Facundo Goñi, Ateneo de Madrid: discurso inaugural cátedra de derecho internacional (original) (raw)

Extracto del discurso inaugural pronunciado por el ilustrado joven D. Facundo Goñi, catedrático de derecho internacional

Señores. Vuelvo a ocupar esta cátedra por la segunda vez, confiando siempre en la indulgencia y benignidad del público. Vamos a ocuparnos de la ciencia elevada y trascendental del derecho internacional… Esta ciencia es moderna, y es más, es puramente europea. Los antiguos pueblos de Grecia y Roma no la conocieron, y los anfictiones en aquella y los feciales en esta nos revelan sus escasas ideas en esta materia. En Roma vemos descollar la idea del orgullo; se creía reina del mundo, y consideraba a las demás naciones como sociedades destinadas a su servicio. De aquí sus rasgos de inhumanidad y fiereza para con los vencidos, y el que nos muestre a los reyes subyugados, caminando delante del carro altanero de sus cónsules. Cae el imperio de Occidente y da principio por la Europa un período de horror y de tinieblas, periodo que se prolonga durante siglos. Es que va a nacer un mundo nuevo de entre los escombros del antiguo, y esta operación es lenta y trabajosa. Da principio la edad media, y comienzan a formarse y despuntar las naciones, pero viven sin conocerse entregadas a su aislamiento y luchas intestinas. La Inglaterra se ocupa en sacudir sucesivamente el yugo de los romanos, los sajones y los normandos que la cubren de sangre y de ruinas: la Francia está entregada a las luchas de los feudatarios y a las sangrientas invasiones de los ingleses: la España no piensa sino en disputar palmo a palmo el terreno a los moros: la Alemania y la Italia se ven desgarradas por las pretensiones de los Papas y de los emperadores: el Norte no tiene influencia y la Rusia vive en la barbarie… En semejante estado las naciones de Europa no se comunican, ni apenas se conocen: no hay aún sociedad internacional. Estas naciones, sin embargo, encerraban en su seno dos elementos poderosos de unidad que secretamente las preparaban a entenderse cuando llegase su día: estos elementos eran el cristianismo y la legislación romana. El cristianismo después de la partición del imperio hecha por Teodosio se había extendido por todos los cantones de Europa a excepción de su extremidad oriental, y con el cristianismo su espíritu de humanidad y mansedumbre, y la lengua latina adoptada por los sacerdotes para el culto religioso, y por los sabios para el cultivo de la ciencia.

El cristianismo hizo nacer los concilios adonde concurrían los prelados de diversos pueblos, para llevar después a sus iglesias, las mismas instituciones en materia de dogma, los mismos preceptos en moral. El derecho romano a su vez se hallaba encarnado en casi todas las legislaciones. He aquí, pues, los vínculos de analogía que secretamente unían a los pueblos europeos: un mismo dogma religioso, la misma moral, un idioma que les era común, el mismo espíritu reinando en sus legislaciones. Bastó, pues, que algunos grandes acontecimientos viniesen a removerlos para ponerlos en contacto. Vinieron las cruzadas, y todos se precipitaron por un común impulso a lanzar a los infieles de los lugares santos: allá se formaron lazos de amistad y de parentesco entre los habitantes de los más lejanos países: el Oriente les inspiró iguales ideas en punto a las ciencias, a las artes, y hasta al lujo. Llegó en tiempos posteriores el descubrimiento de la imprenta, el gran descubrimiento hecho por la humanidad, al que deben su origen muchas ciencias, y su perfeccionamiento todas. La imprenta es el más poderoso vehículo de las ideas, por su medio todos los sabios del mundo están en un congreso permanentemente. Así la imprenta produjo una rápida comunicación en el mundo intelectual y en el mundo político: sometió además los actos de las naciones al fallo de la opinión pública, tribunal siempre temido, y que hizo más cautos y morigerados a los reyes y a los gobiernos. Los príncipes de las dinastías reinantes se enlazaron entre sí, y se suavizó su trato y sus relaciones. Llegó después el descubrimiento del Nuevo Mundo, los productos que allí se encontraron dieron al comercio europeo un impulso prodigioso, y hasta entonces desconocido: multiplicáronse en consecuencia las relaciones comerciales entre los pueblos, y en fin, a vueltas de estos grandes sucesos, se fijó el trato y la comunicación entre los estados, se estableció la sociedad internacional. Desde entonces existieron toda clase de tratados, pactos y convenios. En ellos, es cierto, se pagaba tributo a los principios de la justicia, de la razón, del derecho natural: pero la ciencia del derecho era desconocida aun. No se pensaba en que así como existe una ley natural que prescribe sus acciones a los individuos, existiese la ley que impone deberes y concede derechos a los pueblos. A Grocio se debió el descubrimiento de esta ciencia. Hugo Grocio nació en Holanda en 1583.

Su genio fue universal, y cultivó con éxito la filosofía, la teología, la historia y la jurisprudencia. Viviendo en una época de sangre y de exterminio, en que la guerra devastaba todos los pueblos, en que la Europa se hallaba convertida en un vasto campamento: su corazón noble y generoso no pudo menos de afectarse a vista de este terrible espectáculo: y escribió su tratado de jure belli et pacis. «Yo no veo por todas partes, nos dice en él, sino crímenes y horrores entre los pueblos. Se toman las armas por los más frívolos pretextos, y una vez empeñada la lucha se conculcan todos los derechos divinos y humanos. Voy a presentar a los reyes, a los príncipes y a los hombres de estado el libro de sus deberes, las leyes de la humanidad y de la justicia.» La obra de Grocio fue recibida con sorpresa y admiración, pero muy pronto se hizo el manual a que consultaban sin cesar los gobiernos. (Aquí el Sr. Goñi hizo la historia de los progresos de la ciencia, mencionando entre otros que no recordamos a Puffendorf, Wolfio, Heinnencio, Vattel, Moser, Isambert, Gardem y a nuestro español Pando. Después presentó el plan que pensaba seguir en sus lecciones, y concluyó con estas palabras.) Yo no podré olvidar en mis lecciones el estado pasado y presente de nuestra patria, de nuestra patria tan grande y esplendorosa en otro tiempo, cuando era rica y feliz en el interior, cuando en sus vastos dominios no se ocultaba el sol, cuando trazaba el rumbo a la diplomacia europea; y hoy abatida y postrada, víctima de discordias intestinas y rebajada de la altura diplomática en que la vieron los tiempos bonancibles de Carlos I y de Felipe II. Época desventajosa es seguramente la que alcanzamos, pero otros tantos mayores deben ser nuestros esfuerzos. Aprovechemos los poderosos elementos que conservamos, hagamos algo por la generación que viene tras de nosotros, y ese dulce consuelo al menos nos quedará en nuestros últimos días.