando se produce el milagro de la comunicación contagiosa, porque yo estoy en la misma situación que ellos, con problemas, mutatis mutandis, idénticos, y su testimonio es para mí un estímulo, un ejemplo para proseguir testimoniando como escritor o, simplemente, como ciudadano.

No sólo deben producir en el lector estos efectos las obras de carácter “comprometido” como las citadas, sino otras muchas, pretéritas o actuales, en que no se advierta protesta alguna. Dejando aparte las mistificaciones, los productos fabricados con receta, que no tienen derecho al marbete de Literatura, todas las obras que se acogen a él están actual o potencialmente en mí, nutriendo cuanto soy y respaldando mi manera concreta de estar en el mundo, como resultados parciales y sucesivos que son de la historia que me ha producido a mí mismo. Conocer no siempre tiene como resultado rebelarse; pero estimula siempre a comprender y a juzgar. Y es en esto donde muchos, consciente o inconscientemente, ven la peligrosidad de dicho acto, que se evita con el sucedáneo de la información globalizadora y selectiva. Cuando Información y Literatura se suman administrativamente como cantidades homogéneas, pueden temerse las peores consecuencias para esta última.

Si no me engaño, cuantos desde este libro o desde otros lugares defendemos la Literatura como disciplina académica en todos los niveles de la enseñanza, estamos defendiendo un modelo de ciudadano razonador, crítico y sensible, tal vez incómodo, pero evidentemente necesario para edificar una verdadera y ordenada ciudad de hombres. Que esta sea hoy, y tal vez siempre, una utopía, debe servir más de estímulo que de freno. Porque a ella se opone otra, sí realizable: la del mundo feliz, more huxleyano.

Ahora bien, a la vez que aquí se pide un fortalecimiento de los programas literarios, no se oculta –y son muchas las respuestas que se ocupan del tema– la necesidad de transformar radicalmente la docencia de esta disciplina. Tal como suele ejercitarse (dejando a salvo las excepciones), ni contribuye a crear espíritu crítico en los alumnos, ni estimula sus gustos artísticos, ni los convierte en lectores. De ahí su crisis entre los estudiantes mismos. Recientemente, en un importante congreso reunido en Francia para tratar de la enseñanza de la Literatura, Roland Barthes5definía con clarividencia cómo las clases de tal materia consagran una perniciosa identidad entre Literatura e Historia de la Literatura, es decir, entre un complejo fenómeno cultural y una asignatura de liceo que, una vez aprobada, entra en el mundo del recuerdo, con el mismo rango que la Geografía o la Química orgánica. Quien sale del Bachillerato para consagrarse a saberes no humanísticos, considera la Literatura (ahora, en España, ni aun eso) como un conjunto de “monemas de la lengua metaliteraria”: autores, escuelas, movimientos, géneros y siglos, destinados a convertirse en una reminiscencia infantil, esto es, en una mitología –la palabra es, ahora, de G. Genette–, poblada de grandes nombres y de paradigmas falsamente hipostasiados (Edad Media / Renacimiento / Siglos de Oro; Romanticismo / Realismo / Modernismo / Generación del 98, &c.), que fosilizan y enmascaran la realidad histórica. En España, la situación se agrava por el hecho de que todo el saber literario infantil y juvenil ha solido quedar en eso, sin apenas contacto con los textos. Y así, con tan magro armamento intelectual, los jóvenes saltan de las aulas a la vida adulta, entendiendo que Literatura es aquello que estudiaron, y que poco o nada tienen que ver con ella los escaparates de las librerías. Todo lo más, llamará su atención la propaganda en torno a un premio literario –quizás lo lean– o a un centenario, que no resultará ajeno a su saber cada vez más remoto. De esta manera, las disciplinas literarias hieratizan su objeto y lo alejan del individuo. Cuando, como ahora sucede, la juventud renuncia a cualquier actitud reverencial ante las cosas, la Literatura así concebida se convierte en objeto de su indiferencia, cuando no en objetivo de su contestación. Aunque no es la Literatura, claro es, la combatida, sino los métodos adoptados tradicionalmente para su presentación.

Si se logra salvar estos estudios para la cultura patria, el segundo paso debe ser, pues, una enérgica corrección de los métodos docentes, de tal modo que prescindan de su antigua función mitologizadora, y logren infundir en los alumnos una dinámica de lectores que se prolongue en su edad adulta. Se trata de que las clases infundan en todos, no sólo un sagrado respeto por los grandes nombres (aunque siempre sea mejor que su ignorancia), sino un hábito, transformado en necesidad, de frecuentar el libro como fuente inagotable de vida. ¡Lecturas, lecturas, lecturas!, recomiendan casi a una sola voz los colaboradores del presente volumen. Y tienen toda la razón, así como los que propugnan métodos adecuados para realizarlas. Roland Barthes, en el escrito citado, señala la necesidad de tres importantes reparaciones en el sistema francés de enseñanza: a) evitar la exposición seudogenética de la historia literaria (se hallarán en este libro opiniones coincidentes con las del gran crítico francés), convirtiéndonos a nosotros mismos en el centro de dicha historia, de tal modo, que la literatura del pasado sea hablada partiendo del lenguaje actual, y aun de la lengua actual; b) sustituir las explicaciones de autores, géneros y escuelas por la de textos, tomados, no como objetos sacros vinculados a la historia literaria, sino como códigos potenciales de saberes y de valores cuya virtualidad es inagotable; y c), desarrollar continuamente la lectura polisémica del texto.

A propósito de este último punto, son muy sagaces las reflexiones que Jean Alter6se hacía, en ese mismo congreso, al preguntarse qué móviles podían guiar a un hombre a enseñar Literatura. ¿Tiene esto algún sentido? Y se lo hallaba en el hecho de presentar a otros hombres las obras literarias como objetos autónomos, que deben ser analizados sin prejuicios hasta exprimirles su visión del mundo. “Ciertamente, este mundo es imaginario, y conviene tomarlo como tal. Es ambiguo y movedizo y la visión que propone se metamorfosea según el capricho de la interpretación de las palabras o de los silencios de la escritura. Pero, en sus equívocos mismos, y precisamente porque no es el mundo que se cree conocer, exige al lector, y, a fortiori al estudiante, el mismo trabajo de investigación, el mismo esfuerzo de comprensión que el mundo real, también desconocido. La enseñanza de la literatura, concebida desde este supuesto, se convierte en un aprendizaje de la vida. Pues, más que nunca, ya que los valores se tambalean, el presente se desintegra y el porvenir se muestra incierto a la especulación, lo que más se echa en falta es el método en el sentido cartesiano: una formación del espíritu que permita orientarse entre las ambigüedades”. Alter no pretende, claro es –y ya hemos hablado de ello– que la enseñanza de la literatura nos proporcione experiencias directamente transferibles a la experiencia real, puesto que la visión del mundo proporcionada por una obra literaria sólo vale para su universo imaginario, el cual, por otra parte, suele ser equívoco o polivalente. Lo que importa es que el mundo de la literatura ofrece, para quien lo afronta, los mismos problemas que el de la realidad cotidiana; y que ejercitarse en investigar aquél, proporciona un entrenamiento para vivir en este.

Me parecen verdades suscribibles, y les presto mi adhesión aun corriendo el riesgo de que vuelva a atribuírseme –algunos lo han hecho– una escasa atención a la finalidad propiamente estética de los estudios literarios. En mi mente, ésta se integra en los objetivos morales que deben confiarse a tales estudios, como parte constitutiva y esencial de los mismos.

Pero estas cuestiones, en un momento de peligro como el actual, pueden resultar especulativas en exceso. La verdad inmediata y atosigante es esa amenaza contra la Literatura como disciplina académica que, con el presente libro, estamos intentando conjurar. Aunque, tal vez, los motivos de alarma han cedido bastante desde el momento en que la encuesta fue planeada, hasta este en que ve la luz. Nuestro deseo sería que pudiera ser considerada desde una total tranquilidad, y que nuestros lectores concentraran su atención exclusivamente en los variados y ricos aspectos de la pedagogía literaria que aquí se exponen.

Madrid, 19 febrero 1974

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1 Cf. “El lugar de la Literatura en la Educación”, en E. Alarcos, M. Alvar, A. Amorós, &c., El comentario de textos, Madrid, Castalia, 2.ª ed. 1973, pp. 7-29.

2 No deseo discutir aquí otra acusación que se está lanzando contra los estudios literarios –concretamente, de literatura española– en un país hispánico que, recientemente, ha cambiado de régimen: la de que son “elitistas”. Sus profesores, sus revistas, sus centros de investigación están siendo dispersados o perseguidos bajo la demagógica acusación de ser burgueses y de conspirar contra los intereses del pueblo (!).

3 Que peut la Littérature?, Paris, Union Général d'Êditions, Paris, 1965. Hay edición española, Buenos Aires, Proteo, 1966, por la que cito.

4 Cf. mi artículo “El realismo como concepto crítico-literario”, Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 238-240, 1969.

5 “Reflexions sur un manuel”, en L'enseignement de la Littérature, recopilación de S. Doubrovsky y T. Todorov, París, Plon, 1971, 170-177.

6 “Pourquoi enseigner la Littérature?”, ibid., 137-147.

[Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 329-339.]