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Democracia: Estructura y Ontología

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Aristóteles (Política, 1279a) estableció una taxonomía de las sociedades políticas siguiendo dos criterios: por el criterio de la cantidad (uno, algunos, todos) y el criterio del valor (el valor propio de una gobernación recta en vista del interés común, y el valor propio de una gobernación aberrante o desviada, en vista del interés particular. La combinación de estos dos criterios produce la consabida taxonomía de seis clases de sociedades políticas, paralela a la taxonomía de las proposiciones lógicas:

  1. Monarquías (uno es el soberano y su gobernación recta).
  2. Tiranías (uno es el soberano y su gobernación es desviada).
  3. Aristocracias (algunos son los soberanos y su gobernación es recta).
  4. Oligarquías (algunos son los soberanos y su gobernación es desviada).
  5. República (todos o la mayoría son los soberanos y su gobernación es recta).
  6. Democracia (todos, o la mayoría, son los soberanos y su gobernación es mala).

En cuanto a los nombres: en el Libro III, 7, 1279a ad finem, Aristóteles advierte explícitamente que utiliza el nombre genérico de “república” (politeia), común a todas formas de gobierno, para designar el tipo 5; y, sin más explicaciones, da el nombre de “democracia” a la forma desviada de la república (lo que equivale a una devaluación de este término, devaluación característica de la tradición platónica). Coincidiendo con la revaluación del término “democracia”, los expositores de Aristóteles (siguiendo, por lo demás, una tendencia del mismo Aristóteles en los libros posteriores de la Política, por ejemplo, el Libro V, 1302a, en donde utiliza ya el término democracia para designar a la república) comenzaron a utilizar el término democracia para designar a la 5ª forma del Estado, liberando de paso al término “república” de su contracción metafórica (“también es metáfora –dirá Aristóteles en la _Poética_– aplicar el nombre del género a la especie”). Y recurriendo al término demagogia (que Aristóteles emplea de pasada, por ejemplo, en el Libro VI, 1319b) para designar a la 6ª forma del Estado, a la desviación de la democracia.

Además, Aristóteles insinúa ya que estas especies de organización política no son disyuntivas. Aristóteles anticipa, de este modo, posiciones contrafundamentalistas [858] de los defensores de un “cierto cuarto género de poder”, es decir, las posiciones expuestas por Dicearco, por Polibio y, sobre todo, por Cicerón, las posiciones de quienes afirman que el cuarto género de poder tiene algo de monarquía, algo de oligarquía y algo de democracia.

La ambigüedad entre Democracia y República (como denominación genérica de la sociedad política, tanto si esta es monárquica o tiránica, o como si es aristocrática u oligárquica, o democrática o demagógica) aparece ya, por tanto, en los textos aristotélicos. Sin embargo, y a partir de las formas de organización política que fueron haciéndose cada vez más fuertes después de Aristóteles (el Imperio de Alejandro, el Imperio romano, los reinos o imperios sucesores medievales o modernos) se comprende que, durante el “Antiguo Régimen”, el término “república” tendiera a ser entendido en su sentido genérico, como denominación de las sociedades políticas en general. En terminología escolástica, por ejemplo, en la escolástica española de los siglos XVI y XVII, el término res pública designa a la sociedad política [836] realmente existente (ya fuera esta el Reino de Castilla, ya fuera la República de Venecia).

Y se comprende también que fuera en situaciones cercanas al Nuevo Régimen (en Inglaterra, por ejemplo), pero que mantenían el régimen monárquico, en donde el término democracia tendría más posibilidades de triunfar en la “competencia semántica” con el término república. Sin embargo, se ha observado que durante el siglo XVIII, el término democracia se mantuvo antes como un tecnicismo académico que como una denominación de un proyecto revolucionario, que prefirió, para subrayar la oposición al Antiguo Régimen, utilizar al principio el término República.

En Norteamérica la ambigua relación de afinidad/competencia entre los términos República y Democracia, se manifestaba ya en la denominación “Partido democrático republicano”, que asumió la coalición de plantadores y pequeños granjeros en la última década del siglo XVIII. Thomas Jefferson había dimitido como secretario de Estado del presidente George Washington, en protesta contra los políticos federalistas favorables a mantener relaciones comerciales, financieras e industriales con Nueva Inglaterra y medio Atlántico. Desde 1800 Jefferson y el Partido Republicano mantuvo el poder durante veinticuatro años. En 1824 apareció la escisión entre los National Republicans y los Democratic Republicans. En 1828 fue elegido presidente Andrew Jackson, y su facción adoptó el rótulo de Partido Democrático, que se desintegró hacia 1850 por los conflictos sobre la cuestión del esclavismo. El 1860 los republicanos nominaron a Abraham Lincoln y controlaron la presidencia de los Estados Unidos durante años; los demócratas llegaron al poder con el presidente Cleveland y se mantuvieron hasta 1912. Una escisión de los republicanos, durante el mandato de Taft, llevó a la presidencia a Theodor Roosevelt, del partido demócrata.

Pero en Europa, sobre todo en Francia, la democracia (como la República) fueron términos desprestigiados por los partidos “derechistas” que habían ido formándose como reacción a las izquierdas [732] que levantaron la bandera de la República, propia del Nuevo Régimen (demócratas y republicanos serían adjetivos que se añadirían a la serie de adjetivos insultantes que Fray Rafael Vélez, en su Preservativo contra la irreligión (Cádiz 1812), había acumulado para designar a los revolucionarios: iluminados, materialistas, ateos, incrédulos, libertinos, francmasones, impíos o liberales).

Sin embargo, en Europa, los términos “república” y “democracia” mantuvieron o incrementaron su prestigio en boca de las distintas generaciones de la izquierda. En la izquierda marxista leninista [847], sin embargo, el “prestigio de la democracia” decayó notablemente por su asociación con las “democracias burguesas” capitalistas; a estas democracias se les opuso la “dictadura (abiertamente antidemocrática, en el sentido burgués) del proletariado”. Castelar, que había fundado el diario La Democracia en 1863, y que había saludado al “primer congreso que la democracia europea podía celebrar, allá por setiembre de 1867”, y había asistido el año siguiente, 1868, a “otro congreso de la democracia, en Berna” (votando por cierto, contra los colectivistas, a favor de la propiedad individual), pudo ya hacerse cargo, en su célebre discurso de 1871 en el Congreso español, conocido como “Discurso sobre la I Internacional”, de que en el Congreso de Berna “los slavos [sic] nos dijeron que éramos demócratas puramente formalistas, que éramos republicanos puramente platónicos y nos amenazaron con volver contra nosotros, contra la democracia política, las diferentes asociaciones de trabajadores que habían establecido, que habían organizado en toda Europa”. En efecto, lo que Castelar designaba como “democracia política” es aquello que desde el socialismo comunista se llamó, peyorativamente, “democracia vulgar o burguesa”, que era la democracia pacifista propuesta en el Congreso de Gotha (22 a 27 de mayo de 1875) por el “Partido Obrero Socialdemócrata” (los eissenachianos de Liebknecht y Bebel), por un lado, y la Unión General de Obreros Alemanes (lassalianos, “vendidos a Bismarck”, es decir, al Estado, “que no es más que despotismo militar de armazón burocrático y blindaje policiaco, guarnecido de formas parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por la burguesía, ¡y encima, asegurar a este Estado que uno se imagina poder conseguir eso de él por medios legales!”). Y continúa Marx en su Crítica al Programa de Gotha (1875):

“Hasta la democracia vulgar, que ve en la república democrática el reino milenario y no tiene la menor idea de que es precisamente bajo esta última forma de Estado de la sociedad burguesa donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases hasta ella misma está hoy a mil codos de altura sobre esta especie de democratismo que se mueve dentro de los límites de lo autorizado por la policía y vedado por la lógica”.

Y si más adelante, en los países comunistas, después de la Segunda Guerra Mundial, la democracia recuperó su prestigio, tuvo que ser completada con la expresión “democracia popular” [890], como designación de la democracia auténtica. Y aún se acuñó la expresión “República democrática”, que no convenció a los demócratas occidentales, que vieron en ella una simple técnica de disimulo de un régimen autocrático.

Fue precisamente en los años que preceden y siguen a la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo en los años de la Guerra Fría, cuando la oposición (formulada desde la Unión Soviética y países satélites) entre el bloque capitalista y el bloque socialista fue reforzada, desde “Occidente”, como oposición entre el bloque democrático y el bloque comunista. Y fueron estos los años de la exaltación decisiva de la democracia, que llegaría a desplazar definitivamente al término república (las izquierdas “occidentales”, muchas de ellas enfrentadas con los métodos de las dictaduras comunistas, seguían siendo monárquicas, como el Reino Unido, Holanda, Bélgica, Suecia, España). Proceso que culminó con el derrumbamiento de la Unión Soviética.

El prestigio de la democracia alcanza su grado más alto en la que podríamos llamar “época del fundamentalismo democrático” [854-875], que considera a la democracia como la única forma de sociedad política posible y deseable [864-865].

El fundamentalismo democrático comenzó a cristalizar de hecho, aun sin llamarse así; lo que implicaba considerar a la democracia como algo más que una alternativa “técnica” entre otras posibles. Las democracias se vincularon a los Derechos Humanos (incluso se presuponía a veces que se deducían de ellos) y alcanzaron, al menos en el terreno de la retórica (de la ideología), dimensiones “trascendentales” [873]: las democracias comenzaron a ser estimadas como el valor supremo [860] y definidas como la fuente de la libertad del Género humano, y aun como fuente de todos los demás valores (solidaridad democrática, arte democrático, tolerancia democrática…), y como el preludio de la sociedad universal globalizada, como el “fin de la historia” [885], en palabras de Fukuyama .

En la España de la monarquía de 1978 la consideración trascendental o sublime de la democracia –y no de la república– alcanzó su mayor intensidad, puesto que la transición de la “Dictadura” al régimen de la libertad (y no solo de las libertades políticas, sino de la libertad humana en general) se hizo por consenso, dentro del cauce de la monarquía constitucional. Lo que determinó, sin duda, la “derrota semántica” del término “república”, en la oposición entre los términos república/democracia. La Historia Universal, la Historia del Género Humano y, por tanto, las historias particulares, entre ellas la Historia de España [737-746], comenzaron a dividirse dicotómicamente en dos grandes épocas: las épocas predemocráticas y la época democrática [863]. Las épocas predemocráticas tendieron a verse como vecinas a la prehistoria. Por ello, una de las misiones fundamentales que parece tenían que asumir las democracias homologadas [855] fue la de mantener la memoria histórica de las dictaduras predemocráticas como medio de impedir que las formas residuales de la dictadura pudieran levantar cabeza.

{PEP 359-360 / EC149 / EC109 /
PEP / → PCDRE / → EC109 / → EC149}

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