Filosofía del Arte como catártica (original) (raw)

Estética y Filosofía del arte

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La catártica es una variedad de la crítica, pero no toda crítica es una catártica. La crítica hay que referirla, desde luego, a las obras resultantes de las operaciones humanas: puedo criticar la disposición arquitectónica de una bóveda, pero carece de sentido criticar el Sistema Solar; ni siquiera cabría criticar a un organismo viviente, salvo indirectamente (en la medida en que redefinimos ese organismo según pautas médicas, introduciendo el criterio de la enfermedad o de la salud; en cuyo caso la crítica al organismo será más bien una crítica médica que una crítica biológica).

La función de la crítica, en cuanto crítica absoluta, se orienta a remover todo tipo de errores (errores de deducción, de argumentación, de interpretación, etc.) que acompañan a la obra criticada, tratando de separarlos del cuerpo doctrina, del cuerpo social, o de la máquina. La crítica absoluta procede por negación o remoción de todo aquello que resulte obstativo para “el buen funcionamiento” del cuerpo criticado.

Pero en muchas ocasiones ocurre que los errores no pueden o no deben ser removidos (separados) del cuerpo de referencia, si es que tales errores (o desviaciones, superfluidades, etc.) desempeñan regularmente, o en un momento dado, un papel importante, e incluso esencial (conformador) de la propia obra criticada. Es entonces cuando podemos hablar de catártica, porque ahora no tratamos tanto de separar los errores (si la separación pone en peligro la estructura misma del objeto criticado), cuanto de disociarlos [63] de la obra, a fin de “purificarla”, aun sabiendo que ella mantiene el contacto con esos errores. La crítica catártica, en cierto modo, no tendría en principio como objetivo la separación o remoción de los errores cuanto, una vez disociados estos, la restitución de esos errores al cuerpo criticado, si es que éstos formaban parte de su estructura o de su funcionamiento, lo que puede ocurrir de muchas maneras.

En los cuerpos doctrinales de las ciencias, la crítica tiende a ser de orden absoluto. Cuando Eddington aconseja “¡Físico, líbrate de la Metafísica!”, quiere decirle, sin duda: “elimina de tu ciencia todo componente doctrinal extrafísico que oscurece, oculta o distorsiona el alcance de los teoremas; en todo caso, esos componentes metafísicos son superfluos y han de ser separados”. Y, sin embargo, el radio de aplicación de la consigna crítica de Eddington se reduce más bien a los “contextos de justificación”, porque ocurre que en los “contextos de descubrimiento” la “metafísica” ha podido contribuir históricamente en la construcción científica o, al menos, no la ha estorbado. En el caso de las doctrinas filosóficas (aunque también en algunas construcciones científicas: los principios de la termodinámica pueden enunciarse como crítica a las Ideas del perpetuum mobile que, por tanto, deben mantenerse presentes) la crítica absoluta es impracticable, en la medida en que esas doctrinas solo puedan conformarse por oposición dialéctica a otras doctrinas dadas: la crítica alcanza entonces una función eminentemente catártica, en la medida en que no se propone borrar la doctrina criticada, con la que tiene que contar, sino mantener sus distancias con ella. Otro tanto ocurre con la crítica política entre partidos cuyos programas están conformados como réplicas o negaciones mutuas (“si no existiera Cleantes, yo no sería Carnéades”).

La Filosofía del Arte, como disciplina, puede entenderse ante todo (aunque no exclusivamente) como un programa catártico, referido al análisis crítico de las Ideas filosóficas (teológicas, metafísicas, ontológicas) que suelen acompañar a las obras de arte, y no solo en su génesis, sino incluso en su misma estructura. En arquitectura, y sobre todo en música, sería imposible reproducir el consejo de Eddington a los físicos (“¡Músico, líbrate de la metafísica!”), porque acaso sería la propia obra de arte la que quedaría con ello comprometida. A veces, las ideas metafísicas que intervienen en la génesis de la obra artística “se han evaporado”, de forma tal que pueda decirse que esta las ha segregado como externas y que solo por motivos de erudición histórica puedan ser recordadas; pero otras veces, las ideas metafísicas que intervienen en la génesis de la obra siguen estando presentes en su misma morfología, que por sí misma resultaría ininteligible.

Los problemas de la catártica pueden interpretarse entonces en estos términos: ¿hasta qué punto las Ideas filosóficas, metafísicas, etc., están incorporadas de tal modo a la obra de arte que sea posible decir que es la morfología de esta obra la que nos las hace presentes? Porque es evidente que la presencia de la Idea filosófica puede tener lugar de un modo ejercido, y no representado; en cuyo caso, el ejercicio de la Idea no requeriría su representación externa (por ejemplo, literaria, o doctrinaria) o incluso admitiría otras formas de representación alternativa. En general, cabría decir que la Filosofía del Arte como catártica, tendría como objetivo primario mostrar cómo las Ideas filosóficas que acompañan a la obra de arte pueden “reconstruirse” o “ejercitarse” en el material categorial respectivo; la purificación o catarsis podrá hacerse consistir, en este caso, en la determinación de las líneas categoriales inmanentes que ejercitan las Ideas de referencia. Se trata de una depuración de los componentes categoriales respecto de las Ideas [783] que suponemos asociadas a ellos. La catártica incluye también el análisis de los procesos mediante los cuales determinadas Ideas han sido “traducidas” a normas “técnicas de construcción categorial”. Por ejemplo, supongamos que la Idea, propia de la filosofía clásica alemana (Kant y, sobre todo, Hegel) según la cual los procesos dialécticos se despliegan en los momentos de la tesis, antítesis y síntesis, influyó de hecho en la organización de la estructura de las sonatas o de las sinfonías de Beethoven. La norma técnica habría consistido en interpretar los momentos dialécticos como tiempos o partes globales de la obra y las oposiciones dialécticas como oposiciones de ritmo (allegro/andante, allegro/assai) o de tonalidad (Do menor, Sol mayor, etc.). Pero, ¿hasta qué punto, o en qué medida, esas “Ideas preconcebidas” del ritmo ternario de la dialéctica hegeliana permanecen en la obra musical? Por de pronto, han de ser redefinidas en los términos de la materia categorial musical, porque solo de este modo la doctrina hegeliana de los ritmos dialécticos puede “sonar”. La cuestión es: ¿y acaso el sonido no segrega la Idea y la hace superflua?; más aún debe segregarla, como una tormenta orquestal (incluyendo las avecillas cantoras que huyen), se supone que ha de reconstruir los truenos y el canto de los pájaros con sonidos y ritmos producidos por los instrumentos: si se dejarse oír truenos y pájaros reales (o grabados) en el concierto nos pondríamos fuera del terreno de la música orquestal y entraríamos en el terreno de la música concreta. Pero una vez reproducidos, ¿no estaríamos ante un proceso musical-orquestal inmanente, obligado a segregar, como impureza, las asociaciones con elementos extrínsecos, que son extramusicales, aunque sean sonoros? Es una tesis que ha venido conceptualizándose como formalismo (la “teoría de los arabescos” de Hanslick), pero la propia idea del formalismo es muy oscura, desde el punto de vista filosófico, si lo que sugiere es la posibilidad de un jorismós de las formas respecto de la materia. Un “arabesco” no es una estructura formal, en este sentido, como tampoco son formales las figuras algebraicas de los silogismos aristotélicos: estas formas tienen como materia propia, por de pronto, los propios símbolos algebraicos y sus relaciones (materialismo formalista) [85] y de la misma manera los “arabescos orquestales” no son formales, puesto que tienen como materia los sonidos, sus secuencias, las armonías, los contrapuntos; por consiguiente, no cabe hablar de sintactismo puro, de una eliminación de los “componentes semánticos”. Lo que se eliminará a lo sumo será la semántica de los truenos y de los pájaros (de la “música telúrica”, que precisamente por ello no es música, puesto que no pertenece al reino de la cultura normada), pero reteniendo la semántica de los contrapuntos, de los acordes y de los ritmos. Y esta es la verdadera cuestión: ¿qué es lo que puede significar internamente una obra musical, teniendo en cuenta que no solo son componentes internos categoriales los contenidos específicos (los sonidos y sus relaciones), sino también los componentes genéricos esenciales, las secuencias temporales, los ritmos, e incluso relaciones entre sonidos establecidas a través del contrapunto? En cualquier caso, no ha de confundirse el materialismo semántico con las ideas metafísicas de muchos antiformalistas, empezando por A. Schömberg que, tras sus primerizos manifiestos formalistas, llegó a invocar como fundamento de la música la armonía con el Modelo Divino. Y sin embargo, algo pudo querer decir Schömberg, como algo debía querer decir Ansermet al afirmar que la ley tonal, dada en la relación tónica-dominante-tónica, tiene que ver con la ley fundamental del universo que rige las relaciones entre el Hombre, el Mundo y Dios: el atonalismo se equipara, por tanto, al ateísmo. ¿Cómo traducir estas ideas metafísico-ideológicas, en sí mismas desprovistas de todo sentido, en términos de normas técnicas musicales? Sin duda puede pensarse que lo que Ansermet quiere decir es que, suprimida la ley tonal (cuyo núcleo son los acordes de terceras), desaparece toda norma en música y ésta se convierte en caos, en música aleatoria que, por definición, dejaría de ser construcción normada, en la que todo vale. De lo que, negativamente al menos, podríamos establecer el contacto con la teología, a través de Dostoyewski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Ahora bien, Schömberg podría replicar que su atonalismo no podría confundirse con una suerte de “anarquismo musical”, en el que todo vale; podría replicar que su “atonalismo”, lejos de derruir toda norma, lo que ha hecho es multiplicar las normas, hasta el punto de poder incluir las normas tradicionales como un caso particular de las normas seriales: a fin de cuentas, la escala dodecafónica no añade “términos nuevos” a los que contenía la tradicional escala diatónica de siete notas “básicas” más cinco “accidentales”; hay acordes de Bach, por no decir de Liszt, que pueden reinterpretarse desde el dodecafonismo, y se ha dicho que la tonalidad y atonalidad tienen una diferencia de grado, no constituyen una dicotomía. Y esto sin contar con la norma schömbergiana de las series cuando funcionan como motivos o temas y, sobre todo, con la “serie fundamental” (Tonreihe) en la que se basará la composición dodecafónica y que es susceptible de desarrollos normados tan artificiosos, poco aleatorios, como puedan serlo los de la “inversión”, “retrogradación”, o “inserción retrógrada” (por ejemplo, en su Cuarteto de viento, Opus 26). De otro modo: la “teología musical” de Ansermet no se enfrenta al “ateísmo musical” de Schömberg, sino a otra teología, al modo como la teología monoteísta de los musulmanes se enfrentaba a con la “teología politeísta” de los cristianos; pero la traducción técnica de estas ideas teológicas parece no presentar excesivos inconvenientes. Más difícil sería justificar la traducción de normas técnicas de ideas metafísicas sobre la música como las que sostuvo A. Schopenhauer cuando veía la música como “representación inmediata de la Voluntad Universal” (“la modulación de un tono a otro” expresaría la muerte del individuo; el bajo representaría el grado ínfimo de objetivación de la Voluntad y, por ello, debería moverse en intervalos muy pequeños). ¿Y qué decir de la idea metafísica de “organismo”, aplicada al análisis y composición musical por H. Schenker? Cabe intentar depurar sus componentes normativos si estos sirven para discriminar unas clases de composiciones musicales (orgánicas, fractales…), que se guíen por aquellas normas, de otras clases de composiciones que no se atengan a ellas.

El campo de aplicación de la Filosofía del Arte en cuanto catártica no se circunscribe únicamente a la música; también se aplica a otras categorías artísticas, y muy especialmente en la arquitectura. También aquí se ha procedido, por ejemplo, acogiéndose a los principios de una “arquitectura dialéctica” en la que los términos enfrentados fuesen el diálogo entre el interior de la edificación y su ambiente externo (Bakema); la idea de “metafísica de la luz” se traduce en ventanales de los templos cistercienses por la eliminación de las vidrieras coloreadas: ¿significan algo, desde este punto vista, estos cristales blancos al margen de la idea que inspiró su instalación y que eliminó el arte de los vitrales? La situación en este caso podría compararse a la que originó el iconoclasmo en el arte religioso bizantino eliminando morfologías humanas. También el impresionismo, el cubismo o el naturalismo, en pintura, en música o en arquitectura, pueden considerarse ideas filosóficas acompañadas de correspondientes “normas técnicas de traducción”, la catártica filosófica tiene aquí tareas casi inagotables.

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