Gay Power en España - Blanco y Negro (original) (raw)

Editorial

Blanco y Negro

Por la expresión “Gay Power” se conoce en el mundo la influencia política de los homosexuales organizados y unidos. Esta minoría social, marginada según los que a ella pertenecen, tomada a guasa por muchos, considerada como peligrosamente perturbadora por otros, se ha organizado de forma muy eficaz en Estados Unidos, Francia, Alemania, Suecia, Inglaterra y varios países más. Dispone de periódicos, revistas, clubs, hoteles, cines especiales, centros comerciales y financieros... A través de una tupida red de enlaces internacionales, los invertidos han alcanzado una gran eficacia para el auxilio de unos a otros. Hoy los homosexuales tienen sus calles o su barrio en Nueva York, son capaces de organizar una manifestación de decenas de millares de invertidos en Londres, penetran no pocos medios de comunicación social en Francia, dominan el teatro en varios países europeos y tienen influencia para conseguir que los Parlamentos voten leyes favorables a ellos. Paralelamente se desarrolla un movimiento similar de lesbianas en una buena parte del mundo. En 1969, el prestigioso semanario Time dedicó su primera “cover story” a este tema.

Pues bien: creíamos que el “Gay Power”, el “Poder Homosexual”, tardaría en organizarse en esta España del machismo ibérico y del imperio hacia Dios, en la que tras la guerra civil se rindió culto a la virilidad. Sin embargo, casi de repente, y con motivo del estreno en un teatro madrileño de una comedia cuyos personajes son nueve sarasas, el “Gay Power” español se ha desmelenado. Docenas de invertidos, haciendo alarde de su condición, asistieron al estreno. Nuestro subdirector, Adolfo Prego, hombre equilibrado y ecuánime, con muchos años de profesión sobre las espaldas, fue testigo presencial del espectáculo. Tuvo que atravesar el vestíbulo apartando a muchachos ahembrados y carininfos hasta llegar a su localidad. “Siendo la comedía muy estimable, el espectáculo estaba en el patio de butacas”, dijo en la Redacción de ByN Adolfo Prego. La más varia muestra de maricas, cacorros y sodomitas se mostraban en grupos olorosos y rientes. Vestidos con prendas femeninas unos, acaponados otros, cazoleteros y maquillados no pocos, tal como los describe Pilar Trenas en su Agenda de este número, se exhibían allí los más afeminados personajes que concebirse pueda, tocados con atuendos ceñidos, sedosos y floreados y sin disimular ninguno su amariconamiento, sino, por el contrario, alardeando de él.

En nuestra opinión, lo que ocurrió la otra noche en el teatro Barceló no es una anécdota pasajera, sino la primera manifestación pública del “Gay Power” español. No es tema para la indignación, aunque así reaccionen espontáneamente muchos hombres y mujeres españoles. Otros sectores reaccionan con guasa, con esa chanza española que a todo aplica el humor, empezando por saber reírse de uno mismo y de todo aquello que nos rodea. La verdad es que se trata de un fenómeno sociológico. En Madrid existe ya un tejido de calles, clubs, bares, etcétera, que potencian una naciente organización homosexual. La presencia comunitaria en el teatro Barceló de muchos homosexuales debe constituir un dato para la sociología más que un motivo para el escándalo. Hasta ahora, en España, la homosexualidad se ocultaba y los interesados enmascaraban sus tendencias por todos los medios. La llamada “sociedad permisiva”, con su trastueque de costumbres, está llegando a nuestro país. De ahí que los homosexuales hayan perdido, primero, el miedo a declarar y mostrar en público sus querencias, y después, ya no dudan en encontrarse colectivamente en lugares públicos con atuendos y expresiones definitivas. Nadie de juicio ecuánime cree que deba atropellarse la intimidad de cada ciudadano, libre de hacer lo que le venga en gana en su casa o fuera de ella en tanto no atropelle la ley y el orden público. El problema, el grave problema, estará en el momento en que esos homosexuales pretendan captar para sus desviacionismos a otras personas, especialmente los más jóvenes, casi niños, fáciles de corromper por falta de personalidad y madurez. Las autoridades deberán vigilar cuidadosa e implacablemente esa posibilidad de extensión de la homosexualidad, no exenta de chantajes, amenazas y demás procedimientos de carácter coactivo.

El Periodismo debe ser testimonio de su tiempo. Esta Revista refleja hoy un acontecimiento que ha trascendido al gran público y del que se habla en muchos de los más serios centros religiosos e intelectuales de Madrid. Lo que ocurrió en el teatro Barceló la noche del estreno de “Los chicos de la Banda” ha sido valorado como dato sintomático en muy amplios sectores de la ciudad.

ByN ha reunido, con no poco esfuerzo, una extraordinaria colección de fotografías que, aunque cien por cien periodísticas, hemos decidido finalmente no publicar para evitar que se identifique a los que en ellas aparecen. Insertamos, además de la portada y este editorial, la doble página del genial Summers, una crítica agudísima de Carlos Luis Alvarez sobre la comedia y la popular “Agenda” de Pilar Trenas, en la que la joven periodista describe con minuciosidad el ambiente de este estreno, que constituye un capítulo en la cambiante historia de la sociología y de las costumbres españolas. Hurtar al público, en nombre de falsos puritanismos, este tema de la homosexualidad actual sería ridículo. De todo lo expuesto se desprende una inmediata conclusión: la importancia de la educación familiar y la necesidad de plantear cualquier tipo de problemas juveniles muy a las claras. Las taras de otras sociedades también han llegado a España.

Blanco y Negro


[ Carlos Luis Álvarez ]

Homosexuales que rozan la tragedia

“Los chicos de la banda”, de Mart Crowley, en Barceló

Me parece que era Stanislavski el que comparaba la creación de un papel con el despegue de un avión. La pista es la corporeidad del actor, de la que emergen los significados particulares de otro cuerpo, la realidad teatral. Los personajes da esta pieza de Crowley son homosexuales por el testimonio irrefutable de su corporeidad, que refleja, a todas luces, no una imitación superficial, sino una observación desde dentro. Su encarnadura y expresividad indican hasta qué punto de convicción han penetrado en la evidencia de los cuerpos que representan. Este es el dato fundamental de la obra, mas que el de la “tesis” o el “argumento”. Por un motivo de índole social se reúnen varios homosexuales, de diversa condición, grado y diseño, y asistimos entonces a un enfrentamiento de “caracteres”. Los celos, el “tedium vitae”, la rebelión impotente, el cinismo desesperado, la exhibición procaz, son las dimensiones de la obra. No se debate en ella el tema de la libertad sexual, que es un tema sociológico, sino, en cierta medida, problemas de relación, incluso de conciencia, como los que atormentan a Michael (Manuel Galiana), que es el personaje realizado con mayor detalle. La contradicción está en que junto a un lenguaje verbal y gestual exasperado, los fondos instintivos del conflicto no son demasiado alucinantes y profundos. No se llega al final de la conciencia. La “estructura” religiosa de Michael, levemente apuntada, es un recurso de profundidad aparente. Ese misterio que hay en el fondo de las verdaderas tragedias (de una parle Julien Green, ya que tratamos del homosexualismo, y de otra Tennessee Williams) no lo alcanza Mart Crowley. Si el autor se hubiera limitado a narrar unas costumbres, no intentando penetrar en la conciencia, la pieza habría sido incluso sobrecogedora. Que la exploración de la conciencia no es el camino de Crowley lo prueba el hecho de que tiene que echar mano de una caricatura (el personaje Emory, extraordinariamente creado por Ramón Corroto) para sostener las partes muertas de la obra. Sin él, la tensión no se habría mantenido. El mismo dato de que para hacer hablar, y sufrir, a los personajes, se introduzca una especie de juego de sociedad, el juego de la verdad, confundiéndose además la verdad con lo que es una simple noticia (a quien se ha amado más), demuestra que el aliento de Crowley no es trágico.

A pesar de todo esto, la pieza es valiosa. Sobre todo por el trabajo brillantísimo de la dirección, que es de Jaime Azpilicueta, y de los actores. ¡Magnífico trabajo! La “lógica corporal” y la “secuencia de sentimientos” que procrea denotan la inteligencia de la dirección y la extraordinaria versatilidad de los actores. Galiana, cuya seguridad y sensibilidad son cada vez mayores, fue aplaudido en varios mutis. Acaso grite demasiado en la segunda parte. Corroto hará durar la obra. Para mí, no obstante, el personaje realmente trágico, porque encarna una especie de misterio satánico, es Harold, hecho por José Luis Pellicena. En él nace y muere la tragedia que Mart Crowley no pudo escribir. Cuando este inteligente actor habla o simplemente se mueve, con una calma temible, comprendiendo la maldad que representa, la obra se hace alucinante. Es Pellicena el que comprende la importancia del personaje, que para el autor no es más que un resorte para disparar a Michael. Quiero aplaudir también a Andrés Resino, Damián Velasco, Joaquín Kremel, Julio Gasette, Ricardo Tundidor y David Carpenter. Y el decorado de Emilio Burgos.

El espectáculo del patio de butacas fue digno de verse. Era un público “ad hoc”, en su mayor parte. Sí quisiera, podría hacer la crítica. Y pondría muy bien a los actores y el argumento.

C. L. A.


Agenda

El espectáculo estuvo en el patio de butacas

Entre la guasa de unos espectadores y la indignación de otros, docenas de homosexuales asistieron a un estreno teatral en Madrid

Sin ninguna duda, el teatro ha sido el gran protagonista de la semana. La temporada teatral se abrió con solemnidad, alegría y entusiasmo, sobre todo por parte de los aficionados. Uno de los primeros estrenos fue el de la tan traída y llevada obra de Mart Crowley: “Los chicos de la banda”, que adaptada por Artime y Azpilicueta ha llegado a nuestros escenarios con algo de retraso. Al igual que a los aficionados a los toros les gusta acudir a la plaza, a los atletas ver en escena a otros deportistas, a los abogados presenciar los debates de otros colegas, y así sucesivamente; a esos hombres que alguien llama amanerados, invertidos, afeminados, homosexuales..., les gustó presenciar, y asistieron en gran número al estreno, las andanzas de esos “chicos de la banda”, con gustos afines a ellos, que en el escenario se sueltan la melena y cuentan sus problemas o no problemas. Y tal era la expectación de este estreno, tanto se había corrido la voz entre nuestro “Gay power” del tema de la obra, que no es otro que el problema de la inversión en el hombre, que faltaron butacas en el teatro. Ni que decir que entre los asistentes abundaron, pues, “hombres”, grupos de amigos, muy amigos, y, emulando al título de la obra que íbamos a presenciar, “chicos de la banda”. También ni que decir tiene que no fueron las atrevidas, originales, exóticas o sofisticadas galas de las mujeres las que llamaron la atención, aunque, por supuesto, no faltaron los lujosos aderezos femeninos. Fueron estos “chicos de la banda”, este “gay power” que ejerce en Madrid los que nos asombraron con atrevidos, sofisticados y originales atuendos.

Perfumes, pantalones ceñidísimos, sombras de ojos, &c., inundaron el vestíbulo

No hacía sol, pero se veían “gorritas” llamativas y favorecedoras. No asistíamos a un desfile de moda masculina, pero se vieron extraordinarios modelos para modistas de supervanguardia. Y hablando de “toilettes”, vamos a reseñar alguna, porque bien merece la pena. Pantalón blanco, blanquísimo, y ceñidísimo, quizá de seda, quizá de hilo, acompañado de blusa camisera también blanca con adornos de encajes y chorreras. Y del blanco al rojo, pues era realmente elegante el atuendo colorado, que resaltaba la morenez de su portador y se adornaba con exuberante bisutería (creo) que colgaba de su cuello. Las camisas transparentes, en los hombres, proliferaron, y en todos los colores. También el zapato masculino que se ha puesto muy de moda y que, imitando al tradicional zapato femenino, lleva un alza considerable, elevando unos cuantos centímetros de estatura, abundó, y pudimos verlo, a pesar de que se ocultaba bastante bajo los largos pantalones. Y, como es natural, los bolsitos colgando de la muñeca y bien agarrados servían para almacenar esas pequeñas cosas que es necesario llevar encima y que en esta época, todavía calurosa, no encuentran sitio en los bolsillos del pantalón ni en la americana, pues ésta no se utiliza. De cuando en cuando nos llega la ráfaga de un agradable perfume, pensamos que cerca de nosotros acaba de pasar una dama, pero no es así. Las manos muy cuidadas, y en ocasiones, ensortijadas completaban estas singulares “toilettes”, a las que también acompañaban unos modales y un tono de voz algo refinados. Resumiendo: pantalones ceñidos, no, ceñidísimos; cabellos cuidados, tratados, vitaminados; vamos, de peluquería día sí y día también; sombras de ojos, lápiz perfilador, tez tersa y brillante; en fin, los más mínimos detalles del arreglo personal (a las mujeres nos sugirieron muchas ideas para resaltar la belleza) desfilaron ante nuestros ojos en el vestíbulo del teatro y en las cafeterías de los alrededores mientras esperábamos la subida del telón.

A pesar de todo, nada nos hacía sospechar que cuando éste se alzase íbamos a escuchar aquella terrible frase en labios de “Michael” (Manuel Galiana): “¿Hay algo más triste que una mariquita imitando a Judy Garland?”. Porque la obra de Mart Crowley es una cala profunda, lacerante, en una zona marginada de la sociedad que no merece la burla ni el desprecio, sino la comprensión humana o, como en uno de sus protagonistas, el tratamiento psiquiátrico. El teatro Barceló contó la noche estrenística como uno de los fastos de su historia. Porque el aplauso al atrevido estreno no se lo otorgaban tan sólo esa parte sofisticada del auditorio, sino el acostumbrado público de las solemnidades escénicas madrileñas, integrado por lo que más sabe del arte, el periodismo y las letras de Madrid, sin que faltasen los estrenistas y hasta ese despistado burgués que se metió a ver “qué daban en el Barceló” y, aunque escandalizado en un principio, salió diciendo que aquello “era muy bueno”, aunque era una pena que hubiese gente así.

Los atuendos de los “chicos”, dignos de cualquier “damita” exigente

Entre los aciertos de la presentación están, por un lado, el soberbio dúplex neoyorquino donde “Michael” organiza su fiesta. Y los atuendos de los “chicos”, dignos de ser copiados por alguna “damita” exigente. Ahí es nada: “Michael” (Galiana) tiraba un jersey de cachemira para ponerse uno de vicuña; “Harold” (José Luis Pellicena) vestía una túnica digna de la Grecia de la “Anabasis” y collares relucientes; el pobre “Emory” (Ramón Correto) vestía entre “chacha” y “destrozona” carnavalesca, pero fue el que más hizo reír, aunque también, en una brevísima escena dramática hiciera humedecer los ojos a los espectadores. Entre tanta fantasía, sólo “Alan” (el único heterosexual) vestía el varonil esmoquin. También (aunque no le correspondiese) vestía “de hombre” (chaqueta y corbata) “Hank” (Damián Velasco), el hombre casado y con hijos que “se va con un hombre” como otros se van con una mujer.

El impacto de “Los chicos de la banda” fue innegable. Se comprende que esta desagradable y a la vez magnífica obra de Mart Growley le logase el triunfo nada más asomarse a los escenarios. En el Barceló la aplaudieron todos, sin distinción de galas ni complicaciones freudianas. Aquello era arte y teatro. ¿Para qué más?

Pilar Trenas