Marcelino Menéndez Pelayo / La actividad intelectual de España (original) (raw)
Indicaciones sobre la actividad intelectual de España en los tres últimos siglos
Carta al Sr. D. Gumersindo Laverde Ruiz, Catedrático de Literatura en la Universidad de Valladolid, &c.
Mi carísimo amigo y paisano:
En una serie de artículos que, con el título de El Self Government y la Monarquía doctrinaria, viene publicando en la acreditada Revista de España su tocayo de usted D. Gumersindo de Azcárate, escritor docto, y en la escuela krausista sobremanera estimado, he leído con asombro y mal humor (como sin duda habrá acontecido a usted) el párrafo a continuación transcrito:
«Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso [331] _de que se ahogue CASI POR COMPLETO su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos._»
Sentencia más infundada, ni más en contradicción con la verdad histórica, no se ha escrito en lo que va del presente. Y no es que el ilustrado Sr. Azcárate sea el único sustentador de tan erróneas ideas, antes con dolor hemos de confesar que son harto vulgares entre no pocos hombres de ciencia de nuestro país, más versados sin duda en libros extraños que en los propios. Y achaque es comunísimo en los prohombres del armonismo juzgar que la actividad intelectual fué nula en España hasta que su maestro Sanz del Rio importó de Heidelberg la doctrina regeneradora, y aun el mismo pontífice y hierofanta de la escuela jactóse de ello en repetidas ocasiones, no yéndole en zaga sus discípulos. ¡Y si fueran ellos solos! Pero es por desdicha frecuente en los campeones de las más distintas banderías filosóficas, políticas y literarias, darse la mano en este punto sólo, estimar en poco el rico legado de nuestros padres, despreciar libros que jamás leyeron, oír con burlona sonrisa el nombre de filosofía española, ir a buscar en incompletos tratados extranjeros lo que muy completo tienen en casa, y preciarse más de conocer las doctrinas del último pensador alemán o francés, siquiera sean antiguos desvaríos remozados o trivialidades de todos sabidas, que los principios fecundos y luminosos de Lulio, Vives, Suárez o Foxo Morcillo. Y en esto pecan todos en mayor o menor grado, así el neoescolástico que se inspira en los artículos de La Civilta y en las obras de Prisco, de Liberatore, de Sanseverino o de Kleutgen (sabiendo no pocas veces, gracias a ellos, que hubo filosofía y filósofos españoles), como el alemanesco doctor que refunde a Hegel, se extasía con Schelling, o martiriza la lengua castellana con traducciones detestables de Kant y de Krause. Cuál se proclama neo-kantista; cuál se acoge al estandarte de Schopenhauer; unos se van a la derecha hegeliana; otros se corren a la extrema izquierda y de allí al positivismo; algunos se alistan en las filas del caído eclecticismo francés, disfrazado con el nombre de espiritualismo; no faltan rezagados de la escuela escocesa; cuenta algunos secuaces el tradicionalismo, y una numerosa falange se agrupa en torno de la enseña tomista. Y en esta agitación y arrebatado movimiento filosófico, cuando todos leen y hablan de metafísica y se sumergen en las profundidades ontológicas, cuando en todos los campos hay fuertes y aguerridos luchadores, cuando todos los sistemas cuentan parciales y todas las escuelas discípulos, nadie procura enlazar sus doctrinas con las de antiguos pensadores ibéricos, nadie se cuida de investigar si hay elementos aprovechables en el caudal filosófico reunido por tantas generaciones, nadie se proclama luliano, ni levanta bandera vivista, ni se apoya en Suárez, ni los escépticos invocan el nombre de Sánchez, ni los panteístas el de Servet; y la ciencia española se desconoce, se olvidan nuestros libros, se los estima de escasa importancia, y pocos caen en la tentación de abrir tales volúmenes, que hasta los bibliófilos desprecian en sus publicaciones, teniendo sin duda por más dignos de conservarse el Libro de las aves de caza, el De la cámara del Príncipe Don Juan, La Lozana Andaluza, o Las Andanzas de Pero Tafur, que los tratados De causis corruptarum artium y De tradendis disciplinis, el De justitia et jure, la Antoniana Margarita, el libro de Gouvea Adversus Petrum Ramum, el de Sánchez Quod nihil scitur, el De morte et immortalitate de Mariana, las obras todas de Foxo Morcillo, hoy rarísimas, sin otra multitud de producciones por varios conceptos notables y algunas excelentes. ¿Y qué diremos del olvido en que políticos, economistas y escritores de ciencias sociales suelen tener a sus predecesores? Raros son asimismo los que conocen y estudian a nuestros filólogos y humanistas, y de este común descuido nace, cual forzosa consecuencia, el que se sostengan y repitan afirmaciones como la que sirve de tema a esta carta. A usted, amigo mío, campeón infatigable de la ciencia española, conocedor, como pocos, de sus riquezas, toca oponerse con ardor creciente a los descomedidos ataques que contra nuestro pasado intelectual cada día y en todas formas se repiten. Yo, pobre de erudición y débil de entendimiento; yo, que sólo en la modesta condición de rebuscador y bibliógrafo puedo ayudar a la generosa cruzada por usted desde 1855 emprendida, y por pocos, aunque valiosos sustentadores, apoyada, voy a exponer brevísimas consideraciones sobre el párrafo del distinguido filósofo krausista que ha dado ocasión a estas mal pergeñadas reflexiones.
Dice el Sr. Azcárate que se ahogó casi por completo la actividad científica de España durante tres siglos, que serán sin duda el XVI, XVII y XVIII. Vamos a verlo. ¿En cuál de las esferas del humano saber tuvo lugar esa opresión y muerte del pensamiento?
¿Fué en la filosofía? Precisamente el siglo XVI puede considerarse como su edad de oro en España. En él continuaron, se rejuvenecieron y tomaron nuevas formas las escuelas todas, ya ibéricas, ya de otros países importadas, que entre nosotros dominaran durante la Edad Media. El lulismo, la más completa, armónica y pujante de todas ellas, conserva sus cátedras mallorquinas, penetra en Castilla, amparado por el cardenal Jiménez, recibe decidida protección del opresor y tirano Felipe II, y cuenta entre sus sectarios nada menos que a Fr. Luis de León y a nuestro egregio conterráneo el arquitecto [332] Juan de Herrera. Llega a su apogeo el escolasticismo en sus diversas sectas de tomistas, escotistas, &c., brota lozana y vigorosa la de los suaristas, multiplícanse los volúmenes en que semejantes doctrinas se exponen, hasta el punto de que ninguna nación nos excede ni en el número ni en la calidad de tales escritores. De lo primero responda, sin ir más lejos, la Bibliotheca hispana nova, de Nicolás Antonio, que sobre la mesa tengo, en cuyos índices, con ser tan incompletos, figuran innumerables filósofos peripatéticos, autores, ya de Cursos de artes, ya de Dialéctica y Súmulas, ya de Física, ya de las materias en las escuelas comprendidas bajo el dictado genérico De Anima, ya, en fin, de Metafísica.
Del mérito e importancia de muchos de estos trabajos den testimonio los preclaros nombres de Báñez, Domingo Soto, Téllez, Vázquez, Rodrigo de Arriaga, Henao, Toledo, Bernaldo de Quirós, Pererio, Molina, y sobre todo el de Suárez, en cuyos libros fuera no difícil hallar, abundante y de subidos quilates, aquel oro que Leibnitz reconocía en la escolástica, con resultados tan notables beneficiada en nuestros días. Y no insistimos más en este punto, porque harto sabemos que hoy ningún hombre de ciencia osa despreciar aquella prodigiosa labor intelectual, de significación tan grande, de tan notable influjo en la historia de la ciencia. Harto se nos alcanza asimismo que los parciales de ciertas escuelas modernas (en una de las cuales milita el distinguido escritor a quien combatimos) miran, no sólo con respeto, sino con veneración excesiva, envuelta en cierto temor, al renaciente escolasticismo, hoy tan en boga, quizá porque creen descubrir en él su más valiente enemigo, sin que se atrevan tampoco a dirigirle cargos en cuanto a la rudeza y literaria incorrección de las formas, como culpables que son, hasta con creces, del mismo pecado. Justo es, pues, que amigos y enemigos de esa remozada doctrina, tributen a los nombres y obras de nuestros escolásticos insignes el mismo culto que, no sé si con rendimiento extremado, ofrecen a las doctrinas y libros de doctores extranjeros.
Y saliendo del campo escolástico, que conozco mal, y del que, en ocasiones, instintivamente me aparta algo de aquella santa ira que dominaba a los humanistas del Renacimiento, repulsión en mí más poderosa que la corriente tomista, hoy avasalladora, dirijamos la vista a la falange brillantísima de peripatéticos clásicos, como usted los apellida (denominación en todo extremo feliz), y de esos otros pensadores eclécticos e independientes que en su bandera pudieron escribir el lema de ciudadanos libres de la república de las letras. ¡Qué siglo aquel en que Sepúlveda vertía al latín y comentaba con exquisito gusto y clara inteligencia del original La Ética, La Política, los opúsculos psicológicos y otros tratados de Aristóteles; en que D. Diego de Mendoza parafraseaba las obras todas del Estagirita, y Fonseca trasladaba la Metafísica, y Pedro Juan Núñez, que desde las filas de Pedro Ramus se había pasado al peripatetismo, explicaba las dificultades de Aristóteles, ponía escolios al Organon, y coleccionaba las memorias históricas de los antiguos peripatéticos, y Cardillo de Villalpando y Martínez de Brea extendían sus comentarios a los libros todos del discípulo de Platón, defendiendo su doctrina en sabias y elegantes monografías contra los que le acusaban de materialista y reñido con la inmortalidad del alma! ¿Quién podrá enumerar los más importantes siquiera de aquellos trabajos de bibliografía, comentario, crítica y exposición de la doctrina de Aristóteles, bebida en las propias fuentes helénicas? ¿Cómo olvidar, entre otros no menos dignos de estima (cuyos autores no solían escasear, por cierto, las acerbas invectivas contra la barbarie de los escolásticos, su ignorancia del griego y su completo y torcido conocimiento de Aristóteles), los de Gouvea, Montes de Oca, Luis de Lemus, Pedro Monzó y Simón Abril, y las traducciones castellanas fidelísimas y completas que a principios del siglo XVII trabajó el insigne helenista valenciano Vicente Mariner, último de los peripatéticos clásicos y sucesor no indigno de los Sepúlvedas y de los Núñez? ¡Y en época de tal y tan prodigioso movimiento dicen que estaba dormida la actividad científica de España!
¿Ofreció entonces nación alguna el espectáculo de independencia y agitación filosófica que caracteriza a España en aquella era? Todos los sistemas a la sazón existentes tenían representantes en nuestra tierra, y sobre todos ellos se alzaba el atrevido vuelo de esos espíritus, osados e inquietos los unos, sosegados y majestuosos los otros, agitadores todos, cada cual a su manera sembradores de nuevos gérmenes y nuncios de ideas y de doctrinas que proféticamente compendiaban los varios y revueltos giros del pensamiento moderno. Sólo Italia podía disputarnos el cetro filosófico con su renovado platonismo y con las audaces y más o menos originales doctrinas de sus Pomponazzis, Telesios, Brunos y Campanelas. Si tienen que envidiarles nada nuestros filósofos, usted lo sabe, amigo mío, que tantas veces se habrá detenido, como yo, en la contemplación y estudio de los tratados admirables de Luis Vives, el más prodigioso de los obreros del Renacimiento, pensador crítico de primera fuerza (como hoy suele decirse), renovador del método antes que Bacon y Descartes, iniciador quizá del psicologismo escocés, conciliador casi siempre, prudente y mesurado aun en la obra de demolición que había emprendido, dechado de claridad, elegancia y rigor lógico, admirable por la construcción arquitectónica del sistema, filósofo en quien predominó [333] siempre el juicio y el sentido práctico, nunca reñidos en él con la alteza del pensamiento, que, para todos accesible, jamás se abate, sin embargo, con aparente y menguada facilidad al vulgar criterio. ¡Qué útil fuera una resurrección de la doctrina vivista en esta época de anarquía filosófica, más enamorada de lo ingenioso que de lo sólido, más que de lo razonado de lo abstruso, siquiera en ello no se encuentren más que esfuerzos de intelectual gimnasia, convenientes tal vez como ejercicio, pero perniciosos si se convierten en hábito y se erigen en sistema!
Próximo a Vives debemos colocar al sevillano Foxo Morcillo, que con sin igual fortuna lanzóse, en son de paz, entre platónicos y aristotélicos, intentando resolver en terreno neutral la eterna lucha del discípulo y del maestro, el eterno dualismo del pensamiento humano, que por sí solo explica la historia entera de la filosofía, partida siempre en dos campos rivales, más en apariencia que en realidad conciliados a veces, nunca del todo, en los sistemas armónicos.
De siglo de oro filosófico habrá de calificar al siglo XVI quien conozca, siquiera someramente, las obras de los ramistas españoles, Núñez (en su primera época), el salmantino Herrera, y el Brocense, ingenio agitador por excelencia, que llevó al campo de la lógica aquella su perspicacia y agudeza de entendimiento, aquel horror a la opinión vulgar y a la barbarie de la escuela, altamente manifestada en filológicas cuestiones. Y en punto a novedad y extrañeza de opiniones, pocos libros pueden compararse al del portugués Sánchez Quod nihil scitur, inspirado en los de Sexto Empírico, y predecesor de los de Montaigne y Charron. ¿Qué diremos de Gómez Pereira, cartesiano antes que Descartes; del divino Vallés, adversario terrible de la física aristotélica; de Huarte, padre de la frenología y engendrador inconsciente de no pocos sistemas materialistas; de doña Oliva, analizadora sutil de las pasiones? ¿Qué de nuestros innumerables moralistas, estoicos unos, apologistas otros de Epicuro, amalgamándolos con frecuencia bajo superiores principios? ¿Y qué de nuestros místicos, en cuyas obras el entendimiento se abisma, y halla luz la fantasía, y alimento el corazón, y regalo el oído, admirando todos de consuno tanta profundidad y tan seguro juicio, tal intuición de los misterios ontológicos y estéticos adonde no llega la reflexión ni el análisis alcanza, tal revelación de maravillas y de grandezas hecha en aquella lengua cuyo secreto se ha perdido, que parece en tales escritores la más grande de las lenguas humanas y que es a lo menos la única entre las modernas que ha logrado expresar algo de la idea suprema, y ha tenido palabras, por grandes y pequeños comprendidas, para penetrar en los arcanos del ser, palabras que en su correr y en su sonar tienen algo de celestial y angélico, como pronunciadas por aquellos que se perdieron en el ancho piélago de la hermosura divina? Imposible es menospreciar el siglo que tales grandezas produjo. Inmortal sería, aunque sólo hubiese dado las Moradas teresianas, la Llama de amor viva y la Subida al Carmelo, el libro admirable de Los Nombres de Cristo y el Del Amor de Dios de Fonseca.
¡Tan por completo se ahogó nuestra actividad científica en aquella época! No acierto a ver esa opresión que pondera el Sr. Azcárate; por el contrario, me admira a veces la tolerancia y lenidad de los poderes civil y eclesiástico de entonces con ciertas ideas de buena intención expuestas, pero más o menos sospechosas de materialismo o de panteísticas cavilaciones. No encuentro en los Índices Expurgatorios más obras de filósofos ibéricos notables que las de Huarte y doña Oliva, y éstas sólo para borrar frases muy contadas. Exceptuando al Brocense y Fr. Luis de León, en cuyos injustos procesos influyeron otras causas, no hallo pensador alguno español perseguido por el Santo Oficio; a nadie castigó aquel Tribunal por haber expuesto doctrinas metafísicas, propias o ajenas, acomodadas o no a las ideas dominantes. En las llamas pereció un crudo panteísta aragonés, pero fué su suplicio en Ginebra, no en España; ordenólo Juan Calvino, no el Tribunal de la Fe.
No me empeñaré en trazar una brillante pintura del siglo XVII, que, notable bajo otros aspectos, fué en lo filosófico degenerada secuela del XVI. Pero usted sabe, amigo mío (y discretamente lo ha dado a entender en uno de sus preciosos Ensayos), que no puede juzgarse muerta la actividad científica de un período que cuenta pensadores como Pedro de Valencia, Isaac Cardoso, Quevedo, Caramuel y Nieremberg, aparte de numerosos escolásticos, discípulos no indignos de los grandes doctores del siglo anterior. Y como la tirantez de la Inquisición en ese tiempo no fué mayor que en la precedente centuria, claro se ve que, no por falta de libertad, sino por causas de otra índole, decayeron tan lastimosamente los estudios. El mal gusto literario que extendió sus estragos a todas las disciplinas, la universal decadencia de la nación, de múltiples fuentes emanada, la rigidez y tiranía de las escuelas, las inútiles guerras filosóficas, y la natural tendencia de las cosas humanas a descender así que llegan a la cumbre, dieron al traste el edificio levantado en el siglo XVI, sin que en tal destrucción ejerciera grande influjo ese poder opresor a quien algunos atribuyen toda la culpa.
El tercero de los siglos ominosos para el Sr. Azcárate es el XVIII, época de controversia, de discusión [334] y de análisis, de grandes estudios y de encarnizada lucha; siglo de transición, falto de carácter propio, si ya no le fijamos en su propia vaguedad e indecisión. ¿Pero cómo ha de estimarse muerta la actividad científica en el período en que penetraron sin oposición en España todas las doctrinas extranjeras, buenas o malas, útiles o dañosas; en que el gassendismo contó secuaces como el P. Tosca, y el maignanismo fué defendido por el P. Nájera, y la doctrina cartesiana, combinada con reminiscencias de Vives, Gómez Pereyra y otros filósofos ibéricos, logró, como más afine de los sistemas peninsulares, el apoyo, siempre condicional, del P. Feijoo, y el más decidido de Hervás y Panduro, Forner y Viegas, y el fácil y rastrero sensualismo de Locke y Condillac deslumbró las clarísimas inteligencias de los PP. Andrés y Eximeno, no libres en esta parte del tributo que raros pensadores dejan de pagar, más o menos, a las ideas dominantes en su época? Y no se ha de creer por esto que faltaron en el siglo XVIII paladines de los antiguos sistemas y acérrimos contradictores, más o menos bien encaminados, de las innovadoras doctrinas. Recuérdese el número prodigioso de libros y folletos que aparecieron con ocasión del Theatro Crítico y de las Cartas del P. Feijoo; recuérdense especialmente las defensas del lulismo hechas por los PP. Fornés, Pascual, Tronchón y Torreblanca; fíjese la consideración en los tratados escolásticos que entonces se dieron a la estampa; estúdiese la porfiada contienda entre revolucionarios y conservadores, primero en el terreno de la Filosofía natural, después en el de la Metafísica y la Moral, y podrá formarse idea del notable movimiento intelectual del siglo qué nos precedió; edad en muchos conceptos gloriosa para España, aunque por nosotros poco estudiada, y aun puesta en menosprecio y olvido. Excelente monografía pudiera escribirse sobre este punto, utilizando las indicaciones por usted esparcidas en diversos artículos, que dan (como diría un krausista) el concepto, plan, método y fuentes de conocimiento para obra semejante. Y en verdad que no sería excusado, antes muy útil y fructuoso, el análisis y juicio de libros tan notables como la Philosophia Scéptica del Dr. Martínez, la Lógica, la Filosofía Moral y los Opúsculos de Piquer; La Falsa Filosofía del P. Ceballos, los Desengaños filosóficos de Valcarcel, El Philoteo del cisterciense D. Antonio Rodríguez, los Discursos filosóficos sobre el hombre de Forner, los Principios esenciales del orden de la naturaleza de Pérez y López, Dios y la Naturaleza de D. Juan Francisco de Castro, las Investigaciones de Arteaga sobre la belleza{1}, y El Hombre Físico de Hervás, escépticos reformados, o sea eclécticos los unos, adversarios los otros del enciclopedismo, un tanto sensualista alguno de ellos, y secuaces los otros del espiritualismo cartesiano.
Bastan los nombres de autores y de obras hasta aquí indicados para demostrar que estuvo muy lejos de ser oprimida ni anulada nuestra peculiar genialidad en este orden de conocimientos. Antes bien observamos que las doctrinas más funestas y tumultuosas recibieron en ocasiones el decidido apoyo del poder civil, como acaeció con el enciclopedismo francés. En cuanto a la Inquisición, es harto sabido que perdió en aquella era gran parte de su poder y prestigio; que desde mediados del siglo estuvo en manos de los jansenistas, convertida a veces en instrumento dócil del regalismo, y que lejos de perseguir ni coartar en ningún sentido la libertad filosófica, dejó crecer y desarrollarse la mezquina planta del sensualismo, consintió que penetrase en las aulas, y sólo tuvo prohibiciones y anatemas para los libros franceses claramente perniciosos a la religión o las costumbres. Y si molestó a Olavide, a Marchena y a algún otro propagandista o secuaz del enciclopedismo, más digna es de encomio que de censura por haberse opuesto, aunque desgraciadamente sin bastante energía, a la importación de doctrinas pobres, rastreras y monstruosamente impías, hoy, para todo hombre de ciencia, de cualquier campo filosófico, dignas de menosprecio y risa.
De presumir es que entre las ciencias oprimidas y muertas en los siglos XVI, XVII y XVIII no incluya el Sr. Azcárate a la Teología católica, tan cultivada en esas tres centurias como ha podido serlo en cualquier otro momento histórico (hablemos a la manera de los krausistas... ¡como si pudiera haber algún momento que no lo fuese!). Sin más trabajo que el facilísimo de registrar a Nicolás Antonio (ya que por desdicha no existe una Biblioteca especial de teólogos españoles), se encontrarán nombres de escriturarios y expositores, de dogmáticos, controversistas, ascéticos, moralistas, &c., &c. en número verdaderamente prodigioso. ¡Y qué nombres entre ellos! Arias Montano, Maluenda, Maldonado, Mariana, Fr. Luis de León, Fr. Luis de Granada, Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Báñez, Soto, Molina, Suárez, Lainez, Salmerón, Lemos, Vázquez, astros de primera magnitud en el cielo de las letras eclesiásticas. En sus libros se explicó ampliamente nuestra genialidad teológica, que es católica y no heterodoxa, mal que les pese a algunos. ¡Qué inmensa actividad intetectual no desplegaron en las [335] famosas controversias de auxiliis! ¡De qué sutileza y profundidad de pensamiento no hicieron alarde Molina, Vázquez y Suárez en la concepción y desarrollo del congruismo, sistema teológico admirable, del todo español, que ha llegado a ser la doctrina más corriente en las escuelas católicas! Confesaremos de buen grado que la Inquisición se opuso con mano fuerte a la introducción de toda enseñanza herética; en lo cual obró con suma cordura, dada la condición de los tiempos y dado el principio fundamental de nuestra civilización, entonces harto amenazado; mas no faltó, por eso, considerable grey de disidentes, que mostraron a su sabor sus propias genialidades, seguros unos del alcance del Santo Oficio, y sujetos otros a sus rigores. Y quien busque teología heterodoxa, acuda a Valdés y a Servet, a Juan Díaz y al Dr. Constantino, a Cipriano de Valera y a Juan Pérez, a Tejeda y a Molinos, y advertirá que, por haber de todo, no faltaron doctores del mal y sembradores de cizaña, aunque a dicha no germinó entonces la mala semilla en nuestro suelo.
Tampoco creo que nuestro articulista incluya en su casi rotunda afirmación el Derecho, así natural como positivo, pues en quien tan dignamente ha ocupado cátedra de esta ciencia, debe suponerse, no vulgar conocimiento, sino meditación y estudio, del tratado De Legibus et Deo legislatore del jesuíta Suárez, de los sendos De Justitia et Jure del dominico del jesuíta Molina, de los dos De Jure Belli debidos a Victoria y a Baltasar de Ayala, de la Ænciclopædia juris, y de otras producciones del mismo género, estimadas y grandemente puestas a contribución por Grocio y demás renombrados maestros extranjeros de Filosofía del Derecho. Y presumo que han de serle asimismo familiares las obras de los grandes jurisconsultos y canonistas Gouvea, émulo de Cujacio; Martín de Azpilcueta, defensor generoso del arzobispo Carranza; Antonio Agustín, en todo linaje de disciplinas eminente; D. Diego de Covarrubias, honra al par de la mitra y de la toga; Pedro Ruiz de Moros, admirado en Polonia por sus Decisiones lituánicas; Ramos del Manzano, el más erudito de los jurisconsultos; Fernández de Retes, su discípulo, lumbrera de la Universidad salmantina; Nicolás Antonio, tan docto jurisperito como bibliógrafo consumado; Salgado, Puga, y en tiempos a nosotros más cercanos, Mayans, Finestres, Castro, y, principalmente, el insigne conde de Campomanes, por más que su nombre no suene del todo bien (y con harta razón) en muchos oídos.
De legistas a políticos el tránsito es fácil. Conocidos son los tratados De regno et regis officio de Sepúlveda, De regis institutione de Foxo Morcillo, De rege et regis institutione del P. Mariana, El Consejo y Consejeros del Príncipe de Furió Seriol, El Príncipe Cristiano del P. Rivadeneyra, el libro De República y policía cristiana de Fray Juan de Santa María, el Gobernador Cristiano del P. Márquez, la Conservación de monarquías de Navarrete, la Política de Dios de Quevedo, las Empresas de Saavedra, y otros libros semejantes, escritos casi todos con gran libertad de ánimo, y llenos algunos de las más audaces doctrinas políticas. Ninguno de ellos (entiéndase bien) fué prohibido por el Santo Oficio, ni recogido por mandamiento real. La Inquisición y el Rey dejaron correr sin estorbo (y perdóneseme lo manoseado de la cita, en gracia de su oportunidad) aquel libro famoso de Mariana, en cuyos capítulos 6º, 7º y 8º se investiga si es lícito matar al tirano, si es lícito envenenarle, si el poder del rey es menor que el de la república, decidiéndose en la primera y tercera de estas cuestiones por la afirmativa{2}, lo cual no deja de ser una prueba de lo oprimida y anulada que estaba la libertad científica, cuando tales genialidades se estampaban como cosa corriente. Esa terrible manía del tiranicidio, nacida de clásicas reminiscencias, y en España poco o nada peligrosa, porque al poder monárquico nadie lo reputaba tiránico, y era harto fuerte y estaba de sobra arraigado en la opinión y en las costumbres para que pudieran conmoverle en lo más mínimo las doctrinas de uno ni de muchos libros, contagió a otros escritores, llegando hasta manifestarse en conclusiones tan audaces como las publicadas en 1634 por el P. Agustín de Castro, de la Compañía de Jesús, donde la consabida pregunta de si es lícito matar al tirano, va acompañada de las siguientes: «¿Es mejor algún gobierno que ninguno? ¿Es mejor el gobierno democrático que el monárquico y aristocrático? ¿Es más conveniente la monarquía electiva que la hereditaria? ¿Es lícito excluir a las hembras de la sucesión del trono?»; tesis todas que el buen Padre se proponía sostener en sentido afirmativo; prueba asimismo evidentísima de la formidable opresión y tiranía que pesaba sobre el pensamiento español en materias políticas.
Muy semejante debió de ser la anulación de nuestra genialidad y carácter en materias sociales y económicas. De ello dan muestra los tratados de Fray Bartolomé de las Casas, de Bartolomé Frías de Albornoz y de tantos otros contra la esclavitud, y los libros de economía social y hacienda pública debidos a las valientes plumas del doctor Sancho de Moncada, de Francisco Martínez de la Mata, de Fernández de Navarrete, de Alvarez Osorio, de Mariana, de Pedro de Valencia, del contador Luis Valle de la Cerda, de Martín González de Cellorigo, de Damián de Olivares, de Diego Mexía de las Higueras, de Alcázar Arriaza, de Francisco de Cisneros y [336] Jerónimo de Porras, de Leruela y tantos otros economistas, ninguno de los cuales dudó en poner el dedo en la llaga, ora señalando entre las causas de la despoblación de España el excesivo número de regulares y la amortización así civil como eclesiástica, ora combatiendo las absurdas disposiciones gubernativas respecto a la tasa del pan y la alteración de la moneda. El número de tales escritores es grande; con ellos pudiera formarse una colección copiosísima; y de sus nombres y obras lógrase sin dificultad larga noticia con sólo recorrer la Educación Popular de Campomanes y su Apéndice, la Biblioteca Económico-Política de Sempere, el Sumario de la España Económica de Vadillo, la Biblioteca de economistas del Sr. Colmeiro. Por lo que al siglo XVIII respecta, nadie ignora que se dió a estos estudios especial fomento, y basta recordar, entre los nombres de sus economistas los del marqués de Santa Cruz de Marcenado, Ustáriz, Campomanes y Jovellanos, para hacer respetable en lo crematístico la época en que se escribieron La Industria Popular y La Ley Agraria, en que se crearon las Sociedades Económicas, y con tal suerte y tino se explotaron los veneros todos de la riqueza pública.
Si con tal amplitud y libertad discurrieron nuestros ingenios sobre materias filosóficas, políticas y económicas, claro es que no habían de encontrar cerrado el campo de las investigaciones lingüísticas, críticas, históricas y arqueológicas. Que hubo orientalistas, y en especial hebraizantes, dignos de inmortal recuerdo, compréndese con sólo traer a la memoria las dos Políglotas, monumentos de gloria para los que las protegieron y realizaron. Que hubieron de tropezar, en España y fuera de ella, con poderosos obstáculos los cultivadores de tales estudios, especialmente en el segundo tercio del siglo XVI, explícase bien por el estado de agitación religiosa de aquella época. Pero si Arias Montano fué envuelto en dilatados procesos, y Fray Luis de León gimió en las cárceles inquisitoriales, y Pedro de Valencia hubo de luchar con el P. Andrés de León en defensa de la memoria de su maestro, el resultado de estas persecuciones y contiendas fué en definitiva favorable a los agraviados, pues al ilustrador de la Políglota antuerpiense y a su libro les escudó la protección de Felipe II; al místico autor de la Exposición del libro de Job valióle su inocencia y saber contra los encarnizados ataques de León de Castro, y fué absuelto, aunque tarde y con alguna restricción; y el docto filósofo de Zafra sacó a salvo de las detracciones de enconados émulos el nombre y los trabajos del inmortal escriturario de la Peña de Aracena. Pero si en el estudio de la lengua y literatura hebraicas encontraron nuestros filólogos algún tropiezo, no ha de afirmarse otro tanto del de los idiomas clásicos griego y latino, con tanto esmero y gloria cultivados desde fines del siglo XV, en que a uno y otro señalaron rumbo y abrieron camino Arias Barbosa y Antonio de Nebrija. De los posteriores progresos responden las numerosas traducciones de ambas lenguas, las gramáticas así griegas como latinas (estas últimas en cantidad prodigiosa), los vocabularios, los comentos e ilustraciones de diversos autores de la antigüedad clásica, los tratados de preceptiva y crítica en que se exponen y amplían los cánones aristotélicos u horacianos; tareas en alto grado fructuosas, debidas (entre otros mil que al presente omito) a los insignes humanistas Vives, el comendador Hernán Núñez, Sepúlveda, Vergara, la Sigea, Lorenzo Balbo, Encinas, Gelida, A. Agustín, Mendoza, Pérez de Castro, Diego Gracián, Pedro Juan Núñez, Oliver, Chacón, Gonzalo Pérez, Alvar Gómez, Matamoros, Pérez de Oliva, Foxo Morcillo, Álvarez, el Brocense, Malara, Medina, Girón, Osorio, Calvete, Simón Abril, el Pinciano, Cascales, Bustamante, Barreda, Espinel, Correas, González de Salas, Baltasar de Céspedes, Valencia, Mariner, Tamayo de Vargas, Perpiñá, el P. La Cerda, Martí, don Juan de Iriarte y todos los latinistas y helenistas egregios que después de él florecieron en el siglo XVIII. De otras lenguas, como el árabe, escasearon más los cultivadores, y aun éstos no solían proponerse un objeto literario al aprender tal idioma, relegado casi a los misioneros que habían de usarle en su predicaciones y enseñanzas. A la diligencia y celo de estos piadosos varones debiéronse asimismo gramáticas y vocabularios de gran número de lenguas exóticas, catecismos y traducciones de libros sagrados en caldeo, siríaco, etíope, malabar, chino, japonés y sánscrito, en los dialectos americanos y en los de no pocas islas de la Oceanía; riquísima mies lingüística que a fines del siglo XVIII había de cosechar uno de los más esclarecidos hijos del solar español, el jesuita Hervás y Panduro, de cuyo cerebro, como Minerva del de Júpiter, brotó armada y pujante la Filología comparada.
¿Y qué diremos, amigo mío, de los innumerables cultivadores de las ciencias históricas y arqueológicas, en esas edades que con tanto desdén miran algunos? Materia es esta ya tratada, y en que no insistiré, por tanto, pues de superfluidad impertinente habría de tacharse el repetir, cual si no fuesen de sobra conocidos, los nombres de A. Agustín, numismático insigne, de Luis de Lucena, Fernández Franco, Juan de Vilches, Llanzol de Romaní, Ambrosio de Morales, Resende, Rodrigo Caro, Ustarroz, el deán Martí, Lastanos, Sarmiento, Valdeflores, Finestres, Contador de Argote, Flórez, Pérez Bayer, Floranes, Capmany y tantos otros arqueólogos y [337] diligentísimos investigadores; los de nuestros historiadores generales más o menos eruditos, más o menos artísticos, Florián de Ocampo, Morales, Garibay, Zurita, Mariana, Ferrerasa, &c.; los de tantos y tantos como ilustraron los anales de ciudades, villas, provincias, monasterios, iglesias, de los cuales formó copiosa bibliografía, que aun puede acrecentarse mucho, el Sr. Muñoz Romero; los de Sigüenza, Yepes y otros doctísimos cronistas de órdenes religiosas; los de Pellicer, Salazar de Castro y otros eruditos respetables entre la inmensa balumba de los genealogistas e historiadores de casas nobles, y aun los de los forjadores de falsos cronicones, que demuestran el grande, aunque descaminado, entusiasmo con que se proseguían las indagaciones históricas, entusiasmo que llevaba a fingir historia donde no la había y a llenar con patrañas los huecos, no sin que, para gloria de la crítica histórica entre nosotros, encontrasen los osados falsarios la formidable oposición de varones tan preclaros como D. Juan Bautista Pérez, Pedro de Valencia, Fr. Hermenegildo de San Pablo, el marqués de Mondéjar, D. Juan Lucas Cortés y D. Nicolás Antonio.
Filólogos, humanistas, arqueólogos e historiadores, nos han traído a las fronteras de la república literaria, en la cual no entraré, sin embargo, porque el Sr. Azcárate parece referirse sólo a la actividad científica, y ni él ni nadie ha negado ni niega el prodigioso desarrollo de nuestra genialidad artística, antes bien, suelen afirmar que el poder opresor y tiránico de aquellos tiempos dió libertad y protección a la poesía, a la novela, al teatro y a todos los ramos de las bellas letras, para entretener y aletargar de esta suerte a los españoles y hacer que no sintiesen en modo alguno el peso de las cadenas que amarraban la libertad del pensamiento. Esto, expresado en más retumbantes frases y preñados conceptos, se oye cada día en boca de algunos filósofos, y esto quería indicar sin duda Sanz del Río, cuando asentaba que, por falta de libertad en el llamado siglo de oro, el ingenio español se desarrolló sólo bajo un parcial aspecto, que, según él piensa, no fué el de la razón ni el del entendimiento; y cierto que sería cosa peregrina un desarrollo intelectual de cualquiera especie sin razón ni entendimiento. Digo, volviendo a mi asunto, que, aunque así hubiese acontecido, siempre tendríamos que agradecer mucho a aquel Estado que, en medio de sus iniquidades y tiranías y anulaciones del pensamiento, tanto se desvelaba porque no las sintiésemos, y procuraba divertirnos con poesías, novelas y comedias, discreta y lozanísimamente escritas; secreto administrativo, propio de déspotas, al cual deben nuestras letras muchos días de gloria que jamás les daría un Estado krausista en que fuesen norma de buen estilo y elegante decir la Analítica o el Ideal de la humanidad para la vida. Hablando en serio; creo haber dejado fuera de duda que, excepto en algún caso particular, no hubo anulación de la libertad científica en materias filosóficas, políticas y sociales, las más difíciles de tratar bajo un gobierno de unidad religiosa y monárquica.
Pero se dirá: ¿por qué obtuvieron tan escaso florecimiento las ciencias exactas, físicas y naturales, sino por la rigidez con que el Estado negó siempre la libertad de la ciencia? Entendámonos: en primer lugar, niego el supuesto en tan absolutos términos formulado: cierto es que no apareció en España ningún Galileo, Descartes, Newton, Lagrange, Gay-Lussac, Lavoisier o Linneo; confieso de buen grado nuestra inferioridad en esta parte; no lo da Dios todo a todos; quizá el terreno no estaba tan bien preparado; quizá la genialidad española no tira tanto por ese camino como por otros; pero es lo cierto que en esos ominosos siglos debieron las ciencias de la naturaleza considerables adelantos a muchos españoles; acaudaláronse la Zoología y la Botánica con las innumerables noticias sobre la Fauna y la Flora de las comarcas americanas, esparcidas en los libros de Gonzalo Fernández de Oviedo y otros primitivos historiadores de Indias, y luego más científicamente expuestas en los tratados de Nicolás Monardes, Francisco Hernández y José de Acosta; brillaron Cavanilles y tantos otros sabios ilustradores del reino vegetal, de que en su obra La Botánica y los Botánicos de la Península da cumplida noticia el señor D. Miguel Colmeiro; hicieron importantes estudios sobre los metales Álvaro Alonso Barba, Bernal Pérez de Vargas y otros menos conocidos autores; publicáronse notables comentarios y traducciones de Aristóteles y Teofrasto, de Arquímedes y Euclides, de Dioscórides y Plinio; no faltaron matemáticos y físicos tan memorables como Nuñez, inventor del nonius; el docto humanista Fernán Pérez de Oliva, que escribió De Magnete y empeñóse en hallar modo de que por la piedra imán se comunicasen dos ausentes{3}, el cosmógrafo Santa Cruz, el ya citado Chacón, que tuvo parte no secundaria en la corrección gregoriana, el arzobispo Siliceo, docto aritmético, el insigne polígrafo Pedro Ciruelo, el portentoso Caramuel, y en tiempos más cercanos los Padres Tosca y Feijoo, los sabios marinos Ulloa y Jorge Juan, sin una multitud de tratadistas como los Padres Zaragoza, Cassani y Cerdá, el alférez Fernández de Medrano, &c., que, más o menos atinados en la exposición de la doctrina, demuestran que nunca faltaron del todo buenos estudios de ciencias [338] exactas y físicas en nuestro país. Prueba son también de ello los numerosos tratados de fortificación, artillería y arte militar en todos sus ramos, dados a luz en los siglos XVI y XVII por nuestro conterráneo el beneficiado de Laredo D. Bernardino de Escalante, por su homónimo de Mendoza, por Cristóbal de Rojas, Lechuga, Firrufino, &c., libros que en su mayor parte obtuvieron la honra de ser traducidos a otras lenguas. En otra ciencia aplicada, aunque bien diversa de la anterior por su objeto, descollaron notablemente los españoles. Nos referimos a la Medicina, que con orgullo registra en sus fastos los nombres de Laguna, a la vez humanista, orador y poeta; de Villalobos, tan célebre sifiliógrafo como ingenioso y agudo literato, por algunos apellidado el Fracastorio español; del divino Vallés, ya mencionado como filósofo, en unión con Gómez Pereira, Huarte y otros médicos esclarecidos; de Servet, descubridor de la circulación de la sangre, tan famoso por ello como por sus teorías antitrinitarias y su desastrada muerte; de Valverde, Mercado, Solano de Luque, Lobera de Ávila, &c.; y en el siglo pasado, los de de Martín Martínez, el Feijoo de la medicina, y Piquer que, continuando como él la gloriosa serie de médicos-filósofos, supo a la vez traducir a Hipócrates, analizar las pasiones e investigar doctamente las causas de los errores.
Aparte de todo lo expuesto, conviene observar que, dada la menor relación de las ciencias exactas, físicas y naturales con la religión y la política, debieron de ser las menos oprimidas y vejadas, si admitimos la teoría de nuestros adversarios. Y es lo cierto que la Inquisición española no opuso trabas a la admisión del sistema copernicano en las aulas salmantinas, ni impidió que Diego de Estúñiga le expusiese con toda claridad en su Comentario a Job, libro que mandó expurgar la Inquisición de Roma, en cuyos índices figura hasta tiempos muy recientes. Y, hablando en puridad, ¿qué temor podían inspirar a los poderes públicos, así civil como eclesiástico, los grandes descubrimientos astronómicos o físicos? A nadie hubieran molestado la Inquisición ni el Rey por formular la ley de la atracción, por descubrir el cálculo de las fluxiones, o por entretenerse en profundos estudios de óptica y de mecánica. En una nación en que se permitía defender el tiranicidio, ¿qué obstáculos había de encontrar el que se propusiese hacer nueva clasificación de las plantas, o destruir la antigua nomenclatura alquímica, o revelar la existencia de todos los cuerpos simples hoy conocidos, y de muchos más, si más hubiera? Si como el docto aragonés Gómez Miedes escribió un grueso volumen sobre la sal común, única que él conocía, hubiese tratado de todas las sales hoy descubiertas, ¿hubiérale puesto cortapisas alguien? ¿Se opuso el Estado a que desarrollase ampliamente su estrafalaria genialidad matemática el caballero valenciano Falcó, tan agudo poeta latino como desdichado geómetra, que gastó su tiempo y su dinero en investigar la cuadratura del círculo y se fué al otro mundo pensando haberlo logrado?
Como indicios claros de la situación lamentable a que llegaron entre nosotros las ciencias naturales, suelen citarse esos libros llenos de patrañas y aberraciones que a fines del siglo XVII aparecieron con los títulos de Magia Natural, Oculta Filosofía, El Ente dilucidado y otros ejusdem furfuris. Pero fuera de que en la misma época se escribieron otros tratados con sano juicio y buen seso, y dejando aparte también el que dichas obras fueron vertidas a lenguas extrañas y acogidas con aplauso, lo cual demuestra que en todas partes cuecen habas, es lo cierto que en ningún siglo han faltado autores y obras extravagantes, y aun en este ilustradísimo en que nos tocó nacer, abundan doctrinales de espiritismo y otras ciencias de la misma laya, más estúpidos y menos divertidos que el mismísimo Ente dilucidado, que al cabo todos los curiosos leen con placer y ponen sobre las niñas de sus ojos como tesoro de recreación y mina de pasatiempos.
Estas breves indicaciones, mi Sr. D. Gumersindo, escritas a vuela-pluma y casi sin consultar los libros, bastan, en mi juicio, para demostrar lo mal fundado e injusto de la opinión del Sr. Azcárate respecto a nuestra cultura. Nunca hubiera enristrado la mal tajada péñola contra escritor tan estimable, a no estar bien convencido de que refutaba una opinión, no particular suya, sino común y corriente entre muchos que de doctos se precian. La ignorancia y el olvido en que estamos de nuestro pasado intelectual; las insensatas declamaciones que se enderezan a apartarnos de su estudio como de cosa baladí y de poco momento; el desacordado empeño de algunos en romper con toda tradición científica, persuadidos de que sólo en su secta y escuela se halla la verdad entera; la facilidad que hoy existe para apropiarnos la cultura extraña, y las dificultades con que tropezamos para conocer, siquiera por encima, la nuestra; el orgullo que caracteriza al siglo actual, entre cuantos recuerda la historia, causas son que producen ese menosprecio de todo lo de casa, esas antipatrióticas afirmaciones que afligen y contristan el ánimo. El remedio de tanto mal, indicado está por usted, amigo mío, en su excelente artículo El plan de estudios y la historia intelectual de España, donde propone el establecimiento de las seis cátedras siguientes para el doctorado de las respectivas facultades:
Historia de la teología en España.
Historia de la ciencia jurídica en España [339]
Historia de la medicina española.
Historia de las ciencias exactas, físicas y naturales en España.
Historia de la filosofía española.
Historia de los estudios filológicos en España.
Cada día van siendo más urgentes las reformas allí pedidas para la enseñanza. ¡Qué vastísimo campo abrirían ante la clara inteligencia de nuestra juventud estudiosa seis profesores escogidos con acierto, dedicados exclusivamente a exponer de palabra y por escrito el magnífico proceso de la vida científica nacional en todas sus fases y direcclones! ¡Cuánto de honra y provecho no reportarían a España! ¡Quiera Dios que el Sr. Maldonado Macanáz, actual director de Instrucción pública, de cuya ilustración y patriotismo mucho bueno hay derecho a esperar, nos de pronto la satisfacción de ver realizado algo siquiera de tan oportuno proyecto!
De suma necesidad es también (y esto puede hasta cierto punto estimarse como condición precisa para llevar a cabo el pensamiento de usted en orden a las referidas cátedras) que continúe la publicación, hace años lamentablemente interrumpida, de las obras bibliográficas premiadas por la Biblioteca Nacional, y que las Reales Academias, principalmente las de la Historia, Ciencias morales y políticas, y Ciencias exactas, físicas y naturales, consagren parte de sus certámenes –anunciándolos con más anticipación de la que acostumbran– a promover el estudio de la actividad intelectual de nuestros mayores y de los variados y copiosos frutos que produjo en los diversos ramos del saber humano. ¿Qué serie de temas tan preciosos no ofrecen a la primera de dichas Academias los grandes polígrafos españoles? ¿Qué interesantes monografías no pudiera obtener la segunda si propusiese por asuntos de sus concursos, ya determinados escritores, v. gr., Soto, Molina, Suárez, Foxo Morcillo, el P. Ceballos, D. Juan Francisco de Castro, ya ciertos grupos de ellos, como los moralistas, los políticos, los economistas que florecieron bajo la dinastía austríaca? Y la última, ¿cuán curiosos y útiles estudios no lograría premiando Memorias acerca de nuestros físicos, astrónomos, cosmógrafos, metalurgistas y geopónicos, de los españoles que han ilustrado a los naturalistas y matemáticos griegos, de los cultivadores de la Historia natural de Ultramar y de otros puntos semejantes?
Si el Gobierno y los Cuerpos sabios no toman este rumbo, mucho me temo que lleguen a ser (como ya lo están siendo en parte) una verdad aquellas palabras de su amigo de usted, el ilustre literato don Juan Valera: «Quizá tengamos que esperar a que los alemanes se aficionen a nuestros sabios, como ya se aficionaron a nuestros poetas, para que nos convenzan de que nuestros sabios no son de despreciar. Quizá tendrá que venir a España algún docto alemán a defender, contra los españoles, que hemos tenido filósofos eminentes.»
Queda de V. siempre afectísimo amigo y paisano,
Santander, 14 de Abril de 1876.
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{1} Obra sobremanera interesante para la historia de la Estética en España, libro que no se ha escrito aún y que sería muy curioso. Para componerle hay que acudir a las más diversas fuentes: los místicos, los poetas eróticos, los novelistas, los dramáticos encierran copiosos materiales que pueden ser aprovechados para tal intento. Ténganse además en cuenta los diversos tratados De la Hermosura y del Amor que produjo el siglo XVI.
{2} Y los mismo puede decirse de la segunda, dado caso que admite cierta especie de venenos en ciertas condiciones administrados.
{3} No incluyo a Blasco de Garay, a quien erradamente se ha supuesto inventor de la aplicación del vapor a la navegación. Véase demostrado lo contrario en la Memoria publicada sobre este asunto por D. J. Rubió y Ors.