Juan Valera, Cartas dirigidas al Sr. D. Francisco de Paula Canalejas I (original) (raw)
Polémica literaria
Juan Valera
Cartas dirigidas al Sr. D. Francisco de Paula Canalejas, sobre la crítica que éste ha hecho de los discursos leídos ante la Real Academia Española por los Sres. Campoamor y Valera
I
Ha ya tiempo, mi estimado amigo, que tengo el propósito de contestar a las benévolas y discretas observaciones que hizo V. sobre mi discurso de recepción en la Academia, y que publicó en la Revista Ibérica el 15 de Abril último; pero otros cuidados, si no más importantes, más urgentes, no lo han consentido. Hoy al fin me aventuro a escribir, aunque siento tener que hacerlo de priesa y sin haberlo meditado con aplomo.
Entrar en discusión con un filósofo del saber y del talento de V. no me arredraba, porque yo confío en su bondad y en su indulgencia. Lo que ahora me arredra en la disputa es ver a otros dos novísimos filósofos, que han salido en contra mía a la palestra, y que no son tan amorosos y blandos para conmigo. Uno de ellos es D. Federico de Castro, que me impugna desde las orillas del Guadalquivir, en una revista titulada La Bética; y el otro es el Sr. X, que desde la imperial Granada, me trata con notable severidad y no halla cosa que le parezca bien en mi pobre discurso. Hasta mi estilo, que si algo digno de estimación creía yo que tuviese, era el ser natural, le parece a este señor amanerado. Verdad es que esto no debe extrañarse, porque al fin yo me crié en Granada, de suerte que para que se cumpla, aun en mi humilde persona, el dicho célebre de que nadie es profeta en su patria, es menester que nada mío guste por allí. [301]
Usted y el Sr. Castro casi se limitan a censurar mi censura del lenguaje que hoy suelen emplear ciertos filósofos españoles. No así el anónimo de Granada que destroza toda mi obrilla con su crítica inexorable.
Antes de entrar en la principal cuestión y antes de contestar a V. y al señor Castro, voy a ver si me disculpo de las acusaciones que dicho anónimo lanza contra mí. A V. hago juez de este litigio; V. decidirá si la mayor parte de las censuras del anónimo no se funda en la mala inteligencia de lo censurado.
Mi defensa de la mitología griega está en consonancia con la Estética de Hegel. Yo no vengo en mi discurso, con preocupaciones rancias a proponer que Cupido, Apolo, Marte y las Musas, sean el tema obligado de todos los versos. Defiendo, sí, a estos personajes poéticos, porque son una creación bellísima de la fantasía, que no debe nunca perecer. Apolo, Marte, el Amor y las Musas, dice Hegel, que no son seres vagos, sin consistencia y sin determinación ni individualidad, como los ángeles; ni son simples personajes históricos en el fondo, como los santos y los patriarcas; sino que son potencias permanentes, fuerzas vivas y energías inmortales del espíritu, de la naturaleza, del universo todo, las cuales se manifiestan revistiéndose de la forma poética más adecuada y más determinada.
Como doctrina religiosa tiene razón que le sobra el articulista al asegurar que la mitología griega ha pasado. No vaya por Dios a creer el Sr. X que yo deseo introducir de nuevo en España el paganismo, exponiéndome a más persecuciones que el Sr. Matamoros. Pero, del mundo de la imaginación, de la morada ideal que tienen en la mente humana, ¿por qué arrojar a los dioses del Olimpo? ¿No comprende el Sr. X que todos estos seres viven allí vida inmortal? ¿No reflexiona que es propio de un espíritu desmedidamente prosaico el decidir que sólo lo que se cree con la fe es lo que con la imaginación puede aceptarse y creerse? ¡Bueno fuera que se prohibiese al poeta el empleo de todo lo maravilloso en que su pueblo no cree por fe! «Lo sobrenatural, dice Gioberti, cuando se emplea bien, parece natural en poesía, ya que está de acuerdo con las leyes de la imaginación y de la facultad poética; y esto sólo desagrada a la índole mezquina de algunos modernos críticos, los cuales, no contentos con haber introducido el racionalismo en la religión y en la historia, han querido introducirle también en el campo de la imaginación, mutilando esta facultad admirable y despojando sus obras de la más peregrina hermosura.»
Ya se entiende que en la Epopeya heroica no conviene introducir hoy lo maravilloso gentílico, ni es posible adoptarlo tampoco como Homero lo adoptaba. La mitología, no puede usarse hoy sino como símbolo o imagen, [302] o en sentido irónico o cómico. Pero, ¿en qué se opone esto a lo que yo he dicho? Lucano, añade mi impugnador, no se sentía con fuerza en pleno paganismo para hablar de los dioses en su poema. ¿Y cómo había de sentirse con fuerza cuando narra un suceso reciente, lleno de realidad histórica y prosaica, donde la ficción poética no era posible en todo su vigor? En pleno catolicismo estamos, eminentemente católicos somos hoy en España, y, si algún poeta escribiese un poema de la guerra civil entre cristinos y carlistas, no se atrevería tampoco a hacer combatir en favor de los unos a los santos, a los arcángeles y a los querubines, y en favor de los otros a Lucifer con todas sus legiones de diablos. Véase, pues, que lo mismo que se alega en contra de la mitología, puede alegarse en contra de nuestras creencias religiosas como máquina de un poema. Sin embargo, esto en realidad no prueba más que una cosa, a saber: que la epopeya heroica es un modo anacrónico de poetizar: que esta clase de epopeyas no es propia de nuestra edad histórica, ni de otras edades semejantes, como aquella en que Lucano vivía. El argumento del Sr. X nada prueba en contra de la mitología, como nada prueba tampoco en contra de nuestra religión cuando a ella le hacemos extensivo.
Con todo, de decir esto a decir que los dioses de Homero son frivolidades gastadas, hay una distancia enorme. El Sr. X califica de frívolos, de pueriles, de niños a caza de mariposas, de almas sin entusiasmo, sin originalidad y sin pensamiento, a todos los poetas que invocan en nuestro siglo a las musas y que ponen ficciones mitológicas en sus poemas. Hugo Fóscolo en el suyo de las Gracias, Manzoni en el de Urania, Monti en casi todos sus versos, Goethe, no sólo en el Fausto, sino en otras mil composiciones, y Schiller y Byron mismo, han incurrido mil veces en esta tontería y en esta puerilidad según el Sr. X.
El Sr. X, aunque sepa mucho de filosofía, nos hace recelar que ignora completamente lo que es poético. «El carácter de lo poético, dice Hegel, es ser esencialmente figurado.» La poesía no se contenta con la inteligencia abstracta de las cosas, sino que requiere también la imagen. «La poesía, añade Hegel, nos presenta la especie bajo la apariencia de una individualidad viva.» Ya ve el Sr. X que Hegel va más lejos aún que va el oscuro y poco filosófico escritor de esta carta, en defensa de la mitología. Para Hegel, decir amaneció o salió el sol, es decir una expresión prosaica, que se limita a hacernos comprender un hecho o un objeto; mientras que decir la Aurora de los dedos de rosa se levantó de su tálamo, es decir una expresión poética, porque añade a la inteligencia del objeto una imagen.
Que la mitología griega es la más hermosa de todas y la más a propósito [303] para revestir de imágenes el pensamiento no puede ponerse en duda. Los mejores poetas españoles de nuestro siglo la han usado con felicidad, aunque le pese al Sr. X. Gallego, en el trozo más sublime de su imperecedera elegía, El dos de Mayo, comete dos veces el pecado mitológico, y cometiéndole, da, a mi ver, mayor brío y valor poético a lo que dice:
¡Horrible atrocidad! treguas, oh musa,
Que ya la voz rehúsa,
Embargada en suspiros mi garganta.
Y en ignominia tanta
¿Será que rinda el español bizarro
La indómita cerviz á la cadena?
No, que ya en torno suena
De Palas fiera el sanguinoso carro,
Y el látigo estallante
Los caballos flamígeros hostiga.
Ya el duro peto y el arnés brillante
Visten los fuertes hijos de Pelayo, &c.
Esta personificación, esta imagen viva de la Guerra, recorriendo toda España en su carro volador, arrebatado por flamígeros caballos ¿es acaso una tontería, es una puerilidad? ¿Estaría mejor decir en verso que, en cuanto llegó por el correo la noticia de lo que en Madrid había sucedido en el día dos de Mayo, se fueron pronunciando las provincias todas?
El mismo Gallego en su Elegía a la muerte de la Duquesa de Frías, recordando la llegada a Cádiz de esta hermosa señora, durante el famoso sitio, dice también:
¡Salve, oh deidad! del gaditano muro
Grita la muchedumbre alborozada;
¡Salve, oh deidad! de gozo enagenada
La ruidosa marina
Que a tí se agolpa y el batel rodea;
Y al cielo sube el aclamar sonoro,
Como al aplauso del celeste coro
Salió del mar la hermosa Citerea.
Esta comparación es también una sandez pueril, según el Sr. X. Nadie cree ya en Venus, ni en su salida del mar, ni en nada semejante. Del mar no salen más que los atunes y las ostras, cuando hay quien los pesque. [304]
Con motivo del uso de la mitología griega, cae el Sr. X con todo el peso de su reprobación sobre la Ilíada traducida por Hermosilla, que fue la que cité yo, por ignorar que hubiese otra mejor traducción en castellano. Pero señor X ¿por qué está Homero tan mal traducido por Hermosilla?
Hermosilla empieza de este modo:
De Aquiles de Peleo canta, Diosa,
La cólera fatal que á los Aquivos
Origen fué de numerosos duelos.
¡Horror! ¡Profanación! exclama el Sr. X. Ese traductor anda a caza de mariposas, es un alma sin pensamiento, sin originalidad y sin entusiasmo: no ha sabido presentar el sentido creyente y patriótico de Homero. Para penetrarle es menester traducir así:
Canta, Musa, la cólera terrible
De Aquiles de la raza de Peleo.
La verdad es que por más que me vuelvo todo ojos, no descubro mayor patriotismo ni mayor creencia en esta traducción que en la otra. La disputa que mueve el Sr. X, comparando los versos por él citados con los que yo cité, es tan nimia, como la que movió M. Jourdain a su maestro de filosofía sobre cuál sería la mejor entre estas frases: Bello marquise, vos beaux yeux me font mourir d'amour. Vos beaux yeux, belle marquise, me font mourir d'amour. Vos beaux yeux me font mourir, belle marquise, &c., etcetera. ¿O estará acaso mejor expresado el sentido creyente del pensamiento de M. Jourdain, diciendo: d'amour, belle marquise, me font mourir vos beaux yeux?
Pero ya que el Sr. X me provoca, le probaré que mi traducción es mejor que la suya y mucho más exacta. Hermosilla tradujo Aquiles de Peleo, porque en español no hay un adjetivo patronímico poético. No había de llamar al héroe, Aquiles Peleez o Peláez, y no se atrevió a llamarle el Pelide Aquiles, como hacen Monti y Voss, en sus sendas traducciones, italiana y alemana, que son las mejores que, en mi sentir, se han hecho de la Ilíada, en los idiomas modernos. Claro está que Hermosilla, al decir Aquiles de Peleo, suprime y sobreentiende la palabra hijo, no la expresión de la raza, que arbitrariamente emplea el traductor encomiado por el Sr. X. Un Aquiles de la raza de Peleo podía ser sobrino, primo segundo, primo tercero, y hasta pariente muy lejano de Peleo, sin dejar de ser de su raza, o dígase de su [305] casta; mientras que Homero lo que quiso decir y lo que dijo fue que Aquiles era hijo de Peleo, y no sólo un individuo de su familia. No me persuado de que cambiar así el sentido de Homero sea penetrarle mejor.
Llamar terrible a la cólera de Aquiles también es traducir mal. Ούλομένη, que viene del verbo ΄ηλλυμι, perder, destruir, vale tanto como fatal, perniciosa, funesta, dañina, todo lo cual no es terrible, sino algo más que terrible. Cosas terribles hay que al fin no producen daño alguno: pero no fue de estas la cólera de Aquiles. Cuando Homero quiere decir que algo es terrible emplea por lo común la palabra δεινòς. El ruido que produce el arco de Apolo al disparar una flecha es terrible, δεινή κλαγγή; los ojos de Minerva resplandecen de un modo terrible, δεινώ δέ οι δσσε φαανθεν; un fuego terrible arde sobre la cabeza del magnánimo Aquiles, πυρ δεινòν ύπέρ κεφαλής, &c.; Príamo, por último, cuando Elena llega a verle, aparece respetable y terrible a los ojos de ella, αίδοϊός, δεινός τε, y sin embargo Príamo no quiere hacer ni hace a Elena el menor daño, antes la trata con una dulzura paternal, aunque no deja de infundirle terror y vergüenza. Quien ha sido perniciosa, ούλομένη, para Príamo, ha sido Elena, sin ser por eso terrible.
Esto prueba que Homero tenía una metafísica natural que le daba a entender la propiedad de las voces mucho mejor que a ciertos filósofos la metafísica alambicada que aprenden. Esto prueba asimismo que acaso ni literalmente entendía el original el traductor que cita el Sr. X, si bien pretende deslumbrarnos con que va a desentrañar el sentido creyente y patriótico de la Ilíada, siendo infiel al sentido literal una vez en cada verso.
Yo no he afirmado que no se pueda decir en prosa consorte, esposo, lecho y cabellera; lo que he afirmado es que estas palabras son ridículas, usadas en prosa familiar. Sabido es que estas palabras pueden decirse en prosa sublime. Lo que a mí me importaba era hacer constar que hay palabras propias de un estilo, y otras peculiares de otro, y que por consiguiente no se debe extrañar ni censurar que se empleen a veces en el lenguaje poético, o en un estilo elevado, aun cuando sea en prosa, ciertas palabras que los que no saben distinguir de estilo suelen condenar como pedantescas o culteranas. Hegel va también más lejos que yo en dar importancia a la dicción poética. Hegel llega a sostener que la poesía debe valerse de un dialecto propio suyo, diferente del de la vida común y del de las especulaciones científicas.
De cuanto dije en mi pobre discurso académico sobre la poesía vulgar y la poesía popular, tengo también la desgracia de que el Sr. X no haya entendido ni una sola palabra. El Sr. X me atribuye una confusión de ideas [306] que no proviene sino de la oscuridad de mi estilo, el cual, para él, debe de ser oscuro, acostumbrado como estará sin duda a la claridad y nitidez de ciertos modernos filósofos españoles. ¿Qué confusión de ideas hay en distinguir, como el mismo Sr. X confiesa que distingo con caracteres nada equívocos la poesía popular de la vulgar, y en añadir, una vez hecha esta distinción, que en ciertas literaturas, como en la griega, por ejemplo, la poesía popular es una misma con la erudita, o por mejor decir, que la poesía que aman y que componen los doctos es al propio tiempo la poesía del vulgo, que entonces no es vulgo sino pueblo? Píndaro, Tirteo, Safo, ¿eran poetas vulgares o eran poetas eruditos? No: eran poetas populares, eran poetas que elevaban al pueblo hasta sí, en vez de bajarse hasta el vulgo, o en vez de escribir de un modo artificial y falso, separados en todo del pueblo; del pueblo en ciertos momentos históricos desprovisto de inteligencia poética, falto de amor a la hermosura, e incapaz de complacerse en la poesía, ni de comprender siquiera más que la vulgar. Este divorcio y esta enemistad entre la poesía del vulgo y la poesía sabia son los que yo he lamentado, si bien no he dicho que en España han existido siempre. En los siglos XVI y XVII ambas poesías se unieron en una, y esta fue nuestra gran poesía popular lírica y dramática, de Lope, de Calderón, de Moreto, de Quevedo, de Góngora y de los más hermosos romances de autor desconocido.
El Sr. X me zahiere sin razón como si yo hubiera dicho que el pueblo español es el más rústico de todos porque ha producido la más hermosa poesía popular. Yo no he dicho tal cosa, sino todo lo contrario. El pueblo español es más poético y más discreto que otros, porque, al menos desde mediados o fines del siglo XV hasta fines del siglo XVII, ha tenido una grande y noble poesía popular. Lo que no confesaré, a pesar de mi patriotismo, es que antes de mediados del siglo XV se descubran en nuestra historia literaria rastros y vestigios de una poesía popular digna de tal nombre. Había sí poesía erudita, como los poemas de Berceo y como los cancioneros; y poesía vulgar, que debía valer poco, cuando los hombres inteligentes y de gusto la despreciaban. El que Berceo se llamase a sí mismo trovador, prueba que era un poeta artificioso y erudito y extranjerizado.
Es loco empeño patriótico el de querer fingirse que tuvimos una gran poesía popular antes de que se escribiesen las Partidas , el Conde Lucanor y otras buenas obras en prosa y aún en poesía erudita. ¿Tan necios habían de haber sido nuestros progenitores que no hubiesen conservado un romance siquiera de esos bellos y populares que se supone que hubo, designando la fecha en que se escribió, sobre poco más o menos? Si tales romances hubieran valido algo ¿los trataría el Marqués de Santillana con tanto desprecio? [307] ¿No tenemos el poema de Alejandro, el del Cid, el de Fernán González, los del Berceo y otros, cuya época se sabe? Pues ¿por qué esos bellísimos romances populares han de haberse perdido, o han de haberse conservado sólo por tradición oral, entre la gente de baja y servil condición, sin que la gente de condición liberal y más elevada hiciese de ellos el menor caso? Esto no se concibe: esto lo que demuestra es que no hubo poesía popular en España hasta la época que hemos designado: lo que hubo fue poesía vulgar. La poesía popular es también poesía de los magnates y de los sabios y de los personajes ilustres que son pueblo aunque no sean vulgo.
El mismo carácter de la poesía trovadoresca y de los cancioneros, poesía llena por lo común de escolasticismo y de discreteos impertinentes, y de una forma soberanamente prosaica, demuestra que el pueblo ni la oía, ni la entendía, ni la inspiraba: esto es, que el pueblo no había despertado aún a la poesía verdadera.
Los versos de Berceo que el Sr. X cita, son sin duda una venerable antigualla, mas no son poesía, ni quien tal pensó, y es una blasfemia compararlos con los del Dante. Pero dejando esto a un lado, yo no quise entonces, ni quiero ahora quitarle su mérito a Berceo, ni denigrar a otros poetas anteriores al siglo XV. Lo que sostuve y sostengo es que fueron eruditos y no populares; que la poesía erudita precedió en España y en todos los pueblos neolatinos a la poesía popular, y a la perfección de la poesía la perfección de la prosa. Lo primero, esto es, la precedencia cronológica de la poesía erudita está ya suficientemente probada. Contra la precedencia de la perfección de la prosa, sólo se me puede presentar un argumento. Se me dirá que el poema del Cid precede en España a toda prosa y que es perfecto en su género. Aunque al Sr. X no se le ha ocurrido ponerme esta objeción, yo mismo me la pongo, y confieso con lealtad que tiene bastante fuerza. Yo no voy tan allá, como Southey y otros, en mi admiración por el poema del Cid: mas, si bien creo que es obra de un erudito, que lucha con la rudeza de un idioma naciente, todavía reconozco en él verdadero espíritu poético y nobilísima inspiración nacional.
El ideal español por excelencia, la personificación heroica de todas las virtudes de nuestra raza debía fundirse y como encarnarse en un poema, y, a pesar de las dificultades materiales y espirituales que a ello se oponían, vino en efecto a encarnarse. Pero esta misma excepción demuestra la verdad de la regla, en lugar de negarla. ¿Cuánto no dista el pensamiento, el sentimiento, la idea sublime del Cid de su realización y manifestación groseras en el canto rudísimo y desaliñado donde acaso por la primera vez se ensalzaron sus hazañas? Y fuera del poema del Cid, y en el poema del Cid más por la idea [308] que envuelve que por la expresión de la idea, ¿qué hay en nuestra literatura anterior al siglo XV, digno de compararse a las Partidas, o al Conde Lucanor? Nada, absolutamente nada. En toda literatura derivada ha sucedido lo propio, al revés de lo que aconteció en las literaturas primitivas. Homero, Hesíodo, los poetas gnómicos y varios líricos griegos perfectísimos, fueron antes de que se soñara en escribir en prosa. Herodoto vino mucho después, y aún su prosa tuvo cierto carácter poético, como si más que prosa fuese poesía desatada y libre del ritmo. No así entre nosotros; porque entre nosotros no podía suceder así. La civilización antigua no se extinguió, sino que pasó de un idioma muerto a otro vivo. De esta suerte, cuando compuso sus coplas Jorge Manrique, bellísimas a no dudarlo, una de las más sentidas e inspiradas poesías que hay en lengua castellana, ya teníamos historias, crónicas, códigos, libros de devoción, de moral y de filosofía, escritos en prosa. ¿Quién ha de negar esto, cuando es más claro que la luz del día, así filosófica como históricamente considerado? Un pueblo primitivo, un pueblo en el que nace una civilización, la inicia de un modo poético; empieza por el canto: en un pueblo de civilización derivada, de civilización que se trasmite o enjerta de una en otra lengua, la poesía, digna del nombre de poesía, viene a la lengua nueva, después de formada ya la prosa. En catalán, la crónica de Muntaner vale más que todas las poesías catalanas anteriores; en portugués, hay crónicas y otros libros en prosa muy bellos, antes de Gil Vicente y antes de Camoens: en francés, no hay canción de gesta ni versos de trouvères que valgan la crónica de Joinville: hasta en Italia hay prosa perfecta antes de Dante, y el mismo Dante escribe en prosa La vita nuova tan elegantemente como en verso La divina commedia. ¿Pero qué mucho, si en el renacimiento de Grecia aconteció últimamente lo propio? Gramáticas, artes poéticas, obras de crítica y de filosofía, se escribieron antes que el pueblo despertase, recordase o comprendiese su gloria, fuese visitado por su antiguo genio, y rompiese en cantos populares. Los autores de los más sublimes, de los más lindos y de los primeros de estos cantos, fueron eruditos también; fueron sabios y prosistas, como Riga, Korai, Christopoulo, Solomos, Ipsilanti y otros. Esta teoría general no se invalidaría aunque se me citase algún fragmento de buena poesía popular evidentemente anterior a la poesía erudita; algún trozo de buena y verdadera poesía erudita anterior a la buena prosa. Una golondrina no hace primavera, y ni una golondrina se descubre.
No niego, con todo, que pudo haber y hubo quizás algún canto vulgar bello y noble, aún antes de que se escribiese el poema del Cid. ¿Cómo he de suprimir yo totalmente el espíritu poético, por espacio de algunos siglos, de la mente de un pueblo? Hasta los negros de Angola y los hotentotes tienen [309] cantares, coplas y refranes bastante bonitos. Pero acaso ¿merece esto llamarse poesía popular?
Por lo demás, todas mis observaciones sobre la poesía popular, como usted, amigo mío, ha comprendido perfectamente, iban encaminadas a condenar un vicio que amengua y avillana y arruina hoy la poesía: el afán que tienen los poetas de ser populares y la equivocación en que incurren de creer popular lo doméstico y rastrero o lo pueril y anacrónico. De la domesticidad y humillación del pensamiento y del estilo, puedo citar ejemplos entre los poetas que pasaron ya a mejor vida, como D. Gregorio de Salas, en el Observatorio rústico: de lo anacrónico, de lo propio de la edad media mal entendido y peor remedado, y de lo fanáticamente religioso y de lo devoto fingido e hipócrita, como si viviésemos en tiempo de Felipe II, bien pudiera citar ejemplos, si no temiese ofender a escritores que viven aún.
Mal concertadas y con poco orden van las razones de esta carta, la cual ha de ser como proemio de otras dos que pienso escribir a V. tratando en ellas del asunto capital de mi discurso y de las serias y filosóficas objeciones que usted y el Sr. Castro me dirigen. Sentiré haber sido algo duro con mi impugnador de Granada. Yo no presumo, ni quiero que nadie crea que presumo de pedagogo: pero cuando piensa alguien serlo conmigo, prefiero serlo yo con él, a trueque de no someterme a su férula.
Soy de V. afectísimo
J. Valera