José María Pemán, Perfiles de la nueva barbarie (original) (raw)
Perfiles de la nueva barbarie
Proyecciones de la literatura romántica sobre la política liberal
Vengo dedicando, hace tiempo, mi atención y mi curiosidad al estudio de cuanto debe el repertorio vulgar de las ideas políticas liberales, del que, hasta hace poco, se ha venido nutriendo el hombre medio, a la abusiva generalización de los tópicos, los desplantes y las excentricidades de la literatura individualista y romántica del siglo XIX…
Y me viene pasando como a aquel infante del viejo romance que «andando de tierra en tierra–hallose do no pensaba». Porque, hallándome voy, lector, casi en las riberas, de una gran ley general, las peripecias de cuyo hallazgo son ya, en mi espíritu, tentación y promesa de libro futuro. Me he encontrado con el hallazgo gozoso de que tirando de cualquier hilo de los que forman la vasta trama del ideario liberalesco de principio de siglo, se acaba por encontrar algún tópico romántico, del siglo anterior, al que, como cable o boya, dicho hilo está amarrado. Hemos creído durante estos últimos años en la libertad individual, en el progreso indefinido, en la irresponsabilidad de las ideas y en mil cosas más, a causa de tal o cual frase ingeniosa que dijo años antes un poeta o un novelista, con pura intención individualista de señalarse y asombrar un poco: o sea con intención, totalmente antípoda, a todo propósito político, o de dirección colectiva. Mis hallazgos son múltiples y divertidos. Siento ya en mí la tentación pedante de revestirlos de letra bastardilla –que es como la voz ahuecada y solemne de la tipografía– y compendiarlos en una ley: La mitad de la [132] política del primer cuarto del siglo XX se ha elaborado con proyecciones de la literatura del siglo anterior.
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Resumiré, antes de entrar en el tema propio y concreto de estas líneas, algunos de los hallazgos, ya dados por mí a la publicidad en otros trabajos anteriores.
El primero es el que se puede cifrar en estas palabras: la mitad de nuestra política y de nuestra sociología ha venido viviendo de una generalización abusiva y tardía, de los trucos que el individualismo del siglo pasado inventó «pour épater les bourgeois»… La esencia de estos trucos consistía invariablemente en invertir totalmente los valores de la moral y de la vida. La novela, la comedia o la poesía se construía con un premeditado propósito de que las cosas fueran en ellas lo contrario de lo que debían ser. Era indudablemente un modo simplista y directo de asegurarse la originalidad. Con que la prostituta fuera inmaculada de alma, y el canalla sublime de fondo, y el mar amarillo y el cielo violeta, se tenía indudablemente ganado mucho para conseguir el asombro del lector. He aquí el precedente literario. No hay más que violentarlo con una elástica generalización y ya tenemos hecha una política: la política, romántica y liberal, que construye sus leyes un poco al modo de las comedias y las novelas del siglo XIX; la política que legisla sobre la base de que las pecadoras son inmaculadas y los canallas son sublimes; la política que convierte en cuerpo central de la ley lo que sólo debe ser el apéndice misericordioso para el error o la excepción. Las tres cuartas partes de la legislación liberal están inspiradas en la obsesión de asegurar sus fueros y garantías al error o al pecado. Se ve que al legislador, como al comediógrafo o al novelista, el pecador le es irresistiblemente simpático, y sin poderlo remediar, hace de él el protagonista de su ley, como el otro de su novela o su comedia.
Todo esto podría profundizarse un poco y sistematizarse, llegando a puntualizar las dos columnas de frágil cristal de literatura sobre que se apoya la mitad de la política liberal. De una parte, la columna de la simpatía invencible para la mujer caída (la «Dama de las Camelias»), para el judío (literatura del «Affaire Dreyfus»), [133] para el bandido generoso (romanticismo popular andaluz), para el pícaro aventurero (Crispín) y, al fin, ahora, rezagadamente, para el pistolero sublime (pero ¡«todavía», señor Oliver!). Y de otra parte, como contrapartida, la columna del recelo invencible contra la señora austera («Doña Perfecta») o la dama caritativa («Los malhechores del bien») o el simple abogado (el doctor de «Los intereses creados») o el simple agente, de la autoridad (el eterno «guindilla» ridículo, de nuestro género chico). Media política se construyó sobre generalizaciones de estos tipos escogidos por la literatura, precisamente a causa de sus caracteres excepcionales, para producir la risa o el asombro. Media política se basó en una literatura cómica, romántica o psicológica que era, por esencia, colección de piezas raras para un museo de pasiones secretas o de tipos extraños.
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Mi segundo hallazgo sorprendente y divertido puede resumirse así: otra generalización abusiva sobre la que se cimentó también buena parte de nuestra política, ha sido aquella que convertía en verdades generales y normas directivas comunes aquellas pequeñas verdades parciales y ocasionales que los autores lanzaban como simples desahogos íntimos, individuales y líricos. Para el siglo XIX, la verdad artística y literaria, no tenía que ser verdad en sentido filosófico, bastaba que fuera verdad parcial y pasajera del poeta o del autor. No se trataba, en arte, de decir verdades, sino de exhibir estados de alma y de conciencia. La antología romántica no es una antología de principios o ideas, sino la antología de los desahogos, malhumores, indigestiones o alegrías personales y momentáneas de unos cuantos seres privilegiados. Hasta aquí no hay peligro. Nada es peligroso mientras no se saca de quicio y no se le pretende dar uso distinto del suyo propio. El ácido nítrico no es peligroso mientras no se pretende usar indebidamente como aperitivo. Tampoco son peligrosos los gritos monárquicos de Baudelaire o los chistes irreverentes de Anatole France mientras no se les pretende usar, con indebida generalización, como principios políticos, sacándolos del plano íntimo e individual en que nacieron.
Pero esta tentación generalizadora, llega inevitablemente. La [134] frase brillante y famosa, la paradoja emitida por el poeta o el ensayista en tal momento y ocasión determinada, es lo que se queda con más facilidad grabado en la memoria del lector, precisamente por el atractivo de su vistoso contraste con las ideas, principios y usos generales. Así, poco a poco, conservada en la memoria la frase o la paradoja, y olvidado el resto, del pasaje en donde galleaba o lucía, la paradoja o la frase, se despersonaliza, se abstrae de las circunstancias de tiempo y ocasión en que fue dicha y llega a convertirse en máxima colectiva y general. La mitad del ideario del hombre medio se ha formado así, por ese proceso de abstracción y generalización. De este modo, por ejemplo, fueron elevados a la categoría de máximas filosóficas y de normas de buen sentido, muchas de las sentencias que D. Ramón de Campoamor introduce en sus obras, y que no son más que arabescos de ingenio con los que un hombre bueno y tranquilo –que le llevaba la silla a su señora los domingos cuando iban a misa– se entretenía en asombrar un poco. Nuestros padres se ahorraban, en muchas ocasiones, el trabajo de pensar y discurrir por cuenta propia, saliendo del paso con un dístico campoamoriano, que, por la mielecilla de la rima, se les había pegado, desde la juventud, a la memoria. Llegado el caso, nuestros padres levantaban solemnemente la voz, y como final de tal discusión fallaban:
En este mundo traidor
nada es verdad ni mentira:
todo es según el color
del cristal con que se mira.
O bien:
Cada quisque celebra, y es muy justo
lo que es más de su gusto.
Y se quedaban tan tranquilos, sin comprender que habían dicho dos solemnes enormidades y habían promulgado todo un escepticismo y un relativismo filosófico y estético. Es curioso pensar en los muchos varones píos, austeros y creyentes que han repetido mil veces, como si fueran versículos del Evangelio, esas frases, sin que el frívolo sonsonete de la rima les permitiese darse cuenta de que, por convertir en filosofía las humoradas de un poeta, estaban [135] afirmando cosas que no creían y que, en prosa, jamás se atreverían a firmar. Sin embargo, por esta trayectoria que va de la humorada de un poeta a la generalización mecánica en la mente del vulgo y de aquí a la formación de una conciencia colectiva, es por donde se llegó a la instauración de toda una política, organizada sobre la base de que «nada es verdad ni mentira», y de que es justo que cada uno celebre lo que le dé la gana.
Dos casos típicos de esta segunda clase de generalizaciones abusivas son los casos característicos de Benavente o Unamuno. A Benavente, el día del estreno de «La Ciudad alegre y confiada», lo llevaron en hombros hasta su casa los grupos mauristas y el día del estreno de «Pepa Doncel», en plena Dictadura, los grupos liberales hicieron lo mismo. Y él, que está dispuesto a decir en cada momento su pequeña y parcial verdad de aquel minuto, él que está dispuesto a contradecirse cuantas veces haga falta para el efecto artístico de una obra, se reiría olímpicamente al ver con qué cándida docilidad iban, unos tras otros, doblando la cerviz bajo sus piernas, todos los sectores ideológicos de España. Castigo de dar enfáticas dimensiones políticas a los arabescos de un ingenio burlón.
Pues ¿y Unamuno?… Unamuno es un lírico, un solitario que exhibe, en sus sonetos angulosos o en sus broncos ensayos, su alma torturada de dudas e inquietudes. Sus obras tienen por ello innegables bellezas literarias; pero lo que no tienen precisamente es lo que en ellas se ha querido poner, un propósito directivo y formador. No cabe mayor absurdo que esta generalización y nacionalización de los gritos y suspiros del hombre más rabiosamente individualista y antisocial de nuestra patria. Al gran lírico, al gran desorientado, al gran perplejo, se le ha querido hacer guía y lazarillo de España, director de una generación. Se quiso que nos indicase el camino a todos, el que no ha encontrado su propio camino. Se quiso que todos fuéramos a interrogar, a quien tiene en perpetua interrogación el alma…
No se ha estudiado bien todavía los hondos e insospechados efectos de estas proyecciones de la literatura sobre la política. Nos quedaremos un poco asustados el día en que siguiendo la trayectoria de una frase literaria, nos demos cuenta de sus efectos últimos. Ese Dios bonachón y misericordioso, que empezó siendo el Dios de Don Juan Tenorio, en la última escena del famoso [136] drama de Zorrilla, pasó luego a ser el Dios castelarino del Calvario, absurdamente opuesto al Dios del Sinaí, y acabó por ser el Dios convencional de todos los ingenuos liberales españoles. Así se intentó organizar la política y la sociedad como si efectivamente estuviese regida por un Dios de ancha manga, algo chocho y desmemoriado, olvidado ya de los preceptos rigurosos del bien y del mal.
Pero yo quería hoy ocuparme brevemente de otra generalización literaria, proyectada sobre la política, y causante de mil estragos en ella. Me refiero a la proyección que políticamente ha tenido esa involucración romántica, muy siglo pasado, que exalta la inspiración y menosprecia la técnica.
El poeta romántico se supone, por esencia, un ser inspirado y esto parece que le autoriza a cruzar la vida, como un meteoro, fuera de todas las órbitas retóricas o sociales. Se sitúa por encima del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. Y este es el tipo genérico de poeta, que posee la mente de nuestra burguesía media, en su raquítico fichero de tipos y cosas. Al decir de una persona: ¡es un poeta!, quiere decir que es un exaltado, un bohemio, un desordenado. El concepto del poeta sigue siendo, para el vulgo, concretamente el del poeta romántico. Que no tiene nada que ver con el tipo del poeta del Renacimiento, con su equilibrio, con su cultura, con sus ideales precisos, con su «falta absoluta –dijo Valery– de profetismo y patetismo». En la corte de Alfonso V de Aragón, calificaba así Güero de Ribera, enumerando las prendas del galán perfecto:
Capelo, galoche y guantes
el galán ha de traer,
bien cantar y componer
en coplas de consonantes…
¡Qué dirían los inclasificables y semidivinos vates del XIX, si vieran así enumera a su Arte, como una gala o adorno más, al lado de los guantes y del capelo!
Pero ocurre que, en toda sociedad, el tipo del poeta y del artista es el que manda en cierto sentido y el que impone la meta a que han de aspirar todos los ejemplares humanos. La moda literaria del poeta romántico genial, inspirado e irresponsable, influyó un poco en todos los campos: hubo el médico romántico, [137] con poca ciencia pero milagroso e inspirado ojo clínico; y el abogado, despreciador de las leyes, pero con gran sentido jurídico, y hasta el financiero sin números, que acertaba por inspiración súbita. Y hubo también la política de la inspiración, de la improvisación genial, por encima de toda técnica laboriosa. Se hizo un culto de la más inferior de las facultades humanas. «Fulano tiene sensibilidad de poeta», se decía; o de abogado, o de político. ¡Sensibilidad!… ¡Poca cosa esta facultad indecisa que tiembla como una última fogata de la razón, ya casi apagada, en las fronteras de la animalidad!
Y así, bajo esta superstición de la sensibilidad, medraron todas las cosas mediocres y semirracionales: la improvisación oratoria, el parlamentarismo patético, la propaganda emocional. La política ha padecido, tras la literatura, de excesos de genios y de falta de técnicos.
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Esta proyección de la literatura en la política empieza por manifestarse en el modo de hacer la política. Es ella la que engendra en gran parte el favor de todo ese frágil y brillante instrumental político que es el parlamentarismo, la oratoria improvisada, el mitin efectista. ¿Qué es todo esto sino el abandono de la cosa pública a la inspiración sobre la técnica, abandono motivado por las pedantes e interesadas adulaciones que los literatos prodigaron a aquélla sobre ésta, para lucir así más y trabajar menos?
Así se pudo llegar a formar en el vulgo el criterio deformado que revela la siguiente anécdota, narrada por Saldaña: Viviani, que era con Gambetta y Javirés el primer orador de la tercera República, solía preparar sus discursos, repitiéndolos previamente hasta por los pasillos de la Cámara. Un día fue sorprendido por un grupo de amigos en esta operación. ¡Cómo! –le dijeron–; pero, ¿usted prepara sus discursos?… Para aquellos hombres fue una sorpresa y casi una decepción el hallazgo inaudito de que Viviani hacía preceder el pensamiento a la palabra, y meditaba antes lo que iba a decir. Envenenados de literatura romántica, juzgaban que aquello era poco genial. Ellos hubieran querido que Viviani hablase sin preparación. La técnica, el estudio, la [138] documentación, eran, para ellos, actividades inferiores, propias de la mediocridad. Pero en el Parlamento –donde precisamente se habían de decidir las grandes cuestiones públicas– había de procederse por chispazos, por improvisaciones, por genialidades. Quitar el riesgo y el azar de la improvisación en el juego parlamentario, es trampa, como embolar los toros en la plaza o poner la red bajo el trapecio del circo… Esto es lo que acabó pensando una generación que empezó por exigir que el poeta escribiese en pleno arrebato irracional, sin consultar nunca un diccionario, una preceptiva o un modelo clásico.
Pero no sólo influyó esta sugestión literaria que voy estudiando en el modo de hacer la política, sino, más hondamente, en la entraña de la política misma. Si la literatura tuvo buena parte en el favor de esa forma política de improvisaciones y brillanteces que es el parlamentarismo, también tuvo su parte indudable en el favor, más hondo, de la democracia, que es, al fin y al cabo, en todos los campos, el imperio de la improvisación. La exaltación literaria de la inspiración sobre la técnica y el estudio, fue una buena base para esperar optimistamente que el panadero o el herrero pudieran tener –¿por qué no?– una inspiración política más certera que el estudioso o el técnico. Sin libros, sin retórica, sin cultura, se podía gozar la inspiración poética; justo era que se pudiera gozar también el voto. Y esto fue la democracia: el imperio de la muchedumbre que se suponía inspirada, sobre los selectos de la técnica, el estudio o la preparación. Política de improvisadores, de suplentes, de esquiroles, sin título profesional. Toda democracia tiene, por eso, balbuceos y sonsonete de teatro de aficionados.
Y no sólo nos suministró la literatura una confianza irracional en las posibilidades naturales de los hombres, sobre toda preparación o técnica, sino que hasta llegó a acentuar absurdamente su preferencia y su mimo hacia los más indocumentados, creyendo que había como una cierta relación inversa entre inspiración y estudio, de tal modo que éste marchitaba la lozanía de aquélla. Hubo así un cierto ruralismo literario, que se tradujo en plebeyismo político. Hubo unos días en que estuvo de moda el poeta montaraz y rústico, que componía sus versos sin más documentación que los campos y el cielo. Esto enterneció a la democracia, y la afianzó en su rosada creencia de que puesto que cualquier [139] pastor puede hacer versos, también puede hacer política. Mentira pura. Jamás un pastor ha acertado del todo con un buen verso, ni jamás muchos pastores reunidos acertaron con un buen gobierno. Todos esos tópicos democráticos de la sabiduría del pueblo o el instinto certero de la masa, no son más que generalizaciones abusivas de ese primer tópico literario del pastor con inspiración y genialidad. Pero repito que todo ello es pura mentira. Cuando algún poeta pastor parece triunfar, resulta siempre, al cabo, que lleva en la zamarra un libro en vez de un queso. Uno hubo –Chamizo– que conmovió a los críticos porque era tinajero, bello oficio bíblico y patriarcal. Pero luego creo que resultó que, además de tinajero era abogado del Estado.
Sólo que la democracia es sencilla y crédula, como el romanticismo. Cree en los milagros de las musas. Una escritora ilustre se enternecía todavía hace poco contándonos la visita que le hizo el poeta-pastor, rudo y genial. Se llenó su escritorio –decía con ingenua ufanía– de recio olor de hato y de majada… Y así, empezando por estas literarias exaltaciones de la peste, se acabó aplebeyando, de este modo, la política.
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Estas son algunas de las proyecciones de la literatura romántica (tomando esta denominación en amplísimo sentido que abarque hasta sus últimas derivaciones), sobre la política liberal.
Afortunadamente, parece que se acentúa una reacción literaria y ello nos hace esperar que, por el mismo rodeo y camino, por el mismo mecanismo de proyecciones y generalizaciones, llegaremos a una reacción política.
Primeramente, los modernos estudios sobre el fenómeno poético (Paul Valery, Henri Bremond) empiezan a esclarecer, limpiándolo de exageraciones enfáticas, el discutido problema de la inspiración y la técnica. Ya no es cierto para nadie aquello que decía Anatole France: «los artistas crean, como las mujeres embarazadas, sin saber cómo. Praxísteles hizo sus Venus, como la madre de Aspasia hizo su Aspasia: de la manera más natural y estúpida». No; ni en poesía, ni en política, ni en ninguna otra cosa, puede hacerse nada que merezca la pena de una manera [140] estúpida y natural. El fenómeno de la inspiración –antes embozado en la niebla de mil palabras excesivas: la Musa, el Genio, la Locura –ha quedado ya filosóficamente comprendido y estudiado, como una forma clarísima de intuición, perfectamente clasificada ya por Santo Tomás que la distingue de la inspiración sobrenatural (Sum. Teol. T. II. q. 68, art. 1 y 2). Esta inspiración humana –dice Jacques Maritain– se buscará en vano en las penumbras del sueño abandonado e inconsciente, porque se encuentra al extremo de la vigilancia y la atención. No supone, por lo tanto, abandono del mecanismo racional y discursivo, sino, al contrario, fina acentuación del mismo. No son los elementos intuitivos –explica Valery– los que dan valor a la obra, sino al contrario la obra –que es trabajo, estudio y técnica– la que da valor al elemento intuitivo, que, sin ella, que le da cuerpo y perfil, sería llamarada estéril y pasajera.
Conocido de este modo el verdadero mecanismo de toda creación (literaria o política) y jerarquizados ya debidamente y sin exageraciones esos valores de inspiración y técnica, justo es que, olvidando las frívolas opiniones de ayer, volvamos a relegar toda improvisación al humilde concepto clásico: «juego de ingenio en el cual el azar, décima musa, reemplaza a las nueve hermanas».
Limpiemos nuestra política, como nuestras letras, de esos juegos de ingenio. El improvisador literario o político deber otra vez ser emparejado, como lo emparejaba Marcial con «el bufón que cambia fósforos por pedazos de vidrio y se traga manojos de víboras». Nada de escamoteos y prestidigitaciones: estudio, rigor, precisión, en todo. En la cuartilla o en la vida hay que lamer otra vez virgilianamente, una y mil veces, nuestra obra «como la osa a sus cachorros».
Un alegre renacimiento clásico tiene que ser el vestíbulo de una nueva política, corregida de planta y de estilo. El romanticismo que endiosa al sentimiento, separa; el clasicismo que endiosa a la idea, une. Porque una efusión puede sentirse de mil modos distintos, pero una idea sólo de un modo puede pensarse. Por eso el romanticismo da frutos de anarquía, y el clasicismo de unidad. Por eso sólo sobre este último puede cimentarse una política con ambiciones de orden y de perduración.
Muchos síntomas, afortunadamente, parecen acusar un renacimiento clásico en las letras, que conforta y abre la esperanza. [141] Volar, sí; pero –como dice Gerardo Diego– bien calculado el peso, el motor y la esencia para no perderse como una nube, a la deriva. Esa es la nueva consigna. Los poetas, a volar, pero dentro de una estrofa. Los filósofos a volar, pero dentro de una fórmula… España, a volar; pero dentro de una disciplina.
¿Será así?… Ya es bastante que, al menos los poetas y los escritores, quieran que así sea. Porque hasta ahora, por encima de todo, nuestra política estuvo, como una niña romántica, enferma de mala literatura.
José Mª Pemán