Pedro Laín Entralgo / Escrito de ocasión (original) (raw)

Escrito de ocasión

Puesto que la fugaz hoja del calendario marca el año 1948, quisisteis que glosase para vosotros la significación que para todos los españoles, los más jóvenes y los menos jóvenes, tiene la fecha de 1898, cuyo cincuentenario se cumple. Me pedís, por tanto, un artículo «de ocasión» o «de circunstancias». ¿Me permitís, amigos, que yo adelgace mucho más la anchura de esa anual ocasión, y la reduzca al día, más aún, a la hora en que yo vivo? Accedéis a tolerarme un poquito de impresionismo psicológico, paralelo, en el orden literario; a las «impresiones» pictóricas de hace tres cuartos de siglo? ¿Me dejáis, en suma, reducir la realidad a mi impresión? a una fugaz impresión mía?

Veréis. El correo de América me ha traído hoy el último número de la revista Estudios, que publican nuestros amigos de Chile. En él, una pluma anónima ha reunido varios documentos relativos a la máxima aventura espiritual de un gran español, el profesor y sacerdote Manuel García Morente: algunas cartas, un relato del P. Fernando Vázquez, «moderador del espíritu» de Morente durante su retiro en el convento de Poyo. Son maravillosas la sencillez y la hondura con que Morente testimonia su definitivo encuentro con Dios. «Dios tuvo piedad de mí y me envió el mejor y más eficaz consuelo, su gracia divina, el aliento de su voz en el fondo de mi alma», escribe a un amigo, recordando sus angustias espirituales de París, el año 1937. En otra carta dice su descubrimiento del «sentido» que tiene el dolor en la vida del hombre y en la economía de la Creación: «El sufrimiento, que es intolerable cuando carece de sentido –es decir, para los no creyentes–, se convierte en base de esperanza y en consuelo máximo para los creyentes, que le damos un sentido al ofrecerlo a Dios y referirlo a su providencia eterna». Son especialmente conmovedores los recuerdos de la noche parisiense en que Dios llamó de modo expreso al alma atormentada de Morente. En medio de la inquietud por la familia amenazada, una gran palabra se levanta desde los senos de su espíritu: Dios. El Dios olvidado: una gran fuerza que le hace arrodillarse, llorar con vehemencia y preguntarse por lo que ha sido su vida hasta entonces. «¿Será posible que Dios me perdone estos horrorosos crímenes?», se dice una y otra vez, desmesurando –como todos cuantos han visto su vida desde Dios, hasta quienes parecen más justos– la frialdad religiosa, los abandonos, los errores de antaño. «¿Merezco yo la misericordia de Dios», repetirá más tarde, peregrino va por el camino de la perfección. Un alma noble, virilmente aniñada, descubrió aquella noche para siempre, su verdadera y secreta razón de ser.

Y aquí viene mi impresión. Honda, honda ha sido la que me ha infligido este sencillo relato. Movido por él, he visto con doblada claridad la nadería de mis trabajos habituales. Doble claridad. Con claridad simple suelo ver esa nadería mirando lo que mis obras tienen de mías. Quienes vivimos dialogando con las grandes figuras del pretérito, tenemos a nuestra humildad en ascesis permanente. Homero, Hipócrates, Galileo, Leibniz, los grandes titanes de la Historia, dan en torno a nosotros su magna voz. Y nosotros, sin la fuerza de ser hijos de Urano, tratamos de contestarles y sólo brota de nuestra boca –o de nuestra pluma, igual da– un mínimo balbuceo de simio o de cordero... Pero a la transparencia con que todos los días discierno mi personal nadería, únese ahora otra, que me hace ver, bajo la privada poquedad de lo que e «mío», la poquedad genérica de lo que es «humano». En medio de los libros y las hojas escritas que me rodean –el paisaje que otras horas me presta mudable compañía– he sentido hoy una profunda, intensa desolación. Todo esto, ¿para qué? Señor, ¿para qué?

Así una hora, dos, hasta que he reconocido lo que en ello había de tentación, de soterrada flaqueza. ¿Acaso tengo yo la vocación del yermo o la que encendió a Juan de Dios y a Francisco Javier? Mi aptitud, por inválida que sea, ¿no está, por ventura, específicamente limitada a moverse entre papeles manuscritos, papeles impresos, papeles por escribir? Si los titanes con quienes dialogo me abruman con su voz, y si es deber, constante reconocer esa dura verdad, ¿tengo acaso derecho a menospreciar lo que en mi voz haya de mío? Si mi voz es sumisa a la verdad, activamente sumisa, ¿dejará de haber en ella una pequeña resonancia –la resonancia que permitan mi naturaleza y mi esfuerzo– de Aquél que, como ha dicho Claudel, «es en mí más yo mismo que yo»? He recordado otra vez mi antigua plegaria: «¡Señor, ayúdame a ampliar, ayúdame a gozar mi propio límite!»

Con ojos más esclarecidos y mejor dispuesto temple he vuelto al relato que engendró mi anterior impresión. Morente, roto ya el velo que le impedía dialogar con Dios, recibe el carisma del orden y vuelve a su cotidiana labor de enseñar y escribir. Fue entonces cuando yo le conocí. Por debajo de la aspereza del vivir cotidiano, se adivinaba en su espíritu la enorme serenidad que nace de saber dónde y cómo está uno situado en la creación. Entre estos libros, sobre estos papeles semiescritos, ante mis escasos y no siempre atentos alumnos estoy yo situado. Oprimido, mas también ilustrado por la voz ingente de los titanes, intentaré dar a mi pensamiento y a mi palabra mayor rigor, mayor efusión, mayor hondura. Llevaré hasta donde pueda llegar la linde de mi escasa posibilidad, y pediré a Dios que me permita siempre decir con verdad y sencillez: «iSeñor, ayúdame a ampliar, ayúdame a gozar mi propio límite!» Porque si Dios está en lo más hondo de nosotros, también está –¿no es cierto, amigos?– en la cuerda que nuestro talón roza al dar con buen ánimo nuestro máximo salto.

Pedro Laín Entralgo